En la ciudad de Oslo, tras un extraño incidente eléctrico, los fallecidos de tres familias distintas reviven de manera inexplicable y se reencuentran con sus allegados. En un hospital, una mujer resucita cuando su marido e hijos aún no han procesado su muerte. En un hogar, una anciana recibe la visita de su amada, horas después de haberla enterrado. En un cementerio, un abuelo comienza a escuchar movimientos en el lecho donde reposa su nieto.
Esa es la premisa de Descanse en paz, una cinta que contiene zombis clásicos pero, al mismo tiempo, decide situarse en una posición alejada del film clásico de zombis. Un relato que esquiva tanto las causas preliminares de la catástrofe como el postapocalipsis ulterior, instalándose en el punto intermedio, en los confusos instantes en los que el fenómeno comienza a revelarse y la sociedad trata de asimilarlo. Una historia de muertos vivientes donde el ritmo se convierte en el principal cómplice del horror y en el germen de la atmósfera, como siempre ha ocurrido en estos casos.
Cuestión de ritmo
Desde que George A. Romero desenterrase al zombi moderno en La noche de los muertos vivientes (1968) el subgénero de los cadáveres caminantes ha vivido amarrado y condicionado por la velocidad de trote que exhibe la amenaza. En realidad, Romero no fue el artífice conceptual de la idea del zombi en la gran pantalla, porque ese honor le corresponde a La legión de los hombres sin alma (o White Zombie en el original) una cinta filmada por Victor Halperin allá por el lejano 1932. Pero lo cierto es que ese tipo de zombis primigenios, entre los que también militaban los vistos en producciones como La rebelión de los zombies (1936) o Yo anduve con un zombie (1943), estaban construidos a partir de otra pasta. Porque se adscribían a las maldiciones exóticas, a las tretas hipnóticas y a la hechicería vudú como excusa. Artes maliciosas que dejaban huecas a las personas, transformándolas en títeres embobados y carentes de alma. Lo de Romero, en cambio, fue mucho más carnal, La noche de los muertos vivientes moldeó a finales de los sesenta el arquetipo contemporáneo de zombi: el difunto putrefacto, reanimado y puñetero que opta por independizarse de la tumba para pasear por nuestro mundo en busca de cerebros que llevarse a la boca.
Durante las últimas siete décadas, ese modelo de no muerto ha sido tan prolífico y celebrado como para acabar constituyendo un subgénero propio dentro de los pastos del terror. Lo interesante es que el ritmo del deambular zombi ha sido lo que ha apuntalado el tono en este tipo de películas. Los zombis que desempolvó Romero eran cuerpos que caminaban con lentitud y de manera incansable. El terror se apoyaba así en la amenaza lánguida y torpe, pero inevitable. A la altura de los ochenta, ciertas películas como La noche de los zombies atómicos (1980), rodada por el italiano Umberto Lenzi en el madrileño Chamberí, tantearon con la idea de acelerar el paso y la motricidad de los revividos. Pero todavía tendrían que transcurrir unos cuantos años más hasta que se cimentase realmente la idea de los fast zombies, los no muertos capaces de esprintar. El culpable de ello fue el film 28 días después (2002) y, de repente, las normas cambiaron. Los zombis ahora representaban animales salvajes que se abalanzaban sobre sus presas a la carrera, el horror ineludible dejó paso a la acción inmediata. Largometrajes como Rec o Guerra mundial Z abrazaron la idea y entre los fans del fantástico se generó un debate interminable sobre si daban más miedo los muertos runners o aquellos que se tomaban las cosas con calma. Aun así, centenares de producciones optaron por ceñirse a las viejas costumbres y presentaron al zombi de Romero más clásico, el de lento caminar.
Pero ¿qué pasaría si fuese la propia película la que decidiera adoptar el ritmo pausado del zombi arquetípico y la sensación de amenaza inminente?
Descansa en paz es lo que pasaría.
Descansa en paz
A principios de 2024, durante la celebración anual del popular festival de Sundance, una película noruega titulada Descansa en paz se coló entre las obras destinadas a competir en la sección World Cinema. La cinta suponía el debut en el terreno del largometraje de ficción de la realizadora Thea Hvistendahl, una autora que previamente había tanteado los mundos del cortometraje, el videoclip e incluso comandado la grabación de un curioso concierto experimental (Adjø Montebello). Para perpetrar el brinco al cine, Hvistendahl había optado por utilizar materia prima con renombre, basando su ópera prima en una novela homónima firmada en 2005 por el sueco John Ajvide Lindqvist, autor del best seller Déjame entrar, un libro que también fue trasladado en dos ocasiones (y con éxito en ambas) a la gran pantalla. En el caso de Descansa en paz, la propia directora y el escritor fueron los encargados de trabajar a cuatro manos dándole forma al guion cinematográfico. A la hora de ensamblar el reparto, la película se permitió el gancho de fichar a las dos estrellas de aquella revelación llamada La peor persona del mundo, la actriz Renate Reinsve y el actor Anders Danielsen Lie, aunque el reencuentro técnicamente no sea realmente tal: ambos tienen papeles importantes en Descansa en paz, pero habitando tramas separadas.
La premisa del relato es prometedora: un misterioso evento despierta a los muertos del reposo, adoptando el formato de zombi clásico, y sus respectivas familias se ven obligadas a lidiar con el retorno de unas entidades que parecen contener aún trazas de las personas que fueron. Es cierto que el festival de Sundance suele relacionarse popularmente con el drama indie arraigado en el mundo real, pero también es verdad que sus salas nunca han sido ajenas al cine que juguetea con los miedos o lo fantástico, y que una cantidad envidiable de clásicos de culto del género se han presentado oficialmente allí. En el caso de Descansa en paz el factor zombi era llamativo, pero el resultado no desentonaba con el espíritu latente en Sundance. Porque lo que Hvistendahl proponía no era una serie B, ni un chaparrón de tripas, ni siquiera lo que habitualmente entendemos como una cinta de terror. Lo que la realizadora traía en sus brazos era un drama de horror, uno con su propia cadencia.
La línea que separa el «terror» del «horror» puede resultar difusa, y en no pocas ocasiones dentro del mundo de las artes ambos términos son utilizados como sinónimos, pero en ciertos casos también es posible trazarla sin demasiados problemas. El terror supone un miedo muy intenso, la ansiedad que precede a una situación espantosa inminente. El horror, en cambio, es la conmoción resultante ante un descubrimiento o una situación aterradora. Stephen King, un autor con el que habitualmente es comparado el propio Lindqvist, lo explicaba mejor definiendo al terror como aquellos instantes de suspense previos a la revelación del monstruo. Y explicando que el horror, en cambio, sería la incómoda sensación que se produce al contemplar finalmente el aspecto de la criatura causante de tantas ansiedades.
Descansa en paz propone un drama emocional salpicado por pinceladas de horror. Sin sustos gratuitos y sin monstruos a la carrera. Pero con la capacidad de evocar la sensación de que todo el escenario que se despliega frente a los protagonistas es espeluznante. Tres historias sobre el duelo y la desesperación ante la muerte, sobre el deseo de recuperar a los seres queridos cueste lo que cueste, envueltas en uno de los subgéneros más sobreexplotados del cine. La propia película no se hace la tonta y es plenamente consciente de la existencia del concepto zombi, algo que no todos los films con muertos vivientes se permiten, dejándolo claro con una secuencia (un guiño, más bien) donde se muestra fugazmente un videojuego repleto de hordas de no muertos agresivos siendo reventados en pedazos. O justo lo contrario a lo que la audiencia se va a encontrar aquí. Existen, eso sí, momentos puntuales en Descansa en paz que lindan con el terror, secuencias capaces de proporcionar escalofríos: es probable que los poseedores de algún tipo de mascota achuchable vayan a tenerlo difícil para sacarse de la cabeza la escena de la reunión familiar en el hospital.
Pero lo más curioso del libreto de Hvistendahl y Lindqvist es su entrega total a una puesta en escena muy estudiada y muy personal, una que además se sabe exigente con el espectador. Porque Descansa en paz se arriesga a adoptar durante todo su metraje un ritmo reposado, casi como si fuera un eco del caminar del zombi clásico. Desenvolviendo la trama sin prisa, apuntando siempre a lo íntimo y renunciando a mostrar realmente la gran escala de una epidemia que tan solo se intuye a través de un informativo. Centrándose en unos acontecimientos tan concretos y específicos como para que explicar algo más sobre cualquiera de los tres relatos paralelos implique aventurarse en el terreno minado de los spoilers. En lo técnico, la cámara también se atreve a amoldarse a esos compases sosegados, manteniendo un pulso particular, desplazándose lentamente tras las esquinas, acechando, observando a los personajes con moderación y utilizando como soporte un guion obsesionado por ejecutar en todo momento la técnica «Mostrar, no contar».
El desenlace de Descansa en paz es bastante revelador, porque se cierra en el momento que siempre toma como punto de partida otro tipo de película. La diferencia es que esa otra película ya la hemos visto mil veces.