Resulta increíble cómo una película que tiene ya más de cincuenta años puede contener temas de una actualidad tan rabiosa como los que presenta Naves misteriosas. Y no me estoy refiriendo solo al obvio mensaje ecologista que caracteriza a esta cinta, ni a la presencia, para nada disimulada, de publicidad a empresas de sectores clave para el público norteamericano como son el de las bebidas refrescantes o el transporte aéreo. No, no me refiero a esta práctica tan habitual en muchas series televisivas recientes de producción nacional o al hecho de que los robots que aparecen como parte fundamental de la historia se les llame drones, sino que se trata de que la trama de la película la desencadenan unos recortes de presupuesto del gobierno que obligan a cancelar un proyecto científico de crucial importancia por presiones comerciales ¿Les suena de algo? La conexión con esta España de las primeras décadas del siglo XXI es ciertamente bastante evidente.
En realidad, como en toda película de ciencia ficción que se precie, las conexiones con los problemas actuales van más allá pero se centran en un mensaje ecologista revestido de tonos hippies de la época que queda patente desde las primeras imágenes que se nos ofrece y que nos hacen pensar que lo que vamos a ver es un documental de bichitos de La 2. Pero pronto vemos que estamos equivocados, que no estamos en Doñana ni con David Attenborough a punto de contarnos los secretos de algunas yerbas (muy populares por otra parte cuando el estreno) sino que estamos cerca de Saturno, el planeta que Kubrick quiso ver en su 2001 pero que fue sustituido por Júpiter porque su supervisor de efectos especiales no logró tener listas a tiempo unas escenas que se guardó para la que sería su primera película, casualmente estas Naves misteriosas. Douglas Trumbull, el director que como decimos comenzó trabajando en cintas tan famosas como 2001: una odisea del espacio (Kubrick, 1968) o La amenaza de Andrómeda (Wise, 1971), finalmente consiguió crear un filme pionero en muchos sentidos y aún hoy día muy admirado por los aficionados al género. En la cinta disfrutamos con naves, bastante convincentes para los medios de la época, que vagan en el espacio como las de Galactica, estrella de combate, o contemplamos simpáticas imágenes de humanos jugando con robots, como en escenas similares de Star Wars. De hecho las productoras de estos títulos posteriores tuvieron que sufrir alguna que otra denuncia por plagio que finalmente nunca llegaron a buen puerto.
La historia de este Llanero Solitario del espacio, defensor de pinos y ardillas, que deja atrás una Tierra donde no hay sitio para la naturaleza también ha ejercido cierta influencia en otros filmes de producción más reciente, como han confesado en alguna ocasión sus directores. Andrew Stanton, director de Wall-E (2008), admite que la historia le inspiró y Duncan Jones (Moon, 2009) también comenta que la soledad del protagonista de Naves misteriosas le marcó a la hora de componer su historia.
Freeman Lowell, interpretado por Bruce Dern, es la estrella absoluta, con permiso de sus pingüíneos drones. Muchos críticos de cine alaban su interpretación, a la que es difícil hacerle sombra en la cinta, sobre todo si debes competir con uno de los actores minusválidos encerrados en las carcasas de los robots, quienes por cierto tienen su momento de gloria al ser los primeros en aparecer mencionados en los créditos finales de la película. Bromas aparte, Bruce Dern es un actor destacado por una larga historia de papeles secundarios en casi un centenar de títulos, al que se le recuerda principalmente por este papel a pesar de haber aparecido en películas tan famosas como El gran Gatsby (Coppola, 1974) o Nebraska (Payne, 2013), por el que fue nominado al Óscar al mejor actor. Claro que quizás muchos otros los conozcan por ser el padre de la actriz Laura Dern. Sí, la de Parque Jurásico.
Freeman trabaja en un proyecto del gobierno norteamericano para preservar ecosistemas terrestres en el espacio, en unas cúpulas a modo de invernaderos que sin duda cuesta mucho dinero mantener. Le acompañan otros astronautas algo gamberros que prefieren dedicarse a hacer carreritas con karts playeros y pisarle el césped al incomprendido Freeman antes que ayudarlo con sus tareas de jardinero espacial. Cuando llega la decisión del gobierno de detener el proyecto, Freeman no organiza una fiesta precisamente. Pronto se convierte en un Quijote obsesionado con su idea de defender a los más débiles o más bien un capitán Ahab cegado por su empeño como en Moby Dick, porque como este deberá enfrentarse a una tremenda tempestad en su travesía por el espacio, zozobra de la nave y crujidos del casco incluidos (atentos a los efectos de sonido de esta escena). Le acompañan en esta circunnavegación unos entrañables robots mezcla de videoconsola gigante, navaja suiza y linterna de camping a los que Freeman trata como niños todo el tiempo hasta el punto de torturarlos bautizándolos con los nombres de los sobrinos del Pato Donald ¡y eso que los pobres se pasan toda la cinta trabajando y sin rechistar!
Después de algunas escenas con tintes religiosos poco subliminales, acompañadas por cánticos eclesiásticos de Joan Baez de mal envejecer, la película nos deja pensativos al final. Nos preguntamos cuál es el mensaje que viaja en esa botella que menciona Freeman, en esa Voyager que se adelantó por unos años en la ficción.
La vi en el instituto con mi «novia» cuando éramos poco más que niños. Me impresionó. No sé si querría volver a verlas ahora.
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