Cine y TV

Films matter: en busca del cine perdido

Nancy Savoca. Imagen University of Michigan Library. cine
Nancy Savoca. Imagen University of Michigan Library.

Cada película importa. El cine, como la música, tiene ese particular y necesario poder de regresión, una especie de imantación, de anclaje espaciotemporal, que posibilita viajar en el tiempo. La memoria recuerda a través de las imágenes en movimiento (vistas en pantalla grande o en pantalla chica) que inevitablemente se entremezclan con el contexto en el que se presencian y con el momento vital con el que cada uno se aproxima a ellas. Por eso, cada película es importante. Irradia un valor emocional en lo personal (para el espectador), pero también contiene la memoria historiográfica de su tiempo. Nancy Savoca, cineasta norteamericana, hacía una reflexión similar en 2020, durante las jornadas tituladas The Unstreamables, un encuentro que alertaba sobre la falta de accesibilidad a ciertas películas y que favoreció  la creación de la iniciativa Missing Movies, una plataforma que tiene como objetivo localizar materiales perdidos y liberarlos del limbo legal en el que se encuentran atrapados. Porque la historia, la del cine y la de cualquier arte, ha sido iluminada con potentes fluorescentes, tan sólidos y rígidos que no han cambiado su enfoque, no han girado para alumbrar unos márgenes siempre en penumbra. O dicho de otro modo: solo se ve y se ha visto lo que de un vistazo se alcanza a mirar. Ese es el privilegio de unos pocos: el de los propietarios de los micros, focos y cámaras. 

Cuando una empieza a sumergirse e indagar en el pasado (del cine en este caso) rápidamente descubre que ni es tan blanco ni tan masculino su origen, o al menos no solamente. Ahí está como claro ejemplo de ello el titánico documental (y libro) Historia del cine: una odisea de Mark Cousins (2011), un recorrido por todas esas cinematografías olvidadas que la historia oficial no había contemplado incluir, aquellas culturalmente diferentes al canon occidental. Pero reparar errores es una ardua, compleja y a veces injusta tarea, y mientras la serie trazaba una amplia panorámica que incluía esos otros lados del planeta, el ensayista olvidó que las mujeres detrás de las cámaras eran, también, las grandes invisibilizadas de la historia. Por eso, porque era de justicia reparar ese agravio, años más tarde, en 2018, la serie documental Women Make Film repasa minuciosamente el cine dirigido por mujeres, desde sus orígenes hasta la actualidad. Mucho camino se ha recorrido, sí. Hoy ya no resultan novedosos nombres como el de Alice Guy, pionera del cine de ficción con su film El hada de los repollos (Le Feé aux chous) de 1896; o el de Lotte Reiniger, figura clave en el mundo de la animación que inició su carrera en 1919 con Das Ornament des verliebten Herzens; o Rosario Pi, primera mujer española en dirigir un cortometraje (El gato montés) en 1935. Todas ellas mujeres rescatadas del olvido que han ido incorporándose a la nómina oficial de cineastas de una historia que necesitaba urgentemente reescribirse. 

Entonces, ¿todo en orden? Bueno…

La expresión FOMO podría servir para describir algo similar a lo que sucede cuando uno decide aventurarse a conocer el pasado, sobre todo si se busca encontrar lo desconocido, lo que no goza de popularidad. FOMO, acrónimo de la expresión inglesa Fear Of Missing Out que se refiere a la ansiedad producida por el miedo a perderse algo, se relaciona en realidad con eventos de tipo social. Es esa preocupación que deriva de no poder estar a la vez en todas partes y que tiene su razón de ser en ese «ser consciente» que producen las redes sociales. De una forma parecida, salirse de los márgenes cinematográficos provoca un efecto que bien podría ser calificado de FOMO: un nombre te lleva a otro nombre, a un título que fue clave en una determinada época o que alguien relevante menciona como crucial para su trayectoria, que influyó en otros tantos filmes que a su vez llevan hasta otro sinfín de cineastas y de películas… Es entonces cuando surge esa ansiedad (tan de este tiempo, de la posmodernidad, de la hiperinformación) ante la certeza de que no se está jamás cerca de llegar a todo, y sobre todo, que no se está llegando a todas. Trazar una genealogía fílmica feminista justa no es algo que pueda hacerse rápida y fácilmente. Exige una minuciosa labor de orfebrería, exige liberarse de prejuicios, de ideas preconcebidas y, en muchos casos, exige hacer tabula rasa. No es tanto un ejercicio de reescritura como de composición, donde lo anterior va a servir de inspiración, de referencia, de inevitable fuente de conocimiento previo.

Messing with the Canon

No hay nada de genuino en la propuesta: ya en la década de los setenta surge la teoría fílmica feminista con el objetivo de construir nuevas representaciones de las mujeres en el cine, subvertir estereotipos y realizar un cine alternativo que propusiera nuevos relatos, nuevas ficciones, nuevos modelos de representación. En este contexto de análisis y crítica, de reflexión y debate, el cine fuera de los circuitos comerciales se convierte en un pilar fundamental de estas teorías. No es casual que se trate de la misma época en que surge la segunda ola del feminismo. Se dan, por tanto, las condiciones idóneas para que sea prioritario abordar estas cuestiones: hay un empeño constante por visibilizar el cine hecho por mujeres, por estudiar sus modos de narrar, por encontrar nuevas herramientas teóricas y metodológicas que deconstruyan el sistema patriarcal y el discurso masculino dominante. 

En el fantástico libro Moteros tranquilos, toros salvajes, Peter Biskind arranca su introducción con una cita de Martin Scorsese: «Algunos de mis amigos decían que los setenta fueron la última edad de oro. Y yo les decía: ¿cómo podéis afirmar eso? Me contestaban: Bueno, teníamos a todos esos grandes directores haciendo una película tras otra: Atlman, Coppola, Spielberg, Lucas…». Antes de plantear la pregunta de si se trataba del final o el principio de algo, otra cuestión resuena tras las palabras del director de Malas calles: ¿no hay, quizá, un monopolio masculino en el Hollywood de la época? Biskind relata la crónica de un momento crucial en la industria, ese período donde todavía se mantenía fuertemente instaurado un sistema de estudios en el que apenas tenían cabida las mujeres. Sus páginas las ocupan los entresijos de las grandes producciones, de las disputas legendarias fuera y dentro de los platós, de la camaradería surgida en unos años donde Hollywood estaba siendo fuertemente cuestionado. Y mientras cineastas como Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich o el mismo Scorsese alcanzaban un merecido e incuestionable estrellato, las puertas de los estudios seguían siendo muros infranqueables para talentosas directoras que no fueron capaces de sortear la desigualdad de la época.

Hace unos meses pudo verse en la Cineteca de Madrid el ciclo Working Girls: la generación perdida del Nuevo Cine Estadounidense, una iniciativa que partía de Proyecto Roedor (colectivo integrado por Noah Benalal e Irene Castro) y que incluía cuatro largometraje de directoras que empezaron su carrera en la década de los setenta y los ochenta, que fueron inéditas en España y cuyos trabajos (los que formaban parte de la programación) habían sido restaurados en los últimos años. Dentro y fuera del sistema, podría decirse que estas cuatro mujeres desarrollaron sus carreras inter mundos, o más bien donde pudieron hacerlo. Si bien es cierto que sus trayectorias han sido muy desiguales, todas ellas encuentran un nexo común: la falta de visibilidad de sus películas. Con este programa, Proyecto Roedor se hermanaba con propuestas como la de Missing Movies, impulsada por la distribuidora independiente Milestone Films, dedicada por entero al patrimonio cinematográfico perdido: iniciativas que buscan recuperar títulos perdidos, olvidados o enterrados y hacerlos accesibles al público. 

Nancy Savoca, Joan Micklin Silver, Joyce Chopra, Claudia Weill. Hay un esfuerzo consciente en estas líneas por nombrar a sus protagonistas. Porque lo que no se nombra no existe, y lo que se nombra tienen más posibilidades de ser recordado. Por eso, y porque componer una nueva historia implica generar conocimiento, es de justicia detenerse en estas cineastas rescatadas en Working Girls, y dirigir los focos hacia ellas.

La carrera de Nancy Savoca comenzó bien entrados los ochenta. No fue hasta 1989 cuando dirigió su primer largometraje, True Love, que obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cine de Sundance. Se trata, por tanto, de un sólido desembarco en la industria cinematográfica: empezó a dirigir películas para cine y televisión, además de realizar la producción y escritura de muchos de sus filmes. En 2023, uno de sus trabajos más interesantes, Household Saints (1993) fue rescatado por Milestone Films. La película, ahora restaurada en 4k, revela el potencial de una cineasta que apenas ha obtenido el reconocimiento que merece dentro de la historia del cine. Basada en la novela homónima de Francine Prose, Household Saints es un film intergeneracional  (abarca cerca de un siglo en la familia italoamericana de Catherine Falconetti) que pivota sobre la dicotomía tradición-modernidad. Una cinta que arriesga en sus formas (al melodrama familiar y la comedia de situación se les añaden toques de realismo mágico, convirtiendo la historia familiar en fábula), y consolida su condición de retablo costumbrista de la comunidad que refleja. En el centro del relato se sitúa la religión, instrumento para arraigar las tradiciones, consolidar los vínculos y transformar el hogar en espacio sanador, refugio y límite de quienes lo habitan.

No será la única de las cintas que gravite en torno a la familia. A Fish in the Bathtub (1999), uno de los últimos largometrajes dirigidos por Joan Micklin Silver, cuestiona, precisamente, su idoneidad como estructura social y destino indiscutible del ser humano. Silver comenzó su carrera en 1975 con Hester Street, film autoproducido junto a su marido que participó en la Semana de la Crítica de Cannes, y a lo largo de su trayectoria la cineasta fue especialmente aclamada por el público en el ámbito de la comedia, donde también se ubica A Fish in the Bathtub (1999). Anne Meara y Jerry Stiller, dúo cómico en lo profesional y matrimonio en lo personal, protagonizan esta cinta que se atreve a mostrar las desavenencias de un matrimonio de avanzada edad, así como la erosión del paso del tiempo, los cambios que se van produciendo en la relación y la búsqueda de la identidad en la vejez. El film aborda cuestiones que parecen estar vetadas en la gran pantalla. El tabú de la vejez ocupa aquí un primer plano en una película que no teme perder espectadores ni se preocupa por ser políticamente correcta. Con un pez como macguffin, la disolución del matrimonio llevará a los protagonistas a explorar por separado su propia existencia y sus vínculos personales. La división del espacio por géneros, la ausencia de comunicación paternofilial, la infidelidad como elemento de la condición masculina y el miedo a la soledad de los mayores son algunas de las genialidades de un film que, inesperadamente, busca la felicidad y el optimismo, traicionando el espíritu realista y cínico desde el que parece estar concebida.

Pero si la comedia es, en realidad, un género muchas veces denostado por la crítica y por ello títulos como Household Saints o A Fish in the Bathtub han podido pasar más inadvertidas, en el caso de Smooth Talk o Girls Friends es más difícil encontrar los motivos por los que acceder a ellas haya sido tan complicado. Smooth Talk parte del relato Where Are You Going, Where Have You Been? de Joyce Carol Oates, y la adaptación fílmica engrandece lo que la autora norteamericana hacía en su texto: indagar sobre la psicología adolescente para entender sus motivaciones, su ambigüedad, su concepción del peligro. Joyce Chopra dirige esta cinta difícilmente clasificable o emparentable con cualquier otra película de adolescentes, y, sin embargo, pocos cineastas han conseguido reflejar con tanto acierto esa naturaleza esquiva, mutable y fugaz que se apodera de uno durante la juventud. En su traslación a la pantalla, Chopra condensa la práctica totalidad del relato en los últimos veinticinco minutos del metraje, creando una primera parte casi inexistente en el original. Este cambio le permite profundizar en la vida de su protagonista Connie, una jovencísima Laura Dern en su primer papel protagonista, un año antes de ser fichada por David Lynch para Terciopelo azul. Algo que no parece casual: el despertar sexual es el catalizador de ambos filmes que desnudan a sus personajes de asideros, sacándolos a golpes de realidad de su adolescencia. Smooth Talk es una de esas películas que parecen atravesar a quien las contempla: sus imágenes persisten en la retina y remueven el imaginario colectivo asentado en cada espectador. El film muestra una imagen arquetípica de la juventud norteamericana de diners, suburbios y centros comerciales a la vez que revela el reverso caótico y peligroso de quienes aceleran para adaptarse a dicho molde. Chopra se toma su tiempo, mantiene un ritmo pausado durante todo el relato en coherencia absoluta con esa pasividad en la que parecen estar anclados sus personajes. Jóvenes y adultos, todos ellos parecen estar a la espera: viven en una casa a medio arreglar, siempre en proceso de terminar de pintar sus paredes, repitiendo una y otra vez las mismas acciones, los mismos conflictos, deambulando por los espacios como si el tiempo no se fuera agotando. Esta cuestión del tiempo tiene su punto álgido en ese tramo final donde todo sucede en tiempo real, favoreciendo el incremento de la tensión dramática y el suspense. Pero lo verdaderamente extraordinario se encuentra en el elocuente uso de la elipsis. Porque esta es una película sobre el convulso paso del tiempo interior, del maremágnum de emociones que se pueden llegar a experimentar sin que haya indicios de ello en el mundo exterior, en el visible. Y así, con una decisión formal (la elipsis), Chopra vincula lo narrativo, lo discursivo, con la manera en que estilísticamente está concebida la cinta: una conexión entre la forma y el fondo que tan pocas veces se acierta a alcanzar en la práctica cinematográfica y donde radica, precisamente, la potencialidad de cualquier obra fílmica.

La última de las protagonistas de estas líneas, Claudia Weill, empezó su trayectoria profesional en el cine documental al igual que Chopra, con quien colaboró en más de una ocasión. Las dos fueron cineastas con una marcada vocación realista fuera o dentro de la ficción. Girl Friends (1978) fue el primer largometraje de Weill. Considerada la primera cinta independiente de Estados Unidos que fue financiada con ayudas públicas, Girl Friends vio la luz gracias al empeño de la propia cineasta, que consiguió más financiación privada y un acuerdo de distribución comercial con la Warner. Los éxitos fueron notables por parte de la crítica y el público (fue Premio del Público en la primera edición del Festival de Toronto y obtuvo varias nominaciones a los BAFTA y a los Globos de Oro), lo que suponía un gran valor para una cinta de bajo presupuesto dirigida por una mujer. Quizá lo realmente novedoso y electrizante de Girl Friends sea su temática: la amistad femenina. Esa rara avis sin demasiada presencia en el cine de los años setenta y que aún hoy se encuentra arrinconada en los márgenes de las tramas principales de las historias. No resulta extraño que, años más tarde, Weill fuera una de las directoras de la serie Girls (2012-2017) de Lena Dunham, quien ya había manifestado haber encontrado un valioso referente en Girl Friends a la hora de retratar esa amistad entre mujeres. No será el único testimonio femenino (y feminista) valioso que aporte la cinta de Weill al bagaje cinematográfico: sus personajes son mujeres reales que caminan por la vida a base de dudas e inseguridades, algo neuróticas y a la vez confiadas, sin dejarse dominar por sus miedos; mujeres que son libres, mujeres que están solas. Y he aquí una de las claves del film, la forma en que se representa a la mujer independiente, a la que se desvía de los cánones establecidos y que se atormentará por ello sin renunciar nunca a sus verdaderas pasiones. Hay en estas mujeres una imperfección en la que es fácil reconocerse. Una imperfección que permite romper el canon del ideal femenino, de la mujer imposible que el cine se ha empeñado en perpetuar.

Si las películas importan, si los nombres, las cineastas, las historias tienen que ser nombradas, rescatadas del olvido, restauradas y llevadas a las salas de cine, entonces sigue siendo necesario romper todos esos cánones que aún hoy siguen vigentes. No es un mal plan, pues ¿de qué otra forma iba a componerse entonces esa nueva y más justa historia del cine?

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