Viene de «Si te avisan del peligro (1)»
El caso Trotski
Ni ironía, ni paradoja, en cambio, es que el fundador en la práctica del Ejército Rojo sí haya avisado tanto de la amenaza nazi, como del propio peligro de la conducción del gobierno estalinista. Lo curioso es que Lev Davídovich Bronstein, recordado para la historia como Trotski, no haya sido igual de cuidadoso con su persona.
Cuenta Joshua Rubenstein en su biografía León Trotsky – Una vida revolucionaria (Ediciones Península, 2013, traducción de Ricardo García Pérez) que el revolucionario ruso, de origen judío como Steiner y Zelenski, desconfiaba de Hitler, y dudaba si Stalin sería un adversario fiable del nazismo. Tan pronto como en marzo de 1933, Trotski se puso en contacto con los miembros del Politburó, para decirles que el líder soviético —que lo había expulsado del país— estaba llevando la Unión al colapso. Quería, a pesar del rechazo que se le profesaba en aquellas tierras, intentar ayudar de algún modo. «Considero mi obligación —cita Rubenstein— hacer una tentativa más de apelar al sentido de la responsabilidad de quienes rigen el gobierno soviético en la actualidad». Nunca nadie le respondió.
En su exilio, Trotski mantenía una actividad frenética escribiendo libros, artículos, cartas, y manteniendo contacto con personalidades de todo el mundo. Por este motivo quiso abandonar su primer destino, Turquía, debido a que deseaba acercarse más a la relevancia de lo que sucedía en el centro de Europa. Pasó a Francia en el mismo 1933 del comunicado al Politburó, donde llegó a estar casi dos años, pero la presión de militantes y autoridades de derechas le hicieron buscar a la desesperada asilo en otra parte, ya que temía que lo deportasen a la colonia insular francesa de Madagascar. Noruega, donde un gobierno socialdemócrata acababa de asumir el poder, fue el país que, tras muchas solicitudes, terminó concediéndole un visado.
Sin embargo, la residencia de Trotski y su esposa Sedova en el pueblito de Norderhov (hoy parte del municipio de Ringerike), a unos cincuenta kilómetros al norte de Oslo, no duró demasiado. Resultó que al año siguiente (1936) comenzó en Moscú el primero de los tres denominados «juicios ejemplares». Allí, además de acusar a políticos rusos de alta traición, conspiración y tentativa de asesinato de Stalin, se declaraba que el propio Trotski se encontraba en el núcleo de la trama terrorista (ayudado por su hijo Lev, también exiliado, en París). El cargo principal, en cualquier caso, era la responsabilidad del grupo en el asesinato de Serguéi Kírov, otro popular político bolchevique, dos años antes.
Las autoridades soviéticas fueron entonces las que comenzaron a presionar a sus homólogas nórdicas para que dejaran de darle asilo. El partido local fascista Nasjonal Samling se sumó a las críticas, y de hecho no solo fueron críticas, sino que llegaron a ingresar en la casa donde se alojaba, robando algunos documentos que luego serían utilizados como «evidencia» en su contra por el gobierno local. Poco después, ocho policías llamaron a su puerta para informarle de que las condiciones para permanecer en el país habían cambiado, y lo conminaban a vivir básicamente como el más pacífico de los habitantes escandinavos, cosa que Trotski, de más está decir, rechazó de plano.
La pareja fue puesta en arresto domiciliario durante ciento ocho días, custodiada por dos decenas de uniformados, sin poder recibir correo ni periódicos, y pudiendo salir para un paseo solo dos horas al día. Finalmente, en diciembre se les obligó a abandonar el frío nórdico a bordo de un buque petrolero. Trygve Lie, quien luego fuera primer secretario general de Naciones Unidas, era el ministro de Justicia noruego por ese entonces, y el que ordenó el confinamiento arbitrario para el matrimonio. En un momento dado, también fue blanco de estas palabras, proféticas, del propio Trotski: «Es su primer acto de rendición al nazismo en su propio país. Lo pagará. Se creen ustedes a salvo y con libertad para mercadear a su antojo con un exiliado político. Pero se acerca el día, ¡recuerde esto!, se acerca el día en que los nazis les expulsarán de su propio país». En efecto, cuatro años más tarde, los nazis lo ocuparon, y Lie, junto a otros ministros y hasta el rey Haakon VII, tuvieron que dejar atrás su tierra natal… en barco.
Trotski, alejado de la Unión Soviética que había logrado establecer junto con Lenin, se ocupó a su vez de anticipar el peligro nazi y genocidio realizado por el régimen del Tercer Reich durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Luego de tener lugar «la noche de los cristales rotos» (o Kristallnacht, término alemán con el cual también se la conoce), una serie de linchamientos y ataques combinados contra los ciudadanos judíos en Alemania y Austria ante la mirada pasiva de las autoridades de esos países, en el transcurso del 9 al 10 de noviembre de 1938, el político soviético escribió en La burguesía judía y la lucha revolucionaria: «El número de países que expulsa judíos aumenta sin cesar. El número de países capaz de acogerlos disminuye. No es muy difícil imaginar lo que aguarda a los judíos con el mero estallido de la futura guerra mundial. Pero, aun sin guerra, el próximo paso de la reacción mundial significa casi con certeza el exterminio físico de los judíos».
Llegados a este punto, y antes de dedicarnos a su último exilio, esa etapa donde podríamos aseverar que no tomó las suficientes precauciones para protegerse, a pesar de haber estado advirtiendo incansablemente del peligro que corrían las vidas de los demás, dígase que no era que Trotski viviera despreocupado. Ya en su paso por el pueblo de Barbizon, cerca de París, las medidas de seguridad eran extremas, tal como podemos saber gracias al relato que recoge Rubenstein de un izquierdista británico que lo visitó en 1934: «Conducido a medianoche hasta una estación de París, subido a un tren pero sin decirme cuál es el destino, bajado del tren siguiendo las instrucciones recibidas en determinado momento, reconocido por un camarada armado que tenía una descripción nuestra recibida por telégrafo, trasladados dando un rodeo para despistarnos en un trayecto adicional, aceptados después de diversos obstáculos y, finalmente, recibidos de todo corazón y efusivamente por el propio León Trotski».
Por otro lado, la persecución y exterminio de su familia por parte del gobierno soviético (con Stalin como principal instigador) no podía dejarle ninguna duda de que él era el verdadero objetivo: sus dos hijas y los dos hijos murieron por causas directas o indirectas relacionadas con el dictador, su primera esposa, un hermano mayor, una hermana menor, una sobrina, tres sobrinos y tres yernos fueron fusilados; y otras sobrinas y sobrinos y un nieto fueron encarcelados y exiliados; además, se desconoce cuál fue el destino de dos nietos suyos (de su hija Nina) y de su nieto (de su hijo Lev).
Al principio, el cruzar el océano en el buque pareció también transportarlo a una nueva realidad. Recibidos por el presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, los Trotski fueron alojados por el pintor Diego Rivera y su mujer, Frida Kahlo, en su casa de Coyoacán, en Ciudad de México. Vivieron con ellos más de dos años, y luego se trasladaron a una casa a unas pocas calles de allí, en abril de 1939. En el período que siguió, Trotski intentó obtener una visa, que al final se le denegó, para ir a declarar en Estados Unidos en un comité, un evento que quería aprovechar para exponer las actividades del NKVD en contra suyo y de sus seguidores, y de paso, protestar por la intención de reprimir al Partido Comunista de aquel país.
El movimiento frustrado solo sirvió para alimentar enemistades: desde el Kremlin, primero lo etiquetaban como un agente del imperialismo occidental, más tarde, con el ascenso de Hitler al poder, lo asociaron al fascismo, y por último, al conocerse la posibilidad de colaboración con la comisión estadounidense, los estalinistas mexicanos «empezaron a difundir el rumor de que Trotski iba a divulgar información sobre las actividades comunistas en América Latina». En otras palabras, si antes querían expulsarlo del país por extranjero indeseable, a partir de ese momento solo buscaron liquidarlo. Y se pusieron manos a la obra para conseguirlo.
Alrededor de las cuatro de la madrugada del 24 de mayo de 1940, veinticinco hombres provistos de un verdadero arsenal, ingresaron al complejo donde vivía después de reducir (sin disparar un solo tiro) a la unidad de cinco policías que debía proteger la vivienda, y con la colaboración de uno de sus guardaespaldas, estadounidense. Una vez dentro, realizaron un ataque de unos quince minutos de duración que incluyó bombas incendiarias y más de trescientas balas disparadas por ráfagas automáticas, para luego huir en los dos coches del propio Trotski. Pese al ensañamiento, el único herido —leve— a causa del asalto fue su nieto, Seva, ya que una bala que atravesó el colchón, del que se había tirado para buscar refugio, le rozó el tobillo. La policía, una vez conocido el suceso, sospechó que «él mismo había urdido el ataque para contrarrestar las presiones a que se veía sometido para abandonar el país».
No fue, a decir verdad, que Trotski no entendiera que querían atentar contra su vida luego de que enviasen trescientas balas en su dirección. Muy al contrario, las medidas de seguridad dentro de la casa aumentaron, y menos de un mes después «en el inventario de armas había una escopeta, una ametralladora Thompson y varios rifles y pistolas, incluido un Colt de calibre 38 para Trotski y una pistola automática para Sedova. Cinco días después, pensaron en solicitar permiso para disponer de más armas: doce granadas de mano, cuatro rifles automáticos, dos ametralladoras, cuatro máscaras de gas y veinte cohetes».
Pero hasta un escudo antimisiles hubiera sido inservible si lo que se hace es abrirle la puerta al asesino con toda la confianza. Trotski siempre había tenido ayudantes tales como mecanógrafas, traductoras o investigadoras. Una de ellas, Ruth Ageloff, de Estados Unidos, incluso recibía visitas de su hermana, Sylvia… y de su novio belga. Un tal Frank Jacson, que ni era su nombre verdadero ni tampoco lo era el que le había dado a ella, Jacques Mornard. Y no solo eso: de belga, no tenía nada. Ramón Mercader había nacido un poco más al sur, en Barcelona. Hijo de una familia de la burguesía, luchó contra Franco en la guerra civil. Pero para cuando conoció a Sylvia ya era un agente de la NKVD que, sin embargo, nunca había pisado la Unión Soviética.
Poco a poco, Mercader fue realizando «pequeños favores a los Trotski y sus amigos utilizando su coche para hacer recados o llevar personas al aeropuerto». A pesar del elevado nivel de alerta que existía en la casa desde el ataque, Trotski rechazaba algunos de los protocolos de seguridad dispuestos por sus guardias. Así, el infiltrado entraba al recinto sin ser cacheado en ningún momento. Sacando provecho del trato amistoso, le pidió «que revisara un artículo que había escrito sobre la evolución política en Francia». Trotski accedió, pero también expresó luego a su esposa sentirse decepcionado por el escrito.
Mercader regresó a visitarle a los pocos días, en teoría para revisar juntos el texto. Con traje y abrigo. En agosto. Pero el que pudiera ser en ese momento uno de los hombres más amenazados del mundo lo hizo pasar igual. No solo a su casa, sino hasta su estudio, y allí se sentó cómodamente en su silla. No fue difícil, por lo tanto, para el sujeto que tiempo después fuera nombrado «Héroe de la Unión Soviética» asestar el golpe que sería fatal, con un piolet, en la cabeza de Trotski. A pesar de la violencia del acto, quien fuera uno de los organizadores de la Revolución de Octubre a tantos kilómetros de allí, se reincorporó y se abalanzó sobre Mercader, hiriéndolo. Cuando así los encontraron Sedova y los guardias, que habían acudido al oír el alarido, le dijo a ella, todavía consciente: «Creo que esta vez lo han conseguido».
Cuando se vive en peligro
Lo de Margarete Buber-Neumann —nacida con el apellido Thüring en Potsdam, Alemania, en 1901— bien merecería un artículo aparte. Su libro Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg, 2005), que ya desde el título puede darnos una idea del calvario que tuvo que vivir, contiene tal cantidad de personajes e historias que se lee como una novela. Pero, lejos de ser una ficción, es un testimonio de lectura imprescindible no solo para asombrarse del afán de supervivencia de un ser humano, sino también para tratar de asimilar, en caso de ser posible, el nivel de atrocidades deliberadas que puede llegar a cometer la misma humanidad. En sus años de encierro, Grete recibió más de una vez advertencias o pequeñas ayudas para que su situación no empeorase aún más. No obstante, su relato contiene una anécdota, de un aviso emitido por ella misma, que deviene muy apropiado en este escrito: era probablemente el año 1939 —no especifica— y se encontraba en el «campo de trabajo y reeducación» (un eufemismo utilizado de manera oficial para sustituir de concentración o gulag) de Karagandá, en la estepa de lo que hoy es Kazajistán. Cientos de kilómetros desprovistos de árboles o matorrales, con hileras de montañas en el horizonte, destinados a los prisioneros víctimas de la Gran Purga (la misma de la limpieza de los líderes del Ejército Rojo) que ayudó a consolidar en el poder a Stalin. La mayoría eran miembros del Partido Comunista Soviético—pero también del alemán, como Buber-Neumann— y socialistas, anarquistas, profesionales, campesinos y minorías. Aunque algunos habían sido acusados y sentenciados por no ser fieles al partido (como en el caso de los activistas «trostkistas»), en realidad era incontable el número de los reclusos sin tener ningún tipo de evidencia en su contra o por ser sospechosos de. Grete había conseguido lo que llama su primer trabajo —en contraposición a los que les eran impuestos y en condiciones miserables— como aprendiz de estadística en la oficina de un taller de reparaciones, junto a otros presos. Allí debía llevar, con precisión, la contabilidad del trabajo efectuado día a día por los tractores, de las horas de trabajo perdido y sus causas. Un día comenzó a hablar con un obrero ruso —el saber el idioma le fue fundamental tanto para sobrevivir como para ayudar a muchos—, antiguo conductor de locomotoras, quien a medida que fueron entrando en confianza le empezó a revelar sus ideas políticas. «Me habló con entusiasmo de un movimiento de resistencia en el país, que no esperaban más que la guerra con Alemania, pues su última y única esperanza era Hitler. Me quedé sorprendida y repliqué con toda la fuerza de mi convicción: «Pero ¡eso sería cambiar un caballo tuerto por otro ciego! ¿Sabes lo que significa Hitler? Eso sería reemplazar una dictadura por otra»». Nótese, por cierto, que ya un obrero de la fragua de un taller del campo de concentración en Siberia daba por hecha, unos dos años antes, la invasión nazi que el líder soviético se empeñó en negar.
Debido a la firma del Pacto Ribbentrop-Mólotov, Buber-Neumann fue entregada por la NKVD a la policía secreta oficial de la Alemania nazi, la Gestapo, en 1940, quien la destinó al campo de concentración de Ravensbrück, situado unos noventa kilómetros al norte de Berlín. Así, cambió condiciones de vida de abandono por un régimen militar estricto hasta la extenuación en su propia tierra. «En el verano de 1942 las SS desplegaron una intensa actividad constructiva. Al otro lado del muro había grandes talleres de moderna edificación en los que se disponía de puestos de trabajo para varios miles de esclavas. En el costado opuesto la empresa Siemens & Halske levantaba barracones a toda prisa». Sí, «… los de Siemens sabían algo», que decía George Steiner. Por si fuera poco, aquellos barracones no solo eran construidos por los propios prisioneros, sino que también luego algunos trabajaron allí —incluida Grete— del modo en que lo hacían los operarios de la empresa en libertad… pero como esclavos.
Buber-Neumann no tenía en mente hacer perdurar sus vivencias llevándolas al papel hasta que conoció en Ravensbrück a Milena Jesenská, una periodista checa que quizá les suene si están familiarizados con la obra de su compatriota Franz Kafka. Novios de 1920 a 1922, para ella eran las Cartas a Milena. Se hicieron amigas íntimas. Milena, que también era escritora, escuchaba atentamente los relatos de la reclusión en Siberia de Grete con idea de escribirlos algún día, al recuperar la libertad, pero nunca cumplió su sueño porque su salud, que ya era frágil, se deterioró en el campo y murió en 1944 a causa de una infección renal. Su compañera le prometió que lo haría por ella, y materializó la obra.
En 1914 Kafka, «el más importante narrador en lengua alemana de nuestro siglo», según observó Buber-Neumann, no conocía todavía a Milena (la conoció, de hecho, por una carta de ella, pidiéndole autorización para traducir al checo su relato El Fogonero). Tampoco Praga era parte de la República Checa que hoy conocemos, sino del Imperio austrohúngaro. Pero guerras ha habido siempre, y el 28 de julio —otra vez, en verano— había dado comienzo la denominada Primera Guerra Mundial, con el intento de la superpotencia de invadir Serbia. Solo cinco días después, y a pesar de que la ciudad de Bohemia se encontraba, igual que hoy, a escasos trescientos kilómetros de distancia de la frontera alemana, el autor de La metamorfosis, en otro ejemplo histórico de reacción en claro contraste con el nivel de peligro, escribiría allí, en su diario personal, estas llamativas palabras: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Esta tarde, escuela de natación»1.
Epílogo
¿Y qué pasa si no hay ningún aviso? ¿Qué pasa si uno no tiene, como Geremek, alguien que nos diga dónde no debemos sentarnos, o qué camino evitar, o alguien que nos agarre por el brazo para hacernos reaccionar a tiempo como a Steiner?
Escribe Vuillard que justo antes de realizarse lo que se conoce como Anschluss (la anexión de Austria por parte de Alemania en marzo de 1938) «se produjeron más de mil setecientos suicidios en una sola semana». Personas que fueron superadas por la desesperación de saber qué podía pasarles, en qué se podía convertir su vida bajo el dominio nazi. Lo que habían visto o escuchado hasta ese momento les bastó para entender que lo que venía era todavía peor.
Siendo que no podemos fiarnos siempre de la ayuda de un otro que nos advierta del peligro, quizá la memoria —la misma que hace reconocer el cazador al picabuey— ese instrumento que hoy cuesta ejercitar ante la llegada continua de información y de miles de hechos instantáneos y efímeros, tenga que ser en definitiva la encargada natural de ese rol en nosotros. La memoria no solo como cúmulo de recuerdos personales y colectivos, sino como manera de entender que «lo pasado» nunca es un pasado cerrado y sellado para siempre. Lo pasado llega hasta hoy y llegará hasta mañana y, por lo tanto, puede repetirse. Una memoria, bien preservada y en constante nutrición, que encienda, avizora, una luz de alerta ante la amenaza de olvido.
En su libro La traducción del mundo – Las conferencias Weidenfeld 2022 (Alfaguara, 2023) el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez ejemplifica su sensación personal de tiempo continuo con una anécdota. Al mismo tiempo que sus hijas gemelas intentaban superar un nacimiento difícil, visitó a un doctor que le enseñó dos fragmentos humanos distintos entre sí, pero ambos pertenecientes a líderes políticos asesinados en su país, con treinta y cuatro años de diferencia. «Después de visitar repetidas veces —relata Vásquez— a mi amigo médico, después de sostener en mis manos el cráneo de Uribe y la vértebra de Gaitán, yo solía llegar a la clínica donde mis hijas prematuras se recuperaban, y las enfermeras me permitían sacarlas de sus incubadoras y ponérmelas sobre el pecho. En esos momentos, no lograba apartar una emoción compleja: en mis manos habían estado los restos humanos de las víctimas de la violencia colombiana, y ahora estaban los cuerpos vivos de dos niñas que luchaban (la terca biología) por seguir viviendo. Las preguntas eran: ¿cómo marcarían las violencias del pasado sus vidas futuras? ¿Cómo protegerlas de esa violencia? Entonces sentía vivamente que el pasado, como escribió Faulkner en Réquiem por una monja, no está muerto: ni siquiera es pasado».
Notas
(1) Diarios (1910-1923). Franz Kafka; edición a cargo de Max Brod, traducción de Feliu Formosa. Tusquets Editores. Barcelona. 2010.
Fantástico, gracias!
Uff, que horror. Podría usted escribir solo de cosas bonitas, no sé: unicornios, nubecitas, gatitos jugando en internet, Dakota Johnson, que se yo.