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‘El hogar eterno’, de William Gay: vigencia del sur estadounidense (1)

William Gay. Imagen Dirty Works. sur estadounidense
William Gay. Imagen: Dirty Works.

En el inquietante prólogo a su libro sobre predicadores que manipulan y adoran serpientes en Sand Mountain, el reportero Dennis Covington ensaya sobre la posible recuperación y vigencia del mítico Sur de los Estados Unidos en la vida, imaginario y literatura de su país. Para Covington, el sur estadounidense reside en la sangre, en una región del corazón, y este no ha desaparecido a pesar de la llegada de Burger King a la ciudad sureña de Meridian y de los muchos esfuerzos que la modernidad capitalista hace por desparecer su historia o, en el peor de los casos, bastardear sus mitos. Consciente de la diáspora de los elementos tradicionales del sur estadounidense a causa de factores como el resultado de la guerra civil gringa, el predominio de la industria tecnológica y la abolición definitiva de los ritos sureños tras el periodo postbellum, Covington, sin decirlo, especula que los elementos tradicionales sureños se camuflan para sobrevivir en representaciones como la literatura, el cine y, sobre todo, en ceremonias litúrgicas como la manipulación de serpientes o el reavivamiento espiritual.

Este discurso también surge a modo de respuesta a un ensayo del periodista y político oriundo de Mississippi, Hodding Carter III, publicado en un número especial de la revista Time en 1990. El ensayo señala en determinado momento: «El Sur como Sur, una tierra mítica viva, siempre en regeneración de personalidad distintiva, ya no existe más». Con esta frase, Carter declara muerta la política de partido único y señala los efectos castrantes de la cultura de masas sobre la identidad regional del sur originario. Desde luego, para Covington esto no es cierto ni exacto, pues el Sur, al estar rodeado por una cultura hostil y espiritualmente muerta (la «modernidad», o sea, el Norte), y al estar en constante asedio cultural, se ha visto obligado a ser mucho más sureño que antes, como en un esfuerzo desesperado por salvarse y proteger su identidad. Así, para Covington el sur se ha atrincherado. Y cuando sus recursos fallan, el pueblo se subleva y desempolva las armas. O pone las manos al fuego. O bebe estricnina. O, como buenos sureños, manipulan serpientes e invocan a Jesús. A veces, a Satán.     

¿Pero de qué hablamos cuando hablamos del sur estadounidense? Quizá hacemos referencia a ese espacio mítico tan fácil de caricaturizar, pero difícil de definir o de conceptualizar en su materia mental. Para cartografiarlo mejor, partamos primero por el lugar común: el Sur como aquel conglomerado homogéneo de segregación, estereotipos y estratificación social; un espacio geográfico y espiritual de raigambre mítica, subordinado por un sistema arcaico y de preceptos bíblicos; un territorio signado por el fanatismo, la violencia y la enajenación; tierra madre del blues, del Ku Klux Klan, del Ferrocarril Subterráneo, de las plantaciones de algodón, del wiski, del movimiento antiyanqui y de personajes como Joe Christmas. Sí, el Sur como la ira de Dios y la tierra de todos los males. El Sur como patria espiritual de asesinos, incestuosos, fornicarios y granjeros con terribles pasados; el Sur como agujero negro que absorbe todas las maldades del mundo y las condensa en insondables individuos que terminan muertos, enloquecidos o iluminados. Sí, el Sur como la nueva Sodoma y Gomorra. El Sur como el Infierno. 

Pero el Sur estadounidense no puede ni debe ser solo eso. Es decir, no puede concluir solo en un aspecto geográfico o idiosincrático, pues el Sur gringo, más allá de toda su tangibilidad, es también un estado mental e inasible. De ahí que la literatura sureña se haya nutrido especialmente de ello y, por su parte, haya logrado darle su propia determinación. Escritores y escritoras como William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers, Tennessee Williams, Eudora Welty, Erskine Caldwell, entre otros, han alcanzado a captar el espíritu de la región y le han dado una forma conceptual a través de sus libros.   

El discurso, aunque abordado de diferentes maneras y perspectivas, es siempre el mismo: la tensión entre la Norteamérica rural tradicional con la Norteamérica expansiva e industrializada, o sea, el enfrentamiento entre dos modalidades de experiencia, o utilizando las palabras de Mircea Eliade, la pugna entre lo «sagrado» y lo «profano». Eso supone la defensa de ciertos ritos y costumbres del sur estadounidense frente a una existencia radicalmente secularizada, sin dogma ni tradicionalismo, contaminada siempre por fuerzas foráneas y, donde la máquina, la industria y el asfalto, han reemplazado a Dios. 

Desde luego, todo esto puede sustentarse a partir de una variable taxativa: la religión dentro del imaginario de los escritores sureños. En efecto, la religión como elemento protector del Sur para minimizar el carácter nocivo del sistema opresor: la modernidad o el desarrollo vigente, todo esto a partir de la expansión definitiva del Norte, la caída de los Estados Confederados de América tras la guerra civil y la nostalgia por un pasado feudal y aristocrático. 

De hecho, y para dejarlo mucho más claro, tendríamos que decir que ese estado de espiritualidad no se trata de un vínculo con la religión en su sentido institucional o eclesiástico, sino más bien apunta a una religiosidad que se muestra como una estructura última de la consciencia social, colectiva, que protege los ritos y tradiciones de su comunidad. Así, el Sur podría considerarse como un órgano representativo de la historia americana que encierra un microcosmos psicológico y mítico creado a partir de los pensamientos y actitudes de sus residentes, y, por defecto, de sus escritores.   

El teórico español Alejandro Arroyo Fernández en su ensayo El constructo faulkneriano: comunidad, individuo e institución, señala que el Sur estadounidense busca ser glorificado porque, en apariencia, es una tierra que emana directamente de la concepción mítica del Génesis, ergo, del momento fundacional del mundo. Y, por eso, dice, «establece que un carácter tradicional, un marco de valores y una ética ligados al carácter proteccionista del sistema. Este hecho provoca que la sociedad quede anclada a la tradición, impidiendo su evolución, demostrando que las consideraciones de la nación como un nuevo enclave religioso original permanecerán durante generaciones»

Toda esta exorbitante mitologización del Sur hace que sus escritores y artistas busquen recuperar aquella experiencia originaria con los elementos tradicionales que se han perdido, que han sido desacralizados, que han sido vaciados de contenido por la modernidad y la expansión capitalista. De esta manera, cada ficción sureña trata de presentar a través de sus esquemas discursivos los aspectos más arraigados a la tradición gringa: el racismo, el protestantismo, las ansias colonialistas, la exaltación de la raza blanca, el feudalismo, etc. Todo esto supone, desde luego, una contemplación a los valores tradicionales del momento fundacional de los Estados Unidos; pero también un empleo operativo de esos mismos datos a través de la literatura, la música, la pintura y otras artes, con el fin de recuperarlos y de no volverlos a perder. Al menos conceptualmente. 

¿Eso quiere decir que hay nostalgia por ese viejo Sur estadounidense tan lleno de violencia e insania? Sí, la hay. Al menos la encontramos en cierta medida en las novelas de William Faulkner, en los cuentos de Flannery O’Connor, en las mejores historias de Carson McCullers, en la nouvelles de Katherine Anne Porter, en las historias demenciales de Erskine Caldwell y así. Tal vez por esa razón, Dennis Covington señala que el Sur «reside en la sangre, en una región del corazón». Y que «el Sur que aún sobrevive durará más que el que lo precedió. Y será más duro y duradero que lo que había antes». Todo esto gracias al valor de sus remanentes, a esos hijos de Faulkner, de Cadwell, de McCarthy, de O’Connor, de Charles Frazier, quienes aún siguen dinamizando esos valores tradicionales dejados por sus padres y que, al parecer, jamás se perderán. Uno de esos vástagos privilegiados es, sin duda, el escritor William Elbert Gay, heredero de esta sangre sabia y de la mejor nostalgia del sur estadounidense.  

***

Con toda seguridad, William Elbert Gay debe ser uno de los tantos escritores norteamericanos que ha pasado desapercibido entre los lectores de hispanoparlantes y que, a expensas de su grandeza, solo circula secretamente entre un grupo de iniciados de lo que podríamos llamar la «literatura sureña» de los Estados Unidos. Hombre de pocas palabras, indiferente a las pretensiones mediáticas, William Gay en vida supo fortalecer su hermetismo al retirarse a una cabaña en medio del bosque, espantando a todo visitante con su desaliñada estampa de Unabomber.   

Si se busca su fotografía en la red, es probable encontrar solo un puñado de imágenes en donde aparece con sus sempiternos jeans sucios, una camisa o polerón sin planchar, una barba y cabellos de indigente, y una mirada tan dura y penetrante que parece decir que jamás vio tiempos mejores. A juzgar por su biografía, podemos concluir que su vida fue la vida de un hombre que no tuvo muchas ocasiones para ser feliz, ni siquiera cuando se ponía a escribir. 

Hijo mayor de una familia de aparceros pobres de Hohenwald, Tennessee, de adolescente trataba de matar el tiempo leyendo mientras su padre y su abuelo lo interrumpían con el sonido del banjo que tocaban en el porche de su casa sin electricidad. Harto de aquel instrumento, un día se metió en una pelea y obligó a su padre a vender el banjo para sacarlo del calabozo. 

Desde muy temprano leyó a autores como Erskine Caldwell, Flannery O’Connor, Eudora Welty y William Faulkner. Pero fue durante su encuentro con El ángel que nos mira de Thomas Wolfe cuando decidió convertirse en escritor. Así, a los quince años escribió dos novelas a las que tituló Novela a secas. Este primer acercamiento con la escritura no duró mucho, pues al terminar el instituto se unió a la Marina y prestó servicio en Vietnam, de donde dicen, volvió medio loco. 

Después de la guerra vivió una temporada en el Village de Nueva York y en un gueto redneck de Chicago. No la pasó muy bien y regresó al Sur, a Tennessee, y se casó y tuvo hijos, tratando de sentar cabeza. Pero le fue peor que antes. Su única forma de hacer dinero para mantener a su familia fue trabajando como pintor de brocha gorda, carpintero o instalador de paneles de yeso. Naturalmente, no soportó mucho. Su matrimonio colapsó por falta de recursos económicos y se fue a vivir solo dentro de un viejo tráiler en Grinder’s Creek, en donde comenzó a escribir de manera más seria, aunque sin muchas esperanzas. 

Por más de dos décadas, sus novelas fueron rechazadas por todas las editoriales de Estados Unidos y sus relatos jamás recibieron contestación de revistas como The New Yorker o Harpers, a las cuales apuntaba con cierta pretensión literaria. «Creo que siempre pensé, incluso cuando mis relatos eran rechazados, que tenía algo que decir, solo que no había encontrado la forma de hacerlo», dijo en una entrevista de 2012, poco antes de morir. 

Acostumbrado a la terrible soledad sureña, William Gay pasó una buena temporada viviendo —según sus propias palabras— junto a una enorme araña que se colaba por los respiradores de su tráiler. En ese lugar, y en pleno estado de gracia, el narrador de Tennessee escribió Provinces of Night, Twilight, I Hate to See That Evening Sun Go Down, Little Sister Death, The Lost Country y Stoneburner, libros que en su mayoría han sido publicados en editoriales independientes y que a la fecha solo se encuentran en su idioma original o inéditos (a excepción de Little Sister Death).

Fue con la aparición de The Long Home, o El hogar eterno en su versión en español (Dirty Works, 2019), que la vida de Gay dio un vuelco inesperado. Presentada en 1999 como su primera novela, El hogar eterno fue uno los debuts más interesantes de la literatura sureña del cierre de siglo, cuando su autor contaba con cincuenta y siete años. El libro fue rápidamente emparentado con la obra de William Faulkner, Flannery O’Connor y Cormac McCarthy, por todos los códigos y dinámicas del gótico sureño que se hallaron en él, como las evocaciones al miedo, las frustraciones y la religión, en tensión constante con la violencia, el impulso sexual y la muerte.

Sin mucho esfuerzo, El hogar eterno se hizo con el Premio James A. Michener, obtuvo elogiosas críticas y vendió sus derechos para ser llevado al cine por James Franco. Este efecto comercial hizo posible una guerra de ofertas editoriales por la publicación de una segunda novela. Además, le impulsó la subvención de cincuenta mil dólares anuales de la United States Artists, una organización benéfica que apoya y promueve el trabajo de artistas estadounidenses. 

Con la vida por fin asegurada, William Gay pasó sus últimos días en compañía de un perro y con esporádicas visitas de sus hijos a su cabaña en medio del bosque. Tenía calefacción, pero nunca la encendió, pues prefería el uso de la estufa a leña, la cual él mismo alimentaba. Por las tardes tenía la costumbre de escuchar la Anthology of American Folk Music de Harry Smith y discos enteros de AC/DC. Por las noches escribía sin parar. Una de sus posesiones más valiosas fue una vieja postal de James Dean en Rebelde sin causa que colgaba en la puerta de su nevera. Murió el 23 de febrero de 2012 de un ataque al corazón, a los setenta años. Alguien lo describió una vez diciendo que tenía aspecto de un hombre al que le han pegado un tiro. Y, por supuesto, no se equivocó. 

(Continúa aquí)

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4 Comentarios

  1. Pingback: 'El hogar eterno', de William Gay: vigencia del sur estadounidense (y 2) - Jot Down Cultural Magazine

  2. Felip Almerí Gal

    Estupendo ensayo. El sur de los estados unidos es más que una zona física, una zona mental. Lo mejor de literatura sale de esa tierra que, con el respeto a todos, me parece santa. Maldonado ha sabido leerla. Qué bueno texto.

  3. Pingback: Jot Down News #21 2024 - Jot Down Cultural Magazine

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