Cine y TV

‘Los delincuentes’: querer vivir al revés

Los delincuentes
Los delincuentes. Imagen: Filmin.

Pero a mis semejantes les diría y de una vez por todas: en cuanto os sea posible, vivid libres y sin compromiso. Poco importa que estéis en una granja o en la prisión del condado.

(Walden, Henry David Thoreau)

Levante la mano quien no ha maldecido alguna vez a los bancos. Difícil no hacerlo al menos cuando nos dimos cuenta que nos descontaron esos 0,03 céntimos que, sí, quizá no sea una fortuna, pero nos es inevitable pensar en la suma de todas esas pocas «monedas» de cada cliente y cómo se hacen, mientras tanto, millonarios. Porque por más que el sector bancario llore, la realidad es que siempre salen con ganancias desorbitadas. «El banco nunca pierde», se dice, y sin dudas eso alimenta siempre sospechas y también antipatía, hacia los custodios de nuestro dinero. Un caldo de cultivo, en fin, del que se ha nutrido en incontables ocasiones la literatura y el cine —también con base en hechos reales—, haciendo levantar las manos, en estos casos, a los empleados del banco.

Destinatarias en Argentina, no solo estas entidades, sino el sistema financiero en general, de una especial animosidad, se creó allí casi un género al respecto —la cosa venía de más atrás, pero sin dudas el famoso corralito reforzó este sentimiento para todo tiempo futuro— si tenemos en cuenta la cantidad de directores que eligieron abordar la temática. Ahí están, por nombrar algunas de esas películas, La parte del león (Adolfo Aristarain, 1978), Plata dulce (Fernando Ayala, 1982), Plata quemada (Marcelo Piñeyro, 2000) o la más reciente La odisea de los giles (Sebastián Borensztein, 2019). A Rodrigo Moreno le ofrecieron un día adaptar Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949), película de un oficinista que se queda con el dinero de los sueldos de la empresa en la que trabaja para intentar luego vivir a lo grande. No le convenció. Pero la historia le quedó en algún lugar de su cabeza. Y años después decidió utilizar parte de la historia —«Trasladé la acción a un banco porque siempre me interesó trabajar sobre esos empleados grises que pasan el día contando dinero»1— y el nombre del protagonista (Morán) para convertirla en su propia creatura, que llamó Los delincuentes (2023, disponible en Filmin).

Morán (Daniel Elías) hace cuentas. No para calcular cómo podría hacerse rico, sino para saber de cuánto sería la suma de sus nóminas hasta el día de su jubilación. Y multiplica la cifra por dos, en una de las primeras duplicidades de muchas que contiene el film. Siendo el jefe de Tesorería del Banco Social Cooperativo, para tener todo ese dinero de una sola vez solo necesita la determinación. Porque las llaves ya las tiene. Sabe bien que si se los lleva así, como si estuviera haciendo un trabajo de rutina, su imagen quedará grabada. Pero no le importa. La pena de tres años y medio, en comparación al resto de su vida —a partir de ser liberado— disfrutando de la guita sin tener que trabajar, no le parece excesiva. Compensa. Pero para eso necesita un socio.

No es casual que se trate de un robo al banco sin armas ni forcejeos. El robo es un pretexto. Decía Cortázar que para él la literatura era un juego. Pero un juego serio. El mismo vínculo se puede trasladar a Moreno y el cine. «El cine, con su profesionalismo funcional e ingenioso, está perdiendo la arista impulsiva, el lado caprichoso que el arte necesita, aquella que nos puede deparar obras imprevisibles, o poéticas o salvajes», escribió en «Hacia un cine imperfecto» (Revista de Cine, núm. 4, 2017). Ahí es donde quiere moverse: en la experimentación, la exploración, el gusto por el cine que ve y que le gusta pasar por su propio filtro. Rehúsa pensar su obra de acuerdo a lo que la industria desea y a lo que se presupone que quieren ver los potenciales espectadores. Al planteamiento efectista de gran parte del cine contemporáneo le antepone fina artesanía.

Juegos. Anagramas y palíndromos. Román (Esteban Bigliardi) se convierte en el socio de Morán. Años de servicio fiel al banco. Pero la tentación, la facilidad del plan que propone Morán supera el rechazo, la vía correcta. Pero el que el ladrón vaya preso tampoco significa que el cómplice sea hombre libre. Los fajos de billetes guardados se convierten en El corazón delator de Poe. Román intenta seguir con su vida de antes, pero se ahoga. A él sí le parece desmesurado el precio de la libertad. Ni uno ni otro hablan mucho, pero sus silencios lo dicen todo.

Los delincuentes
Sentir el encierro: con o sin celda.

Ser libre es tomarse un helado sentado

Así que Los delincuentes no iba sobre un asalto a un banco, sino sobre la libertad. Pero, ¿qué es la libertad? O ¿qué es ser libre? «Yo soy un viejo conservador que añora esa época… gozábamos de mayor libertad», explica Del Toro, el gerente del banco (Germán de Silva) fumando en la acera en una pausa. «¿Vos decís que había más libertad, Rolando?», quiere saber una empleada. «No, tenés razón, no había más libertad pero se podía fumar en cualquier parte». Morán los mira pensando en la que está por perder. O quizá en ganar. «¿Tres años y medio en la cárcel o veinticinco en el banco?», expondrá más adelante, dando a entender que lo segundo es lo más parecido a una prisión sin vigilancia.

Román viaja a un pueblito llamado Alpa Corral, en la provincia de Córdoba. Lleva dentro el paisaje bonaerense. Su ajetreo, sus prisas, gente que sale de todas partes, ruidos, falta de tiempo. El ambiente impregna a los personajes en la gran capital. Y del mismo modo, Moreno se sirve de una nueva realidad exterior que permea y se apodera de ellos. E intensifica su tendencia lúdica: se presenta una Norma, una Morna, un Ramón (Margarita Molfino, Cecilia Rainero, Javier Zoro Sutton). Leen el cómic Namor, que también es un personaje doble: mitad atlanteano, mitad humano mutante. Pero lo más importante es que ellos también juegan, cantan, disfrutan de la quietud y la charla y de un picnic pictórico, naturaleza muerta llena de vida. Solo en un oasis así Román puede aplacar el pensamiento rutinario, sustraerse, recordar una anécdota y tener ganas de compartirla. Y también preguntarse: «¿Por qué será que todavía me acuerdo de eso, si eso no es nada?».

Contó una vez Lisandro Alonso (que nombró su debut en largo La libertad) que cuando filmaban Los muertos (2004) en la cárcel, muchos reclusos le decían que «la única diferencia entre estar preso y estar libre era que afuera podían beber todo el alcohol que quisieran». Y que el plano que más le gustó de esa película fue cuando el protagonista, recién salido de la prisión, se sienta a tomar un helado al lado de la ruta. «Y está ahí sentado, haciendo nada, viendo cómo pasa la vida. Pero en libertad».

Lo mismo hace Morán, pero al revés: antes de entregarse a la policía. Aunque luego descubrirá que quizá no se encuentra tan condicionado como podía imaginar. «Afuera está todo el mundo pendiente del telefonito» —le explica un capo carcelario, interpretado, en una dualidad más, también por De Silva—. «El mensajito, la fotito, el comentario. Toda la gente se cree que es libre, y se la pasa actualizando páginas de internet. ¿Se da cuenta? Acá no pasa eso. Alguna ventaja teníamos que tener. Afuera falta, y acá si hay algo que nos sobra, es tiempo». Ah… ¿quizá la cosa va sobre el tiempo entonces? «De media, los niños de hoy usan TikTok durante cien minutos al día. Y el video promedio es de ocho segundos», señala el periodista y divulgador Johann Hari en una entrevista en El Confidencial. Linda libertad. Lindo panorama.

Los delincuentes
¿Una pintura de bodegón? No, un picnic en Alpa Corral diseñado por Moreno.

El empleo del tiempo

«¿En qué consiste la esencia de una obra cinematográfica de autor?» —se preguntó en su día Andréi Tarkovski—. «En  cierto sentido, se puede decir que esta es una «escultura del tiempo». De la misma manera que un escultor toma un bloque de mármol y, presintiendo los contornos de su obra futura, comienza a desechar lo superfluo, así también el artista cinematográfico, tomando un «bloque de tiempo», que abarca el enorme e indiferenciado conjunto de los hechos de la vida, empieza a tallar y a desechar todo lo inservible, conservando solo lo que serán los elementos imprescindibles de la imagen cinematográfica»2. Poco a poco, la simbiosis entre las ideas e inquietudes de Moreno y las de los propios integrantes del film, así como la particularidad de la propia cinta, se hace total.

El director, guionista y montador, en su quinto largometraje, parte desde el presente para dialogar con el pasado y con distintas posibilidades de futuro. Mantuvo la paciencia de filmar durante intervalos que fueron desde el 2018 hasta el 2022. No le preocupó que la duración terminara siendo de más de tres horas si eso pedía la historia. Ni reunir y mezclar distintos géneros cinematográficos. «Me gusta que las películas funcionen como un paseo sin un destino preciso ni una finalidad muy clara, o bien como una visita a un mundo o a un estado de ánimo determinados y que no se sabe muy bien cuándo ni por qué va a finalizar», declaró en su «Manifiesto» (revista Las naves, núm. 1, 2013). Dialoga porque no se regodea en la nostalgia de volver al pasado. No vuelve al pasado sino que va a su encuentro, lo rescata, lo revaloriza, y utiliza sus recursos para tratar de construir su propia escultura temporal. Así es que vemos ese banco en tono ocre que podría ser actual o un flashback de los setenta, esa calculadora comercial de mesa en la que Morán hace sus números, los cuales van saliendo en una tira de papel que guarda en un bolsillo —gesto que lo acerca a un especialista de lo retro como el finlandés Kaurismäki, que en su más reciente Fallen Leaves, por ejemplo, hace que su personaje apunte un teléfono en un trozo de papel también, en lugar de registrarlo directamente como contacto—, hasta los mismos billetes, podría decirse, ya tienen un aire añejo en esta era de capitales invisibles, y ese Wincofón (tocadiscos) en el que Morán pone para Norma su disco favorito, Pappo’s Blues (1971), y escuchan la canción «El viejo»:

Qué nos ocurre después de tanto tiempo,

reflexionamos al vernos al espejo;

qué es lo que pasa, me estoy viniendo viejo,

no se ya qué pensar, si ya no se qué es lo que pienso.

Si hablamos de música y sonido, es imprescindible resaltar la habilidad en el uso de ambas. Por un lado, en las elecciones para la banda sonora y su combinación —otra vez— de géneros, como en el caso de Astor Piazzola, un compositor único y revolucionario al hibridar el tango con el jazz y la música clásica. Y por otro, en la forma en que acompañan, refuerzan, ayudan a trasladar planos y secuencias, vibran con los habitantes de la cinta y hasta añaden un punto de extrañeza a la escena (esas palmas que parecen resonar en la cabeza de Román). O simplemente dejando que alguien lea en voz alta, sin ningún acompañamiento sonoro, para que se incline a escuchar atentamente desde el guardia de la celda hasta nosotros mismos. Como cuando Norma le lee un poema (Fui al río, de Juan L. Ortiz) a Morán.

Y es que en Los delincuentes, en esos desvíos de la rutina que buscan o se les presentan a los protagonistas, en esas disyuntivas a las que tienen que hacer frente casi de forma constante, el amor también acude. «Creo que en el cine solo puede haber historias de amor», dijo Jean-Luc Godard3. Pero aquí el amor, como no podía ser de otra manera, llega sin aviso, trayendo no solo dulzura y disfrute. De hecho, sería bien aplicable el título de uno de los álbumes de Ulises Conti —artista también incluido en el soundtrack—, El amor es un francotirador. Porque en su llegada arrastra a las personas que se ven envueltas, los remueve, los desordena a la vez que los pone en su lugar. «Creo que lo que aportó de nuevo la Nouvelle Vague» —reflexionaba a su vez Godard en los ochentas—, «como gran movimiento, es que nosotros potenciamos algo que hasta entonces no había existido en la historia del cine y que era el amor por el cine, amar el cine antes que amar a las mujeres, el dinero o la guerra».

Nexos con el arte

Mientras caminan en la noche calma de Alpa Corral, Morna describe a Román la ocupación de Ramón: «es cineasta». Pero es autor de una película que también cambió de rumbo, y entonces aclara: «Videasta. El cine como tal, ya murió». En su dedicación, en su modo artesanal de aproximarse al séptimo arte, Moreno quiere revertir esa agonía. Honra a Robert Bresson —fundidos encadenados, pantallas divididas, Román que va a ver El dinero4 a una sala semivacía— y recupera el influjo de la pintura impresionista (con la ayuda de una dirección de fotografía que transforma algunos fragmentos en verdaderos óleos en celuloide, y que obliga a citar los nombres de Inés Duacastella y Alejo Maglio). Deja respirar las escenas el tiempo que haga falta, desplaza la cámara a distintas velocidades, mucho más en sintonía con el proceso interior de los intérpretes que con movimientos estandarizados y previsibles, llegando a su apogeo en la construcción de esa elipsis bella, poderosa y magistralmente rodada cerca del final. Y sobre todo se atreve a desenvolverse en una libertad creativa sin miedo al error. 

Los delincuentes
El cine como caleidoscopio de influencias: las sierras de Córdoba en clave pictórica.

Por fortuna, para todo aquel que no desee consumir únicamente un cine que iguala hoy a las producciones como si salieran de una fábrica, Rodrigo Moreno no es en el país austral un caso aislado. Pertenezca su film o no a lo que se conoce como el Nuevo Cine Argentino (surgido a mitad de los años noventa con cineastas como Lucrecia Martel o Martín Rejtman— además del mencionado Alonso— y propulsado luego por el colectivo El Pampero Cine), son evidentes los vasos comunicantes que establece con películas como Trenque Lauquen (Laura Citarella, 2022); y no solo por compartir actores, gente de producción o una duración inusual, sino por su voluntad de situar la mirada y las acciones de una manera que decide alejarse de la ansiedad dominante, o la propia Jauja (2014) de Alonso, de la que parecen llegar ecos de sus paisajes a estas sierras cordobesas que recorren los personajes que intercambian letras en sus nombres.

Lo cierto es que Los delincuentes establece puentes no solo en el ámbito cinematográfico, sino también en el literario. Esa comunión con los paisajes de las ficciones citadas es más completo aún en dos libros que parecieran conformar una especie de archipiélago creativo en Córdoba. Porque de cerca de Alpa Corral (General Cabrera) es Federico Falco, quien en Los llanos (Anagrama, 2020) narra los días de alguien que se aísla en una casa con una huerta: «En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo. En el campo es imposible». Y de escasos kilómetros de allí (General Deheza) es su amiga Soledad Urquia, quien en La luz y la montaña (Las afueras, 2023) da forma de novela al diario personal de una madre que se muda con su familia a la sierra, e inicia una búsqueda espiritual mientras abraza la naturaleza y la maternidad.

Los delincuentes
«Paseo de campo en el verano» (1874), del pintor impresionista Pierre-Auguste Renoir.

Vivir al revés es vivir del derecho

Lejos quedan, cuando se saborea el tiempo, los números del banco, de los billetes, los minutos y las horas. Morán habla de trabajar haciendo siempre lo mismo, para tener quince días de vacaciones al año, para tener tiempo libre. «Solo vivimos para trabajar», remata. «El ser humano vive al revés, va en sentido contrario», reflexionaba hace poco el filósofo coreano Byung-Chul Han en El País. «Simone Weil lo dice. Es violento, destruye el medio ambiente, se comporta como las bacterias, que matan a quien deben su vida. Ningún animal es violento con la naturaleza, solo el hombre lo es, perturba aquello a lo que debe su vida. Es decir, va al revés. ¿Y cómo se puede escapar de esta vida al revés? Viviendo al revés».

Será entonces, quizá, que más allá de conseguir o no esa ansiada libertad, que para cada uno puede tener un significado diferente, una forma de ir en su búsqueda, al menos, es intentar vivir como creemos que debería ser, más cerca de nuestro ideal, que desde hace un tiempo ya largo es el contrario del que pareciera conformar el modelo de vida instaurado. Poner el freno. Dejar en suspensión las horas, y aparcar el rendimiento y productividad como norma impuesta. Y la pantallita, ya que estamos. Al menos por un rato. No dejar que nos lleve la corriente. Asumir la incertidumbre. «En tal sentido el error como posibilidad, como contracara misma de la perfección, aparece como una puerta de salida y una clara expresión de libertad», escribe Moreno.

Hay una escena de Los delincuentes que podría tomarse como un paradigma de casi todo lo expresado: suena «Por la mañanita», de Violeta Parra, y en el patio de esa casa rodeada por el verde, revolean pañuelos blancos esos cuatro cuarentones que, podría ser, unos cuantos años antes, no se hubieran imaginado estar bailando una cueca chilena que hubieran tildado de anticuada o anacrónica. Asumen y asimilan un pasado, lo tradicional, que hasta hace poco rechazaban per se. Bailan y se dan cuenta, o se sienten tal vez, liberados, libres, plenos, y que no hay nada mejor que pudieran hacer en ese preciso momento. Que sí, que tal vez sea efímero, pero tanto da cuando no se mira el reloj y que, en cualquier caso, qué no lo es.

En el poema que lee Norma, el protagonista intenta descifrar el lenguaje del río y lo que lo rodea. Siente que no puede y se angustia. Pero. «De pronto sentí el río en mí, / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados. Para terminar exclamando: Me atravesaba un río, me atravesaba un río!». El misterio como parte de la vida. Un personaje del film se va y se va. Se pierde. Se mezcla y funde con el paisaje. Todo lo que hemos visto iba hacia algún lugar. Pero no sabemos dónde. Como el río, que no se detiene. Muy al contrario, fluye, libre, sigue hasta el mar, hasta esa inmensidad inabarcable en la que vivimos y que el cineasta esculpe. Ramón, el videasta, dice que está haciendo una película. «¿No era que el cine había muerto?» pregunta Morna. «Quizás no murió del todo», responde.

No muere. Nomuere. Nomuere. Nomore. Moreno. Anagramas. Jugar.


Notas

(1) Revista Caimán, cuadernos de cine. Entrevista realizada por Jara Yáñez. Número 183. Diciembre 2023.

(2) Atrapad la vida. Lecciones de cine para escultores del tiempo. Andréi Tarkovski. Traducción de Marta Rebón y Ferrán Mateo. Errata Naturae. Madrid. 2017.

(3) Jean-Luc Godard. Pensar entre imágenes. Traducción de Natalia Ruíz Martínez y Javier Bassas Vila. Intermedio. Barcelona. 2010.

(4) A Yvon, el protagonista, lo sentencian a un período de prisión similar (tres años) al de Morán por colaborar en un robo a un banco.

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2 Comments

  1. En la película Tiempo de revancha (1981) la mediocridad y la corrupción están tan generalizadas que el personaje que interpreta federico luppi hace lo único que sabe hacer en realidad: ser rebelde a la norma.

  2. Pingback: ‘Los delincuentes’: querer vivir al revés - Multiplode6.com

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