Cine y TV

‘Cuando el destino nos alcance’: La distopía ya estaba aquí

Cuando el destino nos alcance. Imagen MGM.
Cuando el destino nos alcance. Imagen: MGM.

Viejas postales decimonónicas dan paso a imágenes de un mundo contemporáneo en descomposición, vertederos, cementerios de automóviles, grandes masas de población hacinadas en sus desplazamientos ilustran la pantalla formando un palimpsesto de composición casi amateur. Una banda sonora poco convencional acompaña la ausencia de títulos de crédito de la cinta futurista. Fred Myrow, conocido compositor de la isla de Manhattan que había trabajado con Jim Morrison, compone una música en sintonía con el gusto funk y rock de la época para esta introducción. La combinación del austero montaje que ilustra en fotografías los desastres ambientales que genera la sociedad de consumo junto con la música optimista tan identificable con el pop-rock de los años setenta generan una sensación de extrañeza en el espectador, y es que esta película no es una película de ciencia ficción al uso.

Durante el visionado de Cuando el destino nos alcance no asistiremos a un derroche de efectos especiales, no veremos una gran producción en el diseño de exteriores, ni paisajes artificialmente erosionados, ni megaciudades del futuro en ruina tecnológica. La sombría y terrible distopía se alcanza desde una cuidada puesta en escena de corte psicológico. Para ello, la reproducción de ambientes que poco difieren de los reales de cualquier gran ciudad de la época constituye la esencia de la construcción del relato.

Más de cincuenta años después de su estreno, Cuando el destino nos alcance tiene un gusto sesentero expreso, tanto el diseño interior del apartamento del exclusivo barrio rico, como la estética de las «chicas mobiliario» nos recuerdan demasiado a la imaginería pop de El guateque (The Party, Blake Edwards, 1968). 

La ciudad de Nueva York, superpoblada en un presumible año 2022 con más de cuarenta millones de habitantes, aparece a cota de calle, no tenemos nunca la presencia de la ciudad vertical de rascacielos. Nueva York se nos muestra como un descampado de calles desiertas tras el toque de queda con un raro filtro de luz plana, en la que Central Park ha quedado reducido a un mínimo invernadero con menos de una decena de esmirriadas plantas de maceta en su interior.

Los habitantes dormitan amontonados en vetustos portales, escaleras y rellanos de edificaciones maltrechas, mientras una minoría de hombres ricos disfrutan de todos los privilegios desde una degradación moral absoluta. Las mujeres no existen en esta clase privilegiada, han quedado relegadas a la condición de «mobiliario». Con la misma autoridad que una plancha o una lámpara, asisten conformes a la libre disposición del deseo sexual del macho.

El resto de la población sobrevive a base de un alimento concentrado en forma de galleta color flúor, un compuesto con todos los nutrientes necesarios para el desarrollo de la vida. El género humano ha devenido animal, extirpado cualquier sentimiento que vaya más allá de la supervivencia de la especie. El pienso que alimenta a esta masa indigente da título a la versión original de la película, es el Soylent Green. Alrededor de este concentrado alimenticio girará toda la trama de la película hasta su espeluznante desenlace.

Como todas las distopías, Soylent Green guarda una estrecha relación con el contexto sociopolítico en que fue concebida. Durante la guerra fría, en Estados Unidos se extendió la obsesión por el auge y la superpoblación de los países comunistas, y en ese delirio es construida la ficción de Cuando el destino nos alcance.

El realismo estético que desprende todo el relato es la herramienta que utilizará Richard Fleischer para sublimar un guion basado en la novela de Harry Harrison, Make Room, Make Room de 1966. El director rehúye conscientemente de crear una imagen de un mundo futuro hipertecnológico e irreconocible, la distopía parece así ocurrir en las calles de cualquier ciudad globalizada del primer mundo. En un diálogo entre el personaje protagonista, Charlton Heston y la mujer mobiliario, Leig Taylor-Young, descartan la posibilidad del viaje a otra ciudad ya que «todas las ciudades son iguales». Al igual que esta reflexión, existen otras muchas premonitorias de la deriva a la que parece que se encaminan nuestras sociedades globalizadas. 

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3 Comentarios

  1. Me vienen a la cabeza los espaguetis translúcidos, (hechos partir de proteínas de gusanos cultivados en granjas) que se papea K en Blade Runnet 2049. No había caído en el paralelismo hasta que he leído tu artículo. Habrá que revisar Soynlent Green más pronto que tarde.

    • Maestro Ciruela

      La volví a ver hace un par de meses(por quinta o sexta vez, desde los setenta) y bajo mi punto de vista, aguanta el tipo de maravilla. Nada que ver con «El último hombre… vivo» (The Omega man) rodada dos años antes con el mismo gran protagonista, Chuck Heston pero con un director muy inferior a Fleischer. Que la disfrute…

  2. Muy buen artículo, felicitaciones. Curiosamente ayer salió como tema esta película, en una reunión con amigos. Sólo recordar que fue la última película, antes de fallecer, del gran Edward G. Robinson.

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