Cine y TV

Fargo T2: Camus, el mercado de la muerte y dos pares de zapatos (1)

Fargo, temporada 2. Imagen: FX.
Fargo, temporada 2. Imagen: FX.

Introducción: nos prometieron sentido

Le sonará a usted aquello de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla. Es una cita que se le atribuye al filósofo George Santayana, aunque lo que él dejó escrito no es exactamente eso. Pero es irrelevante: a día de hoy figura así a la entrada del bloque 4 de Auschwitz, y eso es más importante que el sentido último de la idea. Porque de sentido va la cosa. Viendo Fargo II, uno diría más bien que los pueblos que conocen su historia están condenados. Punto. Y lo están porque quien olvida su historia, también olvida sus deudas, mientras que el cuento que Occidente en general y Estados Unidos en particular se han venido contando a sí mismos durante siglo y pico ha generado más deudores que prestamistas.

¿Recuerda lo del american dream? El sueño americano, decían. Viene a ser que tenga usted una familia, un trabajo bien pagado (preferiblemente en su propio negocio) y un coche en la puerta. O dos, si son pequeños o tiene mucha ambición. Pero el sueño americano se fue por el desagüe hace tiempo. Cada cual sitúa la fecha donde estima conveniente, y lo cierto es que hay unos cuantos momentos válidos. Pero como siempre sucede con estas cosas, se trata más bien de un proceso. Y Fargo II pone mucho empeño en mostrarnos que nuestra sociedad vive en pos de una idea pintada por quienes no necesitan esa idea, y cuando sus personajes no la consiguen, bueno, no se habrán esforzado lo suficiente. La noción misma de capitalizar la propia existencia para adaptarla a un modelo de consumo se cae a trozos, por mucho que a según quién pueda gustarle. Porque ¿qué ocurre si tiene usted una familia, pero su esposa está muriéndose de cáncer?, como es el caso de nuestro protagonista, Lou Solverson. ¿O si la tiene, pero es el trabajo lo que puede matarla, por ser un clan mafioso de apellido Gerhardt compuesto por padre, madre, tres hermanos y prole, a cada cual más violento y descerebrado (excepción hecha de la matriarca)? Vaya, podría decirse, al menos le queda el coche. También eso lo cuestiona Fargo II. Mucha gente va en coche, pero a los adalides de la clase obrera en esta temporada, Peggy y Ed Blumquist, les dura un episodio, lo justo para atropellar al pequeño y más tonto de los Gerhardt, desencadenando así la macabra sucesión de eventos que conforman esta temporada.

Noah Hawley (Nueva York, 1967) da cuenta de las trizas a las que quedó reducido el sueño americano, si es que alguien no lo vivió como una pesadilla (de Mad Men hablamos otro día). Y lo hace de la mano del filósofo francoargelino Albert Camus (1913-1960). El de la gabardina con el cuello levantado y el cigarrillo en la comisura. El que era amigo de Sartre. El que terminó con toda la intelectualidad francesa dándole la espalda. El que habló del absurdo de la existencia. El que murió en un accidente de tráfico. Pues ese. Y con él pone Hawley en evidencia cómo en sociedad se pide a cada cual que haga algo, y pase a definirse por ser la persona que lo hace. Entre tanto, no se queje demasiado y no le dé muchas vueltas a lo del sueño americano. Podría ser que despertara.

En Fargo II hacen de alarma mañanera la guerra de Vietnam y los cadáveres físicos y psicológicos que dejó a lo largo del camino. La historia les prometió a todos ellos que vivir donde vivían y hacer lo que hacían tenía sentido. Les dijeron que iban a alguna parte. Pues bien: esta temporada nos muestra a un pueblo que recuerda su historia, y vive maldito por ello.

Sísifo va a la peluquería

El ensayo de Camus más conocido y citado (perdone la reincidencia) es con seguridad El mito de Sísifo (1942). Ya sabrá usted de qué va el percal, pero para asegurarme de que estamos en la misma longitud de onda, resumo: Sísifo, un rey de la mitología griega, fue condenado por los dioses a empujar una pesada roca cuesta arriba, solo para verla caer al llegar al final del trayecto. Ocurrido esto, debía bajar y repetir la tarea. Para siempre, y peor aún, sin ningún propósito. Y esto último es lo que llamó la atención de Camus, que vio que la verdadera condena no residía en la tarea misma, sino en su carencia de sentido. Comparó la situación de Sísifo, que debía repetir una y otra vez esa rutina vacua, con la de cualquier ser humano. Aquí entronca la cosa con Fargo II y los Blumquist.

Peggy y Ed son un matrimonio joven, y en apariencia, carente de problemas. Con sus rencillas y discrepancias, claro, pero ¿quién no las tiene? Ella trabaja en una peluquería y aspira a ir a un curso de crecimiento personal donde espera realizarse y «ser la mejor versión de sí misma». Él es el inminente heredero de la carnicería donde trabaja, puesto que el dueño va a venderla y él se erige como el mejor y más cercano postor. El único elemento disonante en esa carnicería es la muchacha que atiende el mostrador, y que pasa toda la temporada yendo de un lugar a otro con un ejemplar El mito de Sísifo bajo el brazo. Dicho así no suena especialmente llamativo, pero esto es lo que hay que entender: la maquinaria social se basa en no hacer preguntas. Occidente se cuenta a sí mismo la historia de que si usted consigue A, B y C, será feliz. No especifica qué es eso, pero se entiende que le darán un diploma que certifique que lo ha logrado, que ha vivido una buena vida, que no habrá más desorientación existencial ni vacío emocional. Para esa narrativa que dicta que la felicidad es algo a alcanzar mediante la consecución de logros, lo peor que puede pasar es que alguien se cuestione tal dialéctica, porque es fácil verle las costuras una vez que se mira de cerca.

En un intercambio muy denotativo, la joven dependienta cierra su libro y le casca a Ed, que aspira a tener un hijo sin saber que Peggy toma píldoras anticonceptivas, el corpus camusiano: que llenar la propia vida de tareas no la dota de sentido, pues las tareas mismas no son más que un encadenamiento de actividades que esconden la futilidad de la acción. Nosotros fingimos que hemos escogido ese camino porque es parte de la historia que nos contamos, y que nos cuentan desde fuera. Recuerde: el sueño americano. Pero Camus señala que la naturaleza última de la existencia es absurda, y si bien este término lo empleamos en la cotidianeidad con mucha ligereza, nuestro autor lo define con precisión: es el silencio del universo a nuestro reclamo de sentido. No la falta de sentido en sí, ojo, que, como tal, sería irrelevante, sino nuestra aspiración a que haya sentido en contraposición a la evidencia de que no lo hay.

[El absurdo] es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena. […] Se trataba de vivir y de pensar con esos desgarramientos, de saber si había que aceptar o rechazar (Camus, 2012b, p. 68).

Que Sísifo empuje una roca colina arriba solo para verla caer es un cometido tan claramente sin sentido que resulta fácil ver en él el absurdo del que habla Camus. Pero cuando la muchacha le cuenta esto a Ed y cuestiona todos sus esfuerzos y padecimientos por comprar la carnicería, no parece ni siquiera que hablen el mismo idioma. «Voy a comprar la carnicería y a ser mi propio jefe», dice el joven. «¿Y…?», replica la dependienta, aún con El mito de Sísifo entreabierto en las manos. «Y… bueno, ¡ese es el sueño americano!», es todo cuando alcanza a defender Ed, con una sonrisa tan risueña como extrañada.

Ahora vamos con Peggy, que no quiero dejarla en mal lugar. De Peggy podría decirse aquello de que «vive en otro planeta», si no fuera porque la aparición de un ovni en el penúltimo episodio y su ausencia total de extrañamiento al respecto podrían inducir a confusión. No se preocupe: luego lo hablamos. La cuestión es que Peggy, al contrario que Ed, parece más y más desencantada con su situación. Hay un pilar triple en su tragedia absurda: el primero es que su trabajo está bien, pero no la satisface; el segundo es que quiere a Ed, a su manera, pero no está enamorada como en las películas en blanco y negro en las que se queda absorta; y el tercero es que es muy consciente de que vive en una estructura patriarcal que no solo la oprime, sino que le exige estar agradecida por ello. Ed no tiene mal fondo (si es que eso significa algo), pero es partícipe directo de este sistema. Tanto es así que cuando en el cuarto episodio Peggy paga para ir al curso de crecimiento personal con el que da la matraca episodio sí y episodio también, Ed le exige recuperar el dinero, porque «no está en lo alto de la lista de prioridades».

Lo que Peggy quiere, y se encarga de verbalizarlo, es forjarse una identidad para sí misma, una desde la que se sienta segura y cómoda respondiendo a las restricciones del entorno. No quiere ser madre; al menos, no ahora. Tampoco quiere ser esposa, o mejor dicho, no quiere ser la esposa de. Ella sabe que vive en un universo irracional, donde el devenir de la propia vida está sujeto a la aleatoriedad del absurdo. No ha leído a Camus, que sepamos, pero lo lleva dentro. Y lo único que intenta es defenderse del absurdo desde sí misma. Quiere crear algo, y «su solo ser, en el corazón de la miseria y de la opresión, estaba en esta identidad. El mismo movimiento, que apuntaba a afirmarla, lo hace, pues, dejar de ser» (Camus, 2013, p. 388), ya que, en un alarde de vacío cósmico, su mismo empeño en lograr sentido y no detenerse ante los obstáculos es el principio del fin. No hay héroes fuera de la mitología.

Digo esto porque en el primer episodio Peggy tiene el percance al que antes me he referido. Resulta que por aquella zona opera una familia criminal cuya cabeza pensante ha sufrido un ictus (notará usted la ironía). Los tres hijos se disputan la sucesión al trono, pero termina recayendo, aparentemente de forma provisional, en Floyd Gerhardt, la esposa del líder convaleciente y madre de los tres gañanes, a los que intentará tener a raya mientras mantiene el negocio a flote. Bien, pues el pequeño de esos gañanes va a una cafetería por la noche para intimidar a una jueza, y no solo no la intimidad, sino que termina matándola por pura frustración. A ella, al cocinero y a la camarera que huía despavorida a través de la nieve hacia la carretera. Figúrese el desastre. De hecho, es persiguiendo a dicha camarera para rematarla cuando el pequeño hijo mafioso se distrae porque, cosas que ocurren, un ovni se le para encima. Se queda estupefacto. «No puede ser real», parece pensar. Es la clase de negación que surge como defensa ante los esquemas de sentido que todos tenemos integrados, porque «ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo» (Camus, 2012b, p. 20). Y aunque Camus ya nos prevenía en El mito de Sísifo respecto a tratar de racionalizar el devenir en un universo absurdo, nadie es inmune a doblar la esquina y toparse su condición vital. Nadie menos Peggy, que arrolla con el coche al pequeño mafioso, paralizado en la carretera en pleno anonadamiento. Y ¿qué hace a continuación? Llevárselo atravesado en el parabrisas. Porque, como le decía, cada cual combate el absurdo como puede.

Ya se imaginará usted que a Ed no le hace gracia llegar a casa y encontrarse a Peggy, que acumula revistas cual Diógenes de la moda, tan campante, como si en el garaje no hubiese un gánster bajito y moribundo. Cuando lo descubre, Ed lo remata en defensa propia. La tragedia está servida. Y ante la misma encrucijada, Ed y Peggy terminan optando por la misma vía: deshacerse del cadáver, picadora de carne mediante, y continuar persiguiendo sus respectivos sueños. Claro que Ed cree que su sueño y el de su esposa son el mismo, mientras que ella está convencida de se encuentra sola en sus aspiraciones. Ed es un conformista ajeno al absurdo. Pero Peggy es una soñadora a la que ni el silencio del universo ni la falta de sentido que le puso a ese criminal de medio pelo delante de los faros van a detener.

Juzgo, pues, que el sentido de la vida es la más apremiante de todas las cuestiones. ¿Cómo responder a ella? En todos los problemas esenciales, y me refiero a los que ponen en peligro la vida o decuplican la pasión de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento, el de Perogrullo y el de don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que nos permite acceder al mismo tiempo a la emoción y la claridad (Camus, 2012b, p. 18).

Algo de esa evidencia y del lirismo de Peggy terminan calando a Ed. Ni él ni su esposa son mentes maestras del crimen, huelga decirlo, y en su huida hacia delante, se ven perseguidos por más de un enemigo.

Para empezar, la policía, y en concreto, Lou Solverson, a quien quizá recuerden como el padre de Molly en la primera temporada, ya mayor y sirviendo cafés con una cierta melancolía en su rostro. Pero aquí es joven, y desde un principio se figura lo que ha ocurrido. Como veterano de Vietnam que es, su presencia irradia una seguridad que ni Ed ni Peggy tienen. Le reciben en su casa cuando viene a hacerles una oferta amistosa: sabe lo que ha pasado, y si se entregan, lo que han hecho podrá contenerse en buena medida. Peggy rechaza la oferta, pero Ed, más razonable y también más esclavo de la narrativa del sueño americano, duda. Lou le cuenta que en Vietnam vio a soldados a los que una mina les había volado las piernas. Él y sus compañeros les mentían y les decían que se iban a poner bien, para ocultarles la inminencia de la muerte como la dialéctica de los objetivos y la felicidad nos oculta el absurdo. Estaban muertos, pero aún no lo sabían. Si Ed hubiera estado en la guerra, les dice Lou a él y a Peggy, reconocería esa mirada. Y esa mirada, asegura, es la que tienen ambos. Ed, contra todo pronóstico, resiste el envite, solo para acabar detenido, ya con mayor cantidad de pruebas, en el sexto episodio. Pero incluso entonces, frente a Lou en una sala de interrogatorios, Ed se crece. Le dice al policía que no puede dejar de pensar en el libro del que le habló su dependienta. ¿Qué libro?, pregunta Lou, y él le cuenta toda la perorata de El mito de Sísifo, pero esta vez, no hay extrañamiento en su voz, sino una admiración recién descubierta. Sísifo aguantaba lo que le echaran, y él hará lo mismo, afirma. 

De otro lado, están los Gerhardt, que buscan vengar a su hijo y hermano. Hanzee Dent, un hombre indio que lleva toda la vida al servicio de la familia, recibe el encargo de su jefe directo y mayor de los herederos, el vomitivo Dodd Gerhardt, de encontrar a los responsables. Poco sabemos de Hanzee Dent. Se nos muestra como un hombre racializado en un entorno de blancos violentos y extremistas que no tienen por él más respeto que por una mascota fiel y eficiente. Hanzee no se queja. Cual Sísifo, soporta su carga y empuja su roca, como si hubiese asumido sobre sus hombros esa condena impuesta por la colonización. Ser acogido por esos blancos abominables le granjea, al menos, algo de respeto y libertad de cara al mundo (o eso cree), con los que difícilmente podría contar en los Estados Unidos profundos de finales de los setenta. A cambio, pone al servicio de esos maltratadores sus habilidades de rastreo, razonamiento, combate y estrategia. En buena medida, y júzguelo usted, las destrezas de Hanzee provienen de lo que podríamos llamar un «descreimiento existencial». Esto es lo poco que la serie nos señala frontalmente de él, cuando en el tercer episodio Hanzee caza un conejo, y tal acción le retrotrae a su clase en la escuela, donde, siendo él un chiquillo, fue un mago y sacó de la chistera un conejo como el que él acaba de matar. Todos los niños mostraron el entusiasmo propio de la fascinación infantil, mientras que a él se le veía aburrido y poco estimulado. Nunca creyó en los trucos. Nunca vio magia en el mundo.

Por diferentes que puedan parecer, Hanzee y Peggy tienen algo en común: viven reprimidos por una estructura de poder que les niega el derecho a ser protagonistas de su historia. La maquinaria les pone siempre al servicio de otra cosa, de una peluquería o de una familia criminal, que para el caso es lo mismo. No obstante, ambos, si bien cada uno a su manera, tienen planes para eludir la alienación que mercantiliza sus fuerzas de trabajo y se lucra pisoteando sus aspiraciones. Esto es parte del concepto que Camus expondría en la obra que le haría sumamente impopular ante la Francia de su tiempo, El hombre rebelde (1951), donde retomaría la noción del absurdo, aunque desde otro paradigma, y haría especial énfasis en revolverse, por atenernos a la literalidad del término, contra los esquemas prestablecidos de violencia, entiéndala cada quien como quiera. Afirma Camus que «en sociedad, el espíritu de rebeldía solo es posible en los grupos en que una igualdad teórica esconde grandes desigualdades de hecho» (Camus, 2013, p. 36), como es el caso de las mujeres en la familia tradicional que Ed quiere construir junto a Peggy, o de los nativos americanos en relación a los blancos que ocuparon sus tierras y celebran Acción de Gracias como si se hubiese hecho a base de concordia y acuerdos de parte.

Esta opresión se rebela y explicita más y más conforme Hanzee estrecha el cerco sobre Ed y Peggy, que, tras escapar milagrosamente de comisaría, secuestran a Dodd (recordemos: jefe de Hanzee y más beligerante aspirante al trono) y huyen. En el episodio ocho, Hanzee, que anda en su busca, se detiene en un bar en cuya pared hay una placa que reza: «Aquí se ahorcó a veintidós indios sioux». Alguien ha vomitado debajo. Impertérrito, posiblemente por no ser la primera muestra de desdén que recibe su historia y en su historia, entra al bar igualmente. Allí, el camarero escupe en su bebida antes de servírsela. Hanzee parece más triste que enfadado. Musita que tiene un Corazón Púrpura y una Estrella de Bronce. El camarero no le cree y Hanzee se marcha. Si le sirve a usted de consuelo, luego vuelve para matarlo, solo después de liquidar también a otros clientes que le siguen hasta su camioneta con las intenciones propias de criminales xenófobos.

En el episodio nueve, penúltimo de la temporada, Martin Freeman, que interpretó al malogrado Lester en la primera temporada, presta su voz como narrador en off. En tal papel nos cuenta, mediante una reconstrucción de los eventos de la temporada, que resulta difícil determinar con exactitud en qué momento Hanzee Dent decidió seguir su propio camino y romper la lealtad a quienes nunca le fueron leales. Quizá siempre hubiese tenido ese plan, y tan solo aguardaba al momento oportuno. O quizá tomó la resolución en algún momento de los múltiples maltratos a los que se ve sometido durante la serie, como si uno de ellos hubiese colmado el vaso de una vida vacía de sentido puesta al servicio de los opresores. Por la forma en que está rodada la escena del bar, quizá fuese ahí, frente a la placa de los indios asesinados o frente al camarero, donde concluyó que no podía seguir viviendo así. Porque «el extraño que, en ciertos segundos, nos sale al encuentro en un espejo, el hermano familiar y sin embargo inquietante que encontramos en nuestras fotografías es también lo absurdo» (Camus, 2012b, p. 30), y Hanzee parece no reconocerse ya en su propia persona.

Por eso, cuando encuentra a Ed y a Peggy en una cabaña en el bosque, reteniendo cautivo a Dodd, su jefe, Hanzee los somete a punta de pistola, pero en lugar de matarlos y liberar al cabecilla Gerhardt, ejecuta a este de un tiro. Sin miramientos. Sin ataduras. Luego se sienta en una silla y le pide a Peggy «un corte de pelo profesional». Parece exhausto y desencantado. «Estoy cansado de esta vida», le confiesa a la peluquera. En efecto, tras confrontar el absurdo, «al final del despertar llega, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento» (Camus, 2012b, p. 28), y Hanzee opta por lo segundo. Si empuja su roca colina arriba, será para sí mismo.

Por desgracia o por fortuna, en ese momento aparece la caballería (nunca mejor dicho). Lou y compañía asoman entre los bosques que circundan la cabaña y espantan a Hanzee, hiriéndolo en el proceso. Él corre a curarse a una gasolinera cercana. Allí, valga apuntar, leerá usted un cartel con el dibujo de un ovni que reza «No estamos solos». Peggy y Ed, por su parte, son retenidos de nuevo, pero la policía traza para ellos un nuevo plan: encerrarlos en un motel con todas las habitaciones ocupadas por agentes de la ley y esperar a que los malos aparezcan para llevarse a Dodd Gerhardt, de quien ignoran que ya no está con nosotros. Lou aboga vehementemente contra esa estratagema, pero es inútil, porque los hombres nunca fueron dados a mirar más allá de sus propias narices, y los que vuelven de la guerra, menos.

Hanzee, que ya no puede dar marcha atrás en el camino tomado, atrae a toda la familia Gerhardt a lo que sabe que es una trampa. Hay un despliegue armamentístico digno de un desfile y, como no podía ser de otra manera, se desencadena un tiroteo. Cuando la matriarca, que observa desde lejos dejada a la custodia de Hanzee, comprende que este les ha conducido a una trampa, no tiene mucho tiempo de indignarse antes de que el indio la apuñale. Tantos años de opresión, tantos planes ocultos, tantas órdenes dadas como si ninguna contase o como si aquel a quien consideraban un perro faldero no tuviese su propio criterio. Eso le cuesta la vida al clan Gerhardt, que queda exterminado tras el tiroteo. Pero Hanzee tiene aún una cuenta pendiente: perseguir, por última vez, a Ed y a Peggy, a los que ve escapar de su sueño americano en ruinas. Les dispara desde la lejanía y hiere a Ed, pero no logra detenerlos, así que emprende la caza final.

A este respecto, nuestro narrador Martin Freeman/Lester se pregunta por qué era tan importante para él acabar con el pobre matrimonio proletario, y sugiere que quizá esté relacionado con la frase que le dijo a Peggy cuando le pidió un corte de pelo profesional: «Estoy cansado de esta vida». Se había mostrado en un momento de vulnerabilidad, y si uno desiste de la seguridad y el confort que la sociedad provee frente al absurdo, no es para dejar cabos sueltos respecto a la propia identidad. De esta forma, y tras una persecución durante la que Ed suelta sangre por doquier, Peggy y su esposo se ven acorralados en una cámara frigorífica, que sellan con la esperanza de mantener a Hanzee al otro lado. Pero el auténtico horror les aguarda dentro. No me refiero a monstruos ni a criminales, entiéndame. A estas alturas, eso ya no asusta. No, lo que ocurre dentro es que Ed, moribundo, le dice a Peggy que su relación se ha acabado. Ni en su mirada ni en su voz hay resentimiento. Si acaso, cierta tristeza. «Tú siempre intentas arreglarlo todo», le dice, «pero a veces no hay nada roto. Todo funciona bien».

Lo que está roto es el sueño mismo, la falacia de que la existencia de cada cual tiene un sentido que de ellos depende descubrir. Esa rotura deja un hueco doloroso que insta a quien lo siente al escape. Era lo único que Peggy trataba de hacer. Quería ir a un curso de crecimiento personal para realizarse. Hanzee tampoco quería ser él ni tener ese papel. Ambos trataban de huir, pero Ed era feliz en la sencillez prescrita por otros. «Es el sueño americano», había dicho. Y ninguna bala le hizo cambiar de opinión. Cuando se desmaya, Peggy teme por su vida y se arma de valor y un destornillador para abrir la puerta y enfrentarse a lo que quiera que haya al otro lado. Ella imagina a un malvado como los de las películas, uno al que derrotará para salvar a su caballero andante. Porque no es una princesa y ya en los setenta podía ver lo ridículos que eran los llamados «roles tradicionales». Pero al otro lado no hay nada. Nada que matar, al menos. Solo Lou, que había perseguido a Hanzee tras ver cómo se alejaba, pero de este no hay ni rastro. Peggy no puede creerlo. Esa no es su narrativa ni ese su final. Trata de convencer al policía de que Hanzee estaba allí, de que trataba de hacerlos salir de la cámara frigorífica, de que ella iba a enfrentarlo, de que todo iba a acabar bien. Llama a Ed para que lo corrobore, pero Ed no responde. Ni responderá. Peggy se desploma en los brazos de Lou, llorando el sueño roto que a Ed le valía, pero que a ella nunca le bastó empujar su roca.

Por último, Hanzee, que sabe soltar a tiempo una mala mano, abandona la persecución y le vemos al final del episodio adquiriendo los papeles de una nueva identidad. Moses Tripoli, pasará a llamarse. Al más friki no le habrá pasado por alto que ese es el nombre del jefe del sindicato del crimen al que Lorne Malvo asesina en la primera temporada, que tiene lugar décadas después de esta. Ese fue el final de Hanzee bajo su nueva máscara, cuando concluyó que la tarea de Sísifo no debía abandonarse de ninguna manera. En todo caso, tiene uno que hallar las maneras de renovar sus fuerzas.

Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio radica en la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que la vida se debate, si admito que mi libertad solo tiene sentido con relación a su destino limitado, entonces debo reconocer que lo que importa no es vivir lo mejor posible sino vivir lo más posible (Camus, 2012b, pp. 80-81).

Es en esto en lo que Hanzee se vuelca. Se cambia de nombre, de cara, de color de piel, y de historia, para empezar una nueva. Y en el proceso, le vemos dirigirse a dos niños peleones, uno de los cuales es sordomudo, dándonos a entender que se trata del mismo par de sicarios a los que su futura organización criminal empleará en la primera temporada. Porque ser su propio jefe y dar trabajo a los nuevos talentos es el sueño americano.

(Continuará)


Bibliografía

Camus, A. (2012a). El extranjero. Alianza.

Camus, A. (2012b). El mito de Sísifo. Alianza.

Camus, A. (2013). El hombre rebelde. Alianza.

Kierkegaard, S. (2008). La enfermedad mortal. Trotta.

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11 Comentarios

  1. Carmen C M

    Un artículo fascinante, un análisis de los personajes y los arquetipos que representan extraordinario, un conocimiento de la psicología de los mismos muy profundo, una crítica del sueño americano de la que al final todos participan. El tiempo que va hacia delante pero regresa hacia atrás conectando con la primera temporada y quiénes seran los personajes que ahora aparecen.
    Y sobresaliente el remate final del artículo…. Pero hay algo mejor que cumplir el sueño americano en cualquiera de sus versiones ???

  2. Pilar G M

    ¡¡Fantástico!!, alegra la vida leer un análisis tan profundo, de la serie. Me ha despertado la mente analítica universitaria, donde me era necesario ahondar en el significado de lo que veía o escuchaba. El mundo se vuelve más ancho, cuando no nos quedamos en la mirada superficial, sino que comprendemos el sentido de lo que estamos viendo. Gracias.

  3. ¡Qué magnífica disección de la serie sobre el fondo del absurdo!
    Me ha parecido una genialidad con un estilo literario fresco y atractivo. Gracias Pedro por compartir estás reflexiones.
    ¡Espero ansioso la segunda parte!

  4. Pilar Miranda

    Este artículo te hace apreciar la segunda temporada de una manera mucho más completa y profunda, además de ayudarte a comprender nuevos conceptos de filosofía.

  5. Me estoy planeando rever la temporada con los libros de Camus a un lado y una libreta al otro!!! Lástima de tiempo robado por el Capitalismo, pero ganas no me faltan. Nos vemos en la continuación.

  6. Tiene usted unos amigos que valen su peso en oro, Sr. Narcob…

  7. Pingback: Fargo T2: Camus, el mercado de la muerte y dos pares de zapatos (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

  8. Yo vi la serie hace un par de años, pero esta serie de artículos me está iluminando rincones que pasaron desapercibidos. Solo queda dar las gracias.

  9. Me encanta todo este análisis de la serie. De hecho me hace querer revisarla para poder verlo todo desde una nueva perspectiva.

  10. Antonio González

    Si me dieran un euro por cada vez que un juntaletras con pretensiones escribe que los occidentales somos tontos me podría comprar un chalet en Galapagar.

  11. Mike Lake

    Muy interesante la disección de los personajes. Lo que le da fuerza a esta serie son sus personajes. Las motivaciones que les mueven, como el destino se va cruzando en su camino poniendole pruebas a superar, y como termina cada uno. El final de Mike (el mafioso negro), presunto ganador de la guerra, es genial!!! Al final acaba en una oficina. Ironias del destino

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