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Tatuajes: por un instante la eternidad

tatuaje
Los historiadores romanos documentaron que los pictos tenían tatuajes complejos. (DP)

Cuenta un jarrón del siglo IV antes de nuestra era que una mujer con los brazos llenos de motivos geométricos, similares a las flechas utilizadas para señalar curvas peligrosas en la carretera, blandió su espada con el fin de dar muerte a un hombre de piel limpia que parecía querer defenderse con una lira. La homicida era una ménade, como eran conocidas «cada una de las sacerdotisas de Baco [Dioniso] que, en la celebración de los misterios, daban muestras de frenesí», una «mujer descompuesta y frenética», algo así como una bestia salvaje que bebía vino y bailaba sin orden ni concierto; la víctima era Orfeo, hijo de Apolo y Calíope, un joven dotado para la música del que poco más se puede decir, porque, según quién lo describa, era o un romántico empedernido o un amante cobarde; o un fiel servidor del dios «de la belleza, de la perfección, de la armonía, del equilibrio y de la razón», o una rata traidora que osó desvelar secretos divinos a los sucios mortales. Por no saber, no sabemos ni dónde está su cadáver despedazado, sin embargo, sí parece estar claro que ellas procedían de Frigia y Tracia. Según el análisis realizado por G. Kyriakou, A. Kyriakou y Th. Fotas para las Actas Dermo-Sifiliográficas del 2021, en Tracia los hombres marcaban a sus esposas como castigo heredado por el crimen de las ménades, mientras que ellos decoraban su piel a modo de distinción social. 

Sea hecho o leyenda, en este relato ya estaba contenida la totalidad simbólica de los tatuajes: la diferenciación, tomada por el lado de la represión colectiva o de la reafirmación individual y, en no pocas ocasiones a lo largo de la historia, como un cóctel de ambas. Fue así, por ejemplo, para los marineros, quienes se veían privados de eso que llamamos «vida (en) común» por largas temporadas y practicaban la camaradería profiriéndose pinchazos unos a otros en la piel, fuese por creer que tales símbolos les protegerían, por facilitar el reconocimiento de su cuerpo si les sobrevenía un naufragio, por estética, por grabarse parte del exotismo presenciado en otras culturas, o por llevar una suerte de cuaderno de bitácora de vuelta a casa. Cuando en 1982 Pilar Trenas preguntó por los tatuajes que una camisa de mangas cortas dejaba ver en los brazos de Juan de Borbón, este, sin vergüenza, explicó que el dragón indio y el chino eran lo típico que se tatuaban —allá por 1932— aquellos que habían llegado navegando hasta Oriente. No refirió ninguna anécdota de la travesía, pero sí reconoció con orgullo haber soportado tres horas, con sus seis mil pinchazos, por brazo. 

Tres cuartos de lo mismo podríamos decir de los encarcelados en lo que respecta a la experiencia de aislamiento, de privación de actividad y afectividad y de la búsqueda de libertad (o la sensación de ella) por medio del tatuaje. Las psicólogas Raquel Ribeiro Toral y Noehemi Orinthya Mendoza Rojas publicaron en 2011 un estudio titulado El cuerpo preso tatuado: un espacio discursivo tras visitar un centro penitenciario en Guanajuato para comprender mejor los motivos que llevaban a los presos a pasar por las agujas. Exponían en ese texto lo siguiente:

Tatuarse el cuerpo es un modo de romper la rutina y de apropiarse de sus sensaciones corporales, aunque sean de dolor; además de dejar una inscripción en el cuerpo que le permite al sujeto singularizarse. […] También se tatuaban para sentir que tenían algo: un tatuaje. […] También creemos que se tatuaban porque no tenían con quién hablar. […] Pensamos que ante esa falta de espacio discursivo en donde reconocerse como sujeto social y ante la necesidad de distinguirse de los demás, el preso se vuelca hacia su cuerpo como espacio donde escribirse.

Vamos a decir algo muy impopular, pero no hay casi ninguna diferencia entre las motivaciones de los presos y las de aquellos que, aun teniendo todo el tiempo y la libertad de movimiento del mundo, nos tatuamos en la actualidad. Una similitud, por otro lado, no tan reciente, porque desde hace, al menos, veinte años hay intelectuales advirtiendo que el afán de coleccionar tatuajes es síntoma de una sociedad cada vez más precarizada. Lo percibieron en el paso del gotelé y los muebles bar repletos de figuras de porcelana a los coches tuneados, y de la migración del conejo de Playboy, los tribales, las estrellas y las letras chinas que adornaban las carrocerías de estos, al cuerpo, por ser lo único que quedaba en propiedad. Lo entendieron más o menos bien aquellos que se tatuaron por esa misma época, en torno a los primeros años del 2000, un código de barras en la muñeca o en la nuca, con la intención (presuntamente, siempre presuntamente cuando se trata de intenciones) de denunciar cómo el capitalismo hacía de los cuerpos mercancía. El problema de las denuncias simbólicas, así como las provenientes del humor o de la ficción, es que a veces son entendidas desde la literalidad, mucho más sencilla de asimilar y, por supuesto, mucho más monetizables.

El mundo de la moda comenzó poco a poco a desplazar lo marginal hacia el centro a través de cierto «mainstream» vendido como rebeldía bonita (quizá Jean Paul Gaultier sea pionero en esto, con su colección primavera-verano de 1994, donde se presentó la primera camiseta de tul simulando un torso tatuado), y los medios audiovisuales se encargaron de terminar el trabajo. Primero fue la televisión, concretamente el canal TLC al decidir que un estudio de tatuajes era un lugar tan idóneo como cualquier otro para montar un reality. Miami Ink (2005-2008) nos acercaba a la dinámica de entrar a un estudio, negociar con el tatuador, sufrir en una camilla recubierta de polipiel negra mientras se cuenta el significado de ese pez que ya no se parece tanto al descargado en un ordenador de ciber café con impresora, y se ve en el espejo ese resultado que hoy nos horrorizaría, pero que entonces era lo más. Aunque no solo familiarizó a los espectadores con el proceso, sino que presentaba un estilo de vida distinto, en el que profesionales muy tatuados llegaban al trabajo con sus gafas de sol y voz aguardentosa listos para recibir a la estrella de Jackass, el skater Bam Margera, o al bajista de My Chemical Romance, Frank Iero. Eran gente guay, pero con oficio y mucho beneficio. Eran todo lo que los padres de una generación habían dicho a sus hijos que no podían ser si se pintarrajeaban el cuerpo.

Tras el éxito de Miami Ink —de la tatuadora Kat Von D principalmente— vino LA Ink (2007-2011), quintuplicando el número de famosos, provenientes ya de todos los ámbitos, y el dramatismo de las broncas entre compañeros. TLC pensó también en el público interesado en la técnica, produciendo el concurso Tattoo Wars (2007). Era otra historia, centrada en la reivindicación del tatuaje como obra de arte y en las nuevas corrientes que se iban desarrollando. Por lo que sea, solo duró una temporada, menos que su antítesis America’s Worst Tattoo (2012-2014), un catálogo de horrores con final feliz, porque en la mayoría de los casos podían ser cubiertos con otros diseños, en principio mejores. Al mismo tiempo que A&E, MTV o Paramount se subían al carro imitando el formato del reality y/o del disfrute con la desgracia ajena junto a la posibilidad de enmendar el error echándole más dinero, las redes sociales se llenaban con fotos de influencers luciendo muy brillantes y delicadas piezas para ir a Coachella que desaparecerían junto con los últimos restos de arena de la rabadilla. Eran eso que antes conocíamos por el nombre de «calcomanías», rebautizadas como «tatuajes temporales», que mola más y no recuerda a una pegatina grasienta sacada de un bollicao.

La temporalidad, lejos de suponer un oxímoron en este contexto, era la última piedra del edificio de la normalización de los tatuajes, porque implicaba la renovación constante tanto de la moda como del individuo. Ya lo escribió Lipovetsky en El imperio de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas al analizar el origen de esta en la Edad Media:

Lejos de ser un epifenómeno, la conciencia de ser individuos con un destino particular, la voluntad de expresar una identidad singular, la celebración cultural de la identidad personal, han sido una «fuerza productiva», el motor mismo de la mutabilidad de la moda. Para que se diera el auge de las frivolidades fue precisa una revolución en la imagen de las personas y en la propia conciencia, conmoción de las mentalidades y valores tradicionales; fue preciso que se ligaran la exaltación de la unicidad de los seres y su complemento, la promoción social de los signos de la diferencia personal. 

¿Estamos diciendo que los tatuajes son frivolidades? Algunos sí, indiscutiblemente, más si atendemos a la relación del término con lo sensual y si dejamos por un momento de fingir que para que algo sea tenido en consideración ha de ser profundo. Haberlos haylos, igual que el MoMA exhibe orgullosa la obra de Piero Manzoni, Mierda de artista, y está bien que sea así. 

Lo interesante es advertir cómo esta promesa de renovación acaba con dos cimientos que habían sostenido el tatuaje hasta la contemporaneidad: la conmemoración y reverencia al pasado —por considerarlo ahora fútil—, y el compromiso con el futuro —por el ansia de novedad; por no confiar en que haya uno esperándonos antes de que el cambio climático, la IA o una bomba atómica nos aniquile—. El resultado es que los símbolos, a medida que son reinterpretados según coordenadas experienciales exclusivas, personalísimas, ancladas taxativamente al presente, van perdiendo su cualidad de convención y exacerban la que le era atribuida en la religión. Es decir, una hierofanía, «la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo «natural», «profano»», en palabras de Mircea Eliade. Eso, con la pequeña diferencia de que nuestra hierofanía suprema es una inversión de la de los cristianos: en lugar de presenciar (o creer en) cómo «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», nosotros encarnamos ficciones de quienes podríamos o querríamos llegar a ser para habitarnos, huyendo de la rutina, de la abulia, del silencio de la piel virgen y del ruido del mundo en el que se pierden las historias particulares. En idéntica significación a los estigmas de los santos, hacemos de nuestro cuerpo participación con lo trascendente al sacar nuestros anhelos, duelos y pasiones a un ángulo visible y, aunque dure un segundo, es suficiente, porque funciona para alcanzar «por un instante la eternidad», que cantaba Loquillo.

En cierto modo, el cuerpo como lienzo donde escribir-se supone el culmen de la identificación corpus-obra-vida que salva al sujeto del anonimato en las artes, en la literatura, sobre todo, pero se entenderá mejor con el siguiente ejemplo.

En el verano de 2003 la revista Cabinet publicaba un texto con un misterioso e inquietante encabezado: «Autora anuncia obra de arte mortal». Estaba firmado por Shelley Jackson y, más que un informe o un manifiesto, era una llamada a la participación en su próximo trabajo, titulado «Skin». Ciertos indicios apuntaban a que «la obra» era un libro, o un relato, quizá un cuento… una historia escrita, en cualquier caso, pero sin género, ni temática, solo un proyecto del cual solamente se daba a conocer su medio de difusión: la piel de un grupo de voluntarios que estuviesen dispuestos a tatuarse una única palabra (con un signo de puntuación pegado a ella máximo) asignada por la autora, en tinta negra y con una de las fuentes clásicas utilizadas en las imprentas, nada de adornos ni líneas sinuosas o atiborradas de trazos; una Times New Roman, una Garamond, una Courier a lo sumo, porque el tatuaje «debería verse como algo que quiere ser leído, no admirado por sus cualidades decorativas». De ahí que, si la palabra que te tocaba era «brazo», no podías seleccionar el brazo como zona a tatuar. Los participantes todavía no sabían que la propia Shelley Jackson rompería esta regla al grabarse el título de la obra en la muñeca, esto es, en la piel.  

Seguía el anuncio dando cuentas de otras obligaciones contraídas por los voluntarios seleccionados, entre las que aparecían firmar un contrato donde se eximiese de responsabilidades a Jackson por cualquier inconveniente de tipo laboral, relacional, de salud, o de imagen corporal que pudiese conllevar el acto, no manifestar preferencias por ninguna palabra, y enviar dos fotos tras pasar por las agujas. A cambio, la autora les enviaría un certificado de participación y que verificaba «la autenticidad de la palabra», una copia del texto completo y se comprometía a asistir al funeral de los participantes. El motivo es que el tatuaje suponía una especie de rito iniciático que los transformaba en creación de Jackson. El anuncio lo explica así:

A partir de este momento, los participantes serán conocidos como «palabras». No se les entiende como portadores o agentes de los textos que portan, sino como sus encarnaciones. En consecuencia, no se considerarán alteraciones del trabajo las lesiones en los textos impresos, tales como dermoabrasión, cirugía láser, trabajos de cobertura de tatuajes o la pérdida de partes del cuerpo. Solo la muerte de las palabras las borra del texto.

Esto es importante, primero, porque era la condición de posibilidad de la buscada mortalidad de la obra, segundo, porque involucraba a los voluntarios a un nivel más profundo, tan profundo como la identidad misma, y tercero, porque les aseguraba que habría, al menos, una persona que les recordaría después de la muerte.

Jackson necesitaba dos mil noventa y cinco personas/palabras para completar su historia. En 2010 publicó un informe asegurando haber recibido más de diez mil solicitudes, de las cuales «aproximadamente quinientas cincuenta y tres» habían completado su transmutación a palabra impresa [tatuada]. Era un paso, no estaba mal, sobre todo teniendo en cuenta que siete años antes lo había planteado como un proyecto a desarrollar durante toda su vida. ¿Qué pasó? Lo esperable: que la autora dejó de responder e-mails, de enviar copias de la historia y certificados; que no llegó a asistir a los funerales de las «palabras» muertas y las vivas se desesperaron. Fue, de algún modo, como el abandono del doctor Frankenstein a su monstruo, porque también ellos [ellas] eran un cuerpo comunitario hecho de retazos de verbos, sustantivos, adjetivos y adverbios, sin saber qué lugar ocupaban en el todo, perdidos entre otras «a», otros «to», otros «it» tatuados a lo largo de una extremidad, del cuello, de la mano. Se habían sentido orgullosos de formar parte de una creación inédita e inaudita, incluso habían buscado su propio significado a esos términos de uso común como si estuviesen estrenando el idioma y el lenguaje

Fueron Adán dando nombre a la naturaleza, reducidos ahora a un manchurrón de tinta en fuente clásica que les recuerda el fracaso de lo novedoso y la orfandad radical que no podrá ser borrada ni con láser.

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2 Comentarios

  1. mucho texto poca tinta

  2. Pingback: Jordi Lafebre: «Empecé como ilustrador, pero ya no lo soy: soy un cuentacuentos, soy un narrador»  - Jot Down Cultural Magazine

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