Cine y TV

‘La guerra de los mundos’: homenaje a la lucha colectiva

La guerra de los mundos. Imagen Paramount Pictures
La guerra de los mundos. Imagen: Paramount Pictures.

Hubo una época, cuando debía de tener doce o trece años, en la que me apasionaba la ciencia ficción. Me encantaban películas como La fuga de Logan o Flash Gordon. Todo lo que tuviera que ver con el espacio, porque era algo inescrutable y misterioso. Y, además, los trajes futuristas molaban: llenos de colores como los que hoy utilizan los que hacen running, montañismo o escalada. De hecho, escribí algún relato fantástico que a saber dónde estará hoy. Por aquel entonces también vi La guerra de los mundos, del año 1953 —la vería en la tele, ya que era a finales de los ochenta o principios de los noventa— y recuerdo perfectamente las naves voladoras con ese cuello de jirafa. Y algo debió de quedar en mi cerebro, porque es una película que siempre está ahí. Me pasa lo mismo con La invasión de los ladrones de cuerpos, de 1956. 

Después, aquello de la ciencia ficción se me pasó. A veces lo achaco a la pérdida de la imaginación y a las toneladas de realismo que he bebido desde entonces. Soñar con mundos extraños se ha vuelto difícil. Por eso me ha encantado volver a verla recientemente. Y, es curioso, por una parte se mantiene la fascinación y, por otra, creo que ya soy incapaz de ver una película con ojos completamente vírgenes. Bueno, esto seguro que ya imposible. De La guerra de los mundos, dirigida por Byron Haskin —director de películas de aventuras (La isla del tesoro, Tarzán en peligro) y catástrofes (Cuando ruge la marabunta)— se ha escrito de todo. Primero, que está basada en la obra de H. G. Wells y que la escribió como una crítica a la sociedad victoriana de su época allá en 1904. Después, que formó parte de esos filmes norteamericanos que, aunque retrataban una guerra del mundo contra los marcianos —y se hicieron unos cuantos en los años cincuenta, como The Thing, Ultimátum a la tierra o La tierra contra los platillos volantes—, en realidad, eran una metáfora de la guerra fría que acababa de comenzar. EE. UU. era el mundo bueno, la humanidad y la civilización. La URSS, los marcianos malísimos que se encargaban de destruir todo a su paso y que, además, no creían en dios. Un dato: a uno de los primeros que se cargan en esta película es a un cura que intenta dialogar con ellos con la Biblia por bandera. Y un segundo dato: cuando los humanos están contra las cuerdas, a los norteamericanos lo único que se les ocurre es lanzar una bomba atómica (como si no hubiera sido suficiente con Hiroshima y Nagasaki). La desgracia que tienen es que a estos seres les da un poco igual. Han desarrollado una capa electromagnética que hace que hasta una bomba de este calibre les rebote. Por supuesto, en este caso ni radiación ni nada. Lanzan una bomba atómica como si hubiera sido un petardo fallero. 

La tercera interpretación tiene que ver con el miedo al otro, al extranjero. Los marcianos son esos seres extraños que vienen de fuera y a saber con qué intenciones, que seguro que nada buenas. Y eso que los chicos de EE. UU. lo primero que hacen cuando el primer meteorito se ha estrellado contra la Tierra —por supuesto, en California, dónde si no— es acercarse a él y darles un efusivo saludo con un «¡Bienvenidos a California!». La respuesta del marciano es contundente: un rayo mortífero y se acabaron las tonterías. Si es que no, los extranjeros nunca vienen con buenas intenciones, saldría diciendo el espectador de turno en 1953.

No obstante, mi interpretación es menos crítica. O al menos esta vez me ha parecido ver algo distinto. La guerra de los mundos es un homenaje a la colectividad. Cuando cae el meteorito y el doctor Forrester (interpretado por Gene Barry, que después se distinguió sobre todo en el teatro y al que incluso Steven Spielberg rescató para su versión de la película de 2005) se da cuenta de la amenaza, se ponen en marcha toda una serie de dispositivos y acciones que tienen que ver con todo un equipo humano. Se llama al ejército y este se pone a luchar en bloque con ejércitos de otros países (aliados y buenos, como Inglaterra, claro). De lo que se trata es de salvar a la humanidad y eso tiene que ser un esfuerzo entre todos. Porque si no, todos vamos a morir, y no interesa. Es interesante descubrir que en la película de Spielberg la cosa cambia y se trata más bien de un hombre solo, interpretado en este caso por Tom Cruise, frente a los invasores. Un reflejo sobre cómo hemos cambiado la lucha colectiva por la individual. O eso sucedía en la década de los 2000. 

Dicen que La guerra de los mundos es una película de serie B, y esa coletilla no suele ser muy positiva. Yo creo que es una gran película que, además, tiene unos enormes efectos especiales: ganó el Óscar en esta categoría. ¿Cómo consiguieron mostrar a esos marcianos sobrevolando la ciudad de Los Ángeles y destruyéndola con sus rayos mortíferos? Y luego están todos los cacharros que utilizan para detectarlos y analizarlos con nombres un tanto imposibles que hoy nos suenan a los que usaba el profesor Bacterio en Mortadelo y Filemón. Atentos a otro dato: cuando intentan entender cómo ven los marcianos aducen que es una técnica muy parecida a la de la televisión. Claro: la tecnología más hipermoderna de una época en la que no existía internet y ni siquiera se había llegado a la Luna. Fascinante. 

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