Hace unas semanas corría por las redes, a modo de chiste, una oportuna confusión ortográfica sobre las siglas de la ANECA. Al parecer, La Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación tuvo que ver cómo sus iniciales se referían erróneamente en un informe cualquiera sustituyendo la C de la «calidad» por la de la «cantidad». «La mejor errata que he visto en años», comentaban los que conocen la institución. Ciertamente, la comedia descubre la lógica de la realidad de manera mucho más eficaz que cualquier otro método, pero a pesar de que los del gremio celebren con jolgorio el error, conviene recordar qué hay detrás de la broma.
Como suele ser habitual, después de la caricatura todo sigue como estaba y los que reían fueron llamados de nuevo a filas: a seguir produciendo artículos, a seguir rellenando hojas y hojas de bibliografía, a demostrar que leyeron tanta información que son merecedores de un puesto en el cielo. Y no debe sorprendernos que todo siga igual, pues la crítica es lo que necesita el sistema para seguir siendo lo que es. La ANECA podría evaluar positivamente incluso un artículo en el que se criticase a las agencias que, como ella, se dedican a «evaluar» —con una razón tan pobre como instrumental— la cantidad soporífera de producciones intelectuales de nuestros estudiosos universitarios (exactamente igual que Inditex puede vender camisetas del Che Guevara). Ahora bien, la ANECA no es un mal aislado, sino un tentáculo más de nuestro sistema de capital; y, como el sistema somos todos, seguimos suplicando su beneplácito aun después de maldecir.
Las raíces ontológicas del asunto se remontan precisamente a la problemática de la cualidad y la cantidad. Ambas nociones, lejos de ser genuinas siglas de la agencia de marras, son fundacionales de la realidad misma de la cual la ANECA solo participa. Alrededor de estas dos palabrejas llevan los filósofos reflexionando siglos. Sobre todo los pensadores modernos, pues el desarrollo de la razón en ese punto de la historia hizo de ambos principios —la cantidad y la cualidad— dos causas ineludibles. Las teorías del mercado que empezaron a interesar a los intelectuales decimonónicos sacaron a la luz algo que ya estaba en los cimientos de nuestra civilización: la cuantificación como estrategia política. El Marx filósofo (no el panfletero de El manifiesto comunista, sino el poshegeliano de El Capital) explicaba cómo la mercancía es siempre lo que está ahí susceptible de cuantificarse, y lo mismo afecta al trabajo como a las lechugas. Ya se inventarán unidades de medida que dejen desprovista la cualidad en favor de la cantidad: gramos o minutos (eso que todos conocemos como alienación).
La minucia de que una agencia como la ANECA funcione ridículamente mediante tablas de puntos que evalúan a los investigadores a base del número de artículos insustanciales que estos escriban, resulta una banalidad al lado de la consolidación de realidad que efectúa de continuo la razón cuantitativa en los regímenes políticos. El argumento que solemos creer —porque nos conviene— es que se cuantifica por mor de la objetividad. Así, un Estado necesita cuantificar a sus ciudadanos para «ser imparcial y proteger a todos» y un sistema de reconocimiento de méritos ha de hacerlo para «ser justo». Entre tanto, en nombre de la igualdad comienza a fraguarse la distinción.
Lo verdaderamente perverso de todo esto es que la propia idea de la cuantificación presupone algo irremediable: que lo que hay puede ser comprado y vendido —como se corrobora con los estudiosos reconocidos por la ANECA—. Todo lo que consta como realidades de nuestro mundo es susceptible de comercio por definición. Que algo sea una ‘unidad’ —siempre ideal, como todas las unidades— presupone la condición de ser comparado con otra unidad y en la comparación está la posibilidad del comercio: la reducción de algo a ‘cosa entre las cosas’. De este modo, con esa ‘objetividad’ —hecha a costa de convertir en objeto— se nos cuela la compra-venta: se nos cuela que ese artículo de investigación no sea expresión de pensamiento, sino, de hecho, un mero ‘artículo’, un 1 al lado de otro 1; por tanto vacío y, consecuentemente intercambiable. Por otra parte, cabe esperar que esto no ocurra solo con los trabajos intelectuales, sino hasta con la vida misma —como ya vio Marx: cuantificada en tiempo (del medible) para poder ser vendida a cambio de un salario—. En efecto, la calculabilidad de algo ratifica su vaciamiento de contenido, como la suma de manzanas y peras necesita obligadamente que las manzanas y las peras queden reducidas a una pura abstracción. Las publicaciones que engrosan los índices de la ANECA pueden versar de la sociología de la China imperial como de la crítica a los sistemas de evaluación: todo igual de absorbible por la calculadora económica.
En realidad, para constatar la tiranía de los papers no hacía falta irse a explicaciones ontológicas. Cualquiera que cae bajo su yugo sabe perfectamente que no está investigando nada que no sea un ladrillito más para la muralla del status quo; pero la contradicción es que debe terminar defendiendo lo que hace, porque la misma miseria de los 1 y los otros 1 cuantificados y exprimidos afecta a los individuos en cuestión: todos escribiendo para rellenar también sus necesidades ‘personales’ —es decir, las de tener que ser uno, yo mismo, entre tantos otros iguales—. Este es el verdadero nudo gordiano. ¡Algo le habría salido mal a ese Estado que cuantifica a sus ciudadanos si estos no se hubieran creído lo que representa su DNI! Nos lo creemos a falta de algo mejor. Nos creemos que de verdad estamos contribuyendo al conocimiento, que de verdad somos importantes en el sistema y que escribir esos artículos es la manera de contribuir a la causa del saber. No compete a esta reflexión introducirse en los oscuros caminos de lo que es o no el saber ni sobre si es posible más allá de una expectativa, pero, creyéndose todos igual de importantes cabe esperar que, al menos tal como está planteado el negocio, se trate de un engaño.
Una vez más se demuestra con el chiste de la ANECA que las cosas del mundo están siempre encajadas entre lo legal y lo mundano, entre lo serio y lo irrisorio. Que la realidad, al fin, es siempre un ir tirando.
No sé si es que aún estoy dormida o qué, pero no he entendido nada de lo que has escrito. Estoy segura de que como yo, el 99 % de los asiduos se encontrarán en el mismo caso. Me vuelvo a la cama,,,
«La ANECA podría evaluar positivamente incluso un artículo en el que se criticase a las agencias que, como ella, se dedican a «evaluar» —con una razón tan pobre como instrumental— la cantidad soporífera de producciones intelectuales de nuestros estudiosos universitarios (exactamente igual que Inditex puede vender camisetas del Che Guevara)»
Yo «tampico» entiendo nada… ;-P
Jolines, será porque me he levantado a las 7.23 de la mañana para pintar la puerta de la terraza con barniz sin tóxicos antes de bajar a la playa, pero el artículo me ha parecido no solo bueno y bien articulado, sino además oportuno. En mi opinión, ha olvidado mencionar cómo esa tarea de ir pariendo artículos sin ton ni son –además de tesis y tesinas sin el menor interés, por lo menos en literatura– también conlleva en algunos casos la picaresca de aprovechar el trabajo intelectual ajeno, citando apenas el ingente aprovechamiento de hallazgos e ideas de colegas sin vínculo con la academia, ergo las universidades.
El sistema todo lo reabsorbe vía cantidades y así seguiremos sabe dios hasta dónde… Más aún si también ocurre con los artículos y los comentarios a los artículos :)