Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 46 «Rupturas»
Adscribir la obra del director y guionista Todd Haynes (Los Ángeles, 1961) al cine queer parece tan reduccionista como hacerlo al cine de mujeres, etiquetas tan absurdas como lo sería hablar de un cine heteronormativo o de hombres, aunque hasta hace poco hayan imperado. En todo caso, el suyo podría considerarse un cine con enfoque de género, que integra plenamente en un estilo narrativo y visual poderosísimo. Él mismo ha declarado que, desde sus primeras películas, la teoría feminista marcó su pensamiento creativo: «Todo lo que me cuestionaba sobre lo que significaba ser un hombre —y lo mucho que mi sexualidad desafiaría perpetuamente esos significados— podía encontrarlo en argumentos feministas. […] Me sentí identificado». La identidad, justamente, es uno de los temas sustanciales en su filmografía, y en particular, sí, la de las mujeres.
Siguiendo al reciente éxito de Barbie, el nombre de Haynes empezó a ocupar los medios a partir de una mesa redonda en la que Greta Gerwig le dijo: «Tú hiciste la película original de Barbie». Aludía a su debut, Superstar: The Karen Carpenter Story (1987), un docudrama en el que recreaba con esas muñecas la lucha de la mítica vocalista y baterista contra la anorexia. Más allá de aquella pieza de culto underground, Haynes es uno de los directores —hombres— que mejor han plasmado el sufrimiento de las mujeres sin fetichizarlo. «Creo que, en parte, me atraen los personajes femeninos porque no tienen una relación tan fácil ni tan obvia con el poder», decía en una conversación con Kate Winslet, una de las grandes actrices que han impulsado de manera fundamental su carrera, también como emprendedoras de los proyectos y productoras ejecutivas.
Cómplices creativas que han encarnado a sus mujeres insólitamente rupturistas, sobre todo en una tríada de obras ambientadas en la primera mitad del siglo XX, pero también en su última película, situada en el presente. Mujeres que hacen pedazos las convenciones sociales y la empecinada moralidad que las rige, que empiezan su rebelión por lo doméstico. Si en otros tiempos se llamaba «rompehogares» (homewreckers) a las que tenían una aventura con un hombre casado —poniendo el peso de la culpa sobre ellas—, las mujeres en el cine de Todd Haynes personifican la fractura en su propio hogar, en sus vidas de apariencia perfecta, en lo que se espera de ellas. Son mujeres que rompen y que, en el proceso, se rompen.
Cathy
El de Haynes es cine de género en el otro sentido del término también. Muchas de sus películas se encuadran en el melodrama, tradicionalmente asociado a una supuesta sensibilidad femenina, y despreciado por ello. En sus manos, este género se convierte en una cuestión política, como lo era el amor en cierta época, cuando las relaciones eran absolutamente intervenidas por el marco social. Lejos del cielo (2002) supone su propuesta más clara en esa línea: ambientada en los años cincuenta y concebida como una revisión expresa del cine de Douglas Sirk, cuenta la historia de una esposa ejemplar que descubre a su marido, exitoso hombre de negocios, liándose con otro. Aunque intentan que el esposo enfermo se someta a tratamiento, el instinto persiste: «Supongo entonces que querrás el divorcio», le dice Cathy Whitaker (Julianne Moore), antes de que él se acabe marchando de casa y busque refugio en su amante varón. Más tarde, ella también representará una desviación de lo normal, una resistencia, en un atisbo de romance con su jardinero negro que la revela como alguien que cree en los derechos de las minorías tanto como en el arte abstracto de Miró. En realidad, es más una posición estética que ética, ideas con las que no irá muy lejos, porque otra cosa no se le permite como mujer de su tiempo y de su casa. En consecuencia, por su osadía, el juicio moral caerá con toda su violencia sobre Cathy.
En la película de Sirk a la que más claramente alude, la modernísima a su manera Solo el cielo lo sabe (1955), su protagonista es viuda, por lo que no necesita romper públicamente la barrera del matrimonio; aunque sí otros tabúes, como los de que una mujer de luto encuentre pareja en un hombre mucho más joven y de clase social más baja. Pese al obvio referente, subrayado por la suntuosidad sirkiana de la fotografía de Ed Lachman y la música de Elmer Bernstein, cabe dejar claro que las obras de Haynes no son homenajes nostálgicos al melodrama clásico ni una colección de estampas preciosistas sumadas al carro de lo retrocuqui. El cineasta norteamericano se apropia de aquel material y subvierte con sutileza el relato tradicional, las formas populares de las que él mismo se considera fan, los espacios privados o secretos que en el cine de entonces no podían aflorar.
Mildred (y Veda)
Puestos a hablar de rupturas, la mirada al pasado de Todd Haynes supone un despiece de los temas, los argumentos y los personajes más iconoclasta de lo que pueda pensarse, tanto en lo ideológico como en su puesta en escena. Estrenada en la Mostra de Venecia, cuando aún no eran tan comunes las series de autor, Mildred Pierce (2011) es la adaptación de la novela homónima de James M. Cain, de 1941, que abarca la década anterior, la de la Gran Depresión. «No vas a dejarme tú. Soy yo quien te va a dejar», anuncia a su marido la protagonista en los primeros compases de esta miniserie a la que da título. Desde esa escena inicial y pese al agravio de la infidelidad, Mildred (Kate Winslet) exhibe su carácter, su modernidad, su autonomía; también su orgullo, un rasgo que heredará, al máximo grado de exacerbación, su hija Veda (Evan Rachel Wood).
La de su matrimonio, más triste que liberadora, será la primera de una serie de rupturas que afronta Mildred. Cuando al fin se da rienda suelta, su escapada amorosa es castigada por el destino con la muerte de su otra hija, la pequeña. Más tarde romperá esa relación tórrida y tóxica, pero la ruptura más dolorosa será con Veda, ya mayor de edad, a la que (también) echa de casa. Por darle aquello que quizá no se supo dar a sí misma, aspiraciones y bienestar material, romperá con su austeridad bajo los gustos caros de su reconquistado amante/mantenido/gigoló. La bancarrota es otro tipo de ruptura. Mildred, que manipula tanto como es manipulada, va perdiendo a todos a su alrededor, y aunque parece que ella tome la decisión de cortar lazos, son los demás quienes no la soportan. Antes de traicionarla del todo y despedazarla, su viperina hija —una fille fatale, se diría— le recuerda lo sola que está.
El libro de Caín ya había sido adaptado por Michael Curtiz en Alma en suplicio (1945), que añadía un asesinato y prescindía de lo que a Haynes más le interesó de aquel turbio drama psicológico que era la novela original: los tabúes y la hipocresía moral propios de la época, las dinámicas de poder en la pareja heterosexual, el retrato de unos personajes femeninos poliédricos y complicados en un mundo que no estaba preparado para asistir a sus pulsiones desatadas.
Carol y Therese
Todd Haynes volvería a los años cincuenta —y a lo queer— en su obra reciente más aclamada, que vuelve a llamarse como su protagonista, Carol (2015). O coprotagonista, según veremos. Carol Aird (Cate Blanchett) es una mujer madura, exquisita y segura de sí misma cuyos ojos se cruzan con los de Therese Belivet (Rooney Mara), joven dependienta en unos grandes almacenes, justo cuando esta última la está mirando. Carol es lesbiana, aunque esa palabra no se usara en la época, y está en proceso de divorciarse de su marido. Therese es una apasionada de la fotografía, aunque no sabe si tiene talento, y duda sobre si comprometerse con su novio. A priori, la ruptura de Carol impulsa el relato, y el castigo que recibe su audacia en este caso es la «cláusula de moralidad» que su marido esgrime para arrebatarle el derecho a la custodia compartida. Para conservar su instinto maternal, se ve obligada a ahogar su instinto sexual; pero, como en Lejos del cielo, la forzada terapia para corregir su orientación fracasará. Decide romper con todo, huir, porque no le queda nada de eso que llaman hogar en un momento como la Navidad, tan dado a encender la chimenea. Es otro fuego el que está avivando: Therese acepta su invitación a acompañarla en su escapada y pone los cimientos de su propia ruptura.
Basada en una novela de 1952 que Patricia Highsmith publicó con seudónimo porque ninguna editorial aceptaba tan controvertido asunto, Carol vuelve a presentar en el cine de Haynes a dos personajes que se enamoran pese a sus diferencias de clase y de edad, y que se enfrentan a lo socialmente aceptable. El guion de la dramaturga Phyllis Nagy, quien fue amiga de la célebre autora de suspense, sabe además adaptar el texto original e incide en cómo el personaje de Therese se va reafirmando a medida que avanza en su proceso de hechizo y madurez. Este culmina en el conato de ruptura que sufre, inesperada y por carta: «Créeme, haría lo que fuera por verte feliz. Por eso, hago lo único que está en mi mano. Te libero», le escribe Carol. Pero antes de eso, Therese ya ha roto con su propia forma de mirar, revelada en su vocación de fotógrafa que desplaza su objeto de interés hacia las personas, aunque eso suponga franquear la intimidad. De algún modo, vemos a Carol a través de sus ojos.
Hablábamos de amor en tanto que material político inflamable en el cine de Haynes, pero en esta película, como en toda su obra, tenemos que hablar también de deseo. El deseo que puede entrañar fascinación, seducción, como en Carol, y también su reverso.
Gracie y Elizabeth
Secretos de un escándalo (2023), la última película de Todd Haynes, vuelve a situar a dos mujeres cara a cara, pero con otras emociones en juego. Por un lado, tenemos a Gracie Atherton-Yoo (Julianne Moore, de nuevo), una mujer de mediana edad que a sus treinta y seis años se quedó embarazada de un chico de trece, Joe, con el que se acabaría casando aun habiendo pasado por prisión. Por otro lado, tenemos a Elizabeth Berry (Natalie Portman), la famosa actriz que interpretará a Gracie en una película sobre su truculenta historia, que en su día fue pasto de los medios amarillistas. Elizabeth y Joe tienen ahora la edad de Gracie cuando saltó el escándalo. En el momento en que la estrella televisiva aterriza en la vida del matrimonio para preparar su personaje, con su aura de profesionalidad y respeto, todo son sonrisas y gestos de transparencia; pero, a medida que su indagación en la intimidad deviene intimidación, obsesión enfermiza, la estabilidad familiar comienza a derrumbarse: los habituales ataques de ansiedad de Gracie empeoran porque jamás ha asumido sus actos, mientras Joe fantasea con la infidelidad porque no ha vivido nada parecido a la juventud. Elizabeth se aprovecha y lo seduce, más como una forma de meterse en el papel que otra cosa, plantando la semilla de una posible ruptura futura.
Los añicos de lo doméstico también comparecen, como vemos, en Secretos de un escándalo. Las casas, espacios de lo privado y lo secreto, tienen siempre una presencia significativa en las películas de Haynes. Escenarios de lo reprimido y lo expresado en voz baja, o de lo que se grita a alguien con quien se ha convivido demasiado tiempo. Estancias donde las frustraciones diarias se asumen como parte de una rutina que no se cuestiona; más vale no cuestionarla. Esa prisión de lo cotidiano históricamente reservada a las mujeres, que las ha enfermado, las ha hecho vulnerables y también las ha hecho urdir un plan de fuga, ingeniárselas para romper los muros. Sobre esta cuestión en su obra más reciente, ambientada en una vistosa zona residencial, dice Haynes: «Es simplemente un entorno más concentrado que hemos convertido en un símbolo de la represión. Por un lado, el deseo se despierta en lugares donde las cosas no parecen libres. Pero no hay que perder de vista las restricciones. Todo está ahí».
Todo está dentro de esa jaula, y todo acaba saliendo a la luz en este filme metafílmico, inquietante y ácido que, inspirado libremente en una historia real, le ha valido a la guionista debutante Samy Burch una nominación (al menos a fecha de entrega de este artículo) a los Óscar de 2024. Por cierto, el enigmático título original, May December, alude a una forma metafórica de referirse en inglés a los amantes con gran diferencia de edad: mayo representa la juventud de la primavera y diciembre, el invierno de la vejez. Una vez más, el tabú social y las relaciones moralmente sancionadas son medulares en la película de Haynes; junto con una nueva reflexión sobre la identidad, evidente en el fingimiento que comparten ambas protagonistas —la real y la actriz—, la máscara que portan y que, a duras penas, esconde sus respectivas ansias. Conforme ese postizo se les va cayendo, la tensión entre ambas mujeres amenaza con romper la pantalla.
Versiones de una mujer
La última película de Todd Haynes hasta la fecha no hace sino constatar lo que veíamos en obras anteriores: su interés por los personajes femeninos complejos, en tres dimensiones. Con ellas puede venir todo el pack, como demuestran los rasgos amorales, controladores, depresivos, pasivo-agresivos, taimados o traumados, entre otros, de las duelistas de Secretos de un escándalo. A simple vista, podríamos creer que su filmografía ha virado desde aquellas resplandecientes, atrevidas y asfixiadas amas de casa, que trataban de insubordinarse, hasta estas mujeres «feroces y cobardes», como las ha adjetivado el propio cineasta angelino. Pero también Cathy, Mildred o Carol tenían algo de esto; como Gracie y Elizabeth también son audaces, a su modo, y a veces se quedan sin aire. Quizá a estas alturas, cuando nos ha quedado claro que las mujeres no son solo apocadas o pacatas, que pueden tener su lado oscuro y frívolo —o jugoso y divertido, según se vea— sin ser malévolas en puridad, también quepan en el cine las mujeres poco ejemplares.
A fin de cuentas, ya lo hemos visto, uno de los asuntos omnipresentes en las películas de Haynes (también en las que no mencionamos aquí) es el de la Sacrosanta Moral. Por eso resulta tan crucial y tan potente su retrato de mujeres deseadoras en un amplio espectro, incluidas las mujeres que desean mal, que, como señala Clara Serra, es uno de los peores fantasmas de la sociedad patriarcal: «Los hombres pueden tener deseos oscuros, los nuestros han de ser siempre luminosos», escribe la filósofa madrileña. Las mujeres representadas por Haynes pueden pensar y obrar de modo siniestro, pueden llegar a ser destructoras, sobre todo cuanto más cerca estén de quebrarse. No son víctimas ni mártires, son mujeres que se equivocan.
La clave acaso nos la termine dando uno de sus próximos proyectos, la miniserie Trust, basada en la novela con la que Hernán Díaz ganó el Pulitzer en 2023 (Fortuna, en su traducción española). Su protagonista será —de nuevo— Kate Winslet, quien, según el autor argentino, quiso adaptar su libro por «el retrato casi cubista de un mismo personaje»; una misma mujer (llamada, por cierto, Mildred), cuyas distintas versiones va a encarnar la actriz británica de cuarenta y ocho años. Quizá sea ese el único secreto de la mirada feminista de Haynes: mostrar que hay tantas versiones de una mujer como se quieran mostrar, tantas identidades como estemos dispuestos a ver.
Notas
(1) Todd Haynes, Far from Heaven, Safe, and Superstar: The Karen Carpenter Story. Three Screenplays (Grove Press, 2003).
(2) The Hollywood Reporter, «Final Cut Is a State of Mind», por Rebecca Keegan, 15 de diciembre de 2023.
(3) Interview Magazine, «Todd Haynes», por Kate Winslet, 22 de febrero de 2011.
(4) Netflix Queue, «The Season of Todd Haynes», por Alex Frank, 13 de diciembre de 2023.
(5) Vogue, «Director Todd Haynes on the ‘Fierce, Craven Women’ at the Heart of May December», por Elaina Patton, 16 de noviembre de 2023.
(6)Clara Serra, El sentido de consentir (Anagrama, 2024).
(7) Clarín (Revista Ñ), «Hernán Díaz: una novela sobre la enigmática fabricación de dinero», por Matilde Sánchez, 15 de abril de 2023.