A pesar de que la sabana africana es el hábitat natural del rinoceronte negro, puede que cualquiera de nosotros conozca mejor esos paisajes —ya sea por fotos o vídeos— que ellos. La explicación reside en que este animal no tiene muy buena vista, y por lo tanto es común que no advierta la presencia de cazadores en su cercanía. Sin embargo, algunos cuentan con una ayuda que tampoco ven, pero escuchan: la de los pájaros picabueyes (o bufágidos) que se posan en sus lomos para alimentarse de garrapatas o heridas, y emiten un sonido cuando reconocen la amenaza humana. Gracias a esta alarma sonora, este mamífero en peligro de extinción puede, en muchos casos, elevar su atención y así salvar su vida.
Los paisajes de Varsovia son muy diferentes, pero en el año 1942 Bronisław Geremek también tuvo su salvador particular allí, precisamente en un tranvía, siendo «un niño de diez años demacrado y medio muerto de hambre», tal como rescata la anécdota en su último libro, Europa – Una historia personal (Taurus, 2023) el periodista inglés Timothy Garton Ash. «Aunque lleva puestos cuatro jerséis, tirita pese al calor de agosto. Todos lo miran con curiosidad. Está seguro de que todos se dan cuenta de que es un niño judío que ha escapado del gueto de Varsovia a través de un boquete del muro. Por suerte nadie lo denuncia y un pasajero polaco lo advierte de que tenga cuidado y no se siente en la zona marcada como «Nur für Deutsche» («Solo alemanes»)». Geremek no solo sobrevivió, sino que llegó a ser ministro de Polonia y un importante historiador. No obstante, como si su existencia hubiese estado marcada por las vicisitudes del tránsito, a sus setenta y seis años se durmió al volante del coche y se estrelló contra una furgoneta que venía en sentido opuesto, y ya no volvió a abrir los ojos.
Unos años antes, en Nueva York, quien sí los abrió, o quizá habría que decir que se los abrieron, fue Frederick Steiner. Lo relataba en una entrevista1, cincuenta y cinco años después, su hijo George, reconocido profesor, crítico y teórico de literatura. Era 1940, en Europa ya había comenzado la guerra, y el primer ministro francés le pidió «que viajara a Estados Unidos como parte de una delegación comercial para negociar con los alemanes la compra de aviones de caza Grumman». Por ese entonces, el país que iba a visitar era neutral, y en sus calles se mezclaban banqueros, ingenieros y enviados nazis. Pese a este aparente distanciamiento de la realidad al otro lado del océano, meses después se estrenaría en esa misma ciudad The Great Dictator de Charles Chaplin, adelantada sátira antibelicista. El film contiene un pasaje, por cierto, donde el comandante Schultz (Reginald Gardiner) le hace una poderosa (y premonitoria si se la traslada a la vida real) advertencia al dictador Hynkel (Chaplin) —trasunto de Hitler—antes de ser arrestado con destino a un campo de concentración: «Muy bien, pero recuerda mis palabras / Tu causa está condenada al fracaso porque está cimentada en la estúpida, despiadada persecución de gente inocente / Tu política es peor que un crimen / Es un error garrafal»2. El director y actor inglés, sin embargo, confesaría en su autobiografía: «Si hubiera conocido los verdaderos horrores de los campos de concentración alemanes, no hubiera podido hacer El gran dictador, no hubiera podido reírme de la locura homicida de los nazis».
Se encontraba, decíamos, el señor Steiner en un almuerzo en el Wall Street Club, sentado junto a representantes del tesoro público estadounidense, los bancos y la delegación francesa. «En un momento dado, un camarero le entregó a mi padre una nota escrita que le enviaba un caballero de otra mesa. Mi padre rastreó el comedor con la mirada y vio a los miembros de una delegación nazi con la cruz gamada en la solapa». Reconoció entre ellos al autor, alguien con quien había hecho negocios hasta 1933, año en que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán ganara las elecciones federales, con Hitler como canciller, y se convirtiera tres semanas después en un régimen totalitario. Sin intención de tener vínculo alguno, rompió el mensaje en pedazos. «Más tarde fue al baño, y el alemán, que estaba esperándolo allí, lo agarró del brazo y le dijo: «Más te vale que me escuches, te guste o no. No puedo darte ningún detalle, porque no tengo más información, pero vamos a entrar en Francia cualquier día de estos. Saca a tu familia de allí como sea». Era uno de los directivos de Siemens, la empresa eléctrica más importante de Europa en aquel momento». A pesar de los recelos, Steiner le hizo caso, y no regresó a Europa con la excusa de que las negociaciones se iban a extender. Su familia aprovechó para subirse a un barco y viajar a su encuentro. «La reunión en la que se adoptó el plan para la «solución final de la cuestión judía» todavía no había tenido lugar, pero en Polonia ya habían empezado las matanzas, y los de Siemens sabían algo».
«Los de Siemens» seguramente sabían bastante. Tal como novela Éric Vuillard en El orden del día (Tusquets, 2018) otra reunión sí se había llevado a cabo, con fecha y lugar precisos: el 20 de febrero de 1933 en el edificio del Parlamento alemán, en Berlín. Siete años antes de la comida en Nueva York. Allí, el presidente de la cámara, Hermann Göring, y el propio señor austríaco del bigote, reunieron a los más importantes industriales del país para decirles que «había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa». Pero para eso debían liderar los comicios del cercano 5 de marzo. Y para la campaña no tenían un duro. Atentos les escucharon los dueños y representantes de algunas empresas conocidas por todos: Opel, Krupp, Bayer, Agfa, Varta, Allianz, BASF, entre otras. Allí estaba también Wolf-Dietrich von Witzleben, secretario particular de Carl von Siemens. Y todos ellos se comprometieron con la causa nazi, entregando miles y miles de Reichsmark o marcos imperiales. Lo cual nos enseña que, con frecuencia, mucho antes del aviso urgente, existieron señales o sencillamente una fría planificación que fue moviendo las piezas antes de determinar el jaque.
Cuando se sabe, pero no se actúa
Menos de dos meses después de que la organización palestina Hamás atacase Israel, el día 7 de octubre, el periódico The New York Times reveló que los oficiales israelíes conocían el plan desde hacía más de un año, pero lo desestimaron por considerarlo de ambiciones desproporcionadas. Demasiado complicado para llevarlo a cabo. En efecto, no se trataban de indicios sospechosos o aislados. El documento, de unas cuarenta páginas, al que se le dio el nombre en clave «Jericho Wall» (Muro de Jericó) detallaba con gran precisión las distintas acciones que el grupo proyectaba con la intención de realizar un asalto sorpresa idéntico al que, sin encontrar oposición alguna, ejecutaron. Es decir, todo estaba ahí. Salvo la fecha fijada, obviamente. «No está claro si el primer ministro, Benjamín Netanyahu, u otros líderes políticos vieron el documento», explicaba la noticia.
Lo hubieran visto o no, los propios oficiales admitieron, en privado, que si la inteligencia militar —oxímoron donde los haya— hubiese tomado en serio las advertencias y redirigido refuerzos hacia el sur —donde Hamás atacó— Israel podría haber atenuado los ataques o posiblemente incluso evitarlos. En cambio, hasta los recientes permisos de palestinos para trabajar en el país fueron entendidos como una señal de que el grupo terrorista no estaba buscando una guerra. El resultado de la cadena de fallos, mantenidos en el tiempo, fue el día más letal en la historia del Estado creado hace ahora setenta y cinco años: mil doscientos muertos (además de los cientos de personas secuestradas). «La audacia del documento hizo fácil subestimarlo», declararon los inteligentes. «La mentalidad israelí estaba a otra cosa y eso es lo que permitió la matanza. La arrogancia. Ese fue el problema», expresó categórico, por si no estaba claro, el ex primer ministro israelí Ehud Olmert el último día del año.
Volodímir Oleksándrovich Zelenski, presidente de Ucrania de origen judío, podría quizá haber estado dentro del país atacado si a los dieciséis años hubiese llegado allí con el subsidio de educación recibido para estudiar bajo el brazo. Pero eso nunca iba a suceder, sencillamente porque su padre no le permitió ir. El destino, sin embargo, le tenía reservado ser invadido en su propia tierra, que era una de las quince repúblicas de la Unión Soviética cuando nació. Pero, ya sea por motivos de negligencia, o recursos insuficientes para impedir una agresión a medida que todo indica que se aproxima, él puede, a su vez, hacer su aporte sobre el tema.
Isabelle Khurshudyan, corresponsal de The Washington Post en Kiev, lo entrevista en agosto de 2022 y le empieza preguntando por el momento en que supo que la invasión a gran escala había empezado (en febrero). El líder ucraniano contesta que la guerra había comenzado en 2014. O incluso podía llegar a decirse que, de algún modo, lo había hecho hace cientos de años atrás. La periodista desea indagar más sobre cómo fue para él personalmente, a lo que responde con un «nosotros entendíamos que este día llegaría». Unas preguntas más tarde le recuerda que el director de la CIA, William J. Burns, le había dicho que los rusos podían intentar un aterrizaje en el aeropuerto de la ciudad de Hostómel, tal cual como finalmente sucedió en el día uno de la ofensiva. «¿No debería haber habido más fuerzas ucranianas ya allí?», le cuestiona. Zelenski responde que incluso seis meses o más antes del suceso se sabía que había tropas reuniéndose en territorio de Bielorrusia. Que entrenaban y tenían planes para tomar el aeropuerto de Borýspil (cercano a Kiev). Que algunos de los caminos que estudiaban utilizar eran los mismos por los que habían pasado los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Pero que las de Burns no fueron las primeras señales, sino que les habían llegado otras, de servicios de inteligencia, de colegas, etc. «Cuando se trata de todas las advertencias o señales de ciertos socios, esto es lo que les explico: «Si no tenemos suficientes armas, será difícil que luchemos»», resume. Para después agregar: «No puedes decirme simplemente, «Escucha, deberías empezar a preparar a la gente ahora y decirles que necesitan guardar dinero, tener reservas de comida». Si hubiésemos comunicado eso —y es lo que algunos querían, no diré quiénes— entonces hubiera estado perdiendo siete mil millones de dólares al mes desde octubre pasado, y al momento en que los rusos atacaron, les habría llevado tres días apropiarse de nosotros. […] Si sembrásemos el caos entre la población antes de la invasión, los rusos nos aniquilarían. Porque durante el caos, la gente huye del país».
Sentada en esa oficina presidencial, la enviada del medio estadounidense, que llegó hasta allí recorriendo pasillos oscuros con sacos de arena alineados en prevención de posibles ataques del país vecino, mantiene la determinación ligada al cumplimiento del oficio, y se resiste a dejar de averiguar en qué medida se sabía del peligro que acechaba, y por eso insiste: «¿Entonces creía, personalmente, que una guerra a gran escala estaba por venir?». Zelenski, por lo tanto, amplía su defensa: «Mira, ¿cómo puedes creer esto? ¿Que torturarían a la gente y que ese sería su objetivo? Nadie creyó que sería de esta manera. Y nadie lo sabía. Y ahora todo el mundo dice te advertimos, pero nos advirtieron con frases generales. Cuando pedimos especificidad —de dónde vendrían, cuánta gente y demás— todos tenían tanta información como nosotros. Y cuando dije, «OK, si vendrán por aquí y habrá una lucha intensa aquí, ¿podemos conseguir armas para detenerlos?». No las recibimos. ¿Para qué necesitaba todas estas advertencias? ¿Para qué necesitaba volver loca a nuestra sociedad?».
Es difícil dejar de lado el paralelismo que se revela en las dos guerras más recientes de mayor impacto mediático: por un lado, Israel subestima desde su soberbia y poderío armamentístico y militar un ataque palestino, y por ende no toma acciones. Por el otro, Ucrania lamenta poseer armas aún de los tiempos soviéticos, y a falta de unas mejores, se queda igual de inmóvil.
Aquellos caminos en dirección a la antigua Unión Soviética a los que hacía referencia Zelenski, atravesados por el ejército alemán a partir de junio de 1941, no solo forman parte de un conocimiento general o de la historia aprendida en las escuelas de esas latitudes. Contra esos mismos invasores seguramente tuvo que enfrentarse de un modo u otro su abuelo Semyón, quien fuera soldado de infantería y alcanzara el rango de coronel en el Ejército Rojo. Pero antes de que se produjera esa incursión, configurada dentro de lo que se conoció como Operación Barbarroja, hubo alguien que bien podría ostentar el récord en cuanto a desoír todos los avisos posibles de amenaza. Se trató, ni más ni menos, que del propio líder de aquel territorio de bandera roja con hoz, martillo y estrella en su cantón: Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin.
Cierto es que el 23 de agosto de 1939 se había firmado, en Moscú, el Tratado de no Agresión entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), o Pacto Ribbentrop-Mólotov (el cual era, en la práctica, un reparto de la Europa Oriental y central, fijando los límites de las influencias de ambos países). Pero no menos verdadero fue que, menos de un año después, concretamente el 31 de julio de 1940, los nazis aprobaron el mencionado plan de ocupación, dado que nunca habían renunciado a su plan de expansión hacia el este, y tenían como objetivo primordial asegurarse el petróleo y los productos alimenticios de tan vasto territorio.
Stalin, claro está, tenía sus sospechas. Por ejemplo, del gobierno británico de Winston Churchill, del cual pensaba que pretendía inducir a Hitler para que atacara su país. Sin embargo, como explica el historiador inglés Antony Beevor en su libro La Segunda Guerra Mundial (Ediciones de Pasado y Presente, 2012) durante el 1941 Stalin ya había ignorado no solo las advertencias procedentes de Reino Unido acerca de los preparativos de invasión, sino también «las informaciones detalladas de sus propios servicios de inteligencia […] a menudo con el pretexto de que los agentes destacados en el extranjero habían sido corrompidos por las influencias foráneas».
Y eso es solo el principio. Hitler, a primeros de año, le escribe una carta asegurándole que «las tropas alemanas estaban siendo trasladadas al este únicamente con el fin de ponerlas fuera del alcance de los bombardeos británicos». La acepta. Por si acaso, conscientes del número creciente de grupos de la Wehrmacht (fuerzas armadas unificadas alemanas desde 1935 a 1945), elaboran un plan de contingencias donde «se analizaba la posibilidad de llevar a cabo un ataque preventivo para frustrar los preparativos alemanes». Pero todo queda ahí. Richard Sorge, su agente más eficaz, le confirma también el peligro desde la embajada alemana en Tokio. Informe rechazado. Desde la propia Berlín, la embajada soviética comienza a su vez a inquietarse con la información que tienen entre manos: ciento cuarenta divisiones de ese país se distribuían a lo largo de la frontera de la URSS. A estos soldados se les repartiría, tenían pruebas, un diccionario ruso de bolsillo, «de modo que supieran decir «¡Manos arriba!», «¿Eres comunista?», «¡Voy a disparar!»». Frases que, empero, pocos de ellos habrán pronunciado, teniendo en cuenta el grado de violencia del ataque. «El ruso es un adversario muy duro», cita Beevor a un soldado alemán. «No tomamos casi ningún prisionero, sino que los fusilamos a todos».
A esa altura de los hechos, la situación casi se asemejaba más a un sketch donde el protagonista no ve aquello que es obvio y uno está tentado de gritarle para lograr su reacción, que a una serie de avisos reales de un asalto inminente dentro del contexto de una guerra mundial. Pero no abandonen sus butacas, que «lo mejor» está por llegar. Friedrich von der Schulenberg era el embajador alemán en Moscú en ese entonces. De ideas contrarias al régimen que dominaba su país, sería ejecutado por participar en la conjura que tuvo lugar tres años después para asesinar a Hitler. Con lo cual no extraña tanto que comunicara a las autoridades rusas lo que estaba a punto de suceder. Sin embargo, cuando la información alcanzó al señor del bigote llegado hasta la capital desde una pequeña ciudad georgiana, su postura siguió inamovible: «¡La desinformación ha llegado ya a nivel de los embajadores!», exclamó. No queriendo reconocer de ninguna manera la situación, Stalin se convenció a sí mismo de que lo único que pretendían los alemanes era presionarlo para que hiciera más concesiones en la firma de un nuevo pacto.
En la semana anterior a la invasión, los barcos alemanes se retiraron de los puertos soviéticos y el personal de la embajada moscovita fue evacuado. Pero esto tampoco constituyó una señal suficiente para promover un cambio. El 21 de junio, noche previa al inicio oficial de la ofensiva, el vicedirector del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) le comunicó que «se habían producido no menos de «treinta y nueve incursiones aéreas sobre la frontera estatal de la URSS»». Después de «más de ochenta avisos claros de la invasión» —de hecho probablemente más de cien— el gran dictador empezó a inquietarse. Aun así, todavía tuvo tiempo para ordenar que fusilasen «por ser culpable de desinformación» a un desertor alemán, ex comunista, que había cruzado las líneas para advertir del ataque. Stalin puso entonces a las baterías antiaéreas que rodeaban Moscú en estado de alerta, les dijo que «estuvieran preparados, pero que no respondieran al fuego». Luego se fue a dormir. Pero a las 04:45 le despertaron. Se había producido un bombardeo sobre la base naval de Sebastopol. En una reunión en el Kremlin del máximo órgano de poder (el Politburó) una hora después, «Stalin siguió negándose a creer que Hitler supiera nada del ataque». Al parecer, creía que se trataba de una provocación de los generales alemanes. Viacheslav Mólotov, el mismo ministro de Asuntos Exteriores que había firmado el famoso Pacto dos años atrás, fue finalmente el encargado, después de mantener una conversación con el propio embajador Schulenberg, de transmitir a su líder la confirmación de que los dos estados se encontraban en estado de guerra.
Entre las purgas que se habían realizado con anterioridad en el Ejército Rojo (que dejó oficiales sin experiencia de mando al frente de divisiones y de cuerpos enteros de la milicia) y lo desprevenidos que se encontraban aquel día 22, es fácil imaginar lo fácil que fue para la Wehrmacht superar la línea defensiva de la frontera soviética a lo largo de un frente de mil ochocientos kilómetros de extensión. Puntos clave sin armamento pesado de ningún tipo, tanques inoperativos y hasta la aviación en tierra y dispuesta en fila como un blanco perfecto son solo algunos ejemplos del grado de falta de previsión ante la ofensiva. «Ante el caos de las comunicaciones, los mandos quedaron paralizados o bien por falta de instrucciones o bien por recibir órdenes de contraatacar que no tenían relación alguna con la situación reinante sobre el terreno», amplía Beevor.
Al mediodía, Molotov leyó por la radio un comunicado escrito por Stalin, haciendo pública la invasión. La reacción de la gente, que lo escuchó en las calles por medio de megáfonos y que nada sabía de la inoperancia gubernamental, fue variada: a muchos se les despertó el sentido patriótico (siendo que ellos mismos detestaban al régimen nazi y por ende despreciaban la firma de ese tratado) y formaron largas colas en los centros de reclutamiento, y a otros tantos lo que se les despertó fue el espanto, y corrieron a comprar comida enlatada y a retirar dinero de los bancos. Justo un escenario similar al que quería evitar Zelenski.
Pero aquel mundo no era el de hoy, y si bien ese día de verano también fue el inicio del fin del Tercer Reich debido a una mezcla de error de cálculo, ambición desmedida y odio desenfrenado, la gran mayoría de soviéticos no pudo huir a ninguna parte, y tuvo que hacer frente como pudo, por convicción, obligación o desesperación, a la mayor ofensiva militar en la historia, con un saldo de millones de muertos. Ironía del destino, si puede decirse, que tampoco nunca hubiera sido mayor, seguramente, la falta de prevención.
(Continúa aquí)
Notas
(1) The Paris Review, Entrevistas Vol. II (1984 – 2012). Traducción de Fernando González Gómez. Acantilado. Barcelona. 2020.
(2) Todas las traducciones del texto son de mi autoría, salvo las citas bibliográficas.
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Muy bueno, estimado. Europa o el Occidente, a cuya cultura pertenezco por la fuerza y bien de lejos, ahora se encuentra con un problema que ella misma creó: el estado de Israel, en tierras que sólo por misticismo los hebreos podían pretender, lo único que les quedaba después de la desesperación, el mismo misticismo que dio origen al cristianismo y su antisemitismo bíblico. Y allí tambien hubo desde siempre “avisos”, desde el III dc en adelante que no podían prevenir. ¿Adónde podían escapar si toda Europa era antisemita? Una de las acusaciones más ridicula era de que, además de considerarse el Pueblo Elegido, (cuestión mistica) vivían separados de las comunidades que los acogían en un sistema endogámico. ¿Y que otra cosa podían hacer? Hubo matanzas que recién ahora están saliendo a la luz, gracias a estudiosos que se rompen el lomo leyendo crónicas originales para entender el por qué de tal odio, pues el de la religión no basta. “…a Freundsberg le sucedió Giovanni Hinderbach (como autoridad política y eclesiástica), recordado por haber alentado el progreso de las Humanas Letras y por haber exterminado las pocas familias de hebreos habitantes en Trento, acusados de haber asesinado un niño para festejar sus Pascuas …(Luisa Muraro, La señora del juego)”. Lo que sigue lo habré ya escrito varias veces en este foro, pero viendo la hipocresía de los medios que ahora son más pro Israel que antes, como quien escribe siendo niño, que veía con admiración ese pueblo que luchaba épicamente por su subsistencia sin tener en cuenta que las tierras eran de otros, lo repito. De pibe no sabía quiénes eran los hebreos, pero obligado a ir a misa supe, a través de interminables ruegos al final de la misma para su conversión, de que eran pérfidos y deicidas, un odio dominguero inculcado a miles de kilómetros de distancia de la culta Europa, en la iglesia de San Nicolás de Bari, en un barrio de ricos descendientes de españoles y gringos. Es fácil imaginar lo que sucedía allá, un odio que no solo se limitaba a la población llana, si no también a mentes como la de Lutero, Kant, Berkeley, Dante y tantos otros. Espero la continuación. Gracias.