Ciencias

La habitación del placer que no hemos vuelto a abrir (y 2)

La habitación del placer
Foto: Getty.

Viene de «La habitación del placer que no hemos vuelto a abrir (1)»

La habitación del placer

El doctor Robert Galbraith Heath estuvo varias semanas buscando el sujeto perfecto. Paraba a quién veía con posibilidades de formar parte de su experimento y lo interrogaba. Así encontró al sujeto 19, como lo denominó, un joven de veinticuatro años que se quejaba de «alteraciones en su capacidad para experimentar placer» y, según sus informes, tenía tendencias suicidas debido a «su falta de masculinidad». El investigador decía haber descubierto que, además de un centro de placer, el cerebro tenía un «sistema aversivo», algo así como un centro de castigo. De esta forma, con la estimulación de las regiones decía que podía «convertir» a cualquiera. Es más, se jactaba de que podría volver a una persona temporalmente en un homicida, o bien en la persona más feliz del mundo.

-Primera fase:

Tras implantar los electrodos en 19,Heath lo introduce en una sala con una gran pantalla al fondo. Le explica que una vez dé comienzo la sesión a solas, se sucederán una serie de imágenes de carácter heterosexual, escenas que con el paso del tiempo van a ser más «intensas» y pornográficas. Heath sale y entra en la sala contigua desde la que evaluará a 19. Comienza la sesión. 

La escena, totalmente verídica, aunque más propia de una novela ciberpunk, recordaba en cierto sentido a la rodada por Kubrick en La naranja mecánica, aquella con el personaje de Alex maniatado mientras trataban de cambiar su conducta en la sucesión de imágenes ultraviolentas. En este caso, 19 podía parpadear, pero cada actividad de su cerebro quedó registrada minuciosamente a través del electroencefalograma.

¿Qué ocurrió? En palabras de Heath, durante las primeras sesiones 19 no mostró ninguna respuesta significativa. Se mostró «de forma pasiva y sus ondas cerebrales indicaban únicamente una actitud de baja amplitud». Esto, según el investigador, confirmó sin ningún género de duda la homosexualidad del chico debido a su «falta de interés en la pornografía heterosexual».

Sin embargo, la investigación avanzó y añadió un elemento novedoso: ahora, el joven, además de observar las imágenes, debía apretar el botón que lo iba a autoestimular conectado a sus electrodos. El paciente 19 no lo sabía todavía, pero tras un par de sesiones, aquel botón se convirtió en una bomba adictiva de la que no podía separarse. Le había construido una herramienta para «saciarse» cada vez que quisiera y, era, según Heath, «igual que dejar suelto en una tienda de dulces a un adicto al chocolate». Durante una sesión de horas, 19 llegó a presionar el botón más de 1500 veces, aproximadamente una vez cada siete segundos. Para Heath:

Durante estas sesiones, 19 se estimuló a sí mismo hasta el punto de que, tanto en su comportamiento como en su forma introspectiva, estaba experimentando una euforia casi abrumadora… y dicha euforia tenía que ser desconectada a pesar de sus vigorosas protestas. 

Ya no era el joven que llegó al laboratorio, 19 era un adicto al placer que no quería separarse del botón, solo suplicaba más imágenes para apretar una y otra vez. Su libido se había disparado, contó Heath, hasta el punto de atraerle las enfermeras con las que trabajaba, «las imágenes lo convirtieron en una máquina de excitación sexual. De repente, el joven tuvo una erección y más tarde comenzó a masturbarse hasta llegar al orgasmo. Realmente, estábamos ante otra persona, el sujeto había cambiado».

Después de varias sesiones, la investigación registró lo que se entendió como un paso de gigante para cambiar su condición, «expresó su deseo de intentar una actividad heterosexual».

-Segunda fase:

Heath pidió permiso a varias instituciones para llegar hasta el final. Así obtuvo luz verde a través de un tribunal estatal para contratar a una prostituta por la ciencia, una que debía tener relaciones sexuales con 19 y confirmar de una vez por todas el éxito de su trabajo. 

A la chica se le advirtió que el encuentro no iba a ser «normal», pero ni siquiera así se podía hacer una idea de la escena que se iba a encontrar. El investigador preparó horas antes la sala para «acondicionarla». La había empapelado y oscurecido para que fuera lo «más romántica posible». La chica entró en la sala y distinguió la figura de un hombre junto a la cama, pero su sombra era extraña. Sí, su cuerpo encajaba con el de un varón, pero de la zona de la cabeza asomaba algo raro, como hilos, o cables, en cualquier caso, no podía ser cabello. Al acercarse y situarse frente a 19 descubrió que aquellos extraños eran cables injertados en la cabeza del joven.

No preguntó, como le pidieron antes de entrar, y comenzó un ligero coqueteo y aproximación a 19. Unos minutos antes de aquel encuentro, el sujeto había recibido varias dosis de autoestimulación. Debía estar «ultramotivado». 

No hay mejor forma para describir lo que ocurrió entonces que rememorar la publicación del Journal of Behavior Therapy and Experimental Psychiatry:

De manera paciente y con total apoyo, ella le animó a pasar algún tiempo bajo su propia exploración manual mientras examinaba su cuerpo, dirigiéndolo a las áreas particularmente sensibles. A veces, el paciente hacía preguntas y buscaba el refuerzo en cuanto a su rendimiento y progreso con el fin de que hubiera una respuesta directa e informativa. Tras 15 minutos de interacción, ella comenzó a tener sexo encima de él, aunque al principio él era un poco reticente a alcanzar la penetración. Acto seguido, el intercambio le dio a ella un orgasmo que, al parecer, él también fue capaz de sentir.

Emocionados, él sugirió que ella se diera la vuelta con el fin de poder asumir la iniciativa. En esta posición, a menudo se detuvo para retrasar el orgasmo y aumentar la duración de la experiencia placentera. Entonces, a pesar del entorno y el estorbo de los cables de los electrodos, 19 eyaculó con éxito.

El momento de clímax final fue lo más cerca que estuvo Heath de jugar a ser dios. Los orgasmos múltiples de 19 confirmaban, a ojos del investigador, el claro cambio de orientación sexual. Al terminar esta última fase, Heath dio libertad a 19 y le propuso volver a quedar un año después para comprobar si había cambiado algo sobre sus inclinaciones sexuales.

Sin embargo, el reencuentro no fue el esperado por Heath. Si bien 19 le aseguró que había mantenido relaciones esporádicas con una mujer casada, también tuvo más relaciones sexuales con hombres. Heath, cegado por su propio trabajo, prefirió dar por bueno su estudio con «el uso futuro y efectivo de la activación septal para reforzar el comportamiento deseado y la extinción de un comportamiento no deseado».

A 19 se le perdió la pista para siempre, no sabemos su nombre o identidad, ni siquiera si sigue entre nosotros. Mucho menos si su vida cambió realmente tras aquellos meses entre electrodos y cánulas. En cuanto a Heath, el valor de su trabajo, aunque impactante en el sentido más amplio y con todo tipo de connotaciones, es difícil de calibrar. Tras publicar su estudio, y con el revuelo inicial entre la comunidad, la ciencia le dio de lado y lo defenestró. Mantuvo su investigación en torno a la estimulación septal, pero nunca se atrevió a tomar a otro sujeto para una «conversión». Su último esfuerzo conocido giró en torno a la construcción de una especie de marcapasos cerebral, en esencia, una batería que fuera capaz de distribuir ese «placer eléctrico» en pequeñas dosis, de estimular el cerebro para calmar «las mentes más perturbadas». De hecho, su «botón» del placer le valió una visita de la CIA. La agencia quería saber si la tecnología podría usarse para infligir dolor, interrogar a los enemigos o incluso controlar sus mentes. Dicen que Heath los echó de su laboratorio.

El problema es que ya nadie lo quería cerca. Un tiempo después, una publicación estadounidense sacó un artículo sobre el investigador y sus «experimentos nazis» y, poco después, Heath fue sepultado para siempre pasando a formar parte de ese grupo de personalidades de la ciencia que se salieron del guion establecido.

Nadie volvió a tocar la puerta que había dejado abierta Heath con sus experimentos, al menos no desde ese punto de vista. Años después, surgió la figura del español José Manuel Rodríguez Delgado, controvertido investigador que emparejó estimuladores cerebrales electrónicos con transceptores de radio, poniendo efectivamente al sujeto bajo control remoto. De hecho, se hizo famoso por probar la tecnología saltando a una plaza de toros frente a uno de sus animales de experimentación. Mientras el toro cargaba contra él, Delgado pudo detenerlo, bramar y girarlo en círculos con un movimiento de su control remoto.

Como Heath, el español pensaba que la implantación era la solución para mediar en los temperamentos y traumas humanos, en definitiva, creía que el mundo sería un lugar mejor, como quedó reflejado en su libroPhysical Control of the Mind: Toward a Psychocivilized Society, en 1969. Dos hechos acabaron tumbando esas suposiciones con tintes orwellianas de Delgado: la llegada de medicamentos eficaces para tratar enfermedades mentales, y la posibilidad de que el uso de la implantación cerebral llevara en el futuro a situaciones incontrolables para las masas.

Tuvieron que pasar varias décadas para que el ECP se rescatara del olvido y volviera a aparecer en la ciencia. Ocurrió a mediados del nuevo milenio, cuando la neuróloga Helen Mayberg de la Universidad Emory de Georgia introdujo el tratamiento moderno de ECP para la depresión.

Desde entonces, el ECP ha avanzado, siempre poco a poco, de forma lenta y experimental para personas con formas de depresión, anorexia, síndrome de Tourette o trastorno obsesivo-compulsivo resistentes a tratamientos, incluso se ha buscado aliviar la anhedonia en la esquizofrenia resistente al tratamiento o para ayudar a supervivientes de derrames a recuperar el movimiento, pero nunca como intento de implantar electrodos en humanos con el único fin de ofrecer el placer más indescriptible de forma lúdica, uno capaz de modificar hasta nuestros instintos más primarios.

Es curioso, porque hoy es relativamente sencillo implantar estos electrodos, e incluso hay quien aboga por liberar la tecnología a una sociedad cada vez más estresada en busca de esa felicidad que el ser humano anhela. Frente a ellos, gran parte de la comunidad científica replica que el centro de placer de nuestro cerebro evolucionó con el fin de guiar nuestras acciones y motivaciones y, en última instancia, con la recompensa como «premio» al buen hacer. Desde este prisma, una máquina del placer de ese calibre nublaría la escala de valores y el juicio o las ambiciones humanas. De hecho, muchos investigadores no le dan tantas vueltas, y simplemente recuerdan que conceptos como la pena, el dolor o la propia infelicidad son parte inherente del ser humano y de la vida, si tuviéramos un dispositivo que las aniquila, nuestra concepción como tal dejaría de serlo. 

No cabe duda de que eran otros tiempos. La simple idea de utilizar taladros de odontología para cortar pequeños agujeros en los cráneos e introducir finas sondas de metal, de modo que se pudieran administrar pulsos de electricidad directamente al cerebro, asusta. Pero el descubrimiento de la activación de la región septal como medio para inducir oleadas de placer tan potentes como para atenuar comportamientos está en tinieblas desde hace tiempo. Es la forma más sencilla y monstruosa de vivir por y para el placer. 

Quizás por ello nunca más se vuelva a abrir.


Bibliografía

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4 Comentarios

  1. Siempre extraña las señoronas en un supermercado, que se quedan atravesadas en mitad de un pasillo estrecho, dejan el carrito solo en la cola o alargan el cobro. Eso se debe a que en un supermercado experimentan el equivalente de lo que siente un niño de cuatro años en una juguetería.

  2. Manuel Queimaliños Rivera

    Olaf, ¿te has escapado del campamento vikingo y estás desorientado?

  3. Muy interesante e inquietante.

    El protagonista de las novelas de Mundo Anillo fue adicto a esto. En la traducción que leí les decían «cabletas» a quienes se introducían un electrodo para estimular este centro de placer. Eran casi vegetales..

    Cuando leí las novelas no sabía del parecido con la realidad y de lo fácil que sería llegar a eso. Saludos.

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