Viene de «El ángel de la inteligencia artificial (2)»
La inmortalidad en la inteligencia artificial
El problema, en términos antropológicos y de autoconsciencia, puede plantearse del siguiente modo.
«Desde el día de mi nacimiento, mi muerte, sin apresurarse, comenzó a caminar hacia mí».
La frase, atribuida a Jean Cocteau, en tono poético ejemplariza el hecho de que cada humano, por estar sometido al tiempo histórico, al tiempo termodinámico, al tiempo de la irreversibilidad, al tiempo de las huellas que las experiencias dejan en la materia, tiene consciencia de muerte, sabe que morirá; somos conscientes de que por muchos inputs que obtengamos, tales como energía a través de la alimentación y conocimiento y creatividad a través de la información, nuestra materialidad terminará por corromperse, y —siempre demasiado pronto— moriremos. No así le ocurre a una inteligencia artificial algorítmica, la cual, con tal de alimentarla energéticamente —por ejemplo, conectada a una supuestamente inagotable red eléctrica—, y asimismo alimentarla con información —suministración de datos con los cuales por vía matemática los algoritmos en juego puedan continuar realizando modelizaciones del mundo—, nunca morirá. La inteligencia artificial, conceptualizada de este modo, es potencialmente inmortal.
No obstante, ¿podría una inteligencia artificial llegar a tener consciencia de esa inmortalidad?
Lo más probable es que no. Expliquemos el sutil pero definitivo motivo.
Lo único que crea en el cerebro la idea de experiencia real, y por lo tanto de memoria compleja, es decir, de anticipación y de retroproyección de los recuerdos, es el reconocimiento del tiempo real. Cuando decimos tiempo real —antes lo hemos apuntado—, no nos referimos al tiempo del reloj, cuya medida es arbitraria y, en última instancia, no es un observable físico, sino al tiempo que se percibe en el desgaste de la materia, al tiempo que aumenta o disminuye la entropía de los sistemas, ese tiempo irreversible al que llamamos tiempo termodinámico o flecha del tiempo. Somos humanos porque sabemos que las huellas que el entorno deja en nuestra materia provocan que algún día nos muramos. Ese y no otro es el motivo por el que, en primera instancia, nos acoplamos reproductivamente con otros humanos, elemental instinto de supervivencia que nos lleva a intentar perpetuar nuestros genes. Una hipotética futura inteligencia artificial algorítmica evolucionada, dotada de un grado alto de sofisticación, podría llegar incluso a tener los datos suficientes como para saber que existen unos seres llamados humanos que, a diferencia de ella, por mucho que se les alimente con comida y con información, fenecerán, pero tal conocimiento del que estaría dotada esa inteligencia artificial tan solo sería eso, una colección de datos, no una experiencia real vivida por ella, de modo que el software neuronal generativo de la inteligencia artificial no podría experimentar la angustia o el gozo de saber que algún día, y con la probabilidad de certeza, morirá.
Esto, que parece más bien un resultado filosófico, cuando no meramente poético, tiene no obstante una implicación física real: si un ser no experimenta toda esa angustia, gozo, certeza y ruido, carece de memoria compleja. Tal es la primera y más básica diferencia entre la naturaleza humana y la de una inteligencia artificial algorítmica generativa, lo que las separa infinita y cualitativamente —ontológicamente—. Tal clase de inteligencia artificial podría incluso llegar a reproducirse, pero, a diferencia del humano, no lo haría por una consciencia de muerte, ni por perpetuar unos genes, ni por conservar unos recuerdos importantes, ni por compartir símbolos o afectos o creencias con otros seres de su especie, sino sencillamente por inercia, por un principio que asiste a todo sistema complejo básico: todo lo que está ahí y disponible para ser utilizado será utilizado: la automática búsqueda de un hipotético estado de reposo o equilibrio estable —en realidad nunca alcanzado— por medio del establecimiento de lazos con cuanto posea receptores físicamente adecuados.
Así fue, por esa inercia inherente a los sistemas complejos, como inicialmente se creó la vida en la Tierra: cuando una bacteria alojada en unas algas utilizó la luz solar para crear oxígeno a partir de la fotosíntesis, ese salto, en apariencia imposible —de hecho, algorítmicamente imposible—, de crear algo orgánico a partir de algo inorgánico. A efectos de consciencia de mortalidad, la diferencia entre las IA algorítmicas y las plantas es que estas, y al igual que nosotros —que somos producto evolucionado de aquella plantas—, con total seguridad, mueren como individuos, y para ello, para superar de algún modo esa segura muerte, la materia viva ha inventado el truco de la transmisión de genes en la reproducción: algo del individuo original será conducido a la siguiente generación. Sin embargo, tal como hemos dicho, respecto a la muerte individual, una inteligencia artificial algorítmica evolucionada con tal de ser alimentada podría no morir nunca. Resultado que se ve poco realista y que, obviamente, da lugar a toda clase de especulaciones míticas y religiosas —las IA como dioses, oráculos, superhéroes, ángeles, etc.—.
A todo ello hay que añadir un obstáculo más. Los cerebros de cualesquiera seres vivos, y por muy diferentes que sean, tienen algo en común, son analógicos, y, por lo tanto, dan lugar a lenguajes complejos, que trabajan no solo con la lógica formal sino con el simbolismo derivado de las emociones. La inteligencia artificial actual opera todavía por medio de sistemas binarios digitales. Esto podría cambiar en el momento en el que la computación cuántica —la cual utilizaría todos los estados intermedios entre el cero y el uno— pueda desarrollarse lo suficiente como para ser implementada de manera fiable y generalizada a la inteligencia artificial, momento en el que las actuales IA primitivas serían ya firmes candidatas a IA evolucionadas. Tal punto, no imposible, de momento se halla tan lejano como una ficción.
Bien, la inteligencia artificial, en general, ya sea algorítmica o biológica, podrá considerarse autónoma cuando ella misma cree un sistema de autoabastecimiento de su propia sociedad y cultura, cuando todo cuanto haga se halle supeditado a mantener y hacer mutar el ecosistema propio de las IA, desprendido ya del ecosistema material y cultural humano. Lo que hoy llamamos IA es un todavía sistema algorítmico muy básico, que arroja resultados sujetos a una aparente creatividad, objetos que no dejan de ser como los espectáculos de un mago, aparentes milagros, mecanismos que esconden el truco de la prestidigitación, de la ilusión, en el sentido literal de la palabra. Es posible que realicen tareas de predicción pero ni de lejos alcanzan la especificidad humana que consiste en, por ejemplo, especular, elaborar argumentos retrospectivos y contrafactuales del tipo «qué hubiera ocurrido si en vez de hacer esto hubiera hecho eso otro». Porque solo el humano tiene la capacidad de ponerse después de las cosas, fingir que unos hechos han concluido —fingir que unos hechos «han muerto»— para verlos desde ese otro lado de la muerte y especular «qué hubiera ocurrido si…». La retroversión de las cosas pertenece al mundo de los genes, no de los algoritmos, porque solo el tiempo termodinámico —la flecha del tiempo— se halla dotado de la consciencia de lo irreversible para poder reconocer tal irreversibilidad y especular cómo hubieran sido las cosas si pudiéramos volver atrás. Tal mecanismo —fíjense— es la base la fantasía, de la imaginación y de toda creación humana compleja.
Lo que sí parece seguro es que, de poseer la inteligencia artificial algo a lo que podamos llamar pensamiento, sería otra clase de pensamiento, una forma de vida no humana y totalmente desconocida e inimaginable para nosotros, porque, en el momento en el que pudiéramos imaginarla, sería esta ya, ipso facto y por derecho propio, humana —como humano es un pez, un insecto, una montaña, un libro, una teoría o una historia especulada—. La inteligencia artificial, si es de veras una inteligencia y es de veras artificial, deberá aparecer como un estado emergente, súbito en la escala temporal del universo, como aparece una catástrofe o un milagro, con ese ruido ensordecedoramente cósmico que, venido de otro mundo, hace temblar al unísono todos los continentes cada vez que un ángel caído, tras su desgraciado vuelo sideral, golpea contra nuestro planeta. ¡BUUUUM!
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¿Sueñan las IAs con ovejas eléctricas?…
Ay!, las IAs… menudo filón para especular… se me viene a la memoria analogica la imagen de aquel niño en la orilla, tratando de vaciar un océano en un hoyo hecho en la arena… especular, que bonita palabra…
Definitivamente el consumo desmesurado de Nocilla potencia incurrir en un gran número de inexactitudes al escribir sobre un tema que solo se conoce de oídas. Propongo que el autor se pase a la Nutella, a ver si hay más suerte.
Ilumínanos, por favor.
Fantástico artículo
Maravillosos tres artículos. Gracias por las reflexiones. Me ha encantado
Muy buenas reflexiones. Algo parecido especulaba Roger Penrose en las dos obras que escribió sobre el asunto de la IA y la computabilidad del pensamiento/inteligencia:
1.- La nueva mente del emperador
2.-Las sombras de la mente