Dead Poets Society (El club de los poetas muertos en castellano) es una película que ofrece una gran variedad de lecturas o de mensajes, desde los evidentes a algunos otros quizá algo más implícitos y que permiten contemplar ciertas disciplinas desde un nuevo prisma. Peter Weir fue su director en 1989, contando con un gran Robin Williams en el papel del profesor Keating, que llega a la elitista escuela Welton para impartir literatura, y allí se encuentra con un sistema educativo encorsetado, completamente ubicado en remotas tradiciones, y con un grupo de alumnos (interpretados por actores que más tarde tendrían su resonancia en otras producciones exitosas, como Robert Sean Leonard o Ethan Hawke) a los que este profesor tenía que «despertar» de ese sueño reglado de declinaciones latinas y ecuaciones matemáticas, para impulsar en ellos un genuino sentido humanista de la vida.
Las lecciones de Keating fueron muy bien impartidas y a la par muy bien asimiladas por el grupo, hasta el punto de que supieron ver la necesidad de priorizar la pasión, la sensibilidad, la creatividad, sobre la rigidez de cualquier disciplina científica. Lejos de desvirtuar a las nobles ciencias, esos componentes las enriquecen y permiten conocerlas en su auténtica y plena dimensión, como saberes humanos que son. No obstante, esa fórmula educativa fue considerada en el centro en cierta forma un acto de rebeldía contra sus rancias tradiciones, contra postulados éticos impeditivos del libre desarrollo de la creatividad, que motivaron la injusta imputación al docente del desgraciado suicidio de uno de los alumnos por la incomprensión de su padre, que le imponía una salida profesional sin valorar el talento y ni tan siquiera escuchar a su hijo.
Esta película es, en primer lugar y desde una apreciación global, un canto al humanismo. El profesor de literatura quería que sus alumnos, al margen de su futura orientación profesional, tuvieran una rica sensibilidad por la poesía, la belleza, el arte en todas sus facetas, y que esa característica personal les acompañase para siempre. Que pensaran por sí mismos. Podemos comprobar que el aforismo «homo sum, humani nihil a me alienum puto» («soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno»), obra de Publio Terencio Africano, respira por cada recoveco del filme. Consecuencia lógica del humanismo es, en efecto, el pensamiento libre, la crítica, la rebeldía frente a lo impuesto. De ahí, precisamente, la conocida invocación del «carpe diem» (aprovecha el día, el momento) que es el lema a priori de esta obra cinematográfica. Una posición que superficialmente podría considerarse hedonista, en el sentido de procurarse el bienestar y el placer personal dado que nuestro tiempo se acaba; pero en realidad existen diferentes capas por debajo de este mensaje, no carente por otro lado de ajuste a la realidad, en cuanto a la fugacidad de la vida; Keating pedía a sus alumnos que todo lo que hicieran lo llevaran a cabo con pasión, y que tuvieran una visión muy amplia de las cosas. Es decir: que fueran de mente abierta. Que, en modo alguno, caminasen por la vida como un caballo de picador, sin ver todo aquello que se les ponga delante en su verdadera dimensión y con una cerrazón que les impida resolver con justicia, con templanza, las vicisitudes de la profesión y de la vida. Estamos ante el conocimiento verdadero, aquel que es omnicomprensivo y abarca todas las facetas del saber. Por eso, desde mi punto de vista, el carpe diem de la película tiene unos tintes singulares, que lo hacen muy próximo al memento mori de los estoicos; ambas ideas suponen la consciencia de la finitud de la vida (aprovecha el tiempo… pues recuerda que morirás), pero al proceder su mención aquí de un buen docente, como lo era Keating, quien pretendía proyectar en su grupo de alumnos estas nociones de vida, en realidad estaba contribuyendo a una mejora social, de todos, y no solo de cada uno de los concretos alumnos. Estaba llamando al humanismo, a la crítica, a una ética no impuesta por el poder, sino creada desde la razón y la sensibilidad, para conseguir solucionar acertada y ecuánimemente los problemas futuros.
De hecho, la película ofrece un modelo de enseñanza que hace pensar en el que, muy seguramente, los clásicos impartían con sus discípulos en el mundo griego. En Keating podemos ver a un nuevo Sócrates, a Platón, incluso a Pitágoras, incuestionablemente grandes pensadores, y a su modo, también revolucionarios, acompañados constantemente de sus alumnos que recibían lecciones para la vida. Y como ellos, el profesor de la película fue objeto de presiones, de críticas, de injusticias; el momento en el que más recuerda Keating a Sócrates se da cuando, al final de la película, abandona el aula tras ser despedido. La entereza con la que el profesor asume la injusticia y se va tiene un paralelismo evidente con el cumplimiento de la sentencia de condena a muerte por parte del pensador griego, quien se bebió la cicuta con total templanza y era, en cambio, él quien consolaba a sus alumnos. Condenado, por cierto, por el crimen de corromper a la juventud. Les había enseñado a pensar. Sócrates dijo que «la educación es el encendido de una llama, no el llenado de un recipiente». Este fue, sin duda, también el objetivo de Keating.
La célebre escena en la que Keating insta a sus alumnos a subirse a los pupitres, ponerse de pie en ellos y mirar el aula desde las alturas, que al final de la película vuelve a repetirse, cuando el profesor ha sido despedido por, precisamente, motivar en el humanismo verdadero a los chicos, y estos, en acto de rebeldía, le rinden homenaje en un momento sumamente emotivo y triunfal de sus enseñanzas, es una metáfora de lo que ha de ser la verdadera perspectiva de toda ciencia: desde una visión elevada, global, conjunta y al final, la verdadera y objetiva, pues las consideraciones que no se realicen desde esa altura de miras van a ser siempre superficiales, necesariamente limitadas.
Así como, por ejemplo, en medicina, el buen diagnóstico implica el conocimiento científico, pero además de la especialidad, tener una perspectiva ética para velar siempre por la vida y bienestar del paciente, conociendo todas las facetas de la ciencia, apasionándose por su profesión y por ende por la salvaguarda y curación del enfermo, siendo el médico, en definitiva, un humanista, en el derecho ocurre exactamente lo mismo: para los juristas, evidentemente el conocimiento preciso de la legalidad es imprescindible, pero tenemos que subirnos también a esos pupitres para ver la realidad de las cosas desde una perspectiva elevada: desde ahí podremos contemplar, dotados de cultura, de sensibilidad, de filosofía, las razones que han llevado a los que litigan, a las partes en conflicto, a tener esas posiciones encontradas; comprobaremos, como exigen ciertas áreas del derecho, lo que hay detrás de las apariencias; veremos que la propia ley responde a razones, unas veces justas y otras no tanto; atestiguaremos la infiltración egoísta del poder en la norma; nos hará críticos ante la injusticia, y ese es el motor del cambio.
En definitiva: esa visión elevada de la que nos hablaba Keating permite, en el derecho, a quien la tenga, ostentar el verdadero conocimiento de la materia jurídica, que no se queda, en absoluto, en la norma positiva, en la ley escrita, sino que se adentra en postulados éticos, filosóficos, en las razones últimas de la ley, en el denominado derecho natural, como parte consustancial, con la norma positiva, de la materia jurídica.
Por eso, cuando el brillante profesor de El club de los poetas muertos afirmaba que las nobles ciencias como la medicina y el derecho son útiles para la sociedad y un modo de vida, pero que la poesía, la literatura, la filosofía, nos hacen seres humanos, porque ciertamente esa sensibilidad está en nuestro ADN, yo diría más aún: todas esas facetas son extensivas a las ciencias, y solo puede contarse con un dominio completo, real y efectivo, de las mismas si el profesional aplica su humanismo también en el trabajo.
El mensaje es, pues, muy relevante: tenemos que ver la vida, en lo personal y en lo profesional, desde las alturas del conocimiento, con una mirada filosófica. Una vez que hayamos subido, nunca nos podremos bajar de los pupitres.
¿Cómo nos despojamos de prejuicios, hábitos, influencias? La respuesta, mis queridos muchachos, es que debemos esforzarnos constantemente por encontrar un nuevo punto de vista.
Enseñar es ver el mundo. El nuevo mundo. Ver a un estudiante como tú echar raíces, listo para florecer y florecer cualquier día.
Me he subido a mi mesa para recordar que hay que mirar las cosas de un modo diferente. El mundo se ve distinto desde aquí arriba.
Tengo entendido que «carpe diem» era un más «no hagas el puto vago y aprovecha el día y trabaja» que un «aprovecha el momento» y «memento mori» era una forma de recordar al emperador que era mortal y no se endiosase que no un «vive como si fuera tu último día», si hay por aquí alguno que sepa más, que lo ponga, que tengo esas dudas.
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Teniendo en cuenta de que falta la segunda parte de la frase:…» quam minimum credula postero», que podría traducirse por «.. no creas apenas en el mañana», parece claro que el bueno de Horacio pensaba en vivir bien. Y no en trabajar.
Un poco más de sustancia pediría yo al autor en sus cavilaciones jurídico-filosóficas que merodean (y siguen merodeando) el problema de la legitimidad del derecho natural como justo remedio al ejercicio del poder puro y duro. Ya antes había invocado el autor en otro comentario al replicante Roy de la película Blade Runner (ver el artículo ad hoc en Jot Down) y ahora lo hace invocando un híbrido entre Keating y Sócrates, por medio del cual descafeína, a mi modo de ver, el gesto profundamente crítico de este último quien, en defensa del Estado de Derecho, esto es, el cuerpo de leyes de la Atenas que lo condena a muerte por cargos a todas luces injustos para nuestras mentes modernas y esclarecidas, decide no huir de la condena a muerte para así no romper los lazos con los que la legalidad (el Estado de Derecho) mantiene a raya esa violencia (de todo tipo) que acecha permanentemente la convivencia social. De los dilemas y problemas que acarrea dicho gesto, ni una palabra en los análisis del autor. Y es que el Derecho no se agota en su aplicación, vale decir, como jurisprudencia, sino que también incluye su redacción constante, como legislación. Esto, creo, bien valdría la pena recordarlo. Si no, nos quedamos en la pura presencia de lo dado sin deconstruir el ejercicio de poder que toda legislación implica… ¿Quién decía a Sócrates eso de que la ley era la expresión del más fuerte?
En realidad la frase es el derecho es la voluntad del mas fuerte. No recuerdo ahora del imberbe que tuvo la osadía de conectar así a la pregunta de Sócrates. Pero cada día se puede comprobar su exactitud en cualquier sentencia.
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