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‘El hogar eterno’, de William Gay: vigencia del sur estadounidense (y 2)

Detalle de portada de El hogar eterno, de William Gay. Imagen Dirty Works.
Detalle de portada de El hogar eterno, de William Gay. Imagen: Dirty Works.

Viene de «El hogar eterno‘, de William Gay: vigencia del sur estadounidense (1)»

El hogar eterno, obra maestra de William Gay, cuenta con unas coordenadas muy reconocibles para los lectores del gótico sureño de los Estados Unidos. Todo el kitsch del novelón del sur americano, su andamiaje político e, incluso, su lenguaje de tono mítico, constituyen la sustancia esencial del discurso literario de Gay en este libro, validando así a sus referentes inmediatos y ubicándose dentro de una línea escritural de avezada directriz.

Como en la mayoría de relatos sureños, El hogar eterno utiliza la tragedia para otorgar pulso vital a su argumento y poder enfrentar a sus personajes —a causa de un error aciago y equívoco— a un destino de sorprendente fatalismo. Así, la novela de Gay trasluce una aglomeración de vidas abocadas al pecado o, como también lo llama Aristóteles en su Poética, a la hamartia. De ahí que atestigüemos un sustancioso catálogo de personajes varados en el crimen, la miseria y la sordidez, y que actividades como los negocios ilegales de alcohol, la prostitución infantil, los homicidios irresueltos, los latrocinios, las hostilidades y las pasiones más cuestionables destaquen como elementos connaturales al universo narrado.

Tal vez por todo este cóctel de horrores se ha calificado a la lectura de El hogar eterno como un acercamiento a las parábolas más violentas del Nuevo Testamento, como «un ejercicio moral que nos pone frente a frente con la sustancia de nuestra humanidad: la sangre, las lágrimas, el dolor y la brutalidad de unos sentimientos descarnados». Y, en efecto, cada una de estas variables encontradas dentro del libro evoca o intenta recuperar instintos primitivos que yacen controlados por la mano dura de la llamada modernidad capitalista. 

Situada en una zona remota de la sureña Tennessee, El hogar eterno aborda la historia del joven Nathan Winer, obrero mil oficios y huérfano de padre, quien trabaja sin saberlo para el hombre que mató a su progenitor y arruinó su vida: el mefistofélico Dallas Hardin, cacique rural con ambiciones expansivas en el negocio del alcohol ilegal y el proxenetismo infantil. Proyectados en la construcción de un honky tonk, Dallas y Winer irán entrecruzando sus destinos junto a toda una miríada de personajes entre los que se confunden soldados ebrios, prostitutas, ladronzuelos, cuatreros y pistoleros salidos del último reducto del KKK. Como únicas sondas de luz en medio de este pozo de horrible oscuridad se harán patentes las presencias de Amber Rose y del anciano William Tell Oliver, exconvicto y único conocedor del secreto sangriento de Dallas Hardin. Cuando todos los cabos sueltos se van juntando y, tras la profética aparición del cráneo agujereado del padre de Winer, la violencia reclamará protagonismo y la muerte acechará al pueblo con su inevitabilidad magnética. 

A través de una interesante reformulación poética de los clásicos relatos de iniciación, El hogar eterno presenta a un joven protagonista que, en lugar de hallar su camino, lo extravía, aunque logra salir transfigurado y recompensado vitalmente en el proceso. En ese sentido, Nathan Winer se emparenta con el inolvidable John Grady de Todos los hermosos caballos, personaje que al igual que Winer va perdiendo su sendero sin llegar a corromperse o a corromper a los que lo rodean. Heredero directo de Cormac McCarthy, William Gay apela en su novela a un realismo descarnado, en tercera persona y con diálogos lacónicos prototípicos del wéstern moderno. Además, trabaja a partir de una sucesión de cuadros o imágenes en aparente desconexión entre sí, lo cuales se van organizando poco a poco en el desarrollo del libro, amén del capricho de Gay, quien no duda en escamotear al lector algún que otro hilo conductor para despistarlo y darle una sensación de caos que, paradójicamente, ayuda a crear un orden narrativo. 

Es patente el esfuerzo de Gay por llevar el lenguaje a un estado poético y por complejizar su sintaxis a través de cierto ejercicio barroco, con giros lingüísticos de tono bíblico y con un sobreexceso de oraciones subordinadas, larguísimas, que nos recuerdan con mucho entusiasmo a los malabares verbales de un William Faulkner o de un inspirado Juan Benet. De este modo, El hogar eterno recurre a una interesante apuesta verbal y aspira a una vertiente esencialmente poética. Quizá por esta razón, partes aisladas de la novela se suspendan por momentos, ralentizando la narración en un extravío de núcleos de prosa de alto lirismo y de plasmaciones visuales de impronta elegiaca. 

En muchos momentos, este ejercicio alcanza la genialidad artística como en el caso de las descripciones atmosféricas o, en la más impactante de todas, la descripción de la calavera hallada por el viejo William Tell Oliver en el barranco; pero en otros momentos, el abuso del recurso llega a entorpecer la lectura y se vuelve un remedo de sí mismo, hartando hasta al más paciente de los lectores. Sin embargo, a William Gay parece no importarle en absoluto la comodidad o paciencia del lector, pues en las pocas más de trescientas páginas de su novela vuelve una y otra vez a esta modalidad escritural, apostándolo todo por el lenguaje o por la exacerbación verbal. 

Diversos testimonios apuntan a que algunos editores trataron de suprimir o mitigar el vicio de Gay por la exaltación de las palabras, pero este no dio su brazo a torcer. En una entrevista señaló que «una de las grandes quejas de los editores cuando comencé a recibir rechazos fue que no me concentraba lo suficiente en la historia y que me gustaba escribir descripciones de tormentas eléctricas y el clima, y a ellos todo eso no les importaba. Solo querían que siguiera adelante con la historia. Pero el idioma fue lo que realmente me impresionó de la escritura. El idioma era en lo que quería concentrarme y obstinadamente seguí haciéndolo, sin importarme su opinión».

No es ninguna novedad que esta metodología de escritura sea una marca de agua de la literatura sureña, en la cual puede hallarse una preocupación formal por el lenguaje y un reclamo protagónico de la palabra a despecho de la historia contada. Por vicios como estos se ha reprochado mucho a William Faulkner, a Flannery O’Connor o a Cormac McCarthy, autores que en determinados momentos oscurecen y tensionan la prosa rompiendo el hilo de la acción argumental y, en favor de su propia búsqueda, crean una nueva acción, alejada de la trama o del hecho anecdótico, pero que colinda con un nivel poético o puramente verbal. 

En este punto valdría la pena reflexionar en el efecto que el contexto tiene sobre el lenguaje, es decir, en cómo opera el espacio para determinar el estilo lingüístico en un narrador. A saber, la atmósfera rural, campesina, mítica en cierto sentido, define su propio lenguaje y le otorga un peso simbólico, un color, una tonalidad, al constructo verbal que la describe. Del mismo modo, el espacio urbano crea sus propias dinámicas de escritura e, incluso, el panorama futurista o distópico exige códigos lingüísticos afines a su propio universo. Así, por ejemplo, resultaría extraño que un Cormac McCarthy apelara al lenguaje depurado, ágil e intelectual de un John Updike para narrar las grandes extensiones de desierto del viejo oeste americano o las fluctuaciones eléctricas del cielo de la frontera. O, en caso contrario, sería antojadizo que un J. D. Salinger aplicara esas oraciones barrocas y ensortijadas en extremo de William Faulkner para describir la vida de la clase media neoyorquina o el lobby de lujo de un hotel con vista al mar, etcétera. En ese sentido, cada contexto reclama sus propios principios de lenguaje. De ahí que los códigos lingüísticos de El hogar eterno guarden relación con los códigos escriturales de los narradores sureños, ya que su lugar de acción es el mismo: la tierra salvaje, maldita y mística de la vieja Estados Unidos

Otro logro de El hogar eterno es la tensión constante entre el choque de variables que representan polos opuestos como el Bien y el Mal. Esta dialéctica ayuda a darle a la novela un interesante carácter de suspenso, pues la hostilidad de ambas fuerzas aumenta y se redefine en cada línea, en cada párrafo, en cada página, aunque la pugna nunca termina de estallar. De hecho, el libro está poblado de oposiciones binarias de diferente naturaleza que ayudan a darle ese estado de expectación por el más cruel y brutal de los finales. Así, por ejemplo, se hacen patentes las figuras opuestas del terrible Dallas Hardin y del siempre pasivo William Tell Oliver, ambos hombres maduros y puntos solares en la vida del adolescente Nathan Winer. Dallas se presenta como cacique del pueblo y asesino que consolida su poder a punta de maldades; mientras tanto Tell Oliver aparece como un exconvicto redimido que cosecha ginseng y que protege desde los sabios consejos al chico que está a punto de perderse por la venganza. Lo mismo sucede con la madre de Nathan Winer, mujer que es apenas poco más que una bruja que maltrata al adolescente y lo culpa por la «desaparición» de su padre; pero la oposición a esa fuerza aparece en la imagen de la tórrida Amber Rose, hijastra de Dallas, quien se vuelve una instancia de consuelo para el joven Winer, presentándole el amor y la esperanza de un futuro alejado del Mal. Asimismo, Nathan Winer es la contrapartida de Hodges el Bocazas, ladrón de poca monta, asesino de pollos y bribonzuelo con problemas de alcoholismo. A pesar de que sus personalidades sean por completo distintas, mantienen una extraña amistad que siempre está a punto de irse al traste por sus diferencias y objetivos personales. 

Estas oposiciones binarias no solo llegan a verse en los personajes, sino también en los espacios, ya sea en la hosquedad del bosque que guarda el secreto de todos los males del pueblo, o en la placidez del llano, lugar donde los hombres habitan con cierto grado de armonía. Lo mismo sucede con las imágenes de un cielo lleno de electricidad y nubes «negras como la pez», o la limpidez de los campos por donde corren libremente los últimos bisontes. Al querer imbricar todos los opuestos de la novela, es decir, esas representaciones de lo Bueno y de lo Malo, se crea una tensión dialéctica, y esa tensión arrastra al único resultado posible de este choque de fuerzas: la violencia en su más terrible magnitud, acción que encontramos descarnadamente al final de la novela. 

Ahora bien, mencionamos al inicio del texto que una de las consignas de la literatura sureña, así como el de todas sus artes, es la de recuperar y poner en órbita sus elementos tradicionales perdidos o en diáspora a causa de la modernidad capitalista. En efecto, es por esta razón que el lenguaje, los mitos, las creencias y el comportamiento de las gentes del sur antiguo operan constantemente dentro del constructo narrativo de sus ficciones para no desaparecer por completo del imaginario colectivo. Y en el caso de El hogar eterno, no es distinto. A través de todos los artificios literarios que hemos señalado, William Gay logra efectuar una instrumentalización de los datos tradicionales del sur de los Estados Unidos para operar sobre ellos y resignificarlos.  

De esta manera, el lenguaje y los materiales usados en El hogar eterno toman un nuevo alcance que trasvasa lo puramente estético y accede a lo político e, incluso, a lo sagrado. Quizá por esta razón la novela de William Gay aspira también a demostrar que su lenguaje y sus elementos están por encima de la estandarización y hegemonía del lenguaje y los ritos modernos que justifican una cultura secularizada y un sistema de dependencias y relaciones de sumisión. Pero no termina ahí. Las atmosferas de El hogar eterno, así como las de muchas otras novelas sureñas, están imbuidas de una sensación de nostalgia perenne por un pasado que no volverá, por los ritos perdidos en el tiempo y, sobre todo, por la agonía de sus costumbres y sus datos tradicionales.   

El propio Gay lo confiesa del siguiente modo: «El sur ha cambiado y extraño la época en que era realmente rural y menos como el resto del país. No me malinterpretes, había muchas cosas malas al respecto, como el racismo y cosas así, pero también había cosas buenas. Creo que mucha de nuestra cultura que se ha ido para siempre». Es pues esa nostalgia la que signa, en gran medida, el discurso político de la literatura sureña. En términos freudianos, podríamos decir que existe así un constante «retorno de lo reprimido» en cada una de las representaciones artísticas que tratan de recordarnos esa Norteamérica antigua, inexistente ya, que miraba desde el abismo el surgimiento de una nueva civilización subyugada por la técnica y el capitalismo más feroz. 

Desde su lugar de enunciación, El hogar eterno cumple con esta consigna y se adscribe a toda una tradición llena de nostalgia por el sur americano en su estado más puro. Así las cosas, es muy probable que si William Faulkner o Flannery O’Connor hubiesen conocido a William Gay en vida, le habrían dicho sin dudar: «Hermano mío, bienvenido a la familia».   

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