Las amistades literarias no son inusuales. Borges y Bioy Casares, Henry James y Edith Wharton, Melville y Hawthorne, Capote y Harper Lee, Kerouac, Ginsberg y todos los beatniks, el trinomio Carver, Richard Ford y Tobias Wolff.
Están también las relaciones que se rompieron en mil pedazos, que no aguantaron las veleidades del ambiente literario, los altibajos de la vida o, lo que es más frecuente, el éxito ajeno. Mark Twain y Bret Harte, Hemingway y Francis Scott Fitzgerald, Nabokov y Edmund Wilson, García Márquez y Vargas Llosa.
Acaso la ruptura más célebre de las últimas décadas haya sido la de Paul Theroux y V. S. Naipaul, ventilada por Theroux en La sombra de Naipaul, un extenso y despechado libro.
Esa amistad —por llamarla de alguna manera— que se destrozó por un puñado de libros de segunda mano autografiados.
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Se conocieron en Kampala, Uganda, en 1966. Paul Theroux daba clases en una universidad. Vidia Naipaul ya era un escritor de cierto renombre y tenía detrás varias obras importantes. En uno de los primeros encuentros, Naipaul mostró las cartas. Paul le quiso pasar unos poemas suyos. Vidia lo miró e hizo silencio durante unos segundos. Mientras el otro extendía las hojas hacia él, lo detuvo con un gesto, le dio una última oportunidad:
—¿Seguro que quiere que los lea? Le voy a dar mi opinión sin tapujos. Mire que soy muy cruel.
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En esos meses que compartieron en África la relación fue estrecha. Por un lado, la admiración de Theroux, su avidez por aprender, el deslumbramiento ante un escritor de verdad, la necesidad de absorber cada lección para él también convertirse en uno. Por el otro, la curiosidad de Naipaul ante lo nuevo, lo desconocido, la desesperación por entender, por mirar, por saber: la sed del escritor, del que reconoce material para su trabajo en el mundo que lo rodea. Y, por supuesto, la necesidad de tener asistencia y compañía en un lugar inhóspito, desconocido y hasta hostil. Necesitaba un guía, un baqueano, un intérprete, un ayudante, un lacayo ilustrado.
En su caso había más pragmatismo que afecto.
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Paul, además de cumplir todas esas funciones para Vidia, se sentía su alumno. La diferencia de edad no era tanta, aunque Naipaul pareciera mayor. Se llevaban nueve años. De todas maneras, los roles estaban claros. Theroux aportaba sus ganas por saber, la sumisión, la docilidad del discípulo.
Hablaban del oficio. Y de escritores. Pero era difícil —por no decir imposible— que Naipaul elogiara a algún colega, vivo o muerto. «Me comparan con Orwell. Se supone que es un cumplido», decía indignado. En algún momento reconoció que le resultaba más sencillo hablar de los escritores que no le gustaban (y los demás alababan). Tenía objeciones para cada novelista, cuentista o poeta que le propusieran. A veces para la literatura de un continente entero: «¿Achebe? ¿Soyinka? ¿Literatura africana? Imposible escribir a golpes de tambor».
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Naipaul no reconocía antecesores ni influencias. Él era único, no había nada parecido a su literatura. Se consideraba un precursor, un inventor, alguien que no había surgido de ninguna tradición, que no le debía nada a nadie. Decía que un escritor debe arreglárselas solo. «Su interés y su pasión se centraban exclusivamente en su propia literatura. La consideraba novedosa. Nunca se había escrito algo parecido», consigna Theroux.
Con el tiempo reconoció una sola influencia, la de un autor inédito y fracasado: su padre.
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Una pregunta da vueltas en la cabeza de Theroux desde hace días. Es en lo único que piensa cuando está con Naipaul. Pero no se anima a formularla porque supone que el otro lo mirará con desdén o directamente se burlará de su ingenuidad. Hasta que un día, poco antes de que Vidia abandone África, toma coraje. «Si tuvieras que resumir tu filosofía de escritura en una frase, ¿cuál sería?». Naipaul lo miró serio. Mientras Theroux develaba si era enojo, desprecio o concentración, Naipaul respondió: «Cuenta la verdad. Siempre».
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Naipaul se dedica a la literatura por dos motivos. Principalmente, porque no puede hacer otra cosa. Es una pulsión, algo ingobernable. Además, porque está convencido de que es un oficio justo. Emociona su fe en ese precepto. Lo habita la certeza de que un buen libro nunca fracasa. Tarde o temprano recibe reconocimiento. No le importa el corto plazo, no se deja engañar por lo inmediato. Un éxito estruendoso, si es malo, a la larga será considerado basura. El que fracasa es porque lo merece, dice.
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La literatura es justa, repite Naipaul como un mantra.
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La sombra de Naipaul no fue el primer libro de Theroux sobre Vidia. Más de un cuarto de siglo antes, a principios de la década del setenta, Paul escribió un largo estudio sobre la obra de su amigo. No hace falta aclarar que era laudatorio. Naipaul no solo aceptó que Paul escribiera un libro sobre él. Lo incentivó. Vidia hizo mucho más que brindar la información que Paul requería, o enviarle el dato sobre en cuál número de qué revista ignota había publicado una crónica o una crítica literaria. Naipaul modeló su propia imagen. Subliminalmente fue guiando a su fanático exégeta. Utilizó a Theroux de médium para forjar una nueva imagen, para presentarse como un marginado, sin antecesores ni mucho menos sucesores. Un escritor de peso y único, surgido casi de la nada, a partir de puro mérito y genio personal.
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Mientras escribe el libro sobre él, el trato es más amable. En ese lapso, Vidia presta más atención a Theroux, a sus necesidades, pone en juego algo parecido a la reciprocidad, aunque todo siga delatando una enorme asimetría. No hay cálculo en Naipaul, no se lo permitiría. El interés del otro por su obra le produce admiración, lo acerca a él.
¡Cómo no ser amigo de alguien que valora una obra tan admirable (como la suya)!
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V. S. Naipaul: An Introduction to His Work, ese ensayo temprano sobre su obra es el único libro de Paul Theroux que Naipaul leyó entero.
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Theroux repite un paso de comedia a lo largo de su memoir que nunca cansa, que es efectivo cada vez que aparece; aunque da la impresión de que él no pretende provocar una sonrisa —a veces logra sacarnos una carcajada—, sino calificar al personaje retratado. Cada vez que van a comer, paga Theroux, aunque no tenga con qué alimentar a sus hijos. Paran por la calle a comprar algo que Vidia vio para llevarle a su esposa Pat y el que saca la billetera es Paul. Se encuentran en un hotel de lujo, paga Paul. Se detienen en la única posada en varios cientos de kilómetros en Uganda y la cuenta la levanta Theroux. Sobre el final hay un gran episodio. Naipaul ya ha triunfado. Vive con su última esposa y organiza una comida en su casa de campo con varias personalidades de la cultura. Theroux llega a Londres en tren. De allí debe trasladarse muchos kilómetros por ruta para llegar al evento. Se sorprende al descubrir que en el andén lo está esperando un chófer que le envió Vidia. Le da una gran alegría. Al finalizar el recorrido y mientras Theroux está bajando del auto, el chófer le cobra el viaje, como no podía ser de otra manera.
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Un episodio rompe el corazón de los lectores. Theroux descubre en un catálogo que Vidia sacó una edición limitada de un Diario del Congo, registro de un viaje que habían hecho juntos. Doscientos noventa y seis ejemplares numerados y cuatro con nombre, destinados cada uno a una persona en particular. Ninguno era para él. Paul compró el número 46. Estaba firmado por Vidia y dedicado a M. M.
Paul, con ese ejemplar, completaba las obras completas de Vidia. Ese era el único que estaba firmado por el autor. Naipaul no dedicaba sus libros porque decía que luego se consumaba una estafa. Esa copia valía más y el vendedor y el librero hacían negocio y el autor no veía ni un centavo.
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Había más, la lista de mezquindades de Vidia era infinita: cuando Theroux logró publicar cuentos en Playboy, en vez de agradecer, envió una carta a los editores enrostrándoles que se ufanaban de publicar a los mejores escritores del mundo pero eso no era cierto porque no lo hacían con Naipaul. Aunque él estuviera en África se ofrecía a encontrarle anfitriones en Estados Unidos a Vidia. Rara vez contestaba sus cartas. Cuando a Paul le rechazan un libro, Vidia le dice que la editora tuvo razón, que mejor se dedique al periodismo. Paul, a pesar de todo, le seguía escribiendo y mandando regalos desde Nigeria.
Vidia se divertía y, sin agradecerle, le pedía un regalo más costoso o más difícil de conseguir. «Qué mal lo debes pasar sin recibir nada a cambio, sin reciprocidad», le escribió Naipaul, que, decididamente, se burlaba de él y de su adulación.
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Naipaul no tiene lealtad. Es una palabra ausente en su vasto diccionario. No lo siente como una carencia. A lo sumo, la lealtad podría denotar algún defecto del espíritu. Y llamemos defecto del espíritu, según las categorías del antillano, a toda aquella condición personal que lo alejara de sus libros, de la escritura. La amistad no era una de las relaciones posibles para él. La amistad pertenecía al terreno de la ficción. O, peor aún, algo que le pasaba solo a los sensibleros, a los débiles.
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Paul Theroux aspiró a ser el Boswell de Naipaul. Apenas llegó a ser su Salieri.
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Temas de los que Paul Theroux y V. S. Naipaul no podían hablar:
-De los libros de Theroux (a Vidia no le interesaban en lo más mínimo).
-De los escritores que ganaban premios que Naipaul todavía no había obtenido.
-De Derek Walcott después de que el antillano ganara el Nobel. (¡Cómo le iban a dar el Nobel de Literatura a dos que provenían de Trinidad!).
-De dinero (Paul tenía más que Vidia).
-De hijos (Paul tenía dos; Vidia, ninguno, por suerte).
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Temas que monopolizaban la charla entre ellos:
-Los libros anteriores de Naipaul.
-El libro que estaba escribiendo Naipaul.
-Los futuros libros de Naipaul.
-La relevancia de Naipaul como escritor.
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Cuando el libro apareció obtuvo bastante atención mediática. Los chismes, la maledicencia, el resentimiento suelen resultar atractivos. Eso sí, no todos cedieron a la tentación de hablar sobre él. Naipaul ignoró el libro. Tanto pública como privadamente. No lo leyó, no hizo ningún comentario a sus allegados, no acusó recibo de ninguna de las críticas que Theroux le hacía.
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El género del texto de Theroux es uno bastante prolífico pero escasamente reconocido —en especial por los autores que no se animan a decir que incursionaron en él—. El ajuste de cuentas. Es una elaborada venganza, pero también un indudable homenaje. No hay una línea en la que no queda explicitada la grandeza literaria de Naipaul.
Pareciera que, a lo largo del trabajo que le llevó la obra, Theroux no se haya dado cuenta de que lo que estaba escribiendo era la crónica, en primera persona, de una derrota categórica. De hecho, ese podría haber resultado un buen subtítulo: Crónica de una derrota.
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Mientras el norteamericano escribió un extenso libro, Vidia despachó con un párrafo su historia con él. Tiempo después de la aparición de La sombra de Naipaul, el antillano le dijo a Patrick French, su biógrafo: «Theroux hizo correr el rumor de que yo era su gran mentor y consejero, pero lo cierto es que desde África, desde 1966, apenas nos habíamos vuelto a ver. Se apareció por mi casa un par de veces. En aquella jungla, yo lo había encontrado de lo más entretenido. Era un tipo muy anodino que había ido a África a enseñar a los negros. Se me enganchó y después no dejó de mandarme cartas y cartas. Yo le envié una carta de lo más irónica pensando que no iba a recibir más las suyas. Pero no resultó. No tiene ideas propias. Es un pelmazo».
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«Tomé conciencia de que mi amistad con Naipaul era tan intensa como el amor. Era mi amigo, me había señalado los aspectos positivos de lo que yo escribía y había tachado todo lo que resultaba falso. Su obra y su seguridad en lo que creía me servían de inspiración. Quería ser su amigo para siempre», escribió Paul Theroux.
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Ninguna de las humillaciones que había sufrido, de las postergaciones, de las evidentes mezquindades de Naipaul habían logrado hacer enojar a Theroux. Nada de todo eso había conseguido que su amor decreciera, que la llama de la admiración se apagara. Hasta que un episodio desencadenó el final y puso en marcha ese libro-venganza.
Todo empezó con el cartero golpeando la puerta de la casa de Theroux. Era un catálogo de una librería de Massachusetts especializada en primeras ediciones de autores contemporáneos. Theroux hizo lo que cualquiera. Fue a la T para ver si había algún libro suyo y cuánto se cotizaba. Encontró varios. Todos estaban dedicados a Naipaul y a su esposa Pat. Solo uno no estaba dedicado. Era el estudio sobre la obra de Vidia. Ese no llevaba su firma porque Paul había pedido a la editorial que enviara el primer ejemplar disponible a la casa de Naipaul.
El desprecio por sus libros, que su admirado amigo se haya desprendido de ellos pese a las dedicatorias amorosas, lo devastó. Y lo obsesionó.
Mandó un fax a Naipaul con la fotocopia de esa página del catálogo y debajo una frase manuscrita: «¿Cómo te va?».
La respuesta llegó rápido. Manuscrita y algo desprolija. El que contestaba no era Vidia, sino Nadira, su nueva esposa. Ya no estaba Pat (había muerto de cáncer unos meses antes) y las cosas se hacían de otra manera, con más contundencia y mucha agresividad. Theroux cometió el error de responderle a Vidia, quejándose de la misiva vía fax, como si Naipaul no estuviera enterado de lo sucedido. Naipaul nunca respondió.
Theroux no dejaba de pensar en Vidia desprendiéndose de sus libros, de la respuesta llena de desprecio y acusaciones de la nueva esposa («la tirana paquistaní», la llama) y de la indolencia de Vidia, de su desinterés por zanjar la cuestión, de su olímpico desapego.
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Poco después, mientras caminaba por Londres con su hijo, hablando sobre este problema, se cruzó casualmente con Naipaul por la calle. Al principio Theroux creyó que se trataba de una alucinación, de un espejismo fruto de su obsesión. Pero no: ese andar distraído y tambaleante, la barba, el gesto reconcentrado eran inconfundibles. A cinco metros, a punto de chocarse con él, estaba su viejo y admirado amigo Vidia. Paul lo saludó. Vidia se sobresaltó por la interrupción de sus cavilaciones, por encontrarse con alguien conocido. Paul Theroux le recordó que le había mandado una carta y que no había recibido respuesta. Y preguntó: «¿Qué hacemos?».
Vidia lo miró con esa mirada que Paul conocía muy bien, una mezcla única de desprecio, molestia y un cansado desinterés: «Absorber la trompada y seguir adelante», dijo Vidia y continuó su camino.
A la mañana siguiente, Paul Theroux comenzó a escribir su libro.
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Pero lo esperaba una derrota más —siempre hay lugar y tiempo para otra caída—. Unos años después de la aparición de La sombra de Naipaul y del Premio Nobel que le fue otorgado a Vidia en 2001, apareció El mundo es así, una monumental biografía de Naipaul escrita por Patrick French. Ese gran libro opacó al de Theroux y muestra más cabal, detallada e imparcialmente las miserias del antillano. Ni siquiera eso le quedó a Paul Theroux.
El mundo es así es la única biografía autorizada, publicada en vida del biografiado, que muestra cada una de las aristas desagradables del personaje. Misoginia, violencia, racismo, un catálogo de ruindades varias cuyo clímax son los maltratos brindados a sus mujeres.
French puso condiciones para escribir la biografía. Tener acceso a las cartas y papeles personales de Naipaul que estaban archivados en la Universidad de Tulsa a los que el público aún no puede acceder, entrevistas personales ilimitadas con el escritor y trabajar con los diarios personales de Pat, que Vidia siempre se negó a leer.
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Esa apertura total de Naipaul tuvo tanto de humildad como de narcisismo. Vidia quería ver cómo era visto. Y quería su monumento en vida. A Naipaul no le importaba que salieran a la luz sus miserias personales mientras se le reconociera como el mejor escritor inglés de la segunda mitad del siglo XX. A él no le importaban las personas, solo los libros (suyos).
La biografía comparte con su personaje la pasión por las buenas historias y por la verdad. Aquellos elementos que para él son imprescindibles en la literatura. Y cumple con el deseo de Vidia: al terminarla, uno sale en busca, casi con desesperación, de sus libros, deseando nunca tener a Naipaul como amigo, compañero de trabajo, yerno o vecino.
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Un crítico literario del New York Times dijo que esa biografía era «el retrato del artista como un monstruo».
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Paul Theroux y V. S. Naipaul volvieron a cruzarse en un festival literario quince años después de su ruptura. Theroux pidió a Ian McEwan que oficiara de intermediario para un posible acercamiento. Naipaul no tuvo problemas. Se dieron un abrazo, sonrieron, intercambiaron algunas palabras.
Cuatro años después, en otro festival, el de Jaipur, fueron un paso más allá. Naipaul tenía ochenta y dos años, se movía en sillas de ruedas y el párkinson había comenzado a afectarlo visiblemente. Se realizó un homenaje a su trayectoria. Como correspondía, como no podía ser de otra manera, el orador principal del acto fue Paul Theroux. Fue la única ocasión en décadas de celebridad que a Vidia se lo vio emocionado en público.
Estoy en tratamiento para superar el rechazo que me produce la lectura de libros de autores impresentables por su ideología o por su narcisismo como en este caso. Podría algún comentarista aconsejarme un libro de este nobel que por su interés y calidad me sirva de medicina?
Gracias.
hola, «Miguel Street» es un libro tan ameno y simpático que es difícil imaginar que su autor sea el cretino narcisista al que se le pega una lapa masoquista durante décadas según cuentan aquí.
«Entre creyentes» también ayuda a obtener una perspectiva sobre los países islámicos antes de que los azuzaran los tóxicos terroristas que conocemos hoy. Precisamente ese «antes del desastre» vale la pena. «Una casa para Ms. Biswas» es la que le dio a conocer, si no me equivoco.
Pero por llevarle la contraria a Naipaul sobre africanos, te recomiendo, entre otros, «Esperando el voto de las fieras», de Ahmadou Kourouma, francófono de Costa de Marfil, que se hizo famoso por «Alá no está obligado».
Coincido en que Miguel Street es una verdadera joya, el primero que leí de este autor y el que más me ha gustado. O casi podría decir que el único… el resto apenas si recuerdo de qué iban.