Fue Pascal el que dijo que, si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, toda la faz de la historia hubiera cambiado. Pascal creyó que solo había tenido una ocurrencia, que estaba siendo ingenioso, sin saber que estaba fundando un género: la ucronía.
El que le puso nombre fue otro francés, Charles Renouvier. Escribió un libro llamado Ucronía: la utopía en la historia. La ucronía consiste en imaginar mundos paralelos, alternativos, partiendo de una modificación de lo que ocurrió en realidad, retorciendo los hechos para llegar a un resultado muy diferente. Una pequeña modificación con consecuencias que se multiplican exponencialmente.
Las ucronías urden una respuesta a la pregunta: «¿Qué hubiera pasado si…?».
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Las ucronías deportivas siempre parten de un momento final, en el que ya las opciones se han acabado. Son cuestiones del minuto de descuento, agónicas. O con una pequeña variación: aquellas en las que se incluye la falla de alguien (hasta ese entonces infalible) o las que se refieren a fuerzas de la naturaleza detenidas con recursos humanos que el atleta parecía no tener hasta que se enfrentó al gran momento, como si un guardia costero frenara un tsunami.
Estas predicciones sobre el pasado y la creación de mundos hipotéticos no suelen ser precisas. Olvidan, por lo general, variables indispensables. Sobredimensionan el fenómeno analizado, alteran equilibrios, menosprecian fuerzas no demasiado visibles (o recordadas) que determinaron los hechos en el momento en que ocurrieron.
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Una de las grandes ucronías modernas en la que el deporte está involucrado tiene hasta nombre: el Palo de Rensenbrink.
Era la final de la Copa del Mundo de 1978. Argentina y Holanda empataban. Ya se había cumplido el tiempo reglamentario. Era una época, aunque cercana, distinta: los de naranja se llamaban Holanda y, cuando se cumplía el tiempo, los árbitros no adicionaban ni un minuto —alguno que otro hasta terminaba el partido antes si el ambiente era álgido—. Un pelotazo largo cae a la espalda de Jorge Olguín, defensor argentino. Rob Rensenbrink queda frente al arquero. Fillol sale desesperado. El holandés la puntea como puede, desde ángulo sesgado, y la pelota pega en el palo. Un argentino la rechaza. Muy lejos. El árbitro termina el partido. Se deben jugar treinta minutos suplementarios. Argentina termina ganando tres a uno y se consagra por primera vez campeona del mundo.
En ese tiempo, Argentina vivía bajo una dictadura. Gobernaba una Junta Militar liderada por Jorge Videla. Las violaciones a los derechos humanos eran permanentes, había habido miles de desaparecidos. Y seguía habiendo: durante el Mundial, en junio de 1978, se supo después, hubo cincuenta y cinco desaparecidos. El secuestro, la tortura, el asesinato, el robo de bebés se habían convertido en un modus operandi. Después de cada partido de Argentina se produjo un fenómeno fuera de los cálculos: cientos de miles de personas salieron a las calles a festejar. En un país quieto y temeroso en el que las manifestaciones callejeras y las grandes efusiones se habían diluido, la magnitud de esas celebraciones sorprendió. Fue, como todo fenómeno, inesperado y contagioso. Cada vez más gente salía esas noches. Se calcula que, después de los últimos dos partidos, salió a la calle, en medio de noches de un invierno muy crudo, alrededor del setenta por ciento de la población. El Gobierno quiso sacar provecho de la situación, apropiarse de la alegría futbolera.
Por eso muchos ven en ese tiro en el palo del delantero holandés el disparador de una ucronía: la dictadura militar cae en los pies de Rensenbrink, ese gol derriba al Gobierno. La ucronía sostiene que la gente despertaba y la furia por la derrota deportiva abría los ojos de millones de personas; esos diez centímetros (acaso hayan sido menos) de diferencia hubieran hecho que una sociedad recuperara el reflejo moral.
La ucronía imagina una Argentina democrática a partir de la derrota futbolística. Rob Rensenbrink, paladín de los derechos humanos.
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Hagamos algo que no se debe: cedamos tensión narrativa, anticipemos conclusiones o al menos impresiones personales que se asemejan a certezas: nada hubiera cambiado. En este caso concreto, el Gobierno militar había tomado los recaudos de que su estabilidad no dependiera del alea de los resultados deportivos. Por eso machacó desde el primer día del Mundial, desde el preciso momento en que finalizó la ceremonia inaugural con un mensaje: «Argentina ya ganó». Eso decían los diarios, las revistas, los voceros del régimen. Apostaban al éxito organizativo, a mejorar la «imagen del país», a mostrarse como un Gobierno pujante. Habían tomado los recaudos para que un gol en contra no desmoronara sus planes. Esto no obsta a que luego, con el título del mundo en el bolsillo, intentaran (en realidad se desesperaron por) sacar provecho del triunfo deportivo.
Por eso la foto de los tres comandantes en el palco de River gritando el segundo gol de Kempes, dejando atrás las personalidades hieráticas que habían construido ante el público. La boca desencajada, los ojos voraces, las manos como garras. Pensaron que también ganaban ellos.
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Son muchos, casi todos, los Gobiernos que cometen el mismo error. Creen, sin mirar los antecedentes evidentes, sin más sustento que las creencias algo esotéricas, cálculos mal realizados y una ambición descomunal, que organizar un gran evento deportivo les va a proporcionar el amor (o al menos los votos o la anuencia) de su pueblo y va a mejorar su imagen internacional. (Casi) nunca ocurre eso. Pero nadie parece verlo. Lo que suele suceder es que la atención internacional se centra sobre ese país en los meses previos y lo que se difunde no es la perspicacia de los gobernantes de turno, ni su estatura de estadistas, ni siquiera las bondades del país, sino sus inequidades, atrasos y desmanejos. Los grandes eventos deportivos globales —mundiales de deportes muy populares o Juegos Olímpicos— atraen la atención y alumbran y difunden las miserias de un país.
A eso debe sumarse otro factor. Siempre generan un gran quebranto económico que hace todavía más pesada la resaca de la gran fiesta.
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Tal vez la única excepción a esa regla sea el Mundial de Rugby de Sudáfrica de 1995. Mandela se sirvió del torneo para unir a la nación. El deporte blanco por excelencia representando a todo un país. El himno elegido, los jugadores respaldando y respetando al líder político, fortaleciendo el mensaje de unidad. Después estuvieron los rumores de la intoxicación provocada a los jugadores de Nueva Zelanda y hasta los favores arbitrales. Pero, otra vez, el resultado deportivo no hubiera cambiado las cosas. Si la tarde de la final, Jonah Lomu hubiera arriado rivales como acostumbraba, los hubiera aplastado contra el césped como si fueran flancitos, las bases de la unidad, el mensaje de mirar hacia delante que Mandela había sembrado ya se había asegurado dar frutos. Una derrota deportiva no hubiera sido un obstáculo para la construcción de esa nación. Esa parte del trabajo ya se había hecho.
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Los analistas sobrevaloran la consecuencia de los resultados deportivos. En el 2002, Argentina estaba sumergida en una crisis social pavorosa. La selección de Bielsa era considerada una de las dos mejores del mundo. Las esperanzas estaban puestas en el rendimiento del equipo en el Mundial de Corea-Japón. No solo las futbolísticas. Se creía que el triunfo de la selección era lo que se necesitaba para salir adelante, que ese sería el empujón necesario para salir del fondo del pozo. Que si el equipo conseguía el tercer título del mundo, la situación social y económica, en ese entonces desesperante, mejoraría. Un silogismo extraño.
Lo que ocurrió fue, en parte, inesperado. Lo sorpresivo fue que la selección argentina quedó eliminada en primera rueda.
El país siguió girando igual de mal que antes.
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Jesse Owens y sus cuatro medallas doradas en la cara de Hitler, en medio de una refulgente Alemania nazi, fueron una colosal proeza deportiva y de competitividad. Pero, otra vez, no cambiaron nada. No hubo realidad alternativa posible. No modificaron los prejuicios racistas de ningún alemán. No morigeraron el odio irracional. No frenaron la acumulación desaforada de poder de Hitler. No impidieron el Holocausto.
Ni siquiera alcanzaron para mejorar la situación de la gente de color en Estados Unidos. Esas cuatro medallas, esa hazaña, no impidieron que él mismo siguiera sufriendo en su país la segregación racial.
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Última fecha de la Liga de 1994. La Coruña pelea el título con el Barcelona pletórico de Cruyff. El equipo gallego debe ganarle al Valencia. Durante ochenta y nueve minutos, intenta por todos lados pero no puede hacer un gol. El Riazor, a medida que avanzan los minutos, pierde las esperanzas. Pero en el minuto noventa hay penal para el local. Si lo convierte, se coronará campeón por primera vez. Un final de película. Pero hasta que no se patee el penal no se sabe si la película es épica, una tragedia o de terror. La pelota parece pesar una tonelada y nadie la quiere agarrar. Hasta que Miroslav Djukić, marcador central serbio, la acomodó. Respiró, caminó y la cruzó suave, demasiado suave, a la derecha del arquero, que atajó el tiro.
A esa altura a nadie le quedaban dudas de qué género era la película que estaba sucediendo en tiempo real en Riazor.
Nuestra ucronía gallega: ¿qué hubiera pasado si Djukić mete el penal? ¿El equilibrio de la Liga se hubiera modificado? ¿La hegemonía del Real Madrid y del Barça hubiera presentado una grieta, una fisura insoluble? ¿El Dépor de Arsenio se hubiera convertido en una superpotencia europea?
Esas jugadas, esos avatares, definen la vida de quien los protagoniza pero no suelen cambiar el curso de la historia. Una derrota a destiempo puede desmoronar un proceso dentro de un club o una carrera: la historia del boxeo está repleta de esos casos. En otras ocasiones, son obstáculos en el camino. El Dépor ganó la Copa del Rey al año siguiente y antes de finalizar la década logró una Liga. Djukić también tuvo su revancha personal con una larga carrera y títulos en el Valencia.
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Tal vez el mayor inconveniente, la fantasía de que un triunfo deportivo puede alterar el curso de la historia proviene del temor que genera la derrota, de la falta de aceptación de que es una de las posibilidades cuando se compite. Son muchos los deportistas y aficionados para los que su principal objetivo no es disfrutar de un triunfo, de esos que al día siguiente hacen sonreír mientras uno camina solo por la calle, sino evitar el escarnio de la derrota.
Juan Carlos Onetti, el hombre que llevaba tatuada la derrota en el gesto, alguna vez dijo: «Todos los personajes y todas las personas nacieron para la derrota. Uno puede detener la trayectoria del personaje en un instante de triunfo pero, si continuamos, el final es siempre Waterloo».
Todo esto no significa que haya que atravesar las derrotas deportivas con alegre despreocupación. Por supuesto que afectan. Y duelen. Y ese dolor a veces nos hace retorcer, y hace que se nos vayan las ganas de salir de nuestra casa durante días. El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro sabía de sufrimientos. Y de fracasos. Tanto, que su notable diario personal fue publicado bajo el título de La tentación del fracaso. A pesar del talento plasmado en una obra literaria única, su vida estuvo plagada de sinsabores. Los años alejado de su tierra, los trabajos indignos pagados a precio vil, las traiciones de los amigos. Sin embargo, Julio Ramón Ribeyro, asiduo espectador de fútbol, doctorado en frustraciones, dijo: «Quien no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de la tristeza».
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Cerremos con otro Mundial: el que no fue.
En 1974, la FIFA eligió a Colombia como sede del Mundial 86. Todavía la alternancia entre Europa y Latinoamérica era regla para la organización. Durante años los colombianos vieron como muy lejano el objetivo. No hacían nada porque todavía faltaba mucho tiempo. Confiaban en que las circunstancias cambiarían y podrían construir estadios, carreteras, hoteles y el resto de la infraestructura necesaria. También confiaban en controlar la inflación, el narcotráfico y la violencia guerrillera. Es la tierra del realismo mágico así que con la fe parecía alcanzar: no se necesitaban presupuestos, planos, previsiones. A fines de 1982, las autoridades colombianas ya no tenían otro Mundial por delante más que el suyo. La FIFA los apuraba y los plazos (ya perentorios) ahorcaban. El 25 de octubre de 1982, el presidente, Belisario Betancur, comunica la renuncia de la sede a su país: «Como preservamos el bien público, como sabemos que el desperdicio es imperdonable, anuncio a mis compatriotas que el Mundial de Fútbol 1986 no se hará en Colombia. Previa consulta democrática sobre cuáles son nuestras necesidades reales no se cumplió la regla de oro consistente en que el Mundial debía servir a Colombia y no Colombia a la multinacional del Mundial. Aquí tenemos muchas otras cosas que hacer y no hay ni siquiera tiempo para atender las extravagancias de la FIFA y sus socios». La extravagancia de los líderes norteamericanos: disfrazó de bravuconada lo que fue un acto de Gobierno responsable, de sentido común, casi sabio.
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Una paradoja: el eslogan de campaña de Betancur había sido: «¡Sí, se puede!».
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¿Qué hubiera pasado si Colombia organiza el Mundial 86? La pregunta que más me inquieta es si Maradona hubiera alcanzado esa cumbre histórica del fútbol que fueron sus siete partidos mexicanos. No veo por qué no. Lo primero que hubiera sucedido es que la selección de Colombia hubiera jugado el Mundial porque en 1985 no pudo superar las eliminatorias (ese ejercicio lo intentaron Wilmar Cabrera y Nicolás García en una interesante novela gráfica titulada Colombia 86, editada por Caballito Cómics). A la distancia la respuesta es evidente. El Mundial no hubiera extirpado el narcotráfico, paliado el hambre ni atemperado la violencia del M-19. Lo más probable es que las hubiera incentivado en busca del botín, de los dólares que ingresaban y se movían para la construcción de estadios, aeropuertos y demás. Respecto a la imagen internacional, el mismo principio de siempre. El mundo, que no prestaba demasiada atención a Colombia, se hubiera enterado en detalle de los cárteles de droga ganando poder, de la conformación de los grupos terroristas y de los índices de pobreza y desigualdad.
Y algo peor: es probable que el Mundial con sus negocios y con el afán de los funcionarios por no tener problemas durante ese mes de competencia hubiera empeorado la corrupción y la connivencia de los gobernantes con los narcos y el M-19. Treguas que hubieran salido muy caras.
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Esa renuncia fue ocasión para un hecho real que, sin embargo, parece surgido de una ucronía. El día que la literatura le ganó al fútbol. Betancur finalizó su mensaje al país comunicando la abdicación del certamen con una sonrisa pícara y esta frase: «Y García Márquez nos compensa totalmente lo que perdamos de vitrina por el Mundial de Fútbol».
Cuatro días antes, Gabo había ganado el Premio Nobel de Literatura.
¿ Cuando se cumplía el tiempo, los árbitros no adicionaban ni un minuto ? Eso lo dirá usted, don Matías. Por supuesto que se añadía en todos los partidos aunque rara vez más de cinco minutos. Un saludo.
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