Este artículo ha sido finalista del Concurso de divulgación Ciencia Jot Down con la temática «homínidos» en la modalidad de ensayo.
Mirar hacia el pasado: Lo que susurran los huesos
Dudo que en alguno de sus viajes mentales propulsados por LSD o alguna otra droga alucinógena, algún miembro de los Beatles haya imaginado la escena de un campamento lleno de antropólogos, riendo y bebiendo cerveza bajo la luz cansina de cientos de estrellas, mientras algunos cantan la canción «Lucy in the Sky with Diamonds» que truena en las bocinas. Y a unos metros de allí, los restos de un homínido de cerca de un metro de estatura descubiertos apenas esa mañana en una barranca de Hadar, Etiopía1. Tan solo la excelente preservación de los huesos es motivo suficiente para festejar.
Don Johanson, paleoantropólogo del Museo de Historia Natural de Cleveland, y el estudiante Tom Gary, ambos miembros de la expedición organizada por el geólogo Maurice Taleb, se disponían a finalizar el día de trabajo decepcionados de no haber hallado nada cuando, a poco de llegar al jeep para regresar al campamento, sus ojos entrenados notaron algo que parecía ser el hueso de un brazo. Al acercarse y estudiar con más detalle la zona, el brazo dio paso a una quijada, algunas costillas, la pelvis, y las piernas… En total, los restos descubiertos constituían el 40 % de un homínido de no más de un metro de estatura y que debió haber pesado 30 kg, aproximadamente1. Los miembros de la expedición no lo saben en ese momento, pero la datación de los huesos moverá tres millones hacia el pasado el reloj de la evolución humana, un tiempo en el cual algunos genetistas proponen como el punto en el que el ancestro de los Homo Sapiens se separó de los chimpancés.
Aquel domingo 24 de noviembre de 1974, exactamente a 115 años de la publicación en Londres de El origen de las especies —curiosa coincidencia—, Lucy, como han comenzado a llamarla en el campamento, bautizo cortesía de los Beatles, está próxima a convertirse en el ancestro más antiguo conocido de nuestro género, Homo. Cuatro años después, tras analizar las características taxonómicas de Lucy, sus descubridores le asignaron una clasificación a su especie: Australopithecus afarensis. Desde entonces, han surgido otros fósiles que contienden por ser los ancestros más antiguos de la humanidad1: Orrorin tugenensis, llamado Homo Millenium por la fecha de su descubrimiento (2001), cuyo fémur hallado en Kenia data de 6 millones de años; Sahelanthropus tchadensis, que caminó en lo que hoy es la República del Chad hace 6 o 7 millones de años, de acuerdo con la datación de nueve cráneos, únicos restos conocidos hasta el momento.
Sin embargo, la evidencia fósil no tiene del todo convencidos a los antropólogos de que estos contendientes homínidos pertenezcan a una especie de Australopithecus o al género Homo. Y tienen razón en albergar dudas. Realizar inferencias sobre el vínculo evolutivo entre distintas especies de (potencialmente) homínidos a partir de pequeños fragmentos de huesos (un pedazo de mandíbula, un fémur, una falange, etc.) es un esfuerzo intelectual que requiere la paciencia del cazador y frialdad científica para no distorsionar con especulaciones innecesarias lo que susurran desde el pasado los restos fósiles. Tomemos el caso del que se considera, en medio del debate, el fósil más antiguo del género Homo1: un pedazo de mandíbula inferior datado entre 2.8 y 2.75 millones de años, desenterrado en la región de Ledi-Geraru, a 30 kilómetros de donde fue hallada Lucy. Con estos números, es tentador imaginar que ambas especies de homínidos pudieran haber convivido: el homínido del pasado mirando al del futuro. Pero, ¿ qué evidencia soporta esta suposición? Puede que esto no resulte tan descabellado. Gracias a los hallazgos de Richard Leakey2 sabemos que el Homo habilis, el Homo erectus, y el Australopithecus robustus vivieron más o menos en la misma época (hace 1.5 millones de años, aproximadamente).
Por otro lado, también es posible imaginar escenarios que involucren el mestizaje entre la especie de Lucy y otros homínidos de los cuales aún no tenemos noticia. Por ejemplo, los recientes análisis genéticos de los fósiles del hombre de Neandertal y Denisovanos, señalan que el mestizaje entre ellos y el Homo sapiens tuvo lugar. Al respecto, J. R. R. Tolkien sonreiría a través del humo de su pipa con la acertada expresión de un genetista evolutivo3: «Estamos ante un mundo tipo El Señor de los Anillos, en el que había muchas poblaciones de homínidos». Así pues, ¿qué nos impide frenar la imaginación y concebir que una región de África no fue una especie de Tierra Media?
Bajo esa óptica, pareciera que en el pasado evolutivo del ser humano lo que abunda es espacio para la imaginación, para las suposiciones aventuradas… hasta que la aparición de un fósil, por minúsculo que este sea, le ponga freno a las especulaciones y nos obligue a mirar desde otro ángulo nuestro árbol evolutivo… Esto si es que aparece dicho fósil.
Considerando lo anterior, quizás sea ingenuo por nuestra parte empecinarse en resolver el problema inverso que supone la aparición del Homo sapiens, y su exitosa supervivencia por encima de las otras especies de homínidos. ¿Cuántas Lucys se requieren para explicar este tamizado? ¿Hay suficientes allí fuera? No lo sabemos. Cabe la posibilidad de que esta especie de Santo Grial de la antropología sea un callejón sin salida. Sin lugar a dudas, todos los fósiles de homínidos hallados hasta el momento han vuelto un poco más claro nuestro reflejo en un espejo empañado por millones de años. Pero también es válido preguntarse: ¿seguiremos mirando en el espejo buscando resquicios lo suficientemente claros para mirarnos a detalle, a profundidad, o sabremos cuándo dejar de hacerlo para dirigir nuestra mirada hacia otro tipo de evolución?
Mirar hacia el futuro… Génesis 2.0
Estamos aquí hoy para anunciar la primera célula sintética, una célula creada comenzando con el código digital en la computadora, construyendo el cromosoma a partir de cuatro botellas de químicos [Adenina, citosina, timina y guanina] ensamblando ese cromosoma en levadura, trasplantándolo a una célula bacteriana receptora y transformando esa célula en una nueva especie bacteriana.4
Estas palabras las pronuncia J. Craig Venter, el científico que lideró el equipo del sector privado que secuenció por vez primera el genoma humano en el 2000. Una década después, él y su equipo anuncian el primer organismo sintético. La primera pregunta que recibe por parte de una periodista es: «¿Podría explicar en términos simples cómo de significativo es este avance, por favor?». Venter parece un poco tomado por sorpresa por la pregunta, y responde ecuánime, calibrando sus palabras: «¿Podemos explicar cuán significativo es esto? No estoy seguro de que seamos los que deben explicar cuán significativo es. Es significativo para nosotros. Quizás es un cambio filosófico gigantesco en nuestra forma de ver la vida.» Y en nuestra forma de ver la evolución, me atrevería a añadir.
Tan solo dos años después, en 2012, las científicas Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna desarrollan un método que permite editar el genoma de cualquier organismo con una precisión de cirujano —las llamadas «tijeras» de edición genética, CRISPR/Cas9—. En menos de una década se les otorga el premio Nobel de Química 20205. De pronto, como especie, tenemos en nuestras manos la posibilidad de ser los sastres del próximo paso evolutivo: catalizar una nueva explosión cámbrica de organismos parece una posibilidad tangible.
¿Qué nos impide usar esta tecnología para editar un homo sapiens u otro homínido y añadir nuevas ramas al árbol de la evolución (dirigida, en este caso)? ¿Dejaremos de buscar fósiles cuando sea más fácil, rápido y rentable a largo plazo crear nuevos homínidos que descubrir algún trozo de hueso preservado en África? Jugar al Génesis puede ser un salto muy grande, pero se pueden dar pasos pequeños. En este sentido, ¿qué tal si los científicos comenzaran a modificar algunos monos con genes humanos?
Si las palabras ética y moral han flotado en su mente al leer lo anterior, solo quiero dejar sobre la mesa de discusión que «estamos en una era de tecnologías que cambian exponencialmente. Ergo, estamos en una era de cambios éticos exponenciales»6. Un ejemplo que hace eco de lo anterior y que coquetea con la imagen del Dr. Moreau es el siguiente: En 2015, un grupo de investigación del Instituto Max Planck de Biología Celular Molecular, liderado por Wieland Huttner, identificaron un gen específico del ser humano —el gen ARHGAP11B—, el cual activa la regulación del desarrollo de la corteza cerebral7. Así, a mayor desarrollo de la corteza cerebral, mayor inteligencia… Al menos, esa es la idea subyacente. Con esto en mente, el grupo de Huttner dio un paso decisivo: probar el efecto del gen ARHGAP11B en un mono, un tití cabeza blanca.
El mono transgénico se creó en colaboración con científicos del Instituto Central de Animales Experimentales (CIEA, por sus siglas en inglés) de Kawasaki (Japón), y la Universidad de Keio de Tokio. Esto obedeció a que allí contaban con mayor experiencia en la creación de primates transgénicos y no porque la regulación ética de experimentos con animales fuera menos laxa que en Alemania. Para tal efecto, no se permitió que los fetos de los titíes superaran los 101 días de «gestación» (50 días antes de lo que típicamente tardan en nacer), y los cerebros fueron transportados a Dresde, Alemania, para su análisis detallado.
De acuerdo con Huttner8, «limitamos nuestros análisis a fetos de tití porque anticipamos que la expresión de este gen específico de humanos afectaría el desarrollo de la neocorteza en el tití. A la luz de posibles consecuencias imprevisibles con respecto a la función cerebral posnatal, consideramos un requisito previo (y obligatorio desde un punto de vista ético) determinar primero los efectos del ARHGAP11B en el desarrollo de la neocorteza del feto en tití». Es decir, los científicos del estudio no están por la labor de crear un potencial futuro de El planeta de los simios… De momento.
El resultado del experimento: la corteza del cerebro del tití se agrandó y su superficie experimentó plegamientos; la placa de la corteza cerebral se engrosó más allá de lo normal, así como un incremento en el número de neuronas de la capa superior7. Esto por sí solo no implica que los titíes transgénicos, en caso de tuvieran un desarrollo sin problemas y lograran pasar el gen ARHGAP11B a su descendencia, sean más inteligentes que sus contrapartes «naturales». Entonces, ¿qué sigue? ¿Crear chimpancés con copias del gen FOXP2 (involucrado en las habilidades verbales) para averiguar si pueden llegar a hablar o ya tenemos suficientes políticos?
Bromas aparte, si emigrar del planeta Tierra para colonizar otros es parte de nuestro camino evolutivo, no lo vamos a lograr con las características fisiológicas que poseemos actualmente: alcanzar otros planetas requerirá un rediseño integral y no solo algunos toques o florituras al código genético para tener ojos de tal o cual color. Esta clase de retos nos obligarán a tomar prestadas secciones de código genético de otros organismos mejor adaptados a la radiación del espacio exterior (por mencionar solo uno de tantos retos a enfrentar) e incluirlas en nuestro repertorio genético de alguna forma.
Una posibilidad en ciernes para afrontar este tipo de problema es la introducción en células humanas de proteínas que poseen los tardígrados, capaces de soportar altos niveles de radiación. Recientemente se ha confirmado que contar con estas proteínas en células humanas aumenta su capacidad para resistir condiciones de estrés9. En los años por venir, el viaje a las estrellas comenzará en un laboratorio con herramientas de edición genética.
Si bien a África se la ha llamado la cuna de la humanidad, el lugar donde la geografía, el medio ambiente y algo de azar genético propiciaron el surgimiento de un homínido que superó en adaptabilidad a muchos otros de su especie, las actuales fuerzas tecnológicas y aspiraciones por ir más allá de la Luna son las que moldean una (o más, ¿por qué no?) especie de homínidos impulsados por el capital privado. Con el incremento en la precisión de la edición genética y el descenso del costo en la secuenciación, y habiendo acumulado un conocimiento suficiente del funcionamiento de los sistemas naturales, algunos cuantos estarán llamados a hacer frente a la prueba definitiva como especie: controlar nuestra evolución.
Notas
(1) Gibbons, A. Lucy’s world. Science 384, 20–25 (2024).
(2) Druyan, A. Cosmos Possible Worlds. (Simon and Schuster, 2020).
(3) Callaway, E. Evidence mounts for interbreeding bonanza in ancient human species. Nature (2016) doi:10.1038/nature.2016.19394.
(4) Venter, C. Craig Venter revela “vida sintética.” TED Talks (2010).
(5) The Nobel Prize in Chemistry 2020. NobelPrize.org
(6) Enriquez, J. Right/Wrong: How Technology Transforms Our Ethics. (MIT Press, 2021).
(7) Heide, M. et al. Human-specific ARHGAP11B increases size and folding of primate neocortex in the fetal marmoset. Science 369, 546–550 (2020).
(8) Evolutionary key for a bigger brain. Max-Planck-Gesellschaft (2020).
(9) Sanchez‐Martinez, S. et al. Labile assembly of a tardigrade protein induces biostasis. Protein Science 33, (2024).