«No puede ser más lastimosa la lectura de sus páginas, en las que solo es dable advertir un acierto, consistente en la propiedad del uso de un vocablo, el del título: caos». Así de lapidaria fue la crítica anónima que en enero de 1935, desde las páginas del diario La Nación, le cayó encima a Caos, un libro de cuentos publicado en Buenos Aires el mes anterior por un muchacho de veinte años. Un muchacho llamado Adolfo Bioy Casares.
La moraleja más facilona —y acorde a estos tiempos— que podríamos extraer de la anécdota es la motivacional: no te rindas, sigue adelante, que una mala crítica no te impida seguir tus sueños, fracasa mejor, etc. Pero es probable que un aprendizaje mayor resida en la importancia de tener paciencia y no apresurarse para publicar. A los veinte años casi nadie escribe tan bien como que para que sus textos merezcan circular por fuera de las redes sociales u otros ámbitos de similar fugacidad. Ni siquiera fue el caso de Bioy, quien se convertiría en uno de los escritores argentinos más relevantes del siglo pasado, Premio Cervantes en 1990, entre muchos otros reconocimientos.
Entre sus quince y veintitrés años de edad, Bioy publicó nada menos que seis libros, de los que más tarde se arrepintió y nunca quiso reeditar: Prólogo (una colección de cuentos y miscelánea aparecida en 1929 con la firma de Adolfo V. Bioy), 17 disparos contra lo porvenir (cuentos, 1933), el ya citado Caos (1934), La nueva tormenta o La vida múltiple de Juan Ruteno (novela, 1935), La estatua casera (miscelánea, 1936) y Luis Greve, muerto (cuentos, 1937). Hay que tener templanza y tenacidad para seguir escribiendo y publicando libros después de críticas tan demoledoras como aquella de La Nación. (Por cierto, ¿por qué un diario prestigioso dedicaba tanto espacio a una diatriba anónima contra una muchacho de veinte años y un libro que le parecía tan malo?)
«Vos nos tenías perplejos», le dijo a Bioy su amigo Jorge Luis Borges en 1967, en una charla sobre los comienzos literarios que el primero registró en su diario. Se habían conocido a finales de 1931, cuando el autor de Fervor de Buenos Aires tenía treinta y dos años y Adolfito, como lo llamaban sus seres queridos, diecisiete. «Empezaste por ser moderno, contemporáneo —continuó diciendo Borges—, cuando te proponías ser Brunetière o Faguet. Lo que me dejaba perplejo era la desarmonía entre tu conversación inteligente y clasicista y tus libros caóticos». «La conversación también era caótica», replicó Bioy.
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Adolfo Vicente Bioy Casares nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914, en el seno de una familia adinerada y de abolengo (era nieto de Vicente Casares, primer presidente del Banco de la Nación Argentina, y sobrino bisnieto de Carlos Casares, quien fuera gobernador de la provincia de Buenos Aires; dos ciudades de tal provincia llevan en la actualidad sendos nombres), y murió hace un exacto cuarto de siglo: el 8 de marzo de 1999. Quienes vivimos los años ochenta y noventa recordamos su imagen de viejito bueno y elegante, piola, como decimos en Argentina, macanudo, majo, guay, bon vivant, un donjuán, un dandi amable de las pampas, a la vez pícaro, astuto, socarrón.
De ese modo, en efecto, lo retrató el escritor Juan Forn, quien en 1985 era cadete en la editorial Emecé y lo acompañó en un viaje de Buenos Aires a La Plata, donde Bioy iba a presentar su flamante novela titulada precisamente La aventura de un fotógrafo en La Plata. Fueron en el Volvo que Bioy había comprado «porque no sabía qué hacer con los dólares que le había pagado la Playboy italiana por cuatro de sus viejas Historias de amor ilustradas cachondamente por Milo Manara». Bioy, quien en ese entonces tenía setenta y un años, manejó todo el recorrido sin problemas y estacionó el auto a la vuelta de la librería donde se realizaría la presentación. Cuando salieron del auto le dio las llaves a Forn, se le colgó del brazo, se encorvó, comenzó a arrastrar los pies y le indicó por lo bajo:
—Usted no me suelte en ningún momento y explíqueles a todos que estoy muy viejito y no puedo quedarme mucho tiempo.
Al rato, terminadas la charla y la firma de ejemplares y cuando todo el mundo se dirigía a las mesas de comidas y bebidas, el escritor volvió a pedirle al cadete:
—Diga que se ha hecho muy tarde y tenemos que irnos.
«Así salimos de la librería —cuenta Forn—, él encorvado y arrastrando los pies, yo de lazarillo, pensando que a lo mejor el viejo estaba cansado de verdad y que mi hambre de lobo no era un precio tan alto ante la posibilidad de manejar aquel Volvo. Pero al doblar la esquina Bioy se enderezó como un resorte, me arrancó de la mano las llaves del auto, en dos saltos estuvo al volante y arrancamos rumbo a Capital».
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A finales de 1940, a sus veintiséis años de edad, no mucho después de aquellos seis «libros caóticos» de cuyos títulos no quería acordarse, Bioy publicó una de las mejores novelas de la literatura argentina: La invención de Morel. La historia en primera persona de un fugitivo de la justicia que se ha refugiado en una isla que creía desierta pero en la que descubre la enigmática presencia de otros seres. El influjo de H. G. Wells y La isla del Dr. Moreau es evidente, del mismo modo que el libro de Bioy fue una referencia para los creadores de la serie Lost (en el capítulo 4 de la cuarta temporada se lo ve a Sawyer leyendo La invención de Morel).
Cuenta Silvia Renée Arias en Bioygrafía, su libro sobre la vida de Bioy Casares, que el episodio que dio origen a La invención de Morel tuvo lugar en Pardo, un pueblo de las pampas bonaerenses donde la familia del escritor tenía una casa de campo:
Acudió a la mente de Bioy la perspectiva honda e infinita de las tres fases del espejo veneciano del cuarto de su madre. Él, para quien ver era la mayor prueba de la existencia de algo, pensó que eso le daba la certeza de que existía algo que no existía. Deslumbrado por la visión, en sus Memorias dice haber pensado entonces en «la posibilidad de una máquina que lograra la producción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales».
Arias anota después:
«Otro día, junto al río, en Villa Ocampo, San Isidro, mientras se encontraba con Borges en la parte baja del terreno, desde donde podían observar, a la distancia, a los otros invitados, Bioy le comentó la idea de su libro, y Borges le sugirió que era de esa manera como debía mirar a los protagonistas de su historia. Fue así como Bioy ubicó al héroe […] en los bajos de ese lugar desconocido, remoto y despoblado…»
Cómo no recordar ante esas referencias el primer párrafo de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», uno de los más célebres cuentos de Borges, publicado por primera vez en la revista Sur en mayo de 1940, meses antes de que se editara La invención de Morel:
Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.
En su famoso prólogo, fechado en noviembre de 1940, Borges señala que La invención de Morel «despliega una odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural». Agrega que «en español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada», y que con este relato Bioy «traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo». Ese género tenía ya algunos cultores en nuestra lengua, aunque su nombre resultaba casi desconocido: ciencia ficción. «He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído —concluye Borges—; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta».
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Los espejos quizá sí, pero si había algo que no le parecía abominable a Bioy era la cópula. La mujer de su vida fue la genial Silvina Ocampo, a quien conoció en 1934, cuando él estaba por cumplir veinte años y ella treinta y uno. La diferencia de edad no fue obstáculo para una relación que nació de inmediato; se casaron en enero de 1940 y estuvieron juntos hasta la muerte de ella, en 1993. Él, sin embargo, tuvo decenas de amantes y nunca se preocupó por ocultarlo. «A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores —escribió en sus Memorias—. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó: «Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres pero has vuelto siempre a mí. Creo que es una prueba de amor»».
«¿Tenían los Bioy un pacto explícito de pareja abierta?», se pregunta Mariana Enriquez en La hermana menor, su biografía de Silvina Ocampo. No hay una respuesta clara. Algunas versiones la sitúan a ella en el lugar de víctima sufriente por la conducta de su marido; otras rechazan esa interpretación, que «la pone en un lugar de minusválida» y «es una condescendencia hacia ella que no merece», ya que «tuvo una vida amorosa bastante plena», según palabras del investigador y ensayista Ernesto Montequin. El propio Bioy, en una entrevista en 1994, dijo saber que ella «también tenía otras relaciones», aunque eso no lo preocupaba: «Yo sabía defenderme de los celos y por otra parte sus historias no eran tan frecuentes. Siempre nos unió un gran cariño que iba más allá de la atracción física».
Cuando Bioy quiso ser padre, como Silvina no podía tener hijos, una de sus amantes aceptó tener un bebé con él y luego darlo en adopción. Una curiosa subrogación de vientre adelantada a su tiempo. Así fue como en 1954 nació Marta Bioy. Nueve años después nació Fabián, el segundo hijo de Adolfo, fruto de una relación con una mujer casada. Bioy lo reconoció mucho después y lo presentó en sociedad unos pocos años antes de morir.
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La invención de Morel es el libro más famoso pero no el preferido para muchos lectores de Bioy: ese lugar lo ocupa El sueño de los héroes. Esta novela, publicada en 1954, narra la historia de Emilio Gauna, un hombre que «está continuamente intentando recordar algo que olvidó en una noche de carnaval, hasta que se da cuenta de que es algo que no debía recordar», como ha reseñado Rodrigo Fresán.
Gauna proviene de Tapalqué, otro pueblo de las pampas bonaerenses, de donde el personaje «recordaba unas calles de arena y la luz de las mañanas en que paseaba con un perro llamado Gabriel». Un dato marginal que se resignifica cuando uno lee, en la «Autocronología» de Bioy, un recuerdo de sus cuatro años de edad: «En una rifa gano un perro que se llama Gabriel. Al otro día no está en casa. Me dicen que fue un sueño». Acaso esa experiencia grabada a fuego en su mitología personal se relacione con su interés por los límites difusos entre el sueño y la vigilia, y también con ciertas ausencias misteriosas que se tornan un leitmotiv en muchas de sus obras.
Para Fresán, El sueño de los héroes es la mejor novela de la literatura argentina. Más aún: «A mí Bioy no solo me gusta más que Borges. Me parece mejor que Borges —ha escrito el autor de La velocidad de las cosas—. Bioy se me hace un autor más completo que Borges porque me parece más feliz. Hay una felicidad en Bioy que también está en Cortázar y que no existe en Borges». Un amigo me contó que, hace unos cuantos años, presenció el momento en que alguien le preguntó a Fresán qué opinaba de los «libros menores» de Bioy. La respuesta de Fresán fue tajante: «Bioy no tiene libros menores».
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Borges, ese nombre que es una presencia constante alrededor de Bioy: lo sobrevuela, lo ronda, lo escolta, lo custodia, lo asedia, unas veces lo encumbra y otras lo absorbe, lo eclipsa, lo difumina. El 1 de septiembre de 1969, Bioy apuntó en su diario: «Desde que un periodista de Primera Plana me describió como discípulo o alter ego de Borges, todos los que deben escribir una nota sobre mí echan manos a ese tema, que les da material para uno o dos párrafos». Ejem. «No sé cómo, durante más de treinta años, me salvé de la asimilación (nefasta para la difusión de mis libros y para que se me tome en cuenta como escritor: ¿para qué Bioy si está Borges, the real thing?)».
Por supuesto, la publicación en 2006 de Borges, el monumental volumen de casi mil setecientas páginas que reúne los fragmentos de los diarios de Bioy en los que habla del autor de Ficciones, no ha hecho más que contribuir con ese entrelazamiento de nombres. No parece equivocado situar este libro (que nunca se reeditó y por cuyos pocos ejemplares a la venta en internet se piden hoy pequeñas fortunas —por suerte existen los PDF—) en el extraño panteón de obras colosales que abrieron el siglo XXI para la literatura en lengua española, del que también forman parte 2666 de Roberto Bolaño y La novela luminosa de Mario Levrero.
Se ha escrito muchísimo sobre el Borges de Bioy, del que ya existe incluso un buscador desarrollado con inteligencia artificial. Quedémonos entonces con la tristemente bella página en la que Adolfito narra la tarde del sábado 14 de junio de 1986, cuando se enteró de la muerte de su amigo. La noticia se la dio un muchacho al que se cruzó en la calle, por casualidad. «Pasé por el quiosco —escribió—. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges».
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La de Bioy fue, indudablemente, una buena vida. Publicó más de cuarenta libros, incluyendo los seis «caóticos» de su juventud, sus nueve novelas (además de las ya mencionadas, destaquemos pequeñas obras maestras como Plan de evasión, Dormir al sol y Los que aman, odian, esta última en coautoría con Silvina Ocampo), quince colecciones de relatos (seis de ellas en colaboración con Borges), cuatro ensayos, cuatro volúmenes de diarios (de los que quedan todavía miles de páginas inéditas) y tres de memorias y miscelánea. También con Borges editó antologías, dirigió colecciones de literatura policial y escribió guiones de cine. Y ganó premios, gozó de reconocimiento y prestigio. Tuvo muchos amores y también sufrió por amor. Viajó. «Quisiera ser Bioy —escribió Cortázar en uno de sus últimos cuentos— porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona…».
Sus últimos años, sin embargo, estuvieron signados por episodios tristes. En octubre de 1992 se cayó y sufrió una doble fractura de cadera. En diciembre del año siguiente murió Silvina, después de vivir varios años con alzhéimer. Tres semanas después, el 4 de enero del 94, murió su hija Marta en un accidente inverosímil: la atropelló un coche que subió a la acera, en pleno centro de Buenos Aires, tras ser embestido por un autobús; tenía treinta y nueve años. «Lo único que yo debiera hacer ahora es aniquilarme. Sería el paso más económico y el más justificado», dijo Bioy en una entrevista pocos días después. Para colmo, en los meses posteriores el viudo de Marta le inició un juicio, en el que reclamaba parte del dinero obtenido por la venta de un campo. Bioy se preocupó muchísimo, porque un fallo en su contra podía obligarlo a vender su casa y su biblioteca… Pero Bioy no se aniquiló. Vivió para publicar algunos libros más, para trabajar en su Borges, para presentar a su hijo Fabián, para ser candidato al Nobel, para seguir disfrutando de la vida, pese a todo.
A su muerte, en 1999, Bioy dejó bien atados los hilos de su obra: su albacea Daniel Martino continúa a cargo de la publicación de sus papeles póstumos (en 2021 apareció Wilcock, otro volumen compuesto a partir de sus diarios, cartas y otros apuntes). Pero con sus posesiones materiales sucedió todo lo contrario: comenzó una enmarañada trama de sucesión —que se complicó todavía más con el fallecimiento también prematuro de su hijo Fabián, en 2006, a sus cuarenta y dos años— en cuyo centro se hallaba la valiosísima biblioteca de Bioy y Silvina Ocampo. Un auténtico tesoro compuesto por diecisiete mil volúmenes, entre los cuales se contaban primeras ediciones de libros suyos y de Borges y muchos otros anotados por ellos tres. Miles de páginas en las que se condensa buena parte de la literatura argentina del siglo XX.
La historia duró casi dos décadas, durante las cuales las más de trescientas cajas de libros permanecieron guardadas en un depósito en el que no era descabellado pensar que podían arruinarse o perderse para siempre. Por fortuna, el final fue feliz: en 2017, un grupo de fundaciones y personas ricas adquirieron la colección —a cambio de unos cuatrocientos setenta mil dólares— y la donaron a la Biblioteca Nacional de la Argentina.
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Cuenta Fresán que, una de las últimas veces que lo vio, Bioy le dijo, temblando, que le daba mucho miedo morirse. «Es algo que nunca estuvo en mis planes», explicó. Y es que le gustaba mucho vivir. A diferencia de tantos otros que nacen con sus mismos privilegios, hizo del mundo un lugar más bello, un lugar mejor. Pudo haberse preocupado por aumentar la fortuna de su familia, pero, como cuenta Silvia Reneé Arias que solía repetirle su madre, «él representaba la segunda generación de los Bioy, es decir, no los que ganaban dinero sino quienes lo gastaban». Pudo haber llevado una vida llena de lujos, pero creía —lo anotó en el cuento «Clave para un amor», publicado en 1956— que «en todo lujo palpita un íntimo soplo de vulgaridad»; idea retomada luego por Borges (en varias entrevistas, incluida una con Vargas Llosa, señaló que el lujo le parecía «una vulgaridad») y mucho más famosamente por Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, la banda de rock que canta: «El lujo es vulgaridad, dijo y me conquistó». ¿Lo conquistó por citar a Bioy? Suena lógico. A diferencia de Borges, que se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca, Bioy se lo imaginaba como «un lugar donde hay canchas de tenis y uno puede seguir jugando al tenis». Ojalá se haya pasado este cuarto de siglo dándole raquetazos a pelotitas amarillas, haciendo —como a su modo logró con sus ficciones— que todas pasen al otro lado de la red.
Encantador artículo. Me va a obligar a releer a Bioy Casares.
A mí me gusta más La invención de Morel, pero entiendo a quien prefiera El sueño de los héroes.
¿Se llegó a filmar «Invasión»? Leí hace muchos años una sinopsis del guión y creo que es del tipo de películas que hoy tendría éxito.
Tengo pendientes las historias de Honorio Bustos Domecq.
Decir que Bioy te gusta más que Borges es algo perfectamente legítimo. Decir que Bioy es mejor que Borges, eso ya es miccionar fuera del recipiente.