Si digo cannabis, es probable que pienses en señores de risa fácil, Bob Marley, películas de James Franco y Seth Rogen, los ojos rojos y entrecerrados de aquel compañero de instituto de la última fila o Miley Cyrus en TikTok. Cualquiera de esas imágenes vendrá antes a tu mente que la crema antiinflamatoria que usa tu suegra para la espalda o la receta de un médico deportivo. Al menos, eso es lo que me sucedió cuando me pidieron que escribiera este artículo. A fin de cuentas, mi relación con esa hoja verde tan característica sobre estampados verde-amarillo-rojo y frases como one love es larga, aunque siempre desde la distancia del observador no consumidor.
Mis amigos se han hartado de fumarla a diario o comerla en suculentos brownies en las fiestas de nuestros años mozos, algunos familiares la han consumido con total naturalidad durante las noches de verano de mi infancia en distintos campings y, mucho tiempo después, he ido sabiendo del otro lado de la marihuana con las atroces crónicas sobre sus estragos que mi pareja, psicóloga clínica en un centro de adicciones, me explica cada día al volver a casa.
En lo que a su uso en el deporte respecta, la cosa no iba mucho más allá. El único día en que presencié cómo se unían los caminos de la marihuana con los de la práctica deportiva fue una mañana de domingo en que mi colega Nano, un auténtico puñal por la banda de nuestro equipo de fútbol 7, vino a jugar el partido de empalme y fumado hasta las trancas. Dejando a un lado nuestras risas desde el banquillo viendo cómo se quedaba plantado mirando al cielo mientras la actividad del resto de jugadores transcurría con toda naturalidad, nunca se me hubiera ocurrido pensar que esa planta, o al menos parte de ella, iba a afianzar su presencia en el deporte profesional sin tener que esconderse en guanteras u orificios corporales.
Confieso que mi prejuicio aún se mantuvo durante mis primeras búsquedas sobre el uso de cannabis en el deporte. No ayudaba que los primeros resultados estuvieran siempre compuestos por una colorida amalgama de defensa a ultranza del uso del CBD en páginas sobre el mundo del cannabis o publicidad de marcas fundadas por deportistas conocidos por consumir esa sustancia. Aunque tengan razón sobre lo que te van a contar (y la tiene, en su mayor parte), viene a ser como esa carnicería que te anima a comer carne roja cada día por sus beneficios para la salud, o como cuando el presidente de la CEOE dice que subir el salario mínimo no es bueno para la economía. Desconfías.
Superadas las primeras reticencias y comprobados distintos artículos científicos, todo parecía estar en orden. El CBD (cannabidiol) es, efectivamente, uno de los muchos cannabinoides extraídos de esas plantas, pero a diferencia del THC (tetrahidrocannabinol), no posee efectos psicoactivos. No coloca porque no afecta al cerebro, pero sigue causando otro de los principales efectos por el que conocemos a la marihuana: es relajante, reduce la ansiedad y el insomnio e incluso posee propiedades analgésicas, sin olvidar que, entre sus muchas otras propiedades, también se emplea en anticoagulantes o antiinflamatorios.
De ahí que las tiendas de CDB y CBD online hayan crecido como setas heredando el pago del alquiler de los negocios de vapeadores y cigarrillos electrónicos, o que la Agencia Mundial de Antidopaje excluyera este componente de su lista de sustancias prohibidas hace ya más de cinco años. Aquello en concreto fue un hito para deportistas de todas las disciplinas que venían rogando por su legalización desde años atrás. Por fin podían consumir cannabis medicinal y así lo hicieron y hacen para tratar lesiones en las articulaciones, reducir los dolores crónicos o simplemente relajarse en las jornadas previas a la competición. Aunque también hubo quien se hizo un lío entre lo que es un componente del cannabis y lo que viene siendo la planta al completo.
Sucesos como el encarcelamiento durante diez meses en Rusia de la jugadora de baloncesto Brittney Griner por posesión de unos cartuchos de cannabis para uso personal deberían recordarnos que el CBD solo es legal cuando se extrae de la marihuana y no cuando se fuma (o ingiere, o lo que se quiera hacer con él) con el resto de la planta, y que las leyes de un país no tienen por qué ser las mismas que las de otro. Griner no mentía al afirmar que el cannabis le servía para evitar los efectos secundarios de los analgésicos en el tratamiento de sus lesiones, pero debió olvidar mencionar en su testimonio lo que la parte psicoactiva de María puede acabar causando en nuestro cerebro.
Porque, con todos mis respetos por mis amigos fumetas, no podemos obviar el daño que este tipo de droga puede acabar causando en nuestros cuerpos tras un uso continuado. Y ya no hablamos del propio momento del cuelgue y esa aparente apertura de mente, ideas, imaginación y lo que quiera uno sumar al paquete de viaje. A corto plazo, nuestro cerebro se puede ver alucinando, sumido en la paranoia, sufriendo pérdidas de memoria y razonamiento (de ahí lo de la aparente apertura de mente), mientras que a largo plazo puede cronificarse en problemas de concentración, de las propias capacidades mentales (la destrucción de neuronas es patente), amén de la agresividad, la falta de autocontrol o, resumiendo, un pifostio cerebral que no encaja con los hábitos y necesidades de alguien que practique un deporte de manera profesional, se encuentre o no en la élite. Algo que, como venimos diciendo, el CBD parece haber logrado evitar.
Eso sí, tampoco hay que emocionarse (con la dosis, y en general). Porque el uso de CBD ha sido investigado como parte del tratamiento en enfermedades como la fibromialgia o la esclerosis múltiple, pero sigue faltando mucha literatura sobre el uso de este componente en la práctica deportiva. Leas donde leas, la conclusión es sencilla: que el camino es prometedor, pero hay que andarlo; que el uso de cannabis (en general), el THC y el CBD se está extendiendo entre deportistas, pero falta una buena base empírica que respalde esos efectos prometidos más allá de la crónica personal de cada uno; y que nunca hay que perder de vista los efectos que pueden causar a largo plazo y que, por esa misma razón, son tan fácilmente olvidables. Nada como recurrir a esta solución sólo si un profesional así la recomienda. Un profesional médico, se entiende. De nada servirá seguir los consejos de alguien que habla de canelos, trócolos, aliñaos, John Mackenroes, flays o waimaiflys por muy experto que sea en marcas o en ingeniería de estructuras con papel de fumar.
Todo apunta a que el CBD acabará incorporándose como una opción más para aquellos deportistas que necesiten de sus efectos sin la contrapartida causada por el resto de la planta. La evidencia científica apunta en esa dirección y sólo hace falta que el tiempo y los estudios acaben por reafirmar lo que empieza a parecer evidente. A partir de ahí, ya sólo quedará la gran incógnita de qué atletas se pasarán a esa opción y qué otros mantendrán su férrea relación con el resto de cannabinoides y seguirán peleando por su legalización en todo el planeta. Otra batalla que, sin duda, es de dimensiones aún mayores: ya no hablamos de si dañar o no nuestro cerebro, sino de permitir hacerlo de forma legal como ya hacemos con el tabaco o el alcohol. Paradojas del ser humano y su carácter festivo-autodestructivo.
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