Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 45 «Irlanda»
Sean Thornton se acerca a los cuarenta años; es un hombre corpulento con paso rápido, sonrisa afable y el don de saber callar. Nacido en Innisfree, tenía cuatro años cuando perdió a su padre. Un tío de América envió a buscar a su madre y a él. Ella murió después de que él cumpliera doce años. Desde este momento en adelante tuvo que ganarse la vida: como vendedor de periódicos, barrendero, peón, fogonero, pudelador de acero, boxeador, pretendiente al título, aspirante a campeón y entonces… matador de un hombre en el cuadrilátero. Un modo de matar distinto al de la guerra en la que Sean había servido a su país. Así que Trooper Thorn colgó sus guantes, contó sus ganancias en el boxeo y reflexionó con tristeza sobre los recuerdos de su madre, un tanto idealizados, acerca de su Innisfree natal. A Irlanda regresa ahora, como un hombre pacífico (quiet man) que va en busca del olvido de todas las guerras del alma humana.1
Con estas palabras se nos presenta al inicio del guion cinematográfico de El hombre tranquilo (The Quiet Man) a Sean Thornton, el protagonista de la que sería una de las más importantes, y sin duda la más querida, de todas las películas de la amplia filmografía de John Ford.
Nacido en Cape Elizabeth, Maine, en 1895 (1894, según otras fuentes) en el seno de una familia de inmigrantes irlandeses y bautizado como John Martin Feeney, optó por cambiarse el apellido por el de Ford poco tiempo después de iniciar su carrera cinematográfica en la Universal Pictures. Sin embargo, siempre hizo gala de sus orígenes irlandeses, de los que estaba profundamente orgulloso, y solía afirmar que su verdadero nombre era Sean Aloysius O’Feeney.
Fue sin duda la pasión por Irlanda, la patria de sus ancestros, la que le hizo enamorarse, a primera lectura, del relato «The Quiet Man» («El hombre tranquilo»), del escritor irlandés Maurice Walsh, publicado originalmente en las páginas de la revista norteamericana Saturday Evening Post en el mes de febrero de 1933.
El texto, que sería publicado a los pocos meses en la irlandesa Chamber’s Magazine y recogido en 1935 por el autor como parte de su colección de cuentos The Quiet Man and other stories (Green Rushes), contaba la historia de Shawn Kelvin —que pasaría a llamarse Paddy Bawn Enright en el relato—, un muchacho que había partido a Estados Unidos con apenas diecisiete años «en busca de fortuna, como tantos otros de los suyos» y regresaba a su condado natal de Kerry quince años después. Un «hombre tranquilo» al que «no le gustaba hablar de sí mismo y de las cosas que había hecho», que buscaba la paz y el sosiego de su tierra natal tras una dura experiencia vital en América.
Tras adquirir en 1936 los derechos de Walsh por apenas diez dólares, junto con el compromiso personal al autor de que se aumentaría la cifra si finalmente se rodaba la película, adaptar «The Quiet Man» al cine se convirtió en casi en una obsesión personal de John Ford.
A pesar de que, cuando la filmó, era ya un director consagrado que había rodado algunas obras maestras indiscutibles (El delator en 1935; La diligencia en 1939; Las uvas de la ira en 1940; ¡Qué verde era mi valle! en 1941; Pasión de los fuertes en 1946; Fort Apache en 1948, o La legión invencible en 1949, entre otras), no le resultó fácil acometer el proyecto. Fue una empresa a la que dedicaría cerca de veinte años de su vida.
Ford había fundado en torno a 1939 con Merian C. Cooper la Argosy Pictures Corporation, una productora con la que buscaba libertad e independencia creativa y económica para desarrollar proyectos personales, entre los que se encontraba, desde el primer momento, El hombre tranquilo. Con la Argosy realizaron varias películas para la RKO y la MGM, pero no consiguieron que el rodaje de El hombre tranquilo saliera adelante en ninguna de ellas. Ford lo intentó también con la Fox y con la Warner, pero los productores no acababan de ver el atractivo que podía tener para el gran público una pequeña historia ambientada en un escondido pueblo en Irlanda. Tal era la incertidumbre sobre si la película vería alguna vez la luz que John Wayne y Maureen O’Hara, a quienes Ford había comprometido para sus papeles unos cuantos años antes del rodaje, solían bromear con el director diciéndole que, si se retrasaba más, tendrían que acabar representando a Will Danaher y la viuda Atillan por no tener ya edad para encarnar a los dos protagonistas.
Finalmente, y tras haber fracasado un serio intento de filmarla con la London Films de Alexander Korda, las puertas del proyecto se abrieron definitivamente con la Republic Pictures Corporation, un pequeño estudio especializado en películas de serie B con presupuestos ajustados, bien lejos del que se estimaba que haría falta para emprender el rodaje de El hombre tranquilo. Se dieron varias circunstancias que coadyuvaron al éxito. Por un lado, el jefe de la Republic, Herbert J. Yates, buscaba mejorar la calidad de las películas del estudio y quería a Ford para rodar algún wéstern. Por otro, los buenos oficios de John Wayne, gran amigo de Ford, que tenía un contrato con el estudio y medió para que llegar a un acuerdo. En virtud del pacto alcanzado, John Ford realizaría entre una y tres películas con presupuestos que no superaran el millón y medio de dólares. Ahora bien, ante la desconfianza de Yates en el éxito que pudiera obtener El hombre tranquilo exigió que antes se rodara una cinta que reportara importantes beneficios.
Ford dirigió entonces Río Grande, con la que completaría su famosa Trilogía de la Caballería. John Wayne estaría acompañado por Victor McLaglen y Maureen O’Hara. Era la primera vez que Wayne y O’Hara coincidían en un reparto y la química entre ambos fue impresionante. Río Grande contó con un presupuesto escaso, pero, a pesar de ello, Ford rubricó una obra maestra que tuvo una magnífica acogida de público, cumpliendo las expectativas de Yates, y esto permitió que El hombre tranquilo se hiciera realidad.
Una vez que Ford contó con el visto bueno para la producción, se dedicó en cuerpo y alma a preparar el rodaje y, entre 1950 y 1951, organizó varios viajes para buscar localizaciones. Para preparar algunas de estas expediciones contó con la ayuda de la familia de Maureen O’Hara, en cuya casa se alojó en varias ocasiones, y con la de su pariente lejano Michael Morris, tercer barón de Killanin, miembro de la Cámara de los Lores, un personaje casi literario que llegaría a presidir el Comité Olímpico Internacional y con quien Ford en el pasado había emprendido, con escaso éxito, la aventura de fundar una pequeña productora que facturara películas de temática irlandesa.
Superadas no pocas dificultades, derivadas muchas ellas del control férreo que Herbert Yates pretendía ejercer sobre la producción para evitar que el presupuesto se disparara, el equipo partió hacia Irlanda en el verano de 1951.
La idea inicial del director era rodar en An Spidéal (el pueblo natal de su padre, Sean Feeney), un enclave costero del condado de Galway que Ford había visitado en numerosas ocasiones, pero que carecía en aquella época de las condiciones adecuadas para acoger un rodaje como aquel. Las encontraron no muy lejos, en Cong, un pequeño pueblo del interior, en el condado de Mayo, en el que abundaban los elementos paisajísticos que Ford buscaba para su idealizado hogar irlandés: ríos de aguas cristalinas donde pescar la trucha y el salmón, viejas abadías y cementerios con cruces gaélicas cubiertas de musgo, antiguos puentes de piedra que cruzan arroyuelos de agua fresca, praderas de un verde esmeralda, cabañas de piedra encaladas y coronadas con techumbres vegetales, colinas que huelen a hierba húmeda y turba… Fueron muchos los amigos y familiares que acompañaron a Ford hasta Cong para participar en el rodaje. Concibió la filmación casi como unas vacaciones para disfrutar con los suyos. Era un sueño hecho realidad y puso mucho de él en la película, comenzando por el propio guion.
El texto final del libreto, que firmarían conjuntamente Frank Nugent y el propio Ford, conoció varias versiones y, si bien es cierto que tomaba parte de la columna vertebral del relato de Maurice Walsh, fue enriquecido con nuevas tramas y caracteres. No pocos de esos ajustes se debieron a la necesidad de recortar el metraje y también de disminuir la carga política que contenía.
En cualquier caso, Ford dejó en la película su particular impronta, esa muy reconocible huella fordiana que le caracterizaría y lo convertiría indiscutiblemente en un director-autor. En El hombre tranquilo «está todo Ford», en palabras del escritor y crítico de cine Eduardo Torres-Dulce, gran conocedor y admirador de la obra del maestro de Maine.
Quizá el elemento nuclear temático de la película sea el hogar, uno de los temas del cine de Ford por excelencia. El hombre tranquilo es, ante todo, un retorno al hogar de marcados trazos proustianos. Cuando Thornton baja del tren en la estación de Castletown (Ballyglunin, en la vida real), pero, sobre todo, cuando cruza sus puertas y sube al carro de Michaleen Flynn, camino de Innisfree, es transportado a un particular universo fantástico, un lugar mágico del que le hablaba su madre en la niñez. La contemplación de la casa familiar de los Thornton, Blanca Mañana, acompañada del recuerdo de la hermosa y cálida voz de su madre que podemos escuchar en off, se convierte así en la magdalena de Proust que traslada a Sean a aquel idealizado hogar familiar del que se tuvieron que marchar en busca de un futuro mejor.
Ford nos presenta Innisfree como un lugar intemporal, como una isla donde se diría que no ha penetrado el mundo exterior moderno. Allí llega Sean Thornton huyendo del hecho terrible de haber matado a un hombre en el ring con sus propias manos. Algo que lo desgarra por dentro y que trata de sanar retornando a la patria de la infancia.
El hombre tranquilo es, también, una vuelta a las raíces, al grupo familiar, a la comunidad, la tradición y las costumbres. Hay mucho de ello en la película, como en casi todo el cine de Ford. De él se llegó a decir que era un maestro en el apunte costumbrista tanto en el terreno temático como en el estético.
Por otro lado, El hombre tranquilo es una hermosa oda a la verde Irlanda. La isla fue siempre un símbolo para Ford, su particular Arcadia, una Ítaca, como también lo fue, y es, para los millones de irlandeses, y sus descendientes, que se vieron forzados a emigrar al Nuevo Mundo como consecuencia de las grandes hambrunas. El propio Sean Thornton es un trasunto de John Ford. Es él quien, a través del personaje, retorna a una idealizada patria.
Ford ya había afrontado el tema de Irlanda en El delator, película con la que obtuvo el Óscar a mejor director y el de mejor actor para Victor McLaglen. Ahora bien, ambas películas no pueden ser más dispares: frente al blanco y negro casi expresionista de El delator, El hombre tranquilo está pintada con un vivo tecnicolor. Frente a la historia sórdida, oscura y cruenta de la primera, con el telón de fondo de una delación por motivos miserables, la epopeya de Sean Thornton es vitalista y entusiasta: un canto a la vida.
Pero El hombre tranquilo es ante todo una historia de amor. De un amor apasionado y carnal entre Sean Thornton y la pelirroja Mary Kate Danaher. Un amor «impetuoso, homérico», en palabras del casamentero Michaleen Flynn. A la historia del cine ha pasado, por inolvidable e icónica, la escena en la que Sean contempla por primera vez a Mary Kate paseando por un hermoso prado verde y, al cruzarse sus miradas, ambos se enamoran al instante. O la del ardiente beso entre los dos protagonistas en el cementerio bajo un arco de piedra rodeados de cruces gaélicas, totalmente empapados tras haber sido sorprendidos por una lluvia torrencial mientras paseaban por los prados.
No pocas fuentes apuntan a que el propio John Ford estaba enamorado de Maureen O’Hara y que El hombre tranquilo es también un tributo a ese amor. Algo que no se nos antoja difícil de creer si atendemos a cómo sigue y mima la cámara a Mary Kate en cada escena…
Por lo que se refiere al reparto de la película es difícil de superar, comenzando por los tres actores principales (John Wayne, Maureen O’Hara y Victor McLaglen), que están absolutamente soberbios. Se diría que es casi imposible imaginar a otros actores interpretando sus papeles. Actores muy fordianos, representando también caracteres muy propios del cine de Ford.
Completa el reparto todo un elenco de magníficos actores que aportan alma y espíritu al conjunto de la película. Muchos son viejos amigos de John Ford, a quien recurrentemente acompañaban en su cine, pertenecientes a la conocida como The John Ford Stock Company. Curiosamente, o quizá no tanto, casi todos los que aparecen en pantalla, e incluso quienes se encuentran tras la cámara, son irlandeses o descendientes de irlandeses. Unos viajaron con Ford, otros se eligieron en la propia Irlanda, en castings celebrados en el mítico Teatro Abbey de Dublín, y los extras eran casi todos de Cong y sus alrededores.
De entre todos ellos habría que destacar los personajes del casamentero borrachín Michaleen Oge Flynn (un inconmensurable Barry Fitzgerald), el padre católico Peter Lonergan (Ward Bond), que hace las veces de narrador, el reverendo protestante Cyril Playfair (Arthur Shields) o el miserable y mezquino ayudante de Will Danaher, Ignatius Feeney (Jack MacGowran), entre otros.
Si hay un aspecto que merece ser mencionado tras el reparto es la impresionante fotografía de Winton C. Hoch y Archie Stout —que les reportaría un Óscar—, filmada en un prodigioso tecnicolor con el que consiguen una textura bucólica, por momentos fantástica y onírica. Muchas de las escenas parecen proyectadas desde antiguos grabados de costumbres y paisajes irlandeses y con una omnipresencia del verde en los exteriores, hasta tal punto que cuentan, como anécdota, que Herbert Yates llegó a quejarse a Ford diciendo que todo era verde en la película y que retiraran el filtro que le habían puesto a la cámara.
A cada una de las escenas se adapta como un traje a medida la exquisita banda sonora de Victor Young, que combina temas tradicionales irlandeses de marcado carácter evocativo y melancólico con piezas vitalistas y festivas. Sobre todas ellas destaca, sin duda, «The Isle of Innisfree», compuesta años atrás por el poeta y policía dublinés Richard Farrelly. O la popular canción irlandesa «Wild Colonial Boy», omnipresente en las escenas en el interior del bar de Pat Cohan.
Cuentan que, en una cena con el equipo en el castillo de Ashford, cuando se acercaba el final del rodaje, Ford les dijo que se sentía muy feliz por estar filmando la película con la que tanto había soñado y por hacerla, además, con todos sus amigos más cercanos del negocio del cine. Y añadió que para él sería la manera perfecta de acabar su carrera, a modo de testamento cinematográfico; algo que no ocurriría, afortunadamente. También cuentan que Ford lloró en el avión de regreso a casa tras finalizar el rodaje en Irlanda.
El tráiler que lanzó la Republic para promocionar el film decía: «Es una película maravillosa, la mejor llevada nunca a la pantalla por John Ford. Su dirección la hace inolvidable». Con ella conseguiría el cuarto y último Óscar a mejor director de su carrera, tras los obtenidos por las ya citadas El delator, Las uvas de la ira y ¡Qué verde era mi valle!
El hombre tranquilo es un canto de amor alegre y jovial a la vida. Ford concibió esta película como un regalo para sí mismo. Creó un mundo idealizado, mágico, un paraíso y un refugio al que poder regresar cuando lo deseara. Y logró una maravillosa obra de arte, un deleite para los sentidos y también un elixir para el alma. Una película que es «capaz de salvarte la vida», en palabras del cineasta José Luis Garci. Porque, para muchos, el Innisfree de El hombre tranquilo es una isla a la que acudir en busca de paz o de consuelo, como lo son la Tierra Media de Tolkien, el Moulinsart de Hergé, el Baker Street de sir Arthur Conan Doyle o la Vigàta de Andrea Camilleri.
I will arise and go now, and go to Innisfree,
And a small cabin build there, of clay and wattles made;
[…]
And I shall have some peace there, for peace comes dropping slow.
(Fragmento de «The Lake Isle of Innisfree», de William Butler Yeats.)
Notas
(1) Coma, Javier. Solo ante el peligro/El hombre tranquilo. Editorial Dirigido por…, Colección «Programa Doble». Barcelona, 1997, p. 112.
Desde luego, es una película sorprendente en la obra de Ford siendo, para muchos entre los que me encuentro, una de las mejores.
Hay que verla una vez al año. La secuencia de la pelea es mítica, inolvidable.
Y que decir de Mildred Natwick, la viuda Tillane. Las escenas con el Pelirrojo Danaher son fantásticas.
¿Ford? Un pesao. Ya de niño me echaba para atrás ese maldito tuerto sin saber muy bien por qué. En sus películas salían cowboys, indios, tiros y toda la parafernalia del viejo Oeste, aunque demasiados uniformes para mi gusto, demasiadas lamidas de culo para el ejército de los Estados Unidos.
Luego estaba ese pretendido «humor» cazurro tan gracioso como tirar a un bebé desde un sexto. A mí me gustaban «Winchester 73», «Raíces Profundas», «Veracruz», «Solo ante el peligro», etcétera, para circunscribirme a los 50, solamente. Y aún me siguen gustando. Pero vi «La diligencia» hace poco y me pareció algo tan, pero tan superado, que no daba crédito. Los actores, fatal (todos) hablando a gritos como si estuvieran en el teatro. Comprendo que en su momento debió de ser la repanocha pero ya va siendo hora de bajar del pedestal todo lo que haya quedado apolillado.
El «toque Ford» consiguió que casi todos sus secundarios me cayeran como el culo. Sí, esos que tanto hacen correrse a algunos por aquí. Y la peor película para mí, ha sido esta patochada de «El hombre tranquilo» que alguien definió de manera acertadísima por aquí, hace ya años, como «Una zarzuela de paletos irlandeses». Esas estúpidas peleas junto con las consabidas bromitas entre paisanos, puede que sean el regocijo de cuatro abuelas despistadas ( aunque no creo que el cine de Ford enganche a muchas mujeres, la verdad) pero a un servidor le han servido de laxante natural en demasiadas ocasiones.
Y nada más, de momento. Estoy seguro de que algunos y algunas que lean esto, se sentirán agradecidos por el hecho de que alguien se haya atrevido a decir por fin, lo que llevaban tanto tiempo pensando y callando sobre John Ford.
Una opinión fundamentada y circunspecta. Como dijo el tito Harry, las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene una.
Perdona pero eso lo dijo antes Nietzsche o Pio XII, ahora estoy dudando…
La opinión elegante de un progre.
Vale. Ya te has tirado el pedo en misa. Ya puedes ir a decírselo a tus amiguetes y echar unas risas. Y presumir de lo valiente que eres y de lo agradecido que está el personal por atreverte a decir lo que nadie se atreve de Ford.
Lo magico de las libertad de expresión e internet es que no hay que saber de lo que se habla para opinar. Democracia, se pidrua llamar, ya que en esta no hay que saber sobre lo que se está vitando para hacerlo. Ambas, la libertad de expresión y la democracia hab demostrado repetidamente su fracaso, pero tambien que no hay alternativas menos malas.
Tanto esfuerzo criticando a Ford. Para que?
Bueno, sobre gustos no hay nada escrito, como dijo alguien, aunque hay gustos que merecen palos, que dijo el otro. No me siento ofendido porque no te guste Ford, siendo como es el autor de algunas de las películas que yo, humildemente, considero fundamentales en la historia del cine.
En lo que discrepo es en el argumento que propones: «La Diligencia está superadísima». Nunca he entendido esa idea de la superación aplicada al arte o la filosofía. Me parece un juicio aplicable a la ciencia o a la tecnología: el geocentrismo, o las locomotoras a vapor están superadísimos; pero, ¿puede decirse lo mismo de un cuadro de Velázquez, una composición de Bach o una obra de Shakespeare?
Cada vez que te la tropiezas en Tcm o en la 2 la vuelves a ver. Irremediablemente. Aunque lo haya hecho 50 veces y te la sepas de memoria. Es lo que tienen los clásicos.
Elixir para el alma. Que descripción más exacta.
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Pues yo estaría para incluir a John Ford en el canon de los grandes creadores irlandeses del siglo XX junto con Joyce, Yeats y Beckett…
Hay más cine solo en los títulos de crédito de HORSE SOLDIERS y entrada de John Wayne en plano que medio cine mundial… Me encanta ese arranque…
Luego lo que dice ese de arriba es cierto: Ford inventa el cine con añadidos… Como dijo no se quien que toda filosofía occidental es una nota de pie a Platón, pues el cine de Hollywood es una nota de pie a John Ford…
Pero de Hollywood no todo el cine, hay otra corrientes con otras raíces bien distintas… como las de Godard pongamos… o las de Roberto Rossellini…
Es una película «familiar» por varias razones aparte de su argumento. El casamentero (Barry Fitzgerald) y el pastor protestante (Arthur Shields) eran hermanos en la vida real. El cura joven, Father Paul
(James O´Hara), y uno de los dos caballeros del IRA (Charles B. Fitzsimons) eran hermanos de Maureen O´Hara. El otro caballero era hermano de John Ford, así como también lo era el viejo que estaba enfermo y se recuperaba para ver la pelea (Francis Ford). Los niños que estaban en el carro durante la carrera eran hijos de John Wayne (Melinda, Michael, Patrick y Toni Wayne). También sale (con su acordeón) Ken Curtis, cuñado de John Ford. Como se puede ver, una gran familia para una gran película.
Pues lo dicho, un montón de paletos y encima parientes.