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José Juan Tablada, inventor del haiku

'Li-Po', poema del libro Li-Po y otros poemas (1920) de José Juan Tablada. (DP) haiku
‘Li-Po’, poema del libro Li-Po y otros poemas (1920) de José Juan Tablada. (DP)

En puridad, el haiku, ese breve poema, ya existía en Japón, y había tenido imitaciones de diversa índole y alcance en Francia y en la literatura anglosajona acaudillada entonces por Ezra Pound y su cohorte de imaginistas. Pero el inventor del haiku en lengua española fue el mexicano José Juan Tablada (1871-1945), que lo adaptó y difundió, teniendo enseguida discípulos en su propio país y en el resto del mundo hispánico.

Los manuales y estudios mencionan como aldabonazo la publicación en 1919 de Un día… Poemas sintéticos, donde Tablada dio carta de naturaleza al haiku entre nosotros. Pero hay una prehistoria que requiere ser contada porque adelanta en bastantes años a esa fecha de partida. Y es que el mexicano, visitante del Japón en 1900-1901 gracias al mecenazgo de Jesús E. Luján (aunque se ha puesto en duda que realmente estuviera allí), y lector entusiasta de Lafcadio Hearn, ya había compuesto haikus cuando residía en su casa de Coyoacán (que se podría rebautizar al efecto como Ko Yoa Kan, con un rasgo humorístico que seguramente a él, fino ironista, no hubiera disgustado). 

Fruto de aquel primer contacto, compuso el poema «Japón» (incluido en su libro Florilegio, de 1899 y nueva edición de 1904), encendido canto de amor a aquella tierra que comienza con estos rimados decasílabos plenamente modernistas:

¡Áureo espejismo, sueño de opio,
fuente de todos mis ideales!
¡Jardín que un raro kaleidoscopio
borda en mi mente con sus cristales!

Tus teogonías me han exaltado
y amo ferviente tus glorias todas;
¡yo soy el siervo de tu Mikado!
¡Yo soy el bonzo de tus pagodas!

Pero este inicial Tablada, si bien aspira el aroma oriental, aún no ha llegado a su meollo lírico, tan ajeno a la prolijidad y lo solemne. Como vio Enrique Díez-Canedo: «La elaboración de motivos japoneses, en el libro citado, es del todo occidental. Hasta sus traducciones y paráfrasis de poetas antiguos del Japón tiene ese carácter». Y cita esta de Saigio

Entre la humedad sombría
de las rocas, alejado,
y huyendo la luz del día,
mis amores he contado
a la noche negra y fría…

«La forma, sobre todo» continúa Díaz-Canedo, «acentúa el sentimiento romántico. Diríase oír un fragmento de Espronceda, tomando quizá no muy lejos de las «Hojas del árbol caídas…». Sin embargo, reconoció cómo pronto esto cambió y Tablada abandonó esa retórica decimonónica y fue a lo sintético, lo esencial».

Interrogado en cierta ocasión en una encuesta extendida a otros creadores acerca de dónde habría querido nacer, Tablada respondió: «En el Japón, antes de la era actual, cuando una vida fuerte, armoniosa y llena de espiritualismo produjo la epopeya caballerosa del Bushido y el arte maravilloso de los Pano de Kiyonaga y de Hiroshigué, donde la bravura de un samurái oscuro, Taiko Sama Hideyoshi, llegó á las excelsitudes imperiales, donde el renunciamiento budista engendró el numen admirable de Kobo Daishi. En el Japón, país de los caracteres austeros y de las voluntades indomables; en la patria más llena de bellezas y más ardientemente amada por sus hijos».

Profesor de arte oriental y autor de un libro sobre el pintor Hiroshige (Hiroshigué: el pintor de la nieve y de la lluvia, de la noche y de la luna, 1914, donde ya tradujo un haiku de Basho), Tablada tuvo que abandonar su país, seguidor del presidente Victoriano Huerta, durante la Revolución mexicana, aquel mismo año. Fue entonces cuando su casa coyoacanense fue saqueada por seguidores de Zapata y fueron destruidos aquellos primeros tanteos con el haiku. Antes de esa destrucción hay un testimonio como el de Federico Gamboa, que describe esa casa con su jardín en el que convivían plantas japonesas con otras autóctonas de México, y había en él un «puente diminuto a la japonesa». Pasó Gamboa al gabinete de trabajo de Tablada, que tenía algo de pagoda o templo, y según otros testimonios albergaba biombos, estampas y porcelanas y lacas. Por si fuera poco, «llamó luego a su sirviente ¡japonés auténtico e innegable!, quien deletreó de corrido un alarde de niponismo consumado por José Juan: escribir en aquel enrevesado idioma mi nombre y mi apellido y mi alias de juventud».

El pabellón japonés que Tablada levantó en su jardín apareció fotografiado en 1913 en Revista de Revistas. Hay que pasar bajo un portal o torii típico del sintoísmo y unos escalones para llegar a él y su tejado inclinado, curvo como el de las genuinas construcciones japonesas. El pie de foto decía: «En nuestro grabado aparece el poeta en el pabellón japonés de su morada de Coyoacán, tomando té a la moda del imperio del sol naciente, y en la parte baja del mismo grabado se le puede ver practicando un rito «shintoísta» de aquellas lejanas regiones. En el ángulo superior derecho se ve un rincón del jardín, que deja aparecer parte de la fuente colonial de azulejos. La casa de Tablada es un verdadero museo, en el que ha desplegado su indiscutible gusto artístico el notable escritor».

Coincide Gamboa con Ramón López Velarde, que también visitó la casa de la calle Héroes del 47, en el barrio de san Diego Churubusco, y cuenta cosas parecidas. Fue en 1914, poco antes de la destrucción de la casa: «Nos leyó, entre el humo de sus pebeteros orientales, el prólogo y un capítulo de Hiroshigué. Nos recitó en su jardín, en presencia de los sapos y las otras bestias predilectas, los poemas en los que los alaba. Nos hizo sentarnos en el umbral de su pagoda». Y un poco más adelante, tras narrar cómo les leyó cartas de Lugones, cuneta cómo el encanto se deshizo (pero añadiendo otro agridulce encanto): «Con una nube: un criado japonés avisó en japonés la muerte de unos pájaros japoneses, por brusquedad del clima del Valle. Aquel dolor antípoda no dejó de ensombrecernos».

Leopoldo Lugones, el autor de Lunario sentimental, le dedicó un poema en el que escribía:

Hay hadas amables, hay

más de un demonio en acecho, 

y un poema de Hokusay

que yo quisiera haber hecho.

El mismo Tablada describió su casa de Coyoacán en 1912, cuando publicó un texto emparentado con su novela de asunto marítimo muchas veces anunciada y jamás publicada, La nao de China. Lo que tenía escrito de La nao despareció cuando su casa saqueada. Fue este solo uno de los muchos libros proyectados por Tablada que no llegaron a ver la luz, en parte por causas económicas, en parte, también, porque el periodismo al que se dedicaba (también practicó otros oficios, como el de librero) le mermó tiempo y energías.

Luego aquella retórica decimonónica desaparece, afortunadamente. Carlos Pellicer lo visitó en Colombia y ya tenía Tablada entonces terminado su libro Un día, que le leyó íntegro (la brevedad de los haikus ayudó). Evoca su compatriota que le causaron una excelente impresión aquellos poemas perfectos, que le inspirarían su breve colección Exágonos, dedicada a Tablada. «A mi pecadora retórica de entonces dio el poeta dos o tres golpes y la puso knock-out». 

De su estancia colombiana es también esta anécdota que cuenta Luis G. Sepúlveda, acaecida poco antes de que Tablada dejara Colombia por Venezuela: «Un día el poeta bogotano Eduardo Castillo le dijo a Tablada que la perfección en la poesía era un soneto sin ripios. Pronto el autor de Li-Po, aplicando sus fórmulas japonesas, escribió el siguiente «A un lémur (soneto sin ripios)»:

GO
ZA
BA
YO

A
BO
GO
TA

TE
MI
RE

Y
ME
FUI

Su poligrafía fue notable. En 1919 hizo triplete e igualmente publicó en Caracas Li-Po y otros poemas, donde es palmaria la influencia oriental y el culto al ideograma, ente Apollinaire y los ejercicios de caligrafía de un monje zen. También vio la luz este año En el país del sol, recopilación de artículos y crónicas aparecidos previamente en Revista Moderna, Revista Azul, El Mundo Ilustrado y Revista de Revistas entre 1894 y 1912. No se ha podido establecer la procedencia de uno de ellos y falta en esta selección una veintena de artículos de asunto japonés que por los motivos que fueran Tablada decidió no recoger, según su estudioso Rodolfo Mata.

Hay aquí tipismos, descripción de primera mano, paisajes urbanos. Y apuntes que desde una fuente nipona u otra inspirada por esta le hacen penetrar en el alma del haiku y de la concisión intuitiva de este: «Qué japonista, qué exacto es el símil de los De Goncourt: «las tortugas son serpientes cogidas entre dos platos de bronce»». En otro momento penetra en la honda sensibilidad japonesa: «El campesino es un vendedor de grillos y cigarras que aprisiona en pequeñísimas jaulitas de bambú. Los japoneses, de imaginación poética y poderosa, aman tener en su cabecera, en las noches, cuando el sofocante calor abruma, una de estas jaulitas de donde se escapa el cristalino estribillo evocando visiones de selvas húmedas y sombrosas, despertando ideas de frescas brisas y de arroyos murmuradores…». Y remata de nuevo con una comparación cimentada en la literatura occidental, más concretamente francesa: «Y el japonés más inculto dice y siente que el canto del grillo es fresco, con el mismo aplomo con que Rimbaud mostraba el color de las vocales al escándalo burgués… Y es que el nipón, artista ingénito, percibe naturalmente, ayudado por sus acuidad sensitiva, lo que el esteta occidental no distingue sino con esfuerzo…».

Pero, aunque se fije con delectación en las mudanzas de las estaciones, que es columna vertebral del haiku con palabras que aluden a cada una de ellas, apenas habla de la poesía japonesa en estos artículos, en estos escritos anteriores, por la sencilla razón de que fue más tarde cuando penetró en los secretos de ella y, más concretamente, del haiku. Cuando cita a un poeta se refiere a uno muy anterior a los haikus, a Osei, del siglo IX: «Es una de esas mañanas en que, según Sosei, el poeta monje, no saben los ruiseñores si lo que cantan son los primeros copos de la nieve o las últimas flores deshojadas».

No todo lo que escribió fueron haikus (a su manera); también hizo otros tipos de poesía paralela a la vanguardia nerviosa, apresurada, tensa como un cable de teléfono, que recorrió con notabilísimos frutos Latinoamérica (incluido el Brasil), pero es por el haiku por lo que más lo recordamos si bien ciertos rasgos de este se aprecian en otra formas que cultivó. En su «Retablo a la memoria de Ramón López Velarde» hay muestras de ese imaginismo como de haiku expandido hasta completar una estrofa occidental:

La fuente: compotera de azulejos
del silencioso patio de las monjas,
que los limones guarda y las toronjas
en dorada conserva de reflejos…

Y en muchos otros poemas, aquejados del modernismo más trasnochado que en México lastró la poesía (véase Amado Nervo) hasta la llegada de la generación de los Contemporáneos (comparable en muchos aspectos al 27 español), aparece un vislumbre, un chispazo de ese imaginismo que podría haberse asentado alternativaente en la forma de un haiku. Por ejemplo, cuando en «Agua fuerte» se dirige a una pecadora arrebujada en un mantón negro, Tablada concluye el poema de este modo tan visual:

Cuando al toque de oración
flotando en negro mantón
en la penumbra apareces
y tus miradas destellas

un murciélago pareces
clavado con dos estrellas.

En 1922, aquel anus mirabilis de la literatura mundial,  vio la luz su segundo libro de haikus, El jarro de flores, subtitulado Divagaciones líricas. En el prólogo escribió: «el haikai, de floral desnudez, no necesita búcaros. Por esencia es justo vehículo del pensamiento moderno: tema lírico puro, adámico como la sorpresa y sabio como la ironía».

Los haikus tabladianos tienen rima, como venidos de un venero popular y, también, se presentan como evolución en la forma mínima del modernismo cosmopolita en momentos en los que Ramón López Velarde hacía en México esa rimada poesía de vocación provinciana. Y la métrica se escurre del modelo clásico de 5, 7 y 5 versos. Se aproxima a veces a los volatines poéticos y conceptuales de Ramón Gómez de la Serna, cuyo libro Greguerías (con posteriores y cuantiosas adiciones) es de 1917. Además, a diferencia de lo que ocurre en la tradición nipona, Tablada puso como un mascarón de proa título a cada una de sus pequeñas barquichuelas líricas. Por ejemplo:

El insecto

Breve insecto, vas de camino

plegadas las alas a cuestas,

como alforja de peregrino….

O:

La palma

En la siesta cálida

ya ni sus abanicos

mueve la palma…

Este siguiente poema, «Nocturno alterno», sin ser haiku, no debería faltar por su perfección en ningún recuento de la obra de Tablada. Nótese cómo en la primera estrofa se barajan dos escrituras distintas, una en letra redonda y otra en negrita (también la tipografía marcaba la diferencia), operando en cada cual un juego de rimas antes de que, tesis y antítesis, lleguemos a la hegeliana síntesis presidida por ese elemento, la luna, tan habitual por otra parte en los haikus:

Neoyorquina noche dorada

fríos muros de cal moruna

Rector’s champaña fox-trot

Casa mudas y fuertes rejas

Y volviendo la mirada

Sobre las silenciosas tejas

El alma petrificada

Los gatos blancos de la luna

Como la mujer de Loth

    Y sin embargo 

                         es una 

                                  misma 

                                           en New York 

                                                     y en Bogotá

                                                             LA LUNA..!

Y es que en Nueva York (cuya luna también llamó la atención a Juan Ramón Jiménez en Diario de un poeta recién casado, de 1917), residió en varias ocasiones y durante muchos años (y allí murió, cuatro días antes de que las bombas atómicas arrasaran, como señaló José Emilio Pacheco, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki). Hacia 1924 tenía el proyecto de publicar sobre Nueva York el libro La Babilonia de hierro, con ilustraciones de Diego Rivera, José Clemente Orozco, Adolfo Best Maugard y Miguel Covarrubias. Sobre los dos primeros había publicado breves monografías en inglés, la segunda de las cuales se subtitulada The Mexican Goya. Pero si hay que recordar a Tablada en su conexión neoyorquina, siempre será a través de este dístico melancólico:

Muchachas que pasáis por la Quinta Avenida,

tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida.

A su regreso de Nueva York, en una temporada en la que volvió a residir en México, J. M. González de Mendoza lo visitó en el pequeño piso que ocupaba frente a Chapultepec: «La niponifilia de Tablada es sincera; ama al lejano país de ensueño, y el culto por él conserva se muestra aun en menudos detalles; mientras charlamos, en una porcelana —un polícromo dragón amenazante— arde el sándalo japonés aromando el aire, o en un bronce nimiamente repujado se consume una delgada varilla de incienso que exhala en una ondulante espiral un vago perfume turbador y exótico». 

Una antología general de su obra es De Coyoacán a la Quinta Avenida (Fondo de Cultura Económica, 2000). Otra antología es Los ojos de la máscara (Renacimiento, 2015), en edición del llorado Eduardo Chirinos. Como botones de muestra de sus haikus, vayan estos tan hermosos:

El bambú

Cohete de larga vara,
el bambú apenas sube se doblega
en lluvia de menudas esmeraldas.

Las hormigas

Breve cortejo nupcial,
las hormigas arrastran
pétalos de azahar.

Hojas secas

El jardín está lleno de hojas secas.

Nunca vi tantas hojas en sus árboles

verdes, en primavera.

(Un día…)

Identidad

Lágrimas que vertía
la prostituta negra.
Blancas… Como las mías

Kindergarten

En su jaula un pájaro cantó:
—¿Por qué los niños están libres
y nosotros no?…

Peces voladores

Al golpe del oro solar
Estalla en astillas el vidrio del mar.

(El jarro de flores)

«Maravilloso artífice de la poesía nueva», lo llamó Justo Sierra. Genaro Estrada señaló «sus capacidades de renovación y su sed de novedad». También Rubén Darío tuvo palabras de elogio («páginas muy brillantes y finas»). En «Estela de José Juan Tablada», texto escrito en agosto de 1945 al morir el poeta» y luego recogido en Las peras del olmo (1957), Octavio Paz escribió: «La poesía de Tablada no ha envejecido. No es una noticia sino un hecho del espíritu. Y al leerla nos parece que el poeta no ha muerto; ni siquiera que la escribió hace ya muchos años. Viva, irónica, concentrada como una hierba de olor, resiste todavía a los años y a los gustos cambiantes de la hora». En esas mismas páginas, Paz afina aún más: «En 1919, en Caracas, desterrado, cuando casi todos los poetas de habla española seguían pensando en la poesía como un ejercicio de amplificación, publica un pequeño libro: Un día, poemas sintéticos». También señaló Paz que como un don Juan de la poesía, Tablada buscaba constantes aventuras sin atarse a ninguna poética concreta, solo fiel a la propia poesía. Muy varia la que cultivó, pues no fue latifundista de un solo estilo, Tablada es poeta de múltiples pequeños jardines, sucesivos en el tiempo o simultáneos. Más allá de la forma, siempre, desde que lo conoció, lo acompañó el fondo del haiku, y lo compartió con sus lectores. Fue una semilla que agarró. Que sigue dando suculentos frutos.

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Un comentario

  1. Gracias por el artículo, y por esos poemas tan breves y tan intensos. Es muy interesante la reseña, pero confieso que se me iban los ojos buscando el siguiente poema. Este poeta es bueno de verdad.

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