Entrevistas Música

Carlos López Puccio: «El humor de Les Luthiers siempre tuvo varios niveles de mensaje»

Carlos López Puccio para Jot Down

Fácilmente reconocible por ser el más estilizado de Les Luthiers, Carlos López Puccio (Rosario, 1946) no solo fue, durante más de cinco décadas, un engranaje fundamental en la maquinaria humorística del conjunto sino que, paralelamente, se hizo tiempo para despuntar su vocación de director. Junto con el Estudio Coral de Buenos Aires, llevó la práctica del canto grupal a un nivel más alto, inédito en la Argentina y escaso en el mundo. 

«Creo que ya tengo edad como para permitirme mirar hacia atrás con orgullo, más que hacer planes para el futuro», responde apenas se le pregunta (o tal vez debería escribir «se le reprocha») qué hará ahora, luego de poner fin a su doble vida profesional. «Con el futuro, lo mejor es esperar que lo haya. De todos modos estoy disfrutando de este primer período de jubilado y no tengo apuro, ya veré si aparece algo que me atraiga. Tal vez siga escribiendo humor, o regrese a mi amor por la dirección coral», ilusiona.

En todo caso, te vas con todos los honores después de que la Academia Nacional de Bellas Artes te sumara como miembro. ¿Qué significa ser académico de número? Pregunto no solo qué significa para vos sino a qué actividades te obliga. Imagino a los académicos reunidos, con un whisky en la mano, hablando de tal o cual asunto artístico o mundano. 

Confieso que cuando me nombraron me sentí desconcertado porque me considero una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Así que respondí que no tenía claro si la propuesta de mi nombre venía por mi aceptable interpretación de los motetes de J. S. Bach o por la de los de J. S. Mastropiero. La respuesta cordial que me dieron fue que por ambas, y añadieron: tanto la interpretación coral como el humor son formas del Arte. En verdad, sé que no tengo un perfil académico en el sentido que suele dársele desde Platón o desde el Museo de Alejandría, así que preferí tomar la propuesta como una distinción, una designación honorífica y quizás merecida. Al cabo, he ganado tres Konex de platino, soy Comendador de la Orden de Isabel la Católica, merecí un Doctorado Honoris Causa de la UBA y recibí el Princesa de Asturias de manos del mismísimo Rey de España. Algo bueno habré hecho. Tanta gente no puede haberse equivocado. Respecto del significado, es lindo y honroso pertenecer a la Academia y encontrarme mensualmente con esa gente de amplia paleta de sabiduría y disciplinas, de la cual siempre puedo aprender. No hay whisky, pero se comen unos sandwichitos riquísimos. 

Renunciaste a las dos actividades pilares de tu vida profesional. Lo de Les Luthiers, dada las pérdidas de sus miembros fundadores, podía anticiparse, pero lo del Estudio Coral de Buenos Aires es más difícil de explicar.  ¿Culpamos a la pandemia o hay otros motivos? 

Les Luthiers tuvo un último show muy exitoso, Más tropiezos de Mastropiero. Fue el espectáculo que escribimos los sobrevivientes en actividad: Jorge Maronna y yo. En el 2019 Marcos (Mundstock) se enfermó; con él habíamos escrito casi todos los textos de los diferentes espectáculos así que Jorge y yo nos preguntamos si continuaríamos con el grupo. Pero vayamos desde antes: en 2008 habíamos estrenado Lutherapia; ese fue el último espectáculo escrito en la formación quinteto, la que más duró. Hay que saber que cada espectáculo duraba en cartel más o menos tres años, solo en Argentina. Después empezamos a hacer antologías porque Daniel Rabinovich ya estaba muy cansado. Era él quien iba más al frente, a quien le tocaba lidiar con la incerteza, el horror del vacío, de que el chiste no funcionara. Y Marcos, que era un aporte fundamental, también estaba remolón, le parecía que no hacía falta seguir, que alcanzaba con presentar antologías. Intenté convencerlo varias veces, sobre todo después de la muerte de Daniel, en 2015, que fue un momento de mucho acercamiento. Marcos y yo éramos amigos por interpósita persona porque los dos éramos amigos de Daniel. Cuando murió Daniel nos acercamos inevitablemente. Éramos interlocutores lógicos. En ese periodo yo intentaba convencerlo de unir fuerzas otra vez y escribir un espectáculo nuevo, pero a él le daba mucha pereza. Era un procrastinador profesional; antes de los estrenos teníamos que apurarlo, incluso presionarlo. Cuando supe que Marcos se enfermó y que no iba a poder volver me dije que tenía que dedicarme tiempo completo a Les Luthiers, que era de lo que vivía. Por eso, en septiembre del 2019 le anuncié a la gente del Estudio Coral que en 2020 no íbamos a ensayar más. Lo que no sabía en ese momento era que ese límite iba a coincidir con la llegada de la pandemia. Eso fue magia, magia adversa. 

Carlos López Puccio para Jot Down

Sabía de tu talento para la música, pero no para la futurología.

Yo mismo quedé asombrado de mis cualidades. Hablando en serio, a mí el Estudio Coral me llevaba mucho trabajo, un trabajo que me daba muchísima alegría, mucho placer, pero también mucha angustia porque me significaba un enorme esfuerzo. No solo era el director sino también el programador y el productor, lo que implicaba buscar repertorio, decidir qué se hacía, dónde, cuándo y qué se cantaba. Y conjugar todo esto con la disponibilidad de treinta cantantes siempre muy ocupados. A todo esto hay que sumarle los tres ensayos semanales con sus respectivas preparaciones.

El coro se disolvió. ¿Nadie pudo seguir al frente?

Es que el Estudio Coral era como los López Puccio Singers: cuando sacaste a López Puccio quedaron los singers, que -sin falsa modestia- venían a cantar conmigo a ese engendro que había costado muchos años armar. El último grupo era vocalmente impecable. El Estudio se había convertido con los años en un lugar deseable incluso para los profesionales, a quienes les pagaban por cantar en cualquier otro sitio y, sin embargo, venían a cantar gratis en el Estudio Coral. Era un gozo hacer música con ellos. Creo que hice las mejores cosas o por lo menos las que más colmaban mis ambiciones artísticas. Otra de las razones de la despedida es que nunca fui, ni quise ser, la clase de director que se especializa en un repertorio y lo repite toda la vida con éxito, aunque lo haga aprendiendo más y más de esas mismas partituras. En mi caso, cada gran partitura que fui encarando significó un punto de llegada y pocas veces quise repetirlas, se me hacía como querer escalar dos veces la misma montaña. Y quizás, en mi orografía, fueron quedando pocas montañas apetecibles. También supongo que, como yo no vivía de la actividad coral, podía arriesgar más, invertir más tiempo en la búsqueda de la excelencia: no era tanto producir más sino llegar a ciertas cumbres. 

El Estudio era el lugar del riesgo. 

Tal vez la palabra «riesgo» sea demasiado fuerte. Nunca sentí que fuera un riesgo, aunque ahora que lo digo, sí lo experimenté en los primeros años de mi vida como director, porque con un coro menos profesional, en el medio de una interpretación se te podía descalabrar todo.

¿Te sucedió?

Bueno, sí, aunque no fue nada grave en verdad. Fue cuando dirigía el Nueve de Cámara. Estábamos cantando De los álamos vengo, versión de Juan Vázquez, con transmisión en vivo por Radio Nacional. En una de las estrofas -la obra está escrita en típica polifonía imitativa-, una soprano entró mal, algunos la siguieron, otros no. Y todo fue un alud de problemas. ¡Tuvimos que parar en medio de una transmisión en vivo! Todavía lo recuerdo, con simpatía, como el gran trauma de mis inicios como director coral.. 

¿Te sigue apareciendo a la hora de dormir? 

¡Por suerte creo haberlo superado! Y con el Estudio Coral nunca tuve sensación de riesgo. El único riesgo, pero placentero, podría haber aparecido al hacer alguna obra de lenguaje muy complejo o de difícil comprensión. 

Ese era el tipo de riesgo al que me refería.

Recordarás que yo hacía todos los esfuerzos para acompañar al compositor en su lucha porque el público entendiera su lenguaje. Buscaba siempre la manera de explicar cómo era la técnica de la obra.

Algo muy particular, porque en el ambiente de la música contemporánea se ve la didáctica como un acto de condescendencia, como algo indeseable. Eran muy simpáticas y necesarias tus explicaciones.

Siempre pensé que a nuestros conciertos probablemente iría alguna gente que se acercaba porque aparecía el nombre de un Luthier, y gratis. Tuve esa sensación, por ejemplo, en los conciertos gratuitos en el Centro Cultural Kirchner. Muchos de ellos, de diferentes extracciones, iban a divertirse, y hasta por ahí, era mi esperanza, se divertían más de lo que esperaban y de modo diferente. Creo también que mi imagen pública de payaso me servía para acercar, con cierto humor, el repertorio contemporáneo. Además, un concierto de música contemporánea suele ser, por definición, una ceremonia iniciática…  No: más bien de iniciados. 

Iniciática siempre porque el repertorio contemporáneo no suele repetirse. 

¡Claro, muchas veces iniciática y finalática! (Risas) Pero muy pocas veces hice un concierto completo para iniciados. Siempre había una, dos obras de lenguaje complicado, que merecían una explicación. Yo disimulaba y explicaba casi todas, incluso algunas sencillas, pero por ahí ponía cara de «ahora miren lo que van a escuchar» y creo que lograba el interés de la gente. ¡Realmente he vendido cosas invendibles! 

Carlos López Puccio para Jot Down

Las tres fantasías sobre Hölderlin, de György Ligeti, fueron sin lugar a dudas un punto altísimo en ese riesgo musical. 

Ligeti fue mi desiderátum desde la creación del Estudio Coral. Las buenas obras de Ligeti, desde el año 1956, cuando se fue de Hungría.

¿Buenas obras de Ligeti? ¿Acaso escribió malas? 

Malas no, pero de poca grandeza. Casi todas las obras corales anteriores al ’56 eran sólo lo que le permitían hacer en el comunismo: son suites sobre canciones folklóricas húngaras, compuestas con maestría, pero poco interesantes. Cuando escapó a Austria, liberado de la censura estatal, desarrolló una técnica a la que llamó micropolifonía y que aplicó por primera vez en Atmósferas, para orquesta, en 1961. Y si bien la utilizó en su Réquiem (coro orquesta y solistas,1963-65) no se decidió a emplearla para coro a cappella hasta 1982, en esas Tres fantasías sobre poemas de Hölderlin. Conseguí esa partitura, muy compleja, muy densa, poco después, en el ’83. Por aquellos años, Les Luthiers tenía una oficina en la calle Lafinur. Me recuerdo imprimiendo ahí los programas del Estudio. En esos programas ponía de fondo agrisado una de las páginas de las Fantasías. Nadie sabía qué era y yo nunca lo dije, pero ahí estaban mis deseos de llegar a ese repertorio. 

La dificultad de esas obras se contraponía a la hora de los bises, cuando solía venir una pieza de folklore venezolano, un momento condescendiente después de un menú complejo.

Sí, mi mujer me retaba; decía que mis bises «populares» se despegaban de la atmósfera del programa.

De algún modo pedías perdón por lo que habías hecho escuchar. Con el bis venía finalmente lo que todos esperaban. 

¡Eso para lo que realmente habían venido! En mi descargo debo decir que, más allá de su aparente sencillez, siempre fueron piezas de calidad musical e interés. Esos «venezolanos», por ejemplo, solían ser excelentes arreglos de merengues, un género exquisito y extraño en el floklore latinoamericano: están en un alegre 5/8, compás que —por lo menos hasta fines del siglo XIX— se consideraba una rareza en la música culta occidental (el ejemplo que siempre se citaba era el segundo movimiento de la 6ª de Chaicovsky) y es muy común, algo raro, en los folklores americanos. Me enamoré del merengue venezolano en mi primera visita (con Les Luthiers) a Venezuela, allá por 1973; y luego fue un disfrute mostrarlos. Pero esos bises, tanto los venezolanos como muchos de otros orígenes, nunca eran fáciles. Cambio de país: recuerdo un bis en particular, Quisiera, una obra del cubano Roberto Valera (una mezcla de passacaglia y guaguancó, dice él) que cantaba el coro cubano Exaudi. Para nosotros fue muy difícil de armar porque la melodía, que va pasando de voz en voz, está apenas desplazada del acompañamiento (siempre sincopada, una semicorchea anticipada). Una vez me crucé en Mar del Plata con María Felicia Pérez, la directora del Exaudi. Estábamos ahí dictando cursos de música coral y actuábamos con nuestros grupos en el mismo concierto. Me acerqué a su camarín y le pedí que lo hiciera en el concierto, pero se negó. Intenté más tarde cantarlo con el Estudio Coral y el resultado no me convenció. Es una obra que exige gran precisión rítmica para un grupo a cappella… y argentino, más que la aparente en la escucha, esos sutiles adelantamientos de la línea melódica son lógicos, parte esencial del estilo del guaguancó, casi obvios cuando hay una guía de percusión, pero no tanto cuando es el mismo coro el que debe ser ambas cosas. Aparecía repetidamente una leve imprecisión generada entre otras cosas por la distancia entre los extremos del grupo. Dejé de hacerla. Pero, tozudo, unos tres años después decidí volver a intentarlo. ¿Sabés qué hice? Llevé un metrónomo enorme al ensayo y fuimos aprendiendo la obra desde un tempo moderado al que luego cambiamos gradualmente. A todos nos parecía ridículo y divertido, pero al final salió y, una vez internalizado, teniendo clara conciencia de dónde estaban «las tierras» y dónde no, lo cantaban hasta dormidos. Ese era unos de mis bises preferidos, que repetí muchas veces. En fin, todo esto para decirte que en 2019 el grupo había llegado a un nivel técnico muy alto y que empecé a sentir que, para ir aún más arriba, tenía que mejorar yo pero que no iba a disponer de las fuerzas, dado que me debía a mi trabajo en Les Luthiers.

Los coros, incluso el Estudio, suelen ser amateurs y las entradas para sus conciertos no pasan casi nunca de ser una colaboración a criterio del oyente. ¿Por qué la gente que está dispuesta a pagar para escuchar música orquestal, no pagaría para escuchar un coro? 

Porque en general, la idea de «coro» está asociada con la práctica coral más difundida, el canto coral amateur, no profesional. La actividad coral es un gran puente de acceso al hacer música de cámara, un perfecto vehículo de acceso a ese mundo misterioso para alguien que nunca en su vida cantó más que melodías, con guitarra o en el baño —sin guitarra, porque se moja—. Allí contacta con el quehacer musical y entiende cómo se arma una obra grupal. Eso es maravilloso pero también implica que el gran público, aún el melómano, suela asociar «coro» con canto amateur; y esto no siempre es sinónimo de calidad. Así, normalmente, desconoce el gran repertorio escrito para coros a cappella profesionales, especialmente desde los albores del siglo XX; un repertorio complejo, profundo, tan rico como el  orquestal, sin duda muchísimo más abundante, pero que alguna vez abordaron casi sin excepción los grandes compositores.


El Estudio fue un caso muy particular, un grupo de profesionales que no ganaban dinero por cantar ahí, que lo hacían por amor al arte y creo que sus versiones reunían la perfección profesional con el fervor del amateur.

Ahí estás tocando un punto especial. El Estudio Coral tenía esa doble característica. Dirigí algunas veces en España a grupos que cobran de ayuntamientos y se siente que no tienen alma, pueden ser grandes profesionales que van a cantar, pero a menudo les falta espíritu de cuerpo, pertenencia, orgullo profesional.

Carlos López Puccio para Jot Down

Ahora que hablamos de coros profesionales es irremediable pasar por tu experiencia como director del Polifónico Nacional. No fue una experiencia feliz, ¿no?

No, no fue un paso feliz porque junto con verdaderos artistas coexistía un grupo de burócratas, muy patotero, muy sindicalizado. Estamos hablando de hace más de 20 años. Había gente muy buena, a la que se sumó la que fue entrando durante mi ejercicio y los posteriores. Entiendo que eso ha cambiado y que el nivel actual del organismo es muy superior.

Cuando me hice cargo me encontré con que debía armar la Pasión Según San Mateo en solo cinco semanas. Nunca la había preparado. Ya sólo dar la primera entrada y que la devolución llegara de noventa voces fue un impacto muy fuerte porque hasta entonces sólo había dirigido grupos de cámara. Pero dos minutos después estaba a los gritos. Había mucha gente mayor, que ya no podía cantar, unos cuantos ya jubilados. Y empezó la pelea: armé una lista con la gente que realmente no debía cantar, no me importaba que siguieran cobrando. Me respondieron que era ofensivo para la honorabilidad de esa pobre gente, empleados estatales que estaban ocupando un lugar que, en verdad, correspondía a gente más joven.

Cobrando del IVA de la polenta de los pobres, como se dice ahora.

Exactamente. Cada intento por mejorar el nivel artístico tenía una respuesta sindical, corporativa. En un momento ofrecí formar dos coros, uno bueno y otro que, en fin…

¿Pudiste hacerlo?

No, esa noche, tarde, tocaron el timbre en casa los delegados con algunos otros integrantes del coro y me trajeron la siguiente reflexión: los directores pasan y el coro queda. Era imposible. Yo sufría porque el trabajo estaba por debajo de lo que aspiraba y necesitaba. Y también ahí se jugaba mi prestigio. 

Y llegó la renuncia. Por otra parte, si uno mira tu trayectoria ve que siempre fuiste refractario a trabajar en el Estado.

Te diría que tuve la suerte de no necesitarlo. Mi paso por el Polifónico fue mi único contacto con el Estado. Sentía que hacía una contribución, cobraba un sueldo ínfimo, lo hacía absolutamente por amor al arte porque mi objetivo era realmente conseguir que fuera un gran coro. Mis ambiciones artísticas se llenaban muy bien con el Estudio Coral y, por otra parte, contaba con la seguridad económica que me daba Les Luthiers

El Estudio y Les Luthiers también se complementaban incluso en el riesgo frente al público: el de Les Luthiers es un humor amable, que jamás incomoda ni se compromete con la actualidad.

Así es, nunca nombramos a personajes de la vida cotidiana. Íbamos al prototipo. Nunca tomamos la actualidad, la primera plana de los diarios, pero tampoco hicimos nada que fuera demasiado hiriente porque jamás nos gustó hacer sufrir a nadie. En Les Luthiers, creo que lo más fuerte que hicimos fue el diálogo entre los políticos corruptos que querían cambiarle la letra al himno nacional. Se hizo en los años 90 y siguió vigente hasta los últimos días, en todos los países donde actuamos. Es una sátira a un personaje real, pero ningún político se puso el sayo. Ninguno dijo «ay, qué barbaridad, están hablando de mí».

Es que el corrupto es siempre otro. Pero sigamos con la dinámica de Les Luthiers: en el grupo había reparto de roles compositivos, ¿no? 

Jorge Maronna, Marcos Mundstock y yo hacíamos las letras. Luego Jorge, Carlos Nuñez y yo éramos los compositores; también compuso Ernesto Acher durante los años en que perteneció al grupo.  

En un principio, Les Luthiers hacía presentaciones sin una ilación particular, números aislados. Pero ya a finales de los 70 los espectáculos tenían una curva dramática completa, incluidos movimientos de actores y luces. ¿El humor también evolucionó? ¿Cómo?

Evolucionó, claro, por el largo aprendizaje que nos dio el ensayo y el error. Porque Mastropiero que Nunca, el primero que tuvo esa curva dramática, fue un tirarse a la pileta total. A partir de ahí empezamos a tomar conciencia de que lo mejor no era tirar a la pileta todo el material en un solo día, sino tomar una cosita e ir probando. Desarrollamos una técnica que estaba inspirada en lo que se hacía en Broadway y en Hollywood con las comedias musicales y muchas películas: estrenábamos en alguna ciudad más chica para medir la reacción de la gente. Lo fuimos haciendo con piecitas sueltas: en un espectáculo incluíamos algo que la gente no sabía que era nuevo y comparábamos con el resto del funcionamiento de ese espectáculo en ese día, y veíamos si se reían con lo que nosotros suponíamos que era divertido. Cuando se reían, no había mucho más que probar. Pero normalmente no pasaba eso.

¿No?

No, para nada. Solía pasar que la gente se riera la mitad de las veces, entonces teníamos la posibilidad —realmente era un privilegio— de ver por qué no andaba el chiste. La hipótesis número uno era que estaba mal contado. Había que redactarlo de otra manera. Luego, podía ser que la música no lo reforzara convenientemente, en el momento adecuado. También podía suceder que la actuación de alguno de nosotros distrajera del foco, aprendimos a «marcar», a dirigir la mirada hacia donde el público debía prestar atención. Con esas búsquedas fuimos aprendiendo a redactar en todo sentido, con todas las variables, armamos una técnica que utilizamos desde ahí en adelante: ensayo, error, corrección de las posibles causas, nuevamente ensayo. Además, con la evaluación de cada uno de los números que iban a constituir el show podíamos posteriormente ordenarlos de manera de tener, por ejemplo, una cima en determinado punto y luego otra cima mayor hacia el final, un diseño eficaz.

Esas condiciones cambiaron para el último show que, sospecho, escribieron en pandemia. 

Así es. Lo escribimos telemáticamente. Jorge y yo nos reuníamos virtualmente de manera cotidiana y, terminada la pandemia, en el 2022 salimos de gira. Durante todo ese año hasta noviembre, en España, probamos y cambiamos cosas que supuestamente irían a Más tropiezos de Mastropiero. Es decir que el show tardó tres años y medio en cocinarse. Fue un trabajo continuo, imparable. Teníamos las funciones, pero antes, durante la tarde, ensayábamos las cosas que teníamos que probar, lo que llevaba horas y horas hasta lograr hacer una prueba que terminaba… fracasando. Entonces había que reescribir, repetir y volver a probar. Fue un ciclo agotador. 

Una cantidad de horas de ensayo enormísimas para memorizar y luego olvidar lo que ya habían practicado.  

Sí, y tener la cara para decir ante el público esa pavada en la cual, a medida que ensayas, ya no crees del todo. En fin, sí que fue bastante pesado. Como digo siempre, cuando terminamos con este enorme esfuerzo, ¡éramos más viejos!

A eso hay que agregarle el nuevo elenco. ¿Cómo fue la compaginación?

Fue gradual y hasta natural. Todos habían ido siendo incorporados, a lo largo de años, como reemplazantes eventuales. En su rol inicial eran reemplazos en el sentido estricto: tomados para imitar el trabajo de otro. Y así se desempeñaron desde 2019 cuando, a raíz de la enfermedad de Marcos quedó constituido el grupo como «Elenco 2019». Hasta 2022 actuaron «en lugar de» los integrantes originales. Cuando con Jorge acometimos la escritura de Más tropiezos de Mastropiero una condición que nos impusimos fue la de escribir para ellos, para sus muchas virtudes, las que cuando eran meros reemplazantes no se explotaban plenamente. Creo que esa consigna interna que con Jorge nos dimos —algo así como «no deben hacer de Marcos, no deben hacer de Daniel, sino de ellos mismos, y lucirse con sus talentos propios»—, fue uno de los elementos que hicieron de ese espectáculo un éxito. 

Carlos López Puccio para Jot Down

Hablabas del método de ensayo y error, me pregunto si alguna vez tomaron el riesgo de hacer un chiste aun sabiendo que no iba a ser comprendido, algo así como «piensen un poco, no esperen todo de nosotros».

Siempre el humor de Les Luthiers tuvo varios niveles de mensaje. El más manifiesto, digamos, para todo público; luego hay otros: el sólo reservado para gente culta, o para melómanos. Bueno, a eso jugamos en este último espectáculo. Por ejemplo, la delicada cortina del supuesto programa de entrevistas, que se escucha varias veces, es una paráfrasis velada del cuarto movimiento de la novena de Beethoven. Con ella hay un remate, una escena inesperadamente agregada que la gente no se espera. Antes se llega a un falso final, muy explosivo. Y sólo entonces llega el verdadero cierre: la Coda a la Alegría, que es una transformación algo épica, sinfónica y luego coral, de la cortina. Si no sos melómano es muy probable que no te enteres de la paráfrasis, pero ahí está. Podría señalar muchos guiños que son para conocedores: referencias cruzadas durante el show, errores deslizados adrede, como en una novela policial, pero que nunca interrumpen el ritmo del show. 

Hablamos antes de algunos límites que Les Luthiers se impuso a la hora de escribir. Pero hoy la cultura woke te mueve la frontera, te encierra y acalla cada día un poco más. Les habrá resultado más difícil bromear en estos últimos años, ¿no?

Totalmente, tal es así que en este último espectáculo hay una escena que toca el tema del lenguaje inclusivo. Está puesto en realidad en un general, personaje de una película yanqui, en la Guerra de Golfo. Es un general grande, viejo dinosaurio, a quien le llegan las órdenes del Estado Mayor de adaptar a los tiempos actuales el ejercicio de su mando. Un tipo que por primera vez en su vida tiene que dar órdenes para todos… y todas: «Vamos avanzar con todos mis hombres… y mis mujeres». Toda la obra juega sobre eso. La gente se reía muchísimo, pero para estrenarla tuvimos que consultar con nuestros hijos y nietos, que nos dijeron qué cosas se podían decir y qué no. Semana tras semana aparecía un «no podés decir esto». Terminó siendo muy medido, y en ningún lugar hubo protestas a la salida del show ni nadie que pidiera el libro de quejas. Cuando hace un mes salió Petri (Ministro de Defensa argentino) a decir que en las Fuerzas Armadas no se usaba más el inclusivo me reí muchísimo porque las razones que daba eran las nuestras. En el ejército no se puede perder el tiempo dando órdenes en inclusivo «Adelante, los hombres… y las mujeres».

Pero la cultura woke pone en tela de juicio también las piezas anteriores. Con los estándares actuales, hoy no podría hacerse Las majas del bergantín. 

Es cierto. La llevamos de gira y nos dimos cuenta de que había que aclarar muchas cosas. Así de cambiantes son los paradigmas a los que un humorista debe atender, sobre todo si el humorista es longevo. Dentro del último espectáculo había una pequeña cancioncita, una historia muy estúpida, una tontería: un pacifista que canta contra la droga. El coro lo acompaña: «hay que ser intransigente con los narcotraficantes, es veneno lo que venden y destruyen a la gente». Entonces el pacifista canta enérgicamente «(Aquí estoy), nunca me han asustado y jamás me callarán, aunque hayan anunciado que hoy aquí me acribillarán». En ese instante suena un disparo. Entonces el coro se esconde detrás del pacifista y cambia el sentido del verso que cantó segundos antes: «No hay que ser tan exigentes con los narcotraficantes, no es tan malo lo que venden si lo compra tanta gente». Eso solo, esa pavada. El chiste es la idiotez de los supuestos cantautores, el supuesto valor del cantautor que al final no modifica nada de la realidad. La gente se reía con eso. Pero el problema surgió cuando fuimos a Rosario. Ahí empezaron las dudas. Fijate hasta dónde llega el cercenamiento de la realidad. Estábamos en noviembre del 2022, no ahora. Tuvimos una razonable duda, ¿y si un narcotraficante entiende mal el mensaje? No es gente de muchos pensamientos. Le dimos muchas vueltas a este tema. Y qué pasa con los que tienen víctimas del narco, ¿podemos hacer un chiste con eso? 

La pérdida del humor está justamente ahí, no podemos reírnos de lo que sucede cuando, en realidad, los chistes son graciosos porque hablan de una realidad. 

Sí, y es cierto que cuanto más te metés en lo que sucede, el chiste funciona mejor. 

En otros tiempos podías hacer una broma sobre el cabo ministro de cultura y nadie se sentía ofendido. ¿O se ofendió alguien?

Bueno, sí. En la Argentina no pasó nada, pero aunque parezca mentira esa suite estuvo prohibida, en aquel entonces, en alguna radio de Chile. Se ve que a Pinochet no le gustó el nombramiento del Cabo 1º Anastasio López como Ministro de Cultura de la vecina república de Feudalia. Le cupo el sayo. 

Carlos López Puccio para Jot Down

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4 Comments

  1. Jairo RP

    Les Luthiers, con tantos años de historia, han tenido muchos períodos…al leer esta entrevista, me pregunto ¿habrán tenido un período pre Puccio?

  2. Yo, gallo claudio

    Maravillosos luthiers ! Y qué profunda cultura musical hay que tener para realizar parodias tan perfectas de prácticamente toda la música, culta o popular. Leyendo sus explicaciones sobre su trabajo en el coro he sentido la profundidad oceánica de mi ignorancia, osea, no he entendido ni papa. Me pregunto que pensarán de ellos genios de la música contemporánea como Maluma, Melendi o Bad Bunny.

  3. Seguramente el entrevistado fue uno de los pilares del grupo. Pero sobre el escenario el tinglado humorístico funcionaba gracias al carisma de Daniel y de Marcos. Eran los miembros graciosos por naturaleza. Ernesto Acher también tenía esa magia, una pena que se fuera.

  4. Qué insistencia por parte de la entrevistadora en sacar alguna declaración anti-woke. Por suerte no se presta el entrevistado a caer en eso. No la conozco, pero menuda boomer debe ser para sentir esa rabia contra quienes solo piden respeto y empatía.

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