A pesar de llevar un par de siglos de debate, aún no queda claro si, para que luzca el intelecto, la clave evolutiva está en el tamaño cerebral absoluto (las dimensiones del cerebro) o bien en su proporción (su valor relativo al tamaño del cuerpo). Probablemente ambos factores aumentan la complejidad cognitiva, aunque luego en cada grupo zoológico influirán otros parámetros añadidos, específicos de su propia historia natural. Desde luego el tamaño importa, pero tampoco hay que olvidar todo el resto. En el caso del cerebro, las conexiones, las proporciones internas, los neurotransmisores o el metabolismo también tienen un peso crucial a la hora de establecer las habilidades mentales de una especie o de un individuo. Y si los pájaros fardan de su destreza voladora y los peces de su pericia acuática, los primates fardamos de nuestra inteligencia, presentándonos como acróbatas del pensamiento y maestros de la cordura.
Desde luego un alarde merecido, fruto de decenas de millones de años de evolución, que parece haber alcanzado una cumbre de expresión y de grado en nuestra propia especie. Pero tampoco hay que cebar demasiado nuestro ego filogenético, porque lo que nos parece una gloria, a los ojos de la evolución, puede que no sea nada más que una especialización más entre el montón. Al fin y al cabo, a la evolución le interesa solo la capacidad reproductiva y la difusión de la especie (lo que en biología se llama fitness), de modo que nuestra suma inteligencia no compite con el éxito incontestable de cucarachas y medusas, lombrices y moscas, los verdaderos triunfadores de este planeta. Y si incluimos bacterias o plantas, nuestras medallas parecen todavía menos merecidas. Así pues, por lo menos a nivel evolutivo, antes de fardar de habilidades cognitivas hay que preguntarse en qué medida estas pueden proporcionar un aumento del éxito reproductivo, que en plata no es nada más que el número de hijos. Y solo con esto ya es suficiente para plantear dudas sobre la incierta relación entre inteligencia y evolución, porque sabemos que para tener muchos hijos tampoco hay que ser muy listo.
Hace unos años, la película Idiocracy polemizaba precisamente sobre este aspecto, recordando que, a menudo, en la sociedad humana, los que tienen más capacidad de discernimiento son los que se reproducen menos, y los que sin embargo no razonan demasiado son los que acaban sembrando genes por doquier. Tal vez la clave de esta paradoja esté en la cultura y en el grupo social: un puñado de iluminados (que se reproducirán poco) sirven para proporcionar a los demás (que se reproducirán mucho) aquellos recursos complejos (tecnología y organización) que necesitan para aumentar su éxito genético. Para optimizar su fitness, el grupo necesita mantener un cierto número de individuos innovadores que carguen con la responsabilidad de un mundo mejor, y los otros aprovechan el tirón. Generalmente, además, son los segundos los que linchan a los primeros, para luego, eventualmente, celebrar su ingenio unos siglos más tarde. De hecho, la inteligencia a veces se halaga más de cara a la galería que en la realidad cotidiana, donde puede chocar violentamente con las múltiples hipocresías y absurdeces que estructuran profundamente nuestra sociedad. Curiosamente, insistimos en que lo que nos hace humanos es la inteligencia, pero al mismo tiempo a esta cualidad le tenemos cierto miedo y recelo y, cuando alguien es «demasiado» inteligente (en el sentido de que es perspicaz, analítico, crítico, racional y coherente, lo cual a menudo requiere una buena dosis de distancia y objetividad), lo miramos con cierta desconfianza, tachándolo de… ¡poco humano!
En resumen, la correlación entre habilidades cognitivas y éxito, ya sea evolutivo o individual, queda poco clara. Tal vez el problema principal sea que, a pesar de todas las atenciones que hemos dedicado al estudio del intelecto, en realidad todavía no tenemos un criterio que pueda, de forma común y cuantificable, proporcionar una definición redonda y consistente para contestar a la pregunta número cero: ¿qué es la inteligencia?
En muchos ámbitos de la psicología y de las ciencias cognitivas hay muchos especialistas que aseguran que se trata de una habilidad cognitiva general, superior y todopoderosa, que depende de genes y de factores biológicos y que se puede medir con una apropiada estadística. Este factor nos pone a todos en una escala que va de menos a más, en cuyo extremo positivo hay «inteligentes» que lo hacen todo bien, y exceden en todas las habilidades mentales. En una versión más suave de esta perspectiva, algunos sugieren que la inteligencia no es más que la capacidad de integrar entre sí las otras habilidades mentales, más específicas. De hecho, no sirve de mucho tener una gran habilidad mnemónica, lingüística, espacial o de cálculo, si luego no se sabe cómo coordinarlas adecuadamente. Otros piensan que no existe esta jerarquía, y que lo que llamamos «inteligencia» es solamente una de aquellas habilidades más específicas, que destaca sobre las otras (por ejemplo la atención, la velocidad mental, o la memoria de trabajo). Finalmente, hay quien opina que no existe ningún factor general que se llame «inteligencia», que las tendencias generales son artefactos de la estadística, que la susodicha inteligencia es un algo borroso que depende de la biología pero también del contexto, y que hay muchas formas, a veces opuestas, de ser inteligentes. Desde luego, el contexto no se puede obviar y, de hecho, probablemente tiene más sentido hablar de «comportamientos» inteligentes que de «personas» inteligentes, precisamente porque sabemos que de individuos con excelentes habilidades mentales que han hecho desastres está repleta nuestra historia, tanto la personal como la colectiva.
Para ser sincero, después de haber tanteado este tema a lo largo de los últimos veintipico años, confieso que yo, por lo menos, no he llegado a ninguna conclusión, a ninguna certeza. Primero, porque las respuestas concluyentes y tajantes son incompatibles con los principios de la ciencia, y siempre desconfío cuando oigo soltar certezas a alguien que se autoproclama «científico». Pero además, en este caso, me parece que todas las hipótesis tienen sus evidencias, aunque siempre parciales y, muchas veces, inevitablemente sesgadas. Me atrae la idea de una «habilidad» que integre y coordine todas las otras, y soy un forofo declarado de la atención como principal factor limitante de todos los otros recursos mentales, pero es verdad que entiendo que etiquetar de «inteligente» a una persona o un comportamiento depende del contexto, del criterio y, sobre todo, de los objetivos.
Cabe mencionar una quinta forma de explicar qué es la inteligencia, una perspectiva más reciente, que da la vuelta a la tortilla de una forma elegante y sensata, y que la interpreta no como un factor que está por encima de los otros y causa una mejoría en todas las performances cognitivas, sino como un factor emergente que es consecuencia de la interacción entre todo el resto, es decir el fruto de un encaje entre habilidades y contexto. Aunque la diferencia puede parecer sutil, esta interpretación es totalmente opuesta a la tradicional, porque explica el comportamiento inteligente como el resultado de una sinergia de elementos cognitivos, y no como la fuente que determina lo que viene después. Es una lectura que funciona tanto en los modelos psicométricos (los que se basan en las correlaciones numéricas de los tests sin entrar en el mecanismo que hay detrás) como en los modelos cognitivos (los que se basan en una representación del mecanismo, buscando aval en los resultados experimentales). Si la inteligencia es un factor emergente (que surge como consecuencia) y no un factor latente (que subyace a lo que pasa), sigue teniendo sentido medirla de alguna forma, aunque el significado cambia radicalmente: cuantifica nuestra habilidad general para resolver problemas, pero solo como índice global y promedio, resultado de factores y mecanismos que pueden ser muy distintos. Tiene sentido.
Sin embargo, al no tener una definición común y al no aclarar los objetivos, queda patente que es muy arriesgado medir, cuantificar, testar. La ciencia de la inteligencia se basa sustancialmente en la psicometría, los tests y las pruebas que miden nuestra habilidad para resolver un problema, ya sea numérico, mnemónico, espacial, verbal o analítico. Son tests diseñados (y, dentro de lo posible, validados) para medir algo en concreto, y efectivamente pueden transformar una habilidad para ejecutar ciertas tareas en una puntuación, que acaba siendo el ladrillo de una futura estadística. Las habilidades más generales luego se infieren acoplando e integrando baterías de tests, e intentando revelar una posible estructura de fondo que delate tendencias y patrones. Es una herramienta increíblemente útil, pero que no hay que tomar demasiado al pie de la letra. Los tests acaban utilizándose para medir una habilidad concreta, pero en realidad son quimeras difíciles de manejar: de la habilidad que dicen medir probablemente requieren solo una parte muy específica y, al mismo tiempo, requieren también el uso de otras habilidades complementarias. Por ejemplo, para puntuar alto en un test que mide una determinada habilidad de cálculo podrían ser necesarios a la vez también recursos mnemónicos y una cierta velocidad mental. Además, está visto que un mismo problema se puede resolver con habilidades diferentes, e incluso con estrategias diferentes, lo cual genera aún más trampas a la hora de tener que interpretar los resultados. Por ejemplo, un test que supuestamente mide la memoria se podría resolver en parte utilizando recursos espaciales. Finalmente, las habilidades generales, obtenidas mezclando tests diferentes, son síntesis obtenidas por inferencia estadística, algoritmos y mucha cábala numérica, con lo cual hay que saber emplear cierta cautela cuando estos números se transforman luego en conclusiones.
Todas estas incertidumbres, cuando analizas unos resultados, generan una variación muy marcada, lo cual nos recuerda que, más allá de tendencias y patrones comunes (que desde luego existen e influyen parcialmente en nuestra estructura mental), cada uno somos al final el fruto de una combinación muy particular de factores y contingencias individuales. Y claro, en esta variación numérica habrá un poco de diferencias verdaderas (somos todos bastante únicos, quien más y quien menos), y un poco de ruido producido por la imprecisión del método. A pesar de esta diversidad, a menudo la psicometría se alegra de encontrar correlaciones que delatan un trasfondo biológico, y esto es fundamental en biología. Pero la verdad es que estas correlaciones, cuando las hay, son tan blandas que dicen poco o nada acerca de los individuos. Un ejemplo clásico es la correlación entre tamaño cerebral e «inteligencia»: sí que la hay (con lo cual tiene que haber un factor biológico detrás) pero es tan blanda que es imposible predecir, en un individuo, un valor a partir del otro.
La psicología suele además separar una inteligencia digamos natural, más asociada a la biología de un individuo y a su capacidad de resolver problemas abstractos (inteligencia fluida) de una inteligencia más bien asociada al aprendizaje, a la cultura, y a la capacidad de emplear nuestros conocimientos en determinadas tareas (inteligencia cristalizada). La primera suele aumentar hasta los treinta años, para luego caer, desgraciadamente, en picado. La segunda aumenta lentamente hasta los cuarenta y pico, y luego se estanca. El resultado de nuestra habilidad general será entonces un promedio de estas dos inteligencias. Y aquí hay que rematar tres puntos fundamentales. Primero, la inteligencia cristalizada se estanca porque a menudo las personas, después de los cuarenta años, ya pasan de aprender, de meterse en nuevos retos, de renovarse y de crecer. Queda claro que es una elección personal, y evidentemente depende en gran parte de la propia voluntad. Segundo, el bajón tremendo de la inteligencia fluida después de los treinta tiene un fundamento biológico ineludible, que incluye una reducción de los tejidos cerebrales, un deterioro del sistema vascular y una larga serie de atascos metabólicos asociados al envejecimiento. Dicho esto, tampoco hay que rendirse sin más, porque esa decadencia depende en parte de un reloj interno, pero en parte de nuestros hábitos (dieta, ejercicio físico, sueño, estrés, etc.). Es decir, la caída no se puede evitar, pero sí ralentizar, y desde luego no procede machacarse para acelerarla. Con lo cual, incluso en este caso la voluntad puede marcar la diferencia entre una habilidad mental eficiente y una deteriorada, y la responsabilidad personal sigue teniendo un peso importante. Tercero, la estadística se suele hacer promediando, y la variabilidad individual es, como siempre, desconcertante. Así que, dada la receta, que cada uno la adecue a su horno.
Pero al fin y al cabo aún queda pendiente la pregunta: ¿quién es inteligente? Carlo Cipolla sugirió que inteligente es quien se hace bien a sí mismo haciendo el bien a los demás. Lo cual me parece sencillamente genial, aunque solo rebota la pregunta a un nivel más sutil: ¿cuál es el bien de uno, o, más difícil aún, qué es lo que hace bien a los demás? Mi abuelo era categórico al respecto, y repetía (obsesivamente, casi reprochándoselo a sí mismo) que el hombre inteligente es el que vive bien. Pero esto tampoco nos ayuda, porque lo que llamamos «vivir bien» puede tener colores de lo más variados, y sobre todo terriblemente confusos. Una gran mayoría de personas malviven una existencia donde sus prioridades son cruelmente manipuladas por la economía, la religión o la política, moldeadas por pulsiones atávicas e instintos primordiales, o distorsionadas por nefastas presiones sociales. Vivir bien, en todos estos casos, se puede malinterpretar precisamente como cebar las falsas necesidades que los tienen atados a reglas absurdas y nocivas, que degradan cada día más su calidad de vida y su autonomía mental. A los monos capuchinos les chifla el mascarpone más que su comida natural y, si se les deja la posibilidad de decidir, se ponen tibios de queso grasiento hasta enfermar a los pocos días. Así que concretar qué quiere decir «hacer el bien» no es nada fácil para quien carece de una consciencia atenta y reflexiva, y es adicto a recompensas tóxicas manipuladas por intereses ajenos. Me temo que al final, si uno rasca, como índice de «vivir bien» solo queda lo más sencillo, lo más íntimo y lo más natural: ser libre, y ser realmente feliz. Una libertad y un bienestar que van más allá de las contingencias, y que radican en un sentido de plenitud, de gratificación y de equilibrio. Algo que no casa necesariamente con nuestra idea más popular de inteligencia, anclada al éxito más que al bienestar, al resolver problemas más que al saber evitarlos, al saber cómo ganar más que al saber cómo compartir.
Y el debate se embarra actualmente aún más cuando el término «inteligencia» se usa también para definir algoritmos que, sin saber o poder pensar, afinan reglas de asociación que proporcionan soluciones automáticas. Lo cual, paradójicamente, es el opuesto de una verdadera habilidad mental, y exalta la confusión entre inteligencia y capacidad de cálculo. De hecho, si es difícil definir la inteligencia, a lo mejor es más fácil detectar su ausencia. En el caso de los algoritmos mágicos, hay mucha preocupación sobre las consecuencias de añadir procesos informáticos a nuestro sistema cognitivo, olvidando que aquí el verdadero problema no es la tecnología, sino los intereses inmorales y deshonestos de quien la produce, y la incompetencia irresponsable de quien la compra y la consume. Tal vez aquí sí nos valgan las categorías de Carlo Cipolla, donde el necio es quien se hace daño a sí mismo dañando a la vez a los demás. Como suele decir mi mujer, es curioso cómo a todo el mundo le preocupa hoy en día la inteligencia artificial, cuando el único verdadero peligro sigue siendo, desde siempre, la estupidez natural.
«Como suele decir mi mujer, es curioso cómo a todo el mundo le preocupa hoy en día la inteligencia artificial, cuando el único verdadero peligro sigue siendo, desde siempre, la estupidez natural». Muy inteligente su mujer, Sr. Bruner
A la evolución puede preocuparle exclusivamente la fitness, pero nuestro intelecto puede ser el producto de que al mecanismo se le fue la mano y desarrollamos una facultad mental que nos permite comprenderlo y hasta planear una secesión gradual de sus tiránicas reglas.
El barajado genético produce una variabilidad sometida al fenómeno de la regresión. Aunque los menos inteligentes, en promedio, se reproduzcan más, producen algunos descendientes más inteligentes que ellos sin hacer nada propositivo al respecto, por pura lotería. Y al revés.
En nuestra sociedad está bastante clara la relación entre intelecto y éxito.
Y por supuesto que disponemos de una definición de inteligencia. Aunque, como en cualquier disciplina científica, es perfectamente susceptible de depuración con el avance en la investigación. No se gana nada con un escepticismo vacío porque la ciencia es escéptica por definición.
La inteligencia posee un carácter general, pero no es todopoderosa en absoluto porque es un factor psicológico que interactúa con otros y, por supuesto, con las circunstancias. Quienes se dedican a su estudio recurriendo al falible método científico en absoluto reducen nuestra mente y nuestra conducta a esa facultad, pero le asignan un papel estelar que es apoyado por la abundante evidencia disponible.
No hay formas opuestas de ser más inteligente. Y no tiene más sentido hablar de comportamientos inteligentes que de personas inteligentes. Son las segundas las que expresan esos comportamientos ocasionalmente para cambiar el mundo (a pesar de ese mundo).
En general, tu argumentario en este artículo funcionaría igual de bien, o de mal, al sustituir el concepto de inteligencia por otro cualquiera de naturaleza mental.
No se etiqueta a nadie de inteligente o necio, sino que se le ubica en una dimensión continua según su capacidad para enfrentarse a situaciones más o menos mentalmente complejas.
La atención es un factor mental que debe integrarse con los demás para que contribuya a generar productos que resultan más o menos eficientes para salir airosos de situaciones más o menos complejas. Al igual que el lenguaje, la atención (y de las demás capacidades) dependen del intelecto integrador (latente). Los humanos usamos la capacidad de hablar o de atender de modo más o menos eficiente según el telón de fondo que conforma nuestro intelecto.
Y eso de que depende del contexto es discutible. Los estudios transculturales identifican componentes esenciales de nuestra inteligencia. No solamente en occidente.
También hay evidencias empíricas sobre el nivel de verosimilitud de la concepción emergente que señalas. Puede ser elegante y sensata, pero la evidencia, por ahora, es inconsistente con esa perspectiva.
La ciencia de la inteligencia no se basa en sustancialmente en la psicometría, sino que busca evidencias cruzadas en las ciencias cognitivas y biológicas. La época en la que los críticos se centraban en las discusiones psicométricas hace bastante tiempo que son agua pasada.
Los test no son quimeras difíciles de manejar, sino instrumentos de medida. Y, en realidad, importa bastante poco qué mide en concreto cada uno de ellos porque lo que se pretende es valorar el nivel de complejidad mental que el evaluado es capaz de gestionar. Este es un hecho constatado desde principios del siglo XX que, incluso, se convirtió en un principio: el de la indiferencia del indicador.
El hecho de que un test pueda resolverse recurriendo a distintas habilidades y estrategias es irrelevante.
La psicometría no se alegra de nada, sino que busca medir la psique del modo más preciso posible.
No comprendo qué significa una correlación blanda, pero si ese argumento se refiere al tamaño del efecto, entonces precisamente en lo relativo a la psicometría de la inteligencia esos tamaños son enormes para lo que es usual en las ciencias.
La distinción entre inteligencia fluida y cristalizada es interesante, pero su correlación es muy elevada. Además, los cambios que señalas durante el ciclo vital se encuentran fuertemente orquestados, como cabe esperar. Además, esos cambios dependen bastante poco de nuestra voluntad, como señalas de modo demasiado optimista. Hay un evidente fenómeno de causalidad inversa que se identifica en los estudios longitudinales. La responsabilidad personal tiene un peso menor. Ojalá no fuese así, pero los deseos y los hechos a veces no coinciden.
Cipolla no tiene la más remota idea lo que habla.
Escribes: “una libertad y un bienestar que van más allá de las contingencias, y que radican en un sentido de plenitud, de gratificación y de equilibrio. Algo que no casa necesariamente con nuestra idea más popular de inteligencia, anclada al éxito más que al bienestar, al resolver problemas más que al saber evitarlos, al saber cómo ganar más que al saber cómo compartir.”
Te recomiendo revisar lo que se ha aprendido estudiando a individuos ubicados muy por encima de la media al ser enfrentados a esos test psicométricos tan criticados por doquier (algún hueso debe tocar para que sea un blanco tan suculento). Su bienestar y felicidad también están muy por encima de la media. Es difícil destruir las leyendas urbanas.
Recomiendo a quien esté interesado en obtener evidencia de primera mano, sin filtrar, sobre la ciencia de la inteligencia el texto publicado recientemente en Cambridge University Press (https://www.cambridge.org/highereducation/books/the-science-of-human-intelligence/086FDB6B15D750CD7C21152C9892DAE5#overview). Puedo asegurarles que su visión sobre lo que, de hecho, se hace en ciencia para someter ese factor psicológico a estudio, le sorprenderá (para bien).
La prueba del algodón: No hay un ñapango al que le agrade Carlo Cipolla.
Recomindo la lectura de José Antonio Marina ‘Teoria de la inteligencia creadora», en donde Marina propone enmarcar la inteligencia dentro de una ética universal, dotándola de dignidad. El resto, de nada importa….
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