A veces llega uno tarde, qué remedio. Pero lo que importa es llegar, se dice uno para consolarse. Me ha pasado con Manuel Arroyo-Stephens, del que hace unos años una amiga con la que iba caminando por el callejón de Preciados me dijo que no me perdiera los textos de Pisando ceniza, donde se hablaba de una oscura librería ubicada en aquel callejón, pero no sé yo en qué limbos estaba que dejé pasar el libro. La verdad es que no le hacía mucho caso a las recomendaciones de esa amiga porque me había recomendado solo autores que me abrumaban. Ahora he caído en ese recuerdo después de leer los textos recopilados en De donde viene el viento, un libro póstumo, y me he maldecido por no haber escuchado. Me han seducido tanto, me han parecido tan personales, tan libres, tan hermosos que decidí sumergirme en los libros de Arroyo-Stephens: el movimiento me devolvió a la adolescencia de alguna manera, esa época en la que uno descubría un autor por un buen libro y quería leer todo lo que encontrara de ese autor aunque raras veces se mantenía la intensidad que te llevó a él.
En el caso de Arroyo-Stephens se mantiene y se multiplica la intensidad si tomas la precaución de leerlo desde el final al comienzo y vas desde De donde viene el viento a Pisando ceniza pasando por Mexicana y La muerte del espontáneo. Y además detestas que no haya más (creo que tiene algún libro más como un libelo anónimo Contra los franceses y una recopilación taurina titulada Imagen de la muerte, pero me los guardo como metadona). Todos ellos son recopilaciones de textos que podrían valer como crónicas o relatos de no ficción o sueltos de un dietario o textos que se escriben porque sí, por una necesidad o capricho de soltar la mano e hilar recuerdos y quién sabe si invenciones: da igual el género. Son textos. Ya está. Ese es uno de sus encantos. Combina uno sobre una larga conversación con un primo que quiere vender un torreón a un príncipe inexistente con los pasos que le hizo falta dar para convertirse en descubridor o rescatador de una mujer que cantaba en tugurios mexicanos y terminó tratándose de Chavela Vargas. Puede hablar de los viajes que hizo con Bergamín, hombre difícil y caprichoso donde los haya, como si guardara tras sus ojillos de hucha el secreto del universo, y los temblores de estar cerca de Rafael de Paula, de quien creo que llegó a ser apoderado. También dedica sus excursiones al pasado a los Quijotes que editó, recopila las cartas que va mandándole a un amigo desde lugares exóticos, añade la visita que le hace al más secreto de los libreros del mundo, el que en la calle Preciados de Madrid tenía un sótano lleno de joyas como la primera edición de las Soledades de Góngora o un Quijote publicado en Lisboa dos años después de que saliera la primera edición y tenía en marcha la impresionante empresa de facsimilar todas las revistas literarias españolas de antes de la guerra, desde La Gaceta Literaria a Hora de España.
Todo es delicioso en los libros de Arroyo-Stephens y todo parece inventado. Todo está contado con una levedad que permite la socarronería, la descripción precisa —es impresionante la que hace del lugar donde está enterrado su hermano y visita con su señora madre—, el gozo de contar sin atarse a fechas, a lugares: aquí la imprecisión es una gala, el «paramos en una cantina» no le obliga a aporrearnos con una descripción del paisanaje. La gracia de la prosa se alía a la gracia de que todo lo contado es verdad, quiero decir, que el hombre fue apoderado de Rafael de Paula, el hombre fundó la editorial Turner e hizo facsímiles de las principales revistas españolas de antes de la guerra, el hombre se convirtió en editor de Bergamín, el hombre transformó su librería, en cuya trasera vendía libros prohibidos por el franquismo, en una librería inglesa (era de Gibraltar), y es verdad que se marchó a vivir a México y se trajo de allí a Chavela Vargas cuando no la conocía nadie para que diese unos conciertos, que dio porque apenó a unas amigas, y grabase en una tarde dos discos —que le costaron un pleito de la anterior casa de discos de la olvidada cantante. Inevitablemente ante este desfile de hechos uno no puede sino pensar: menudo personaje. Con personajes de esa talla se tendrá siempre la impresión de que habrá de venir otro para convertir sus vidas en relatos imponentes. Pero Arroyo-Stephens era tan discreto que prefirió ir contándolo él en textos sueltos, unos de cuarenta páginas, otros de quince, en los que no se da la menor importancia, en los que lo cuenta todo como una especie de «así es la vida que me ha tocado en suerte, yo solo me he dejado llevar y me ha parecido bien».
Cuenta en Pisando ceniza cómo, después de darle menos vueltas de las que hacen falta, decidió emprender su carrera de editor para lo cual necesitaba un socio capitalista porque la librería no le permitía dar el salto. Le hablaron de uno que podría echarle una mano y se encontró con un viajante de comercio que fue a verlo a la librería en la que deshojaba las horas. El hombre, que recorría el país en un dos caballos cargado, le preguntó cuánto creía que necesitaba para emprender su camino de editor y Arroyo-Stephens contestó casi al tuntún que con cien mil pesetas quizá podría arreglarse para sacar los dos primeros títulos. El hombre salió de allí, fue al dos caballos, regresó con las cien mil pesetas envueltas en papel de periódico: y así se puso en marcha Turner. Se proponía reeditar autores españoles que no habían vuelto a visitar imprentas españolas después de marcharse al exilio, aunque enseguida se vio que no hacía distingos entre bandos e igual editaba a Bergamín que a Giménez Caballero —reeditó el Manuel Azaña de este y Yo, inspector de alcantarillas—. En cierta ocasión, paseando la curiosidad por los escaparates de Charing Cross, topó con un ejemplar de los cuatro tomos del Quijote de Ibarra de finales del XVIII. El precio era una desmesura pero se supo convencer por la noche: se dijo, si hago un facsímil seguro que en España hay medio centenar de personas que quisieran tenerlo y eso justificaría el desembolso del disparate que piden por la edición original. Y de esa manera, con la excusa de que los necesitaba para hacer un facsímil, compró el Quijote de Ibarra. Hizo el facsímil que fue su primer Quijote, al que seguiría el espléndido en cuatro tomos que hizo en la Colección Itálica, sin una sola nota y sobre papel Fabiano, y otro más, el mejor quizá, en edición de Domingo Yndurain, en la Biblioteca Castro. Hizo otro más aún, pero no consigo adivinar cuál es. Lo cierto es que en el texto «Cuatro Quijotes», uno de los que se reúnen en De donde viene el viento, solo refiere la edición de dos, pero da igual, porque el texto en realidad es un desfile de gente que iba pasando por su librería de la calle Génova, una cabalgata en la que aparece media cultura española del tardofranquismo: los poetas Ángel González y Claudio Rodríguez que muy de mañana ya estaban probando el don de la ebriedad, Javier Marías que compraba libros ingleses como si fueran a desaparecer de la faz de la tierra, Torrente Ballester que era buen conversador aunque no se sepa de nadie que haya logrado terminar su La saga/fuga de JB (son palabras de Arroyo, no mía, que no he conseguido terminarla, por cierto). A cada cual los alza o crucifica Arroyo-Stephens con una frase o dos. Tiene el gusto o la precaución de que si le va a dar una colleja le disimula el nombre. Los mejor parados son García Hortelano, que hasta emociona en las tres frases que se lleva, y Benet, que era el más divertido según el memorialista.
De donde viene el viento contiene páginas muy hermosas y otras divertidísimas, pero con todo, por lo que verdaderamente vale es como invitación para entrar en los libros del autor: su subtítulo, Textos inéditos reunidos, hace temerse que ya no haya más, pero no se pierda la esperanza. Igual al editor se le ocurre un día de estos reunir todos sus textos en un solo tomo y pisamos su ceniza leyendo a quien, es una pena haberse enterado tan tarde, no es solo es uno de los grandes prosistas de nuestra época, sino que además tuvo una vida tan ajetreada y apasionante que lamenta uno perderse el momento en que alguien lo encapsule en una biografía que esté a la altura del personaje, discreto, elegante, humorista, evangelista —no hay que ver más que las ediciones de que se ocupó— del buen gusto.
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