Non sufficit orbis (El mundo no basta)
Divisa personal de Felipe II de Habsburgo
Austria es un pequeño país sin mar: lo dicen los manuales de geografía básica. Pero lo que no aparece en ninguna de sus inalterables páginas es que los vieneses van al malecón del Danubio a conocer el mar, sin salir de la ciudad. Cuando alguien pronuncia la palabra malecón, una de las primeras imágenes que detona en la mente no es de Viena, sino de La Habana con un amplio cielo penumbroso, iluminado apenas por unos viejos faroles tartamudos —el mundo está hecho de lugares comunes—, y la de su malecón caminado por una brisa cálida y juguetona. Puede que también venga a la memoria el de Mazatlán, tan cortico como de veintiún kilómetros, trece más que el habanero, o el de Miraflores, con sus acantilados suicidas. Pero jamás relaciona uno la palabra malecón con la impasible Viena, situada cobardemente a casi cuatrocientos kilómetros de la costa. Y, sin embargo, el malecón del Danubio, que galopa con sus brazadas armoniosas hacia su desembocadura en el mar Negro, es cosa seria para todo vienés que se precie.
En 1972, un alcalde del partido socialista puso sobre la mesa una idea plácidamente demencial: romper en dos las aguas del Danubio —tal y como hiciera hace unos años un taciturno líder sindical que huía de la furia bíblica de un faraón esclavista—, creando de un plumazo una isla artificial dedicada única y exclusivamente al ocio, al deporte, a la naturaleza y, por supuesto, al nudismo. Se trata de la célebre Donauinsel (isla del Danubio, en alemán). Las obras empezaron ese mismo año y terminaron dieciséis después, en 1988. En poco tiempo, los zarpazos de gato de los buldócer concretaron el sueño de muchos monarcas de la casa Habsburgo —esa matusalénica dinastía que gobernó los territorios austríacos durante casi ocho siglos—: doblegar a su antojo las aguas del Danubio.
Los libros de historia refieren que cada dos por tres este caprichoso río se salía de madre e inundaba las casuchas de los pobres campesinos, llevándose por delante tropeles de vacas aterradas, esculcando cementerios y pulverizando a dentelladas casas de niños expósitos, y dejando a los príncipes aferrados con uñas y dientes a los postigos de sus castillos rocambolescos. El Danubio era como un monstruo lenguaraz en el ombligo de un imperio que se ufanaba del avispero burocrático con el que controlaba la vida de sus súbditos. Un imperio, vale la pena anotarlo, que se creía predestinado a gobernar el orbe, con la cruz en la mano y el rápido sable en la cintura.
Lo que resulta curioso es que, tras sucesivas inundaciones bajo muy grandes soberanos, el Danubio se haya dejado domesticar por Francisco José, el emperador de pacotilla que se pasaba tardes enteras jugando son sus soldaditos de plomo y cuya torpeza era tan solo comparable con su talento para declarar guerras y luego perderlas, contra todo y contra todos: contra los franceses, contra los prusianos, contra los eslavos (¿quién carajos pierde contra los eslavos?). El káiser Francisco José, que calentó el trono durante casi siete décadas, contrató a mitad del siglo XIX a un puñadito de ingenieros británicos para dragar y canalizar a la salamandra diabólica de 2850 kilómetros de longitud — doscientos menos que el río Bravo— y ceñirla con diques a lado y lado. En materia de seguridad, el problema estaba zanjado: los Austria habían dominado al Danubio, que en alemán es la Danubia (die Donau).
Ahora: en materia del arte, la vieja lucha entre los austríacos y la Danubia seguiría, y hoy sigue, viva. Citar El Danubio Azul, de Johann Strauss (hijo), es otro lugar común difícil de esquivar. Es, también, una vil mentira, porque en su paso por Viena sus aguas son más bien pesadas, tacañas, ojerosas y lucen derrotadas: hay que decir que son feas. Del ámbito de la música, los roces acuáticos pasaron al de la literatura. Basta una somera revisión para percatarse de que el río —El Río— juega un rol esencial en ella. Aparece en las memorias de Thomas Bernhard y unas décadas antes se cuela por entre las costuras de los mamotretos de Musil y los poemas de Ingeborg Bachmann, ambos nacidos en Klagenfurt, un pequeño pueblo por donde fisgonamente no pasa la Danubia.
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Mi abuelo, nacido en un pueblito húngaro de nombre aglutinante en los días del Imperio austrohúngaro, se refugió de la cólera de Hitler en esa gran casa de Atreo que es Colombia y nos legó a su descendencia un postizo, pero útil, pasaporte austríaco. Aprovechando esa suerte, he venido a pasar mis vacaciones a Viena y quiero ir a ver el atardecer a un tramo conocido como el Alte Donau (viejo Danubio), que durante mucho tiempo fue la rama principal del río, hoy desgarrada por la proliferación de islas ficticias y minada en su retaguardia por las playas bufas traídas del Brasil. Ahora es apenas un bostezo ameno del Danubio donde los vieneses acuden en bandadas a comer salchichas baratas con papas hervidas.
Si se quiere encontrar un buen lugar para contemplar el crepúsculo, hay que llegar antes de las ocho de la tarde. De lo contrario, uno queda condenado a vagar sin sentido. Es la manera en que los vieneses distinguen quién es oriundo de aquí y quién es foráneo: al que está sentado le hablan en alemán, mientras que al que camina vespertinamente por este pedazo del malecón lo abordan en inglés y con un resabio de fastidio.
Yo me las tiré de patriota, llegué temprano y conseguí lo que quería: un puesto a la orilla del río. Por eso me empiezan a hablar en alemán y yo les respondo también en alemán igual. Lo raro es que nadie parece entenderme. Aunque eso se puede deber a que yo no hablo alemán. Atrincherado en mi ignorancia de aquella lengua jeroglífica, puedo escudriñar con calma el despliegue de la fauna danubiana: muchachos fuertes y musculosos como estibadores caribeños, ancianos medio muertos haciendo fotosíntesis en calzoncillos y espantando mosquitos con el rugido erótico de sus enfisemas, un noruego hippie con sandalias sobre los calcetines y que es tan alto que si mira para abajo le da vértigo, muchachas diáfanas como las alas de una libélula, unos francesitos comemierdas que olvidaron las pilas de sus bombillitas de colores y se quejan en voz alta (uno sabe que son franceses porque nadie más se queja tan aparatosamente, tan profesionalmente), un pájaro que vuela veloz y pasa por encima de una pareja de españoles despelucados que devoran a manotazos su cubo de percebes congelados (congelados los percebes, no los españoles), un calvo semiempeloto con tetillas nerviosas sobre las que sopla como si quisiera apagarlas y unas nalgas faunescas carcomidas por la celulitis —ese fijo es de Oberösterreich, refunfuña mi pecho en un aporreado Deutsch—, pescadores aficionados que volverán a casa con sus atarrayas vacías sin haber arponeado más que una borrachera bien masticada, y una señora árabe con una falda amarilla y unos ojos azules casi mágicos, embalsamados para siempre en mi recuerdo. Y luego están mis favoritas: las estampidas de cisnes que se deslizan sobre el agua con sus engreídos pescuezos lisos. Pareciera que solo los cisnes —ni siquiera los sapos con su canto episcopal, ni los caballitos del diablo con su nombre insuperable, ni los castores con sus chozas de madera nómada— entienden al Danubio. (Como escribió Hölderlin, el gran poeta del Danubio, «lo que hace el río nadie lo sabe»).
Me incorporo y deambulo media hora por entre una hilera de árboles cuya sombra es un bálsamo para el cuerpo ensopado de sudor. Decreto que es el momento de dar media vuelta cuando caigo en la cuenta de que soy el único que camina con las manos en los bolsillos. La razón es simple: nadie tiene puestos sus pantalones. He cruzado, sin saberlo, la frontera invisible que separa la tribu sensata de nudistas de los don Tontos que seguimos vestidos bajo este sol trasnochador de verano que lo picotea todo. Es momento de volver: los nudistas muestran mucho y, por esa misma razón, no hay nada que ver, nada que descubrir. Solo hay tesoros que desenterrar allí donde los piratas los han escondido bajo la arena.
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Viena es, como lo dicen ya no los manuales de geografía básica sino la más rudimentaria guía Michelin, una ciudad imperial. Pero no solo porque fue la preferida de la estirpe de los Habsburgo, sino también porque su primera mención de honor corre por cuenta del emperador-filósofo Marco Aurelio, fallecido en el año 180 en Vindobona (como era conocida Viena en los tiempos del Imperio romano), cuando no era más que una aldea de flacuchentos campesinos sometida a los vaivenes de las intrigas patricias. De manera que, desde sus primeros pasos, Viena ha estado relacionada con el poder y, más estrictamente, con el poder imperial. Este es uno de sus aspectos más notables. Vindobona lo sabe y no lo esconde: hay palacios por doquier. Palacios que chispean a la luz sedienta del verano, con balaustradas arlequinescas y espejos de fuente. Palacios con zoológicos esquizofrénicos, jardines intrépidos y parterres caleidoscópicos. Palacios con tritones trompetistas que inflan sus caracolas de mar, y un santoral de cupidos en estado de obesidad mórbida trepados en la cornisa. El Belvedere, por ejemplo, que rezuma grandeza un poco tiesa en una calle cualquiera, atenazado de tiendas misceláneas, escondido apretadamente detrás del jardín botánico, que era antes la residencia de un príncipe guerrero que luchó contra los turcos cuando asolaron Viena y que ahora es un museo en cuyas paredes cuelgan algunas de las mejores telas doradas de Klimt —El beso, por ejemplo, cuyos personajes se enlazan para la eternidad en un abrazo, o el inquietante retrato de Judit— y otros varios lienzos admirables (aunque menos famosos) como el Autorretrato riendo de Richard Gerstl, con esa carcajada demoníaca de chacal que parece anticipar el terrible suicidio del pintor.
También está el archiconocido Schönbrunn, en cuya colina la emperatriz Sisi —la nada suertuda esposa de Francisco José— desayunaba una loncha de carne y un vaso de vino. O el Hofburg, el palacio de gobierno construido sobre las ruinas de la decrépita fortaleza medieval y al que la testaruda Sisi le empotró un gimnasio. Hay tantos palacios en esta ciudad, todos ellos con sus anécdotas de elegancia sartorial, que uno tiene la sensación de que el pasado aprisiona al presente y ataja al futuro. Si un país sin historia es una imagen desoladora, un país que carece de futuro es una postal casi insoportable. Yo tuve la sensación, charlando con ellos, que los austríacos viven todavía en el pasado, especialmente los vieneses. Se pasan la vida entera defendiéndose de las acusaciones —muy fundadas, por cierto— de complicidad con la máquina de guerra nazi. Y cuando no están enfrascados en esas diatribas karatekas, se van a hacer picnics en un parque cuyo templete aloja, con sus bigotes enroscados y su chaqueta de alamares de torero, inmóvil y salpicado de verdín, un busto de Francisco José pintarrajeado por los mimos sépticos de las palomas.
Sin el menor sentido del recado, Viena se entrega a la propia contemplación extasiada de la grandeza añeja de los Habsburgo. Eso, que es su virtud máxima, también es su condena: Viena fatiga. Ahora entiendo al emperador Federico III, célebre por su afición al descanso (uno de sus confidentes, que luego se pondría la tiara de san Pedro bajo el alias de Pío II, lo llamaba el «archidormilón del Imperio»). Federico llevó a cabo obras capitales para la sana digestión de un constipado imperio heterogéneo, pero es recordado sobre todo por su inclinación esotérica. Fue él quien acuñó, sin explicarlo, el misterioso acrónimo A.E.I.O.U. —que hizo labrar en su catafalco de nueve toneladas de mármol—. Los estudiosos no han podido esclarecerlo del todo en las más de trescientas opciones que han propuesto, todas pomposamente alambicadas: Artes Extollitur Imperator Optimus Universas («El mejor emperador fomenta todas las artes»), o —en referencia al blasón de la familia— Aquila Electa Iuste Omnia Uincat («El Águila elegida en justicia lo conquista todo»), o bien la interpretación más aceptada, pues funciona en las dos lenguas diplomáticas del imperio: en latín, Austria Est Imperare Orbi Universae y, en alemán, Alles Erdreich Ist Österreich Untertan, y que significa: «A Austria corresponde dominar el mundo entero». Lo cual no es una locura si se tiene en cuenta que, al final del siglo XV, y pese a su fama de holgazán, Federico llegó a controlar una vasta porción de Europa.
Según las crónicas disponibles, al délfico Federico lo aquejaba una sed inagotable que trataba de aplacar tragando un melón con la ayuda de otro melón. Comió tantos, que terminó despeñado por la diabetes. A los setenta y pucho de años, un coágulo en un pie le provocó una gangrena horrible. En un proceso quirúrgico glotonamente documentado, los médicos —que no eran cirujanos sino barberos— le amputaron de un serruchazo limpio la extremidad. Murió al cabo de diez meses, y todos —médicos y siervos, eruditos y paganos— culparon a los desdichados melones.
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Ya por fin el atardecer, tras mucho dudarlo, comienza a ceder, desgranándose en un racimo de incendios sobre el río y en una desnutrida lluvia sin agua que deja el asfalto resbaladizo y alfombrado de hojas blandas de periódico robadas por el viento a una barbacoa familiar. Los perros, arrebujados al lado de sus dueños, con las orejas caídas y el hocico escurrido, han dejado de ladrar. El eco del chasquido de una lata de cerveza abierta precipitadamente se expande y se enreda con las piernas de una muchacha con cara rojiza por el jogging que se acuclilla para amarrarse los zapatos y retomar el aliento. Mientras la luz huye del mundo y la luna surge de las entrañas del río, me dejo mecer por sus aguas nihilistas. Aunque desaparecido, el sol ha dejado su huella de calor en el aire. Con esta temperatura no vendría para nada mal un melón, pero Federico no dejó ninguno.
Había dicho que los vieneses vienen al malecón del Danubio a conocer el mar. No era mentira. Tomar un tren para visitar las playas rocosas de Croacia o un avión para descansar en las costas afrodisíacas de Grecia es muy fácil para la gran mayoría de los vieneses. Lo difícil, y fascinante, es conocer el mar sin salir de Viena. No en cuerpo, pero sí en alma: imaginándolo. El río de aguas femeninas que corre fiel a sí mismo parece despertar un anhelo íntimo en el corazón de los vieneses: el de morir allá lejos, lejísimos, entre el remolino de las olas y el graznido de las gaviotas, al borde de una mañana eterna, en la negra inmensidad del mar.