Como llegó a decir Virginia Woolf, coetánea de María Blanchard, «Como mujer, no tengo patria. Como mujer, no quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo entero». Las mujeres de la orilla izquierda, como así se conoce a los artistas que vivieron en París en ese lado del Sena durante las primeras vanguardias, pudieron experimentar la libertad de sentirse ciudadanas del mundo, trabajando junto a los hombres en todas las disciplinas artísticas, desde la fotografía a la cinematografía, las artes escénicas, y por supuesto, la pintura.
María Blanchard (Santander, 1881-París 1932) tuvo el privilegio de ser una de las artistas de París que consiguieron escapar a las retrógradas normas que los hombres imponían a las mujeres. Sin embargo, a la larga, y como suele ser habitual, la usurpación de los privilegios masculinos acabó cobrándose un precio: el del silencio, la discriminación, y la devaloración del trabajo de las mujeres. María Blanchard no escapó a ello.
Esta exposición, organizada por el Museo Picasso Málaga, que se prolongará hasta el mes de septiembre, es un merecido homenaje a la obra de la pintora santanderina. En ella se pueden contemplar obras de todas sus etapas, a través de un interesante recorrido cronológico que abarca desde un primer momento de formación, hasta la consolidación de su particular y único estilo. Una verdadera apuesta que pone en valor su aportación a la consolidación del arte moderno, por encima de cualquier jerarquía o adscripción a un movimiento en concreto, sin olvidar que «la gran dama del cubismo», como así se la llegó a conocer, fue una de las más importantes representantes en la consolidación de este lenguaje de vanguardia, junto a Pablo Picasso y Juan Gris.
La elegancia de sus figuras femeninas, en conjunción con su sólida técnica pictórica, tiene uno de sus mejores ejemplos en La dama del abanico (1913-1916), obra inaugural de esta nueva visión. María Blanchard utiliza un tema costumbrista y español para realizar un cuadro, en el que el movimiento característico del abanico es representado mediante fragmentos que aluden a su propia construcción. Los volumétricos planos coloridos crean un interesante juego rítmico, en donde la síntesis cubista entre el fondo y la figura, es admirable.
Comparándola con Gitana (1907-1908), otra de las obras expuestas perteneciente a una etapa anterior, nos damos cuenta que la artista no ha renunciado a la tradición, sino que la ha hecho evolucionar, no solo hacia el cubismo, sino también hacia el expresionismo o el realismo mágico, como apreciamos en La española (1910-1913) o La comulgante (1914). Mujeres que parecieran pertenecer al universo lorquiano; quizás fuera esa profundización psicológica de los personajes femeninos, que más allá de los tópicos se atreven a expresar dolor y a mostrar su enclaustramiento, lo que provocó el rechazo de su obra en un Madrid conservador que vivía al margen de las nuevas corrientes artísticas internacionales.
Su relevancia era tal, que ya en 1915 fue invitada por Ramón Gómez de la Serna para participar en la exposición Los pintores íntegros, celebrada en el Salón Arte Moderno de la calle del Carmen en Madrid. Primera y provocativa exposición cubista que fue cerrada por las autoridades a los diez días de su inauguración. La incomprensión de su obra por el ambiente academicista de la misma capital que le había brindado la oportunidad de formarse para alcanzar el éxito que ahora se le negaba, así como el desencanto experimentado por las machistas y duras críticas recibidas, llevó a la joven artista a expatriarse definitivamente a París, a pesar de la oposición inicial de la familia, que pareció no entender su fuerte vocación.
María Blanchard, que sufrió el dolor físico y moral por padecer una deformación en su cuerpo, buscó representar la belleza y lo humano sensible, tal vez como un modo de dignificar su presencia en el mundo. A pesar de las burlas, a pesar de las dificultades y de la pobreza, ella fue tenaz y fiel a su instinto, viviendo y creando junto a otros grandes pintores de la época, sus amigos Diego Rivera, Angelina Beloff, Marie Vassilieff, Jacques Lipchitz o Juan Gris. Era una pintora perfeccionista que llevaba un modo de vida austero, alejada del ambiente libertino de los años veinte. Su trabajo llegó a mostrarse en las más importantes galerías y exposiciones como L´Art Moderne en France donde Picasso expuso por primera vez Las señoritas de Aviñón.
Entre las ochenta y cinco obras que se exponen, procedentes de diferentes instituciones museísticas como el Centre George Pompidou, el Musée d´Art Moderne de la Ville de Paris, o el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, sobresalen sus bodegones, naturalezas muertas y otras composiciones cubistas en las que se representan objetos como la poliédrica guitarra, que nos conecta con la obra de Gris, junto a los tonos fuertes de su paleta: verdes, rojos, amarillos. La presencia de personajes es llamativa en Mujer con guitarra (1916-1917) o El niño del aro (1916-1918). Además del gran tamaño de los lienzos, impresiona la profundidad en la ejecución, la elección del color y la fragmentación de planos, que encajan con la precisión del mecanismo de un reloj. Nada es dejado al azar en el universo de Blanchard. Es un absoluto cubismo sintético.
Este fructífero intervalo cubista, muy importante en la trayectoria de Blanchard, sirvió de aprendizaje e impulso para desarrollar su proyecto personal, el cual excedía los principios ortodoxos de la vanguardia canónica. Al fin y al cabo, como sostienen algunos historiadores, el cubismo fue un momento enmarcado en un contexto peculiar, más que un movimiento estilístico. La vuelta de la pintora a la figuración desde el poscubismo, supondrá un nuevo logro artístico y la confirmación de una mirada adelantada a su tiempo.
La evolución durante los años veinte hacia una distintiva figuración se centra en la condición humana y en el mundo cotidiano femenino e infantil representado por jóvenes, ancianas, escenas domésticas con niños y mujeres trabajadoras. La bordadora (1923), o La lectora de los cabellos blancos (1922), son obras que desprenden un gran lirismo, reflejando a través de los detalles, la intimidad de los espacios femeninos, su vulnerabilidad y el poder evocador de las emociones. Ese universo callado en el que las mujeres se afanan en su labor, contrasta con la coquetería de otras jóvenes que buscan su reflejo frente al espejo, estableciéndose un juego de miradas con el espectador.
En El almuerzo (1922), obra nunca antes expuesta junto a La niña de la pulsera (1922-1923), la pintora se repliega en un espacio interior que revela una especie de mística doméstica, buscando el tema en lo humilde y sencillo. Mientras en Las dos hermanas (1921), consigue plasmar la fragilidad de las figuras a través del vínculo afectivo, en un marco que las encierra, pero que del algún modo también las significa. Son personajes que, en el espacio acotado en el que se encuentran, parecen experimentar acogimiento y melancolía a un tiempo. La Joven en la ventana (1927), metáfora del porvenir, se expone junto a su versión en pastel, siendo esta la primera vez que se muestra fuera del Reino Unido. La gran memoria visual de Blanchard le permitía realizar réplicas de algunas de sus pinturas, dado el amor que sentía hacia algunas de sus obras, de las que a menudo le costaba desprenderse.
La figura humana, que cobra el máximo protagonismo en su última etapa, se representa magníficamente en esta exposición, que toma como eje central el lienzo de La boloñesa (1922-1923), recién adquirido por el Museo Nacional del Prado. Esta pescadora, ataviada con el traje festivo característico de la región francesa de la Boulogne, revive el gusto de Blanchard por los motivos de la cultura popular, presentes en sus obras tempranas de las gitanas, y también en La bretona (1910). Si bien este paralelismo incita a establecer un diálogo, no podemos sino concluir cómo su paso por el cubismo ha dejado una indeleble huella en su plástica, tornada escultórica y próxima a Cézanne.
En el declive de su vida, y en un momento social de vuelta al orden tras el desastre de la Primera Guerra Mundial, no sorprende que la pintora busque el reflejo de la infancia como recuerdo de su propia existencia, y recupere los clásicos de la pintura, utilizando géneros de profundas raíces iconográficos como las maternidades y otros esquemas de composición heredados, como el de la clásica natividad incluyendo el niño San Juanito en El cestero (1924-1925). La asimilación de la tradición y su vuelta hacia la obra de los grandes creadores, entre ellos Velázquez, se evidencia en La cocinera (1923). No solo por el tratamiento espacial y el gesto de los personajes, sino también por cómo utiliza la luz para modelar la escena, así como por los colores tierra que conforman ahora su paleta y que rememoran la pintura clásica española.
Para finalizar, las salas del museo acogen los últimos trabajos realizados por la pintora a finales de los años veinte y muy al principio de los treinta, justo antes de morir. Como sus obras, María Blanchard se fue desdibujando, ayudándose cada vez más de la mancha de color para crear la forma. Parece ser que fue escribiendo en pequeñas cuartillas una teoría del color que hoy está perdida, como esas flores que pensó en pintar si seguía con vida.
Ella es la imaginación misma, y si bien algunas cosas se perdieron, lo que nunca perecerá es todo este legado de belleza y pasión por el arte y la vida que nos ha dejado. María Blanchard debió tener, desde tiempo atrás, una reconocida voz propia y ostentar un lugar relevante en la historiografía del arte, si un sistema dominado por una masculinidad excluyente no lo hubiera impedido. Gracias a esta iniciativa del Museo Picasso Málaga y a José Lebreros, su comisario, María Blanchard vive hoy más que nunca por lo que fue, según sus palabras, «la mejor pintora cubista y la más importante artista de la primera mitad del siglo XX».