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Cuervo

Cuervo.
Cuervo.

Mientras uno está vivo quiere estar presente en el corazón del amigo y así vivir en otro lugar distinto del propio pecho, donde vivir es pasar el tiempo dando vueltas.

Después de morir, uno quiere seguir viviendo en el amigo sobreviviente. Y quizá, al vivir en el amigo, uno cree que se aboca al eslabonamiento de la amistad y que, por tanto, puede vivir también en el amigo del amigo y en el amigo del amigo del amigo. 

Si uno es quien se queda viviendo, y el amigo muere, uno quiere tal vez que él lo espere en el lado de allá; que lo anuncie y que lo guíe cuando llegue la hora en que la vida se rompa sin que se rompa el vínculo.

La amistad nos enseña que somos infinitos. O nos hace desear y esperar ser infinitos. O nos hace creer que somos infinitos para que seamos capaces de soportar ser finitos. Y para que seamos capaces de perder al amigo.

El amigo no muere y nos dice que no morimos. Nos enseña a ser humanos.

También, el amigo muere y nos dice que morimos. Nos enseña a ser humanos.

Vivir en uno es dar vueltas en el propio pecho, pero no creo que vivir en otro sea dar vueltas en el pecho del otro. No creo que sea ni dar vueltas ni andar en línea recta. Creo que vivir en el otro toma la forma de un movimiento nuevo, que tampoco es el de las ondas; es el movimiento que no puede describirse ni experimentarse. Es distinto del movimiento de la existencia de las cosas en el espacio y sus cuadros. Es el movimiento que solo suena. El movimiento solo nuevo.

Es de lo que no está aquí. De lo que ha muerto y pasado; de lo que ha vivido el quiebre y dado el salto sin perderse.

Hay cosas que no están aquí, pero existen.

El rosa, por ejemplo, que es el color más fugaz, puramente fugaz.

Hay cosas que no existen, pero están aquí: el brillo. 

O, más específicamente, el dorado.

La gran amistad de mi vida ha sido la de un ser no humano, sino perruno, humorístico y de ternura, como los libros que yo prefiero. Como el Quijote.

Mi gran amiga y amigo ha sido una perra salchicha. No se parece a un libro, sino a un cuaderno. La explicación de cómo se parece a un cuaderno reviste nulo interés en todos los idiomas.

El cuaderno puede tener en la tapa un rótulo que dice «Cuervo». También puede titularse «Curvo». Ambos son nombres de un animal. Son nombres de un lagarto, o de un grillo, puesto que cada animal que no está clasificado, o cuyo nombre deja de acudir a nuestra memoria, es un lagarto, o un grillo: algo que ama el sol y que es distinto de los lagartos y los grillos comunes. 

Mi perra es mi amiga y mi madre y mi hija, y en estos días ha estado enferma, avisando que muere y luego reviviendo alegre, preciosa, para acompañarme a escalar el día en que la pierdo.

A tal punto ella es mi amparo y mi guardiana, mi ánima, que ha encontrado fuerza y aliento para quedarse un rato a ayudarme a saber que no vamos a perdernos.

Escribiré sobre ella llamándola «ella» y llamándola «Cuervo» y «él», para que, además de ser ella, ella sea, en el límite de su vida —antes de ser más ella y nada y todo y yo para siempre—, otro que se sueña en esta página. 

Cuervo Curvo Cuaderno es un amigo que yo le doy a mi amiga para que el silencio de los dos vivifique este lugar palabroso.

Ella está siendo ahora el cuervo que Noé soltó a volar por la ventana del arca para ver si habían menguado las aguas del diluvio.

El cuervo estuvo saliendo del arca y retornando al arca hasta que se secaron las aguas sobre la tierra, y todos pudimos volver a vivir sobre la tierra.

Así mi amiga va a la moridera y luego vuelve a su refugio a mi lado, una y otra vez. Quizá lo haga hasta que la muerte se vuelva el refugio.

Mi amiga duerme mucho en estos días de su enfermedad, su despedida, su regreso, su saludo, su convalecencia. 

Ahora mismo está dormida a mi lado. Al lado de este escritorio. Al lado de esta oración. Vista desde el cielo, donde la esperan, es el punto de esta oración.

En mí, ella sueña con Cuervo mientras muere y mientras vive.

En mí, se sueña Cuervo, que es vuelo, aviso, amigo, sombra hacia la luz, más, cielo, siempre, punto.

No tiene pesadillas. Solo escapa hacia el otro movimiento: a ese que no es vuelta ni línea ni onda, y vuelve de ese movimiento.

Duerme, y mi dolor por su próxima despedida mana de ella.

Está muy enferma desde hace dos semanas. A veces estamos esperanzadas, y a veces estamos agradecidas.

Puse en el borde de su camita, como guardianes, algunos de sus juguetes: el zorro, la ardilla, el burro y la otra ardilla, la que parece un gusarapo y que, en tiempos de fortaleza, ella me dejaba a mí por las noches en la almohada, como para que me acompañara mientras ella se iba al sueño.

A veces, en su enfermedad, Cuervo ha estado casi como de trapo, como ellos, pero con luz aún.

Yo le he ido poniendo más animales ahí, en el borde. 

En la salud, ella jugaba a morderlos y hacerles sonar el pito que llevan dentro y que a lo mejor es el corazón de ellos, o su voz, o ambas cosas. Los lanzaba y volvía a recogerlos. Los zarandeaba, como para aturdirlos y matarlos. Los animales no morían. Volvían. Estaban. Ella se acordaba de alguno y lo buscaba, y jugaba a traérmelo, para que yo lo lanzara, o lo agarrara de una punta y ella tirara de otra y nos lo disputáramos. Jugábamos a la riña y al rescate. 

Ahora yo juego con ellos a que ellos velan el sueño, el dolor y el alivio de su cazadora. Desde mi tontería de carne, miedo y desamparo, esa nueva posición de ella y sus presas me parece la reconciliación, la paz.

Juego a decir que los animalitos de peluche son enfermeros, y a preguntar si habrá quien sepa si ellos hacen bien su trabajo; si saben algo de medicina, o de milagros, o si al menos le cantan a la paciente canciones que solo ella puede oír, para que duerma sin pesadillas.

Un día leí que la costumbre de jugar con animales de peluche se inició no sé dónde con la fabricación de ciertos alfileteros en forma de animales que las mujeres compraban para sus labores. Los hijos pequeños de las costureras descubrieron los animalitos y empezaron a cuidarlos y a hablarles; a apegarse a ellos, como se prendían los alfileres. Entonces, el fabricante de alfileteros puso una fábrica de ositos.

Los amigos de Cuervo no van a morirse, y Cuervo sí.

No digo el nombre de ella porque guardarlo en secreto también es cuidar su vida. 

Nombre empieza por «no».

Encierro hoy su nombre en la boca a cambio de que ella coma y no vomite, y sobreviva un día más.

Luego me doy cuenta de que lo que hago con esa camita, con esos animales, es el arca de Noé. La cama es el barco que se llevará a mi amiga y que la mantendrá a salvo cuando el mundo a su alrededor cambie porque ella se haya ido.

Hoy Cuervo tuvo un día bello: como si no estuviera tan dañada.

Hizo sol y azul.

Le di de comer pollo asado, salmón al horno, papas, queso y pan, de mi mano. No había querido nada durante varios días, aparte del alimento líquido para enfermos humanos que he estado dándole con una jeringa por la esquina de la boca. 

Le he dicho que, incluso si va a decidir morirse, tiene que agarrar fuerzas para dar el salto. Para romper. Hoy ha comido con voracidad y exigencia de perro salchicha.

El título de este día en que mi amiga ha vuelto a su jardín en el campo y ha comido y corrido —que son dos palabras que, escritas a mano, en mi letra, quedan iguales— es «Apego», y ese título está puesto sobre mi pecho como un escudo contra los predicadores espiritualistas del desapego, el estoicismo, el ascetismo, el ahora y el frío.

Qué asco el desapego.

Ahora mi amiga está agitándose en su cama de enferma y de recuperada; en su arca, su barca.

Las pesadillas no duran ni tienen solución ni desenlace, sino que se dejan atrás despertando: pasando a otro mundo.

El otro movimiento al que Cuervo pronto se irá, que no es movimiento en su pecho ni el mío, ni en la habitación de las cosas sensibles, es una canción.

Ella se va a una vida distinta a escucharse distinto. A ser el oído.

Miro cómo «soñar» y «sonar» están separados por ese gesto encima de la «n» que es una onda, una ola, un túmulo, una montaña y su valle, una lengua, una cola, un cuervo. 

Veo que ya no voy a volver a tener la pesadilla en que mi amiga se me pierde en una ciudad.

¿Ese apego por la vida —el apetito apasionado con que ella está comiendo hoy, que es el día de su alivio o el su día de su segundo aliento o el día de su último aliento o su penúltimo día— se parece al deseo de la muerte?

Al comienzo de este año y después de dieciséis de salud, resultó, de repente, que mi amiga estaba mal del páncreas, del hígado, de parásitos, de la columna, de la presión de la sangre, de la tiroides, de la digestión y, en primer lugar, de los riñones, que le funcionan mal y hacen que se le envenene la sangre, según dice el médico veterinario.

Le da frío.

El médico se llama Cuervo y es mi amigo. Mientras yo le pregunto, en su consultorio, si ella puede mejorarse, él me acaricia la oreja entre el índice y el pulgar, como si yo fuera un perro, y yo acaricio la oreja de ella, y Dios nos acaricia las orejas a los tres.

«Sobre todo son los riñones», dice Cuervo, y con uno de los tonos de su voz sabe que ella ya no va a mejorarse.

Las orejas humanas están en posición fetal.

Los riñones tienen forma de oreja. 

También tienen la forma de la huella del pie de un bebé que aún no camina.

Mi perra salchicha está durmiendo acostada en forma de feto, de oreja, de riñón y de camarón. 

En su cama, camarón.

En su cama, su cucha, que parece una oreja mayor y la escucha.

En mi letra, en el cuaderno que se titula «Cuervo», queda escrito «oreja» como si fuera «oveja».

Ella está debajo de mí, de mi vellón.

La palabra «riñón» es como un superlativo de «riña». 

Escritas a mano, con mi letra, «riña» y «niña» son el mismo dibujo, la misma palabra.

En mi vida de palabrista, mi gran amor ha sido este animal sin palabras.

Para que se trague los jeringazos de suero y suplemento, la sostengo contra mi pecho y le meto la jeringa entre la encía y el carrillo. Entonces, acerco mi nariz a la suya, inclino la cabeza y levanto la suya, y canturreo, y ella no puede evitar sacar la lengua para besarme, y traga sin querer. 

Es pura lengua esta perrita que no habla en mi lengua.   

Y es un polluelo de cuervo que se cayó de un nido.

«Cuervo» es «cuerpo».

Somos un cuadro en el que un bebé con cara de perro parece comer de mi teta.

En el final de su vida, mi perra es un bebé humano, y en el comienzo de mi vejez, soy una madre lactante.

Me mete la lengua en la boca mientras se deja alimentar para que vivamos juntas un día más, y en la boca me queda el sabor del remedio.

Uno nace y sale. Muere y sale un poco más. Va saliendo y vuelve a salir, como el cuervo de Noé, como el cuervo de Dios. 

Va de oreja en oreja mayor.

Cada vez va con más sonidos, o va en una mejor canción cada vez. 

Anoche Cuervo se despertó varias veces, y lo bajé de mi cama y lo puse en el suelo por si quería ir a hacer pipí o a tomar agua, y resultó que tenía la mitad trasera del cuerpo quieta, como muñeco de trapo y como pájaro desplumado y expuesto. No podía levantarse y no podía caminar, y lo posé como una paloma casi muerta en un lugar de la casa para que tomara agua, y él me miró con paciencia y los ojos redondísimos, y lo posé en otra parte de la casa para que hiciera pipí, como un ratón casi muerto, y se arrastró como un caracol muy viviente, y lo levanté, y me miró con ojos orantes. 

Y por la mañana, unas horas después, corría un poco y comía.

En otro tiempo, corría como un conejo. Hoy corrió despacio. Se puede correr despacio.

Al final de la vida hay esa intermitencia en el funcionamiento: un día el enfermo no come, y al otro día, come. Entonces vomita, y luego el vómito se alivia, y viene la diarrea, y pasa, pero entonces sale una úlcera en la boca. 

En los días de más moridera, me ha parecido que Cuervo perdió la mordida de la vida y que está probando algo mejor en otro lado, no con la lengua, sino con el viento del camino de su alma.

La noche despejó una cosa entre nosotras. Un cuerpo de las dos.

Al principio de los tiempos, ¿qué se habrá roto en el doblez entre la luz y la oscuridad, para crear el día y la noche?

Algo enorme y alto: este momento.

El mañana trae un remedio y la tarde trae otro. 

Los frascos del remedio se rompen.

Las cosas son más invisibles a mediodía y más inexistentes a medianoche.

Rosa y oro.

Es dulce este tiempo en que te vas apagando y te enciendes —este tiempo de nuestro amor que me valdrá ante la gente y ante la muerte—.

La llevo cargada de paseo por el jardín donde ha sido tan ella y donde va a estar enterrada, para que mire desde mi hombro y vea lo que nunca ha visto por estar siempre caminando a la altura de sus patas cortitas de perro salchicha. Le muestro lo de más arriba: los frutos de los árboles. Lo mediano: el olor de la flor del altramuz. Allá, un eucalipto que tendremos que talar antes de que un viento lo meza y sus raíces cortas se desentierren y nos caiga encima del tejado. Un gallinazo que vuela dando vueltas carroñeras como las que da uno en su propio pecho.

Podemos oír sus alas.

Los pinos de la cima, a lo lejos.

Despídete de las mariposas.

Verás, cuando te vayas, lo de más abajo: las raíces, nuestras raíces.

Volvamos a entrar en la casa.

Debajo del sueño y la dificultad de Cuervo —que sigue dormido, pero sigue en su vigilancia, que no es lo mismo que su vigilia—, y debajo de su oscilar entre la vida y la muerte, hay una raya de luz.

Y Cuervo acaba de empezar a llamarse Perla.

Nada termina donde nada empieza.

Ella ahora está rompiendo con esta vida. Rompe, irrumpe, como la línea de luz, el suelo de luz que está en el atardecer y el amanecer. 

Mientras dormita, yo recorro su vida.

Ella se aferra, se desprende, se deshace, se separa, se une.

Ha vivido sola conmigo toda su vida. No he vivido con ella toda mi vida, pero seguiré viviendo con ella cuando ella ya no viva aquí. 

Uno se hace amigo de un perro para vivir este gran amor del final. Para romperse así y no morir.

Para no desprenderse, sino desgarrarse, que es quedarse sin las garras del amigo.

Las garras de ella son negras, lustrosas, fieras, elegantes. 

La ruptura tiene la forma de la espera.

En estas dos semanas de su enfermedad, he dejado a Perla cada día —salvo hoy— en el hospital de animales por la mañana, en su tratamiento, y he pasado a buscarla por la tarde. 

Cuando llego a buscarla, espero un cuarto de hora, hasta que una enfermera la trae en brazos. Nos encontramos. Ella mueve la cola y yo digo mi amor. 

Cada una en su mitad del mundo, y también las dos en el mismo renglón, nos damos el saludo, la salud.

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4 Comments

  1. Sausalito

    Es dificil expresar mejor con palabras algo tan extraño como el profundo amor que se siente hacia el ser amado que se va… Gracias por compartirlo.

  2. Pingback: Jot Down News #23 2024 - Jot Down Cultural Magazine

  3. Lloro, en mi pecho dando vueltas

  4. JUAN AZPIROZ

    Inolvidable Cicerón:
    «Siento no tener un amigo como estoy seguro no lo ha habido nunca y creo que nunca lo habrá»

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