Serendipias virtuales
Comencé a investigar la obra de Charles Bukowski allá por 2007. Recuerdo con claridad que, al cabo de un par de años, estaba hablando con uno de los miembros del comité de mi doctorado. Había escrito su tesis sobre Moby Dick en 1992 y, quince años después, seguía publicando artículos sobre ese libro y Melville. Mi ingenuidad académica era tal que me costó asimilar esa información. ¿Cómo era posible que alguien dedicara quince años de su vida al mismo tema? ¿No estaba todo dicho ya? ¿Quedaba algún recoveco por descubrir? ¿En serio?
En serio. Allí seguía yo, quince años más tarde, picando piedra en el universo bukowskiano. Cierto, la mayor parte de la investigación la había hecho de manera intermitente, entre viajes, familia, rupturas, mudanzas, trabajos nuevos, etcétera. Lo normal. Nunca llegó a ser el pilar de mi vida, pero fue una presencia constante e inevitable, una especie de criadero mágico del que nacían libros, artículos, conferencias, amantes y quién sabe qué más. Un regalo llovido del cielo. Y, ah, sí, también una bio-bibliografía. Un proyecto monumental en el que había invertido muchas más horas de las debidas. Un libro repleto de anécdotas reveladoras y miles de datos aburridos que era imposible de concluir. La culpa, por supuesto, era de la enfermedad de escribir de Bukowski. Una enfermedad a todas luces incurable.
Después de volver a cierta normalidad tras la pandemia, sentí que era uno de esos momentos de «ahora o nunca». O le daba un empujón al proyecto para rematarlo de una vez por todas o acabaría rematándome. Noches inacabables, fines de semana de infarto sin despegarme del portátil y, de repente, ¡zas!, estaba finiquitado. O eso creí. Había perdido la esperanza de encontrar las dos publicaciones más esquivas y codiciadas de Bukowski, la revista Write y los periódicos de derechas en los que había publicado cartas a favor de los nazis a comienzos de la década de los cuarenta. Pero, contra todo pronóstico, una búsqueda rutinaria a mediados de 2023 acertó de pleno. No acababa de creerme lo que estaba viendo. ¿Esas cartas las había escrito el mismo Bukowski por el que me había desvivido durante unos quince años? ¿O se trataba de uno de esos espejismos con los que se topan los investigadores, exhaustos y con los ojos vidriosos, al final de un interminable día anodino?
Lo cierto es que dejé escapar un grito de asombro. ¡En ese preciso instante caí en la cuenta de que llevaba más de diez años tras la pista del periódico equivocado! Siempre que mencionaba las cartas nazis de la discordia me decían que echase un vistazo a los archivos de Los Angeles Examiner. Y eso hice. Me pasé un sinfín de horas en la Biblioteca Pública de Los Ángeles escudriñando cientos de rollos de microfilm, cada vez más mareado. Tras un par de horas, cada rollo nuevo pasaba a ser una enorme mancha de tinta ininteligible. Nombres y lugares se transformaban en puzles indescifrables. Me daba un respiro, salía fuera, recorría la manzana, regresaba y volvía a marearme. Salía de nuevo. Entraba por enésima vez. Sin suerte. En la página editorial, junto a columnas de Helen Rowland, Edwin C. Hill y Elsie Robinson, leía con lupa docenas y docenas de «Cartas al editor», pero el nombre de Bukowski brillaba por su ausencia.
Por aquel entonces, le comenté a John Martin, el editor de toda la vida de Bukowski, que andaba a la caza de esas cartas, y me dijo, «creo que Bukowski se lo inventó. Dudo mucho que esas cartas existan». Me di por vencido. Demasiados callejones sin salida. Aquello comenzaba a ser una obsesión malsana. Cerré esa puerta y seguí adelante con mi vida. Poco después, empecé a trabajar en el ámbito de las Humanidades Digitales. Me encargué de digitalizar cientos de publicaciones periódicas, entre ellas Poetry, la revista literaria por antonomasia. Me llamó la atención ver a Ezra Pound en la mayoría de ellas, tal y como Bukowski hiciera décadas después. Me familiaricé con el Reconocimiento Óptico de Caracteres (OCR), los metadatos y el etiquetado digital. Cosas que hasta entonces habían supuesto un dispendio en viajes y alojamiento estaban al alcance de un simple clic. A mediados de 2023, mientras le daba los retoques finales a la bio-bibliografía, respiré hondo y decidí intentarlo de nuevo. Así son los investigadores. Jamás tiran la toalla, muy a pesar de quienes les rodean.
Comprobé de nuevo las principales bases de datos: Proquest, EBSCO, Newsbank, JSTOR y muchas otras. Nada. Probé suerte en la página de Internet Archives, donde cada día se suben miles de páginas digitalizadas nuevas. Nada de nada. Horas y más horas desperdiciadas. No me extrañaba que esas cartas fueran el santo grial. Aun así, Howard Sounes, biógrafo polemista, había asegurado que Bukowski «había escrito a varios periódicos para expresar sus creencias radicales», y el escritor Barry Miles había llegado a la conclusión de que Bukowski «había publicado cartas a favor de Hitler en Los Angeles Examiner». Entonces tienen que ser reales, pensé. Para sorpresa mía, cuando les pregunté al respecto, Sounes me dijo, «nunca llegué a ver las cartas nazis, más bien me fie de sus comentarios en entrevistas y en su obra», mientras que Miles admitió que «nunca he visto esos periódicos». Tal vez, después de todo, se trataba de un espejismo.
Pero las casualidades felices existen. Quiso la suerte que me topase con una base de datos poco conocida con un gran número de ejemplares de Los Angeles Examiner y Los Angeles Herald Examiner. Una primera búsqueda rápida no dio resultados. Recordé entonces que el padre de Bukowski, que se llamaba igual que él, había montado en cólera porque su hijo había firmado una carta con el nombre de «Henry Bukowski» en un número de 1940 de Los Angeles Collegian, un periódico universitario. Probé unas cuantas variantes del nombre y, sin terminar de creérmelo, di con tres cartas de un tal «Henry C. Bukowksi, hijo». Hice clic en ellas y no cabía duda, eran las cartas que Bukowski había mencionado en entrevistas y poemas, medio ocultas durante vete a saber cuánto tiempo en esa base de datos de la nadie había oído hablar.
Lo curioso del caso es que cuando eché un vistazo a la portada de los tres números me quedé extrañado al ver que no eran ejemplares de Los Angeles Examiner ni de Los Angeles Herald Examiner, aunque estaba convencido de que así se llamaban en la base de datos. Volví sobre mis pasos, hice clic de nuevo en esos números de Los Angeles Examiner y acabé en las páginas de otro periódico llamado Los Angeles Evening Herald and Express. ¡Pues claro! ¡El típico error de etiquetado! Todos los ejemplares de Los Angeles Evening Herald and Express se habían etiquetado erróneamente con el nombre de Los Angeles Examiner. La única manera de dar con esas cartas era por pura casualidad. Y todo por las ansias de las Humanidades Digitales por digitalizar todos los libros habidos y por haber en un abrir y cerrar de ojos. Eso, y un OCR que dejaba mucho que desear en el mejor de los casos, eran la principal causa de que hubiera desperdiciado un sinfín de horas delante del ordenador. Y cuán ingenuo había sido al pensar que Bukowski habría enviado las cartas a Los Angeles Examiner, que era la edición matinal del periódico. Había probado suerte en la edición vespertina, cuando ya estaba lo bastante sobrio como para leerla. Qué curioso que estas cosas solo tengan lógica en retrospectiva.
Todos los esfuerzos habían valido la pena. Aquellas cartas polémicas ya no eran una especie de criatura mítica mofándose de mí a lo lejos y poniendo a prueba mi paciencia. Estaban ahí mismo, al alcance de cualquiera, esperando a que las examinaran, analizaran y diseccionaran. ¡Lo que me esperaba!
Peroratas desquiciadas
Pero lo primero es lo primero. Si bien Sounes en 1998, Miles en 2005 y, en especial, Ben Pleasants en 2004 en el libro Visceral Bukowski habían lanzado las acusaciones nazis cuando Bukowski ya llevaba varios años muerto, lo cierto del caso es que el primero en propagar esas difamaciones sin miramiento alguno no había sido otro que el propio Bukowski. En entrevistas, poemas, relatos y novelas, no puso reparos en hablar sobre «el flipe nazi», sobre todo en las malogradas grabaciones de Pleasants. Digo malogradas porque cuando Pleasants recibió toda suerte de ataques por proclamar que Bukowski había sido un nazi en esencia, siempre sostuvo que sus afirmaciones procedían de las cintas que había grabado a mediados y finales de los setenta, cuando estaba inmerso en una biografía sobre Bukowski que no llegó a buen puerto. Durante años se pensó que Pleasants se lo había inventado y que las cintas eran producto de su imaginación, pero tras su muerte en 2013 pude localizarlas y allí estaba Bukowski, discurriendo sobre sus andanzas nazis entre cerveza y cerveza.
Pleasants, con gran astucia, omitió que Bukowski hablaba en broma. En las cintas queda bien claro. La aventura nazi era una farsa de principio a fin, así de sencillo. Quizás se trataba de otro ejemplo del humor de Bukowski, que se reía de los demás con la misma facilidad que de sí mismo. Pleasants había investigado la obra de Bukowski desde finales de los sesenta y estaba al corriente de sus declaraciones públicas. Aun así, lo que Bukowski había rememorado medio en broma en esas cintas y en otros medios, Pleasants lo transformó en creencias nazis arraigadas y radicales. Sorprendente, cuando menos. Más de una vez pensé que se trataba de su venganza personal por la biografía inconclusa. Tampoco ayudó mucho el que Bukowski escribiese un relato en 1978 en el que se mofaba del comportamiento cargante y ególatra de Pleasants.
Salvo alguna que otra referencia breve, Bukowski no habló en serio del nazismo antes de los setenta. La primera ocasión en la que se extendió sobre el tema fue en una entrevista publicada en la revista Stonecloud en 1972: «Fingí ser un nazi por puro aburrimiento […] Recuerdo que una vez acabé en un enorme sótano oscuro en algún lugar de Glendale. Nos pusimos de pie y saludamos la bandera, y un tipo comenzó a decir que nos cargaríamos el comunismo. Pero no era uno de ellos, para mí era una comedia […] Boyd Cole [decano de la universidad] se me acercó y me dijo, «Bukowski, no creo en lo que pregonas, pero escúchame bien: si ganáis, me pasaré a vuestro bando». Le dije, «Boyd, eres un mierda de cojones, no te quiero ni ver»». Años después, narraría el mismo encuentro con Cole en la novela La senda del perdedor.
En el relato «Política», escrito en diciembre de 1972, expresó un punto de vista similar: «En el City College de Los Ángeles, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, me hice pasar por nazi. Apenas distinguía a Hitler de Hércules, pero me daba igual […] Ni siquiera me molesté en empaparme de las doctrinas de Adolf, me limitaba a largar cualquier cosa que me pareciese diabólica o desquiciada […] Seguí fingiendo ser un nazi durante un tiempo sin que me importaran lo más mínimo los nazis, los comunistas o los americanos». En 1963, la revista alternativa The Outsider le había concedido el galardón de «Inconformista del Año», y casi una década después Bukowski seguía manteniéndose al margen de casi todo, en especial de la política.
En una de las cintas de Pleasants, grabada en 1976, Bukowski admitió que incluso tenía seguidores; eran estudiantes universitarios «débiles y muy jodidos» que se sentían atraídos por sus payasadas y peroratas pseudonazis. También explicó que jugaban a la ruleta rusa con una pistola de verdad. Juraban lealtad a la bandera americana con gran solemnidad, dispuestos a salvar al país de la amenaza comunista, aunque a Bukowski le daba igual. Pronto caí en la cuenta de que las grabaciones de Pleasants eran un filón. Cierto, Pleasants tergiversaba de manera ingeniosa lo que Bukowski decía en las cintas para justificar su propia visión de los hechos y, en ocasiones, realizaba aseveraciones que rozaban lo absurdo. Por ejemplo, aseguró que Bukowski leía Los Angeles Examiner porque William Randolph Hearst publicaba a Hitler y a Mussolini, aunque Hearst había despedido a Hitler porque no cumplía con los plazos. Otra patraña de Pleasants, me dije. Nadie se atrevería a despedir a Hitler. Pero el historiador David Nasaw me puso los puntos sobre las íes: «Hearst probó a Hitler, Mussolini y a muchos otros líderes mundiales, y los despedía cuando no daban la talla o no cumplían». A partir de entonces, aprendida la lección, le di a Pleasants el beneficio de la duda, sin dejar por ello de comprobar sus afirmaciones todas las veces que hiciera falta.
En La senda del perdedor (1982), para muchos la mejor novela de Bukowski, también se refirió a la nostalgia que sentía por su tierra natal al tiempo que culpaba a sus profesores universitarios de sus tendencias nazis: «Como había nacido en Alemania, tenía una cierta lealtad natural y no me gustaba ver cómo equiparaban a todos los alemanes con monstruos e idiotas […] No era nazi por temperamento o elección; fueron los profesores quienes en cierto modo me lo inculcaron al ser todos iguales y pensar de la misma manera y encima tener ese prejuicio antialemán». Al igual que en entrevistas y relatos, Bukowski evitaba a quienes acataban órdenes sin cuestionarse nada, tal y como ya presagiara el título de uno de sus primeros libritos, Peleando a la contra (1962). La historiadora Kathryn Olmsted corroboró los recuerdos de Bukowski: «Es probable que la mayoría de los profesores fueran antinazis en 1941. Por aquel entonces, Hitler estaba en guerra con la mayoría de las democracias europeas». Por su parte, Nasaw aportó algunos matices diferentes: «Dudo que todos los profesores fueran de izquierdas y antialemanes. En 1940-1941, los americanos odiaban y temían a Hitler, pero no estaban preparados para declararle la guerra». De hecho, el antintervencionismo era la postura más común antes del ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941.
A finales de 1991, cuando Bukowski ya tenía setenta y un años, escribió «¿Qué pensarán los vecinos?», un poema en el que sintetizaba la mayoría de las ideas nazis que había planteado con anterioridad en su obra, y en el que enfatizaba que había respaldado «causas nada populares» en las cartas que había enviado a periódicos conservadores. Gorroneaba las bebidas a sus acólitos de derechas al tiempo que les convencía de que era un simpatizante nazi de armas tomar. Ese fue el poema en el que Sounes y Miles basaron sus afirmaciones, pasando por alto muchos otros ejemplos en los que Bukowski había dejado bien claro que todo era una farsa. A pesar de las acusaciones nazis de Sounes, Miles y Pleasants, estaba dispuesto a creer a Bukowski. Tras años de investigación, sabía que era un creador de mitos de lo más astuto y un amante nato de las polémicas. Uno de sus fuertes era defender contra viento y marea ideas provocadoras que hoy no se consideran políticamente correctas. Para mí no había que seguir deliberando; los cargos eran infundados y había que retirarlos sin contemplaciones.
Y entonces conocí a Norma Almquist. Los dos estábamos investigando en la Huntington Library de San Marino, en California. Almquist había publicado varios poemas de Bukowski en Ante, una revista alternativa que había coeditado en los sesenta. Mientras almorzábamos en un lugar tranquilo y sombreado cerca de los jardines de la biblioteca, me confió que había estudiado con Bukowski en el City College de Los Ángeles. Me contó que siempre se sentaba en la última fila, con el ceño fruncido, y que no trataba con nadie en el aula. Típico de Bukowski, pensé. Entonces me dijo algo que me dejó boquiabierto: «Era de una agresividad silenciosa, llevaba una esvástica en la manga de la chaqueta. Dado que la Segunda Guerra Mundial ya había empezado, aquella esvástica nazi nos sentó como una bofetada. Dudo mucho que simpatizase con la propaganda nazi. Creo que llevaba la esvástica en la chaqueta para llamar la atención». La narración y la cronología de Almquist eran indemostrables, pero resultaban creíbles porque confirmaban que el carácter provocador de Bukowski ya estaba en ciernes. Almquist tenía casi noventa años en aquel entonces, por lo que me tomé sus palabras con cierto escepticismo, sin olvidar que había enfatizado una y otra vez que Bukowski solo quería dar la nota y polarizar a sus compañeros.
Se me pasó por la cabeza que era posible que Bukowski hubiera respaldado a Hitler en los cuarenta y que hubiese cambiado de idea en los setenta, diciendo que todo había sido una broma. La manera más inteligente de salir de aquel embrollo era recurrir al humor negro para así camuflar las típicas excentricidades de juventud. El único modo de saberlo con seguridad era leyendo las tres cartas que había descubierto por pura casualidad.
Ya es hora
Entre las muchas cartas publicadas en Los Angeles Evening Herald and Express de lectores recurrentes como Charles Geduld, Michael Crowley, Albert Burki, «una madre», «un contribuyente» y «un americano leal», di con las tres cartas de un jovencísimo Bukowski. Aparecieron en el periódico antes del ataque a Pearl Harbor y los editores las titularon «Una fábula moderna», «Pregunta y respuesta» y «Lo que le preocupa». Las dos primeras cartas se publicaron cuando Bukowski todavía iba al City College de Los Ángeles y vivía con sus padres, y la tercera vio la luz unos meses después de que abandonara los estudios universitarios en junio de 1941 y poco antes de que comenzase su etapa de vagabundeo por el país.
En «Una fábula moderna», Bukowski, con apenas veinte años, muestra su insatisfacción con el Oso Yanqui, el Oso Inglesito y el Oso Teutón, sobre todo por el modo en que el Oso Yanqui maltrata al Oso Teutón. Al fin y al cabo, Bukowski había nacido en Alemania y siempre sintió nostalgia por su tierra natal. Tal y como comentara el biógrafo David Calonne tras leer las cartas por primera vez, «Bukowski debía de sentirse a favor de los alemanes por su ascendencia». Los tres osos aparecen descritos como criaturas diabólicas, pero el Oso Teutón es el que sale mejor parado. En cualquier caso, Calonne añadió que «Bukowski aboga por el no intervencionismo porque los tres ‘osos’ tienen las manos sucias». Tanto es así, que el propio Bukowski reconoce que los osos «se pelean por el manjar colonial» mientras fingen salvar la democracia.
Curiosamente, Bukowski publicó su primer relato en la prestigiosa revista Story en 1944, pero este «cuento de hadas inacabado» lo escribió a comienzos de 1941 a modo de fábula y se asemeja en forma y estilo a un relato. Bukowski era consciente de ello ya que al final de la carta apuntó que «cada día hay más personas que piden a gritos ir a la guerra contra Hitler. Les dedico este cuento, escrito de manera infantil, porque si son tan simplones como para caer dos veces en la misma trampa está claro que no van a entender nada más». La primera carta publicada en Los Angeles Evening Herald and Express corrobora que ya tenía madera de escritor.
«Pregunta y respuesta» es una carta breve y directa en la que Bukowski cavila sobre las contradicciones de la guerra y echa la culpa de las mismas a la Administración de Estados Unidos. Bukowski remata el escrito en tono sarcástico: «Un caso más bien peculiar, amigos míos, de querer estar en misa y repicando». En la última carta, «Lo que le preocupa», Bukowski comienza diciendo, «me preocupa mucho menos que Hitler venga aquí que el que nosotros vayamos allí». En esta ocasión, critica al presidente Franklin D. Roosevelt por incumplir sus promesas electorales. Zanja la cuestión asegurando, sin pelos en la lengua, que los «ocho acuerdos para la paz» de Roosevelt son en realidad «ocho motivos para respirar hondo» porque podrían desencadenar «guerras en el futuro» en lugar de atajar los problemas del momento.
Escéptico por naturaleza, releí las cartas varias veces en busca de argumentos que abanderasen, aunque fuera de manera indirecta, el régimen de Hitler. Tanto Los Angeles Examiner como Los Angeles Evening Herald and Express eran periódicos conservadores en los cuarenta que muchos liberales boicoteaban. Tal y como Olmsted me explicara, esos periódicos «ultranacionalistas populistas estaban en contra del intervencionismo, el New Deal y Roosevelt». Bukowski tenía la oportunidad de expresar sin ambages lo que realmente pensaba, y estas cartas así lo demuestran. Su antintervencionismo no puede ser más elocuente. Calonne concluyó que Bukowski estaba «en contra de la guerra, no estaba a favor de ningún bando. Defendía a Alemania desde un punto de vista cultural, pero se oponía a la guerra». El poeta S. A. Griffin se mostró de acuerdo al respecto: «Está claro que Bukowski tenía sentimientos encontrados ya que se sentía apegado tanto a Estados Unidos como a Alemania». Griffin añadió que, además, «era bien posible que le llamasen a filas porque se había formado como futuro oficial en la universidad con fondos del Ejército. Tal vez temía que le reclutasen y tuviese que empuñar un arma para defender el país… Le preocupaba lo que estaba ocurriendo en el mundo. La acumulación de poder y la imparable colonización occidental le afectaban, y mucho». A pesar de las acusaciones nazis, los vínculos con Alemania no le convertían en un títere de Hitler.
Neeli Cherkovski, el primer biógrafo de Bukowski, lo defendió a ultranza: «Hank fingió ser un nazi cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, pero solo era puro teatro con sus amigos. No creía para nada en las ideas de derechas que se hicieron populares antes, durante y después de la guerra. No era antisemita ni por asomo». Por si fuera poco, el escritor Jeff Weddle negó de manera categórica la existencia de cualquier atisbo nazi en las cartas: «No defiende a Hitler, ni el fascismo ni tampoco el genocidio, que es algo que algunos de sus enemigos más encarnizados le querrían endosar a toda costa». Para Weddle y Cherkovski, la etiqueta de «simpatizante nazi» estaba completamente fuera de lugar.
Los historiadores no podían estar más de acuerdo. Tanto Olmsted como Nasaw afirmaron con rotundidad que las cartas no contenían ningún fundamento nazi y aseguraron que el aislacionismo de Bukowski ni siquiera era radical en aquel entonces. Olmsted comentó que las cartas estaban en consonancia con «la política editorial de Hearst. A la mayoría de los lectores de los periódicos de Hearst les resultaban familiares esos sentimientos», mientras que Nasaw concluyó que las cartas «no respaldaban la política nazi, sino que eran antintervencionistas y antibritánicas… No teníamos derecho a librar una guerra en Europa, a salvar el Imperio británico. Participar en la guerra, ya fuera defendiendo a los británicos o yendo directamente a la guerra, supondría un auténtico mazazo para nuestra economía. En definitiva, las cartas se oponen a la guerra». Millones de compatriotas norteamericanos expresaban sin tapujos su postura aislacionista. El de Bukowski no era un caso único, y más teniendo en cuenta que la tragedia de la Primera Guerra Mundial todavía estaba muy presente. «Lo que Bukowski escribió en esas cartas», arguyó Olmsted, «ni siquiera se vería como algo radical entonces. Hay una gran diferencia entre decir que Estados Unidos no debería ir a la guerra y que los nazis estaban en lo cierto».
No es de extrañar que Bukowski, habilidoso tejedor de fabulaciones y mitos, exagerase su visión cinco décadas más tarde en el poema «¿Qué pensarán los vecinos?». Aunque es posible que escribiese las cartas en 1941 para llamar la atención y darse a conocer, como haría el resto de su vida en gran parte de su obra, su inconformismo era bastante común antes del bombardeo en Pearl Harbor. El que calificase a sus padres de «insensatos patriotas ilusos» cincuenta años después, para así ensalzar la supuesta impopularidad de sus propias creencias en los cuarenta, no hacía más que reincidir en lo mismo: el deseo de magnificar a posteriori la reacción hostil a las cartas. Para el joven Bukowski, disgustar a sus padres era tan imperioso como la necesidad de escribir. Al Bukowski anciano le fascinaba novelar y dramatizar esas proezas de juventud.
Salvo que se encuentren otras cartas que demuestren el compromiso de Bukowski con la causa nazi, las afirmaciones en ese sentido ya no resultan creíbles y hay que descartarlas. Tras años de investigación, durante los cuales cuestioné a todos y a todo, incluida mi cordura, llegué a la conclusión de que Bukowski era un tipo mucho más listo de lo que se pensaba. Mientras que la mayoría de los lectores le creían a pies juntillas o se tiraban de los pelos escandalizados, Bukowski tan solo trataba de pasárselo bien, ajeno a cualquier revuelo. Eso sí, le divirtió ver la confusión que había provocado tras asegurar que había fingido ser un nazi en la universidad. En las grabaciones de Pleasants, se le oye reírse a mandíbula batiente mientras habla del «flipe nazi». Se estaba burlando de sí mismo y seguramente confiaba en que nadie le tomaría demasiado en serio.
Ya va siendo hora.
Cuando me lo recomendaron me decían: «disfruta de su lectura pero pasa de sus fans». Así que lo leí y lo disfruté, por sus diálogos ingeniosos y rápidos, su sátira social, y sus momentos poéticos. A día de hoy me daría una pereza releerlo como muchas de las cosas iniciáticas que hacía hace 30 años, ya pasé por ahí y no lo echo de menos. La nostalgia no va conmigo. No sabía de esas cartas, y con lo iconoclasta y descreído con el poder que era, o aparentaba ser, me costaría identificarlo con un nazi. Otra cosa es que como persona de su tiempo se abonara a otros comportamientos que hoy no serían aceptables y no se trata de censura sino de reconocimiento a lo que él no veía. Recuerdo su admiración por Celine, que sí que fue un cabrón durante la ocupación. Vida y obra son dos cosas distintas hasta cierto punto.
PD Aun me dan más pereza sus lectores, los puedes reconocer en Alberto Olmos, Soto Ivars, Cristian Campos o Jorge Bustos., que aun se piensan en los 90, aunque algunos fuesen infantes, y la miran con nostalgia.
Bravo por la ardua investigación, más que necesaria después de unas décadas que se han alimentado de las citas de fuentes secundarias sin contrastar, y por la imprescindible llamada de atención a desconfiar de las primeras biografías, en las que suele estar el germen de todos los errores posteriores. Gracias por el trabajo duro y la valentía.
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