Sociedad

Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal

Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal
La globosfera.

Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 46 «Rupturas»

Cuando llegue la hora de hacer el diagnóstico de nuestros males, cuando se quiera saber en qué momento estalló en mil pedazos la bella imagen de la Europa ilustrada, cuando se haga urgente comprender el origen del disturbio contemporáneo, la causa de los desmanes que deshacen la ilusión del progreso, no será necesario consultar a los historiadores, sociólogos, economistas o politólogos. Más pertinente será entonces encargar un dictamen al psiquiatra de guardia.

La línea quebrada que dibuja el borde entre el antes y el ahora, la linde que separa la ordenada evolución de las sociedades dueñas de su destino, administradas por la conciencia política de la razón, aleccionadas por el escarmiento de la Segunda Guerra Mundial y advertidas por la tenebrosa Guerra Fría, la frontera entre el articulado control de las circunstancias y la desesperada impotencia de nuestros días, que es la marca de la escisión contemporánea, aparecerá grabada en el lóbulo cerebral del ciudadano que deambula hipnotizado por las calles de la ciudad.

La impetuosa innovación tecnológica asistida por los oligarcas californianos y excitada por el Partido Comunista de China —en feroz competencia bipolar—, el acelerado desarrollo de la digitalización social, el entusiasmo de los Gobiernos europeos difundiendo los productos de la factoría tecnológica, la compra y el alquiler público de los servicios prestados por los proveedores, el ejemplo pautado por las instituciones, las declaraciones optimistas de los ministros, catedráticos y profesores, el esnobismo de los líderes de opinión han consolidado en Europa, en estos últimos diez años, la conexión de la ciudadanía al cerebro electrónico que emite los estímulos programados por la inteligencia industrial.

Dada la masiva y sumisa complicidad con los dictados de la innovación, la invención, el avance que procura la ingeniería, se han cumplido los primeros objetivos: la población europea responde puntualmente a lo incitado por las pantallas. Gracias a la prótesis electrónica que lleva el usuario en su bolsillo, se ha instalado por doquier una refulgente mampara de plasma: a fin de mediatizar la relación del individuo con la realidad, interponer entre el ser humano y su entorno la proyección de un simulacro, levantar la ilusoria figura de una fantasía, la confusa fantasmada de un fingimiento. De tal modo que se vaya escindiendo la relación del ser humano con el mundo real y con su propia conciencia.

El exhibicionismo narcisista de los influencers, los vídeos de gatitos, los accidentes de tráfico, las palizas callejeras, la bofetadas, el porno, los videojuegos, las series de las plataformas, las peliculitas, que engendran insomnio y aburrimiento existencial, la propaganda sectaria, la retórica de los publicistas encubiertos, las instrucciones ideológicas camufladas y toda cuanta mercancía averiada se cuelga en la globosfera se acumula a ritmo frenético en la cabeza del espectador, en el estercolero de su polucionada imaginación. Lo singular de este gran canal de distribución masiva, millones de pantallazos en constante ebullición, no es el trivial argumento de sus estúpidos contenidos, sino el gancho hipnótico y adictivo que ensarta al usuario: a fin de succionar y exprimir sus jugos hormonales. El entramado de la cañería tecnológica ha impuesto con su programa conductista una traumática crisis cultural y moral: ha conseguido suprimir de la vida cotidiana la posibilidad del silencio, la soberanía moral, el momento del diálogo interior, el ensimismamiento que sustenta la salud mental de los seres humanos. 

El individuo que padece brotes psicóticos, los conflictos cognitivos de su insondable dolor, la corrosión de su conciencia y la demoledora angustia vital, proporciona el modelo clínico que diagnosticará la actual escisión cultural. El tenaz sufrimiento del perturbado, el relato de sus delirios obsesivos, el curso de la alucinación que ha destruido su personalidad y alterado su conducta, servirá para entender la dramática perturbación contemporánea. 

Según los informes que periódicamente van publicando las entidades expertas en la materia, casi un 40 % de los jóvenes declara «sentir estrés de forma regular, problemas de sueño, poco interés en hacer las cosas, bajo estado de ánimo, tristeza o decaimiento, nerviosismo, ansiedad o miedo, problemas para concentrarse, aislamiento…». En otras franjas de edad manifiestan en mayor proporción haber sufrido problemas de salud mental: depresión (56,2 %) y ansiedad prolongada (56,5 %). Los más jóvenes refieren tendencias suicidas (31,8 %) y autolesiones (30,7 %). El informe citado añade: «algo que según el personal sanitario resulta cada vez más frecuente en los servicios de urgencia de la salud mental».

No es extraño que las estadísticas registren el temblor mórbido de los vicios injertados en la población. La ciudadanía enchufada al ingenio artificial se ve apresada por la obsesiva fijación al caudaloso destello metálico: disminución de la concentración, aislamiento, privación del tacto, falta de motivación y creatividad, aumento del estrés, irritabilidad, insomnio, frustración… y la retahíla de efectos colaterales que todo ello ocasiona al cerebro humano. Justamente son estos los mismos síntomas que permiten a los médicos detectar la inminencia del colapso que amenaza a los enfermos mentales: tristeza, falta de concentración, pensamientos confusos, miedo, sentimientos de culpa, cansancio, insomnio…

Ángel Martín es un cómico, un locutor de televisión, un tipo simpático que amenizaba los programas en los que intervenía con alegre desparpajo. Hasta que un día se rompió: «Tuvieron que atarme a la cama de un hospital para evitar que pudiera hacerme daño».

Años después y mientras se prolongaba su tratamiento psiquiátrico, Ángel Martín escribió el descarnado relato de la locura que estalló en el centro de su cabeza. La convulsión de su brote psicótico, el espasmo de su angustia, el estremecimiento de su delirante ansiedad, quedó registrado en un libro revelador: Por si las voces vuelven (Planeta, 2021). El testimonio personal de la más perturbadora aflicción que puede sufrir un ser humano.

Lo que permite citar su libro como la pista que lleva al centro de la cuestión es el impacto que ha causado su publicación: más de quinientos mil lectores, más de veinte ediciones consecutivas, incesantemente renovadas en las librerías. Los actos de presentación de su libro se celebran sin parar dos años después de ser publicado y convocan en cada ciudad a centenares de personas, lectores que soportan largas horas de espera para conseguir la firma del autor. En estos breves encuentros con Ángel Martín, en la fugaz conversación que comparten, los lectores expresan un conmovedor agradecimiento por haber sacado a flote el dolor y el pánico que no se atrevían a confesar.

La ruptura padecida por Ángel Martín, la quiebra entre el yo que ayer vivía inconscientemente y el yo que hoy se duele tan consciente, la escisión que conocen los ciudadanos avergonzados por el estigma de la enfermedad mental, atemorizados por las voces que suenan en su cabeza, ha sido descrita por los estudios que exploran el laberinto del alma humana. 

La escisión de la psique, el cisma declarado contra sí misma, la discordia dolosamente aceptada, la rivalidad entre la insoportable exigencia de la razón y el insufrible capricho de la emoción, conduce de repente al abrupto trauma del colapso mental. Desencadenados los demonios, liberados los fantasmas, convocados los espectros que camparán a sus anchas por la conciencia, el individuo se ve obligado a reconocer que no es el único habitante de su cuerpo.

La quiebra psicótica fragmentará al individuo y a la sociedad en la que vive: desatadas las fuerzas irracionales de la destrucción, estas no se detienen en la cápsula del cerebro y afectan por igual al organismo colectivo. El síndrome azuzará la enemistad sectaria que desbarata a la sociedad y le impide gobernarse, conducirse y comportarse con la sensatez de un equilibrio saludable. La escisión es contagiosa y epidémica. 

Uno de los síntomas que delatan la irreparable inminencia de la crisis mental es la incapacidad del sujeto, o de la sociedad, de percibir el verdadero peligro, entender las acuciantes amenazas latentes. Su delirante enajenación le exige sustituir la realidad por fantasías paranoicas y riesgos imaginarios. Bajo su influencia tendrá lugar el amedrentamiento de la voluntad, la intimidación de la conciencia, la atrofia cognitiva de una inteligencia lesionada por su enloquecido trastorno.

La prensa nos ayuda a encontrar ejemplos que ilustran la magnitud del estropicio contemporáneo y la declinante deriva de la inteligencia colectiva. Aun pareciendo volanderas y fragmentarias, y dado el gran empeño que invierten las instituciones por hablar a la menguante opinión pública, las declaraciones vertidas en los medios de comunicación adquieren un doble valor: mientras confirman la instrucción de lo que se quiere difundir, delatan la necesidad de repetir lo que no todo el mundo acaba de entender.

La ministra de Educación de Letonia, Kristina Kallas, declara en su entrevista que para usar la inteligencia artificial en la educación es necesario introducir una enorme cantidad de datos personales del alumno en la máquina «y que, por lo tanto, el proceso de aprendizaje del niño es básicamente propiedad de la máquina». La ministra se pregunta sagazmente «¿quién poseerá finalmente estos datos?». Sin resolver el enigma, la ministra prosigue. A pesar de mostrarse consciente de los llamados «riesgos de la IA», la ministra no se arredra y declara: «perseguir la IA es inútil. Si comenzáramos con la regulación, mataríamos la innovación desde el principio». La ministra parece más interesada en la prosperidad de la industria tecnológica que en la salud de los alumnos puestos bajo su custodia, pero no por ello renuncia a confesar las tareas pendientes: «la digitalización del sistema educativo no puede basarse solo en la creencia ideológica de que es buena, debe hacerse con la participación de científicos, psicólogos, neurólogos, expertos en tecnología y desarrollo del cerebro (sic)». Mientras tanto, da a entender la ministra, tendremos que conformarnos con «la creencia ideológica de que la IA es buena». Nadie hasta ahora lo había declarado con tanta elocuencia. ¡La IA es una creencia ideológica!

Más adelante, y ya liberada su franqueza, la ministra letona reconoce que es un riesgo innegable el hecho de que la máquina «se convierta en guía del aprendizaje». En efecto, admite, «la máquina guiará el proceso de aprendizaje, pero será todavía parcial…». Todavía. La cursiva es nuestra.

Pocos días después se publican en la prensa las declaraciones de Mar España, directora de la Agencia Española de Protección de Datos. Afirma el autor de la entrevista que desde 2015 la directora se ha volcado en la protección de los menores en Internet y que ha convencido (sic) a las principales tecnológicas para que colaboren retirando los contenidos violentos o sexuales. La directora de la Agencia Española de Protección de Datos afirma que desde 2019 ha tramitado más de ciento treinta retiradas de contenidos homófobos, racistas, violentos, etc.

Sin aclarar cuántos de los ciento treinta «trámites» han sido ejecutados (aunque se han «sancionado tres webs porno con multas de quinientos veinticinco mil euros»), la directora declara que se debe «ser firme con la industria tecnológica». Cita entonces los datos que revelan la delirante dinámica del adictivo enganche anclado entre los jóvenes por Internet: «El 75 % de los adolescentes consume pornografía dura y eso está teniendo consecuencias graves en el desarrollo de la empatía. El 86 % del contenido pornográfico supone violencia física y agresión sexual. El porno es el 30 % del volumen de navegación en Internet».

La directora, que multa pero no cierra las webs del mercadeo pornográfico, anuncia también el nuevo proyecto de la Agencia: encargar a un grupo de médicos, psicólogos y pedagogos el plan de prevención de la «salud digital». Y pone un ejemplo: «cuando el bebé va al pediatra, no se le pregunta solo qué tal come, sino cuál es su comida digital».

A ver si lo entendemos: un bebé (se supone que en brazos de su madre), interrogado por el médico…, ¿tendrá acceso a una dieta digital en la nueva ley de protección integral del menor?

La directora se muestra partidaria de regular los cinco neuroderechos que difunde la Neurorights Foundation de la Universidad de Columbia (financiada por la Fundación Alfred P. Sloan). Un reglamento dispuesto a garantizar la identidad personal («prohibir a la tecnología que altere el sentido de uno mismo»), el libre albedrío («no ser manipulado por las tecnológicas»), la privacidad mental («protegerlas del uso de los datos recogidos durante la medición de su actividad»), acceso equitativo y protección de los sesgos («para evitar cualquier discriminación»).

El protocolo filantrópico que quiere aplicar la directora de la Agencia puede leerse también a la inversa: todos los ciudadanos son igualados por la tabla rasa de Internet, todos son medidos a todas horas y de todos son extraídos sus datos personales, a fin de saber a ciencia cierta en qué momento alguno de ellos pierde «el sentido de sí mismo». La polisemia conceptual que se repuja en estas instrucciones es algo habitual en la retórica de las instituciones y cargos públicos encargados de decir una cosa y hacer la contraria, hablar con firmeza ante las tecnológicas y no incurrir en el tabú de «frenar la innovación», expresar las reticencias que legitiman al aparato y proclamar los derechos del ciudadano sin estorbar por ello la estratégica expansión del producto digital. 

La globosfera no solo instala en la rutina del usuario la prótesis que corroe su salud mental. También ha conseguido organizar la infantilización masiva de sus abonados. Su mecanismo viral, virtual y vírico va desactivando los recursos psicológicos de la edad adulta y conduciendo la dócil credulidad de un doncel. El usuario abducido por el destello de la pantalla se verá sometido a una convulsa regresión, empujado a una adulterada minoría de edad. Atraído por el guiño cómplice de los eslóganes publicitarios, extasiado por la meliflua y colorista imagen del diseño, seducido por la ilusa celebración de los dispositivos, por la facilidad con que la pantalla responde a su clic, por la comunidad de amigos cariñosos que consigue con una foto, por el perfil que solventa su ansia de identidad, por la destreza con que mueve los dedos en el teclado y en el tinglado digital… ¿Acaso no es esta globosfera una casita de chocolate repleta de juguetes? El ciudadano modélico de la globosfera es un infante incauto e ingenuo, impotente y recompensado con cebos y placebos, hipnóticos y adictivos. Y, al mismo tiempo, es el adulto sufriente que carga con el tormento de su transgresión, con el martirio del olvido de sí: depresión, obsesión, amargura, delirio, caos mental, tendencias suicidas y corrosiva angustia emocional. Y el miedo, claro, el miedo cerval a las voces que no dejan de sonar, dentro y fuera de la cabeza, dando órdenes y reproches, tentando y amonestando, incitando y advirtiendo. Las voces oscuras, terribles y blasfemas.

El ciudadano de la globosfera fue tiempo atrás un ser humano y ahora es un muñeco. Pobre desgraciado.

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5 Comments

  1. gordiflaco

    1- Como dice el dicho: «Si hay que ir al infierno, se va. ¡Pero encima no nos acojone!
    2- Al final los «progres» conseguirán aquello con lo que ni sueñan curas, cardenales y otros ayatolas: prohibir el porno.
    y 3- ¿Entonces, mañana no tengo que ir a trabajar?

  2. Pablo

    España es un país más dividido que otros en eso de «ciencias y letras». Así que, con frecuencia, los que escriben sobre el presunto apocalipsis tecnológico son, como el autor, intelectuales ignorantes de la tecnología. Gente de letras…

    Casi todos los problemas derivados del uso de la tecnología (incluyendo la acribillada inteligencia artificial) se resuelven entendiéndola. Y en contra de lo que creen los intelectuales perezosos, los cuñados, las amas de casa y los periodistas o los políticos, conocer la tecnología está al alcance de cualquiera con suficiente interés.

  3. Me gustaría saber qué es, según usted, “entender la tecnología”, propósito que parece sólo al alcance de un ser inmortal y trascendente. No “entendemos” las consecuencias o las interacciones de casi nada. En tiempos de la galaxia Gutenberg ya existía un desbordamiento de información (una persona no podía en toda su vida analizar los hechos que se producían en una gran ciudad durante un día). Luego está el hecho de que las patologías que se atribuyen alas tecnologías no parecen (después de una amplia recapitulación histórica) ser inherentes a éstas, sino resultado de actos políticos o sociales. También es cierto que la invención del ferrocarril lleva aparejada la del accidente ferroviario, pero esa esotra cuestión. Puedo entender su consternación ante soflamas maximalistas, pero ¿entender?

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