Un hombre solo, en mitad de una ciudad atestada. El camino que recorre lo van marcando los teléfonos, en oficinas, en casas particulares, en cabinas de cristal en las que se encierra solo con sus miedos. Desde estas cabinas lanza preguntas: al sistema telefónico, al aire, a la nada. Un hombre solo, en medio de la gran ciudad, solicitando una ayuda que no llegará nunca.
Matthew Bennell es funcionario del departamento de Sanidad de la ciudad de San Francisco, y cree en el sistema, cree en las instituciones que él mismo representa, destinadas a proteger al ciudadano, al cumplimiento de las reglas, destinadas, en cierta medida, a evitar que el caos se introduzca en nuestra ordenada existencia, en la forma que sea. La de vainas extraterrestres que nos reemplacen a todos y cada uno de nosotros, por ejemplo. Desde la primera señal de amenaza hasta el instante, ya al límite, en el que hemos entendido las ramificaciones de la conspiración, cuán hondas se entierran sus raíces, Matthew insiste en un curso de acción aprendido desde la inocencia, desde la fe absoluta en la estructura de organización humana en la que cree: llamar a la policía. Registrar atestados, informar sobre situaciones inusuales, solicitar ayuda.
Gran parte de la película se desarrolla resolviendo dos tipos de laberintos distintos pero complementarios: los pasillos de edificios gubernamentales, escenarios donde se intuyen poderes ocultos, constituidos por funcionales oficinas, corredores, escaleras, que los protagonistas recorren con seguridad decreciente en su propio papel en ellas; y el segundo laberinto, la ciudad: avenidas amplias, coches en marcha, árboles raquíticos, elementos de un paisaje urbano sobre los que se alzan estos mismos edificios de imponentes cúpulas, blancas columnatas y puertas siempre cerradas, escenarios inaccesibles. Y así es como llegamos a las cabinas telefónicas, a las conversaciones con varios organismos e instituciones en las que Matthew se encuentra del lado receptor de un paternalismo excesivo, intuyendo que no se le ofrecen no ya respuestas, sino información; y que esto no ocurre por mediocridad o deficiencia, sino porque no se desea darlas.
Matthew se ve abocado a recorrer las calles absolutamente perdido. Se trata esta de la escena más desoladora y que mejor representa ese miedo, real ahora, del triste espejismo en el que se ha convertido nuestro papel como ciudadanos. Sin embargo, llamar a la policía será su forma de reaccionar ante lo inexplicable hasta casi el fin, cuando se evidencia que la propia policía es parte del secreto. Porque la conspiración se ha gestado desde dentro del propio sistema desde el principio, la mayor de las traiciones posibles.
Cierta ciencia ficción actúa como un campo de infinitas interpretaciones, alegorías sobre las que es posible dibujar muchos escenarios distintos. La invasión de los ultracuerpos parte de una novela, y a su vez de una película inspirada en la misma, que exploraban la paranoia colectiva ante la posible invasión comunista, la conversión «secreta» y el inevitable ataque a lo doméstico, representado por la ciudad californiana de Santa Mira. Aquí, la amenaza se desplaza al ámbito urbano, y se cierne sobre todos desde las instituciones que deberían asegurar nuestra estabilidad.
En una de las últimas escenas unos escolares son conducidos por sus maestros al interior de un edificio, uno de ellos quejándose de que «no quiere echarse la siesta». Es un instante de terror supremo. Los niños son conducidos a la asimilación, o a la muerte, como prefiera llamarse, de la mano de aquellos en los que confían. A los adultos también los ha conducido quienes dictan las reglas, el caos y la anarquía emergiendo desde los cimientos de la civilización misma. No es casual que las vainas se repartan delante del edificio del ayuntamiento de la ciudad, mientras los asimilados las van recogiendo en fila, dóciles.
Podríamos preguntarnos si es ahora cuando lo son, dóciles. ¿Acaso no lo han sido siempre, incluso cuando eran humanos? ¿Cuántos se han rebelado? La soledad del grupo, soledad en la que la cámara se recrea en su huida por calles amplias y desiertas, los muestran como los únicos que se oponen a perder su humanidad. Tal vez siempre hayamos actuado de esta manera, dóciles en asimilar, rápidos en aceptar, cuanto se nos impone. Y en ese caso no merecemos ganar la partida.
Es una imagen que dura pocos segundos. Porque se trata del cine de la inteligencia, desnudo de efectos. No necesitamos más. Y tal vez su impacto se derive precisamente de que la visión actúe como fogonazo inesperado, súbita y terrible en su simpleza. El vagabundo ha caído dormido al lado de su perro. Las vainas de ambos han debido mezclarse. El perro con cara de vagabundo se relame un segundo delante de la cámara. No hay esperanza posible después de ver eso. Entendemos que ya no hay donde esconderse. Ha llegado el fin.
Magnífico !!!
Ha olvidado el complemento de nombre: «ChatGPT»
Me parece que está usted obsesionado con ChatGPT…
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