Cine y TV

Mirando hacia atrás sin IRA

Mirando hacia atrás sin IRA
Cillian Murphy y Pádraic Delaney en The Wind that Shakes the Barley, 2006. Fotografía: Alta Classics.

Al contrario que la literatura, el cine es un arte eminentemente colectivo, tanto en su producción, un trabajo de equipo, como en su recepción por parte de los espectadores, reunidos en la sala oscura (la televisión a la carta no deja de ser un complemento más o menos útil). Y si ese carácter colectivo puede dificultar el rápido etiquetado de la denominación de origen de una película, que corresponde por defecto a la(s) nacionalidad(es) de la(s) empresa(s) que la ha(n) producido —el cine es ante todo una industria, un negocio y un dispendio, para el que hay que aunar fuerzas—, todo se complica muchísimo en el caso irlandés, debido, por supuesto, a la turbulenta historia de un país dividido, a sus conflictivas relaciones con la Corona británica y a los sucesivos flujos migratorios, tanto hacia América, y en concreto a ese crisol de inmigrantes llamado Hollywood, como a la vecina Gran Bretaña, polos desde los cuales la diáspora ha seguido ejerciendo su influencia sobre la patria añorada. Y si el eterno conflicto entre católicos y protestantes ha canibalizado inevitablemente el cine ambientado en Irlanda desde sus albores, el proceso de paz, coronado por el alto el fuego del IRA, abrió la puerta, sobre todo a partir de los años noventa, a la independencia de un cine genuinamente autóctono, en la medida en que esto pueda ser posible en un mundo tan radicalmente globalizado como el del siglo XXI.

El cine llegó a Irlanda antes que la ansiada independencia. Fue James Joyce, de hecho, quien, después de un viaje a Trieste, quiso exportarlo, promoviendo la apertura de una primera sala, el desaparecido Cine Volta, en 1909. Una película como For Ireland’s Sake (1914) ya da buena cuenta de las encrucijadas de lo que podríamos entender como «cine irlandés». Se trata de un cortometraje altamente patriótico, cuya heroína planta cara a los casacas rojas del siglo XVII, para acabar huyendo rumbo a América. Protagonizada por una estrella de Hollywood como Gene Gauntier, fue rodada por Sidney Olcott, un canadiense enviado por los estudios para sacar partido de los deslumbrantes paisajes que, hoy en día, siguen siendo el privilegiado plató de grandes producciones, tengan o no que ver con Irlanda, el primer país extranjero en el que Hollywood mandó rodar exteriores.

El eterno conflicto, complicado con la guerra civil que siguió a la de independencia, ha brindado, desde el punto de vista de la épica cinematográfica, la posibilidad de un wéstern a la europea, salpicadas de sangre las verdes praderas y magnificando la figura del pistolero rebelde atormentado por la católica culpa, como Mickey Rourke en Réquiem por los que van a morir (Mike Hodges, 1987). En este contexto, Belfast quedó como un auténtico «territorio comanche»: la huida por sus calles de James Mason, líder del IRA acosado por la policía en Larga es la noche (1947), un magnífico noir de Carol Reed, no es muy distinta a la odisea, a través de un barrio católico, del soldado británico que se queda atrás en la no menos reseñable ‘71 (Yann Demange, 2014). Ambas son producciones cien por cien británicas, y la segunda transcurre apenas unos meses antes de aquel trágico Domingo Sangriento, que desataría la venganza del IRA, tres décadas antes de poner de moda la cámara nerviosa e inmersiva de Paul Greengrass en una memorable película homónima, premiada con el Oso de Oro. 

Al otro lado del Atlántico, donde fueron muy populares los violentos gánsteres con sangre irlandesa encarnados por James Cagney, el conflicto también obsesionó a John Ford, hijo de inmigrantes, que llegó a conocer a Michael Collins en una primera visita a Irlanda en 1921 (a través de un primo del IRA), y acabó nacionalizándose irlandés. El cineasta quedó, de hecho, totalmente consagrado como artista, ya no como un mero artesano, con El delator (1935), donde Victor McLaglen traiciona a sus compañeros del IRA por las tristes monedas de un viaje a América. Su filmografía ha estado siempre manchada de hemoglobina irlandesa, aunque no rodó en su patria querida hasta que la implantó para siempre en el imaginario colectivo con la seminal El hombre tranquilo (1952), donde John Wayne, su más recurrente álter ego, regresa para instalarse en las ruinas de la casa familiar. Unánimemente considerada como una de las grandes obras maestras del más prestigioso fabricante de wésterns americanos, aparca sin embargo el conflicto —los militantes participan alegremente en la vida social de un pueblo en el que todo el mundo se descubre ante el pastor protestante— para abrazar la visión idealizada de una Irlanda bucólica y pastoral. Una perdurable fantasía en la que los «locos irlandeses» andan todo el día borrachos en el pub cantando canciones ancestrales ante el estupor de los propios interesados, convertidos en «actores» de la misma. Así lo atestigua el legendario «documental cinematográfico» Innisfree (1990), que recoge cómo José Luis Guerín partió tras las huellas de aquel rodaje fordiano, para descubrir que los habitantes del condado de Galway eran los mejores actores del mundo interpretándose a sí mismos como «auténticos» irlandeses, haciendo lo que se espera de ellos, bebiendo y cantando canciones ancestrales. 

También de Galway procedía el poeta de voz angelical que le robó el corazón en su juventud a Anjelica Huston en Dublineses (1987), la adaptación del relato de Joyce con el que John Huston, a su vez nieto de emigrantes y también nacionalizado irlandés, escogió morir cinematográficamente, cuando ya le quedaba muy poco de la otra vida, la real, circunstancia que hace todavía más devastadores los últimos planos de la película, cuando toda Irlanda va desapareciendo bajo un manto de nieve (aunque la escena se rodó en el parque nacional de Joshua Tree, en California). Es otra canción ancestral, «The Lass of Aughrim», la que despierta los recuerdos de Anjelica mientras su marido (Donal McCann), un exitoso crítico literario, se da cuenta de que su vida no ha sido más que la de un comparsa. Esa noche helada, que levanta acta del amargo fracaso de la existencia, testamento irlandés de un Huston demasiado enfermo para rodar en Irlanda (mandó la segunda unidad) y fallecido antes de ver la película acabada, contrasta con la irresistible luminosidad de Ford, al que todavía le quedaban por rodar películas mayores. 

La nostalgia de la tierra que nace antes de haber vivido en ella tiene su equivalente por la parte británica. Recuerdo haber charlado con Julien Temple sobre Shane MacGowan, a raíz del rockumental que le dedicó (Crock of Gold, 2020). Con la más amplia de sus sonrisas, el cineasta me recordó que una personalidad tan simbólica de Irlanda y tan vinculada al Sinn Féin como el cantante de The Pogues había crecido y se había educado en Londres: su Irlanda era la de las vacaciones de verano, cuando iba a visitar a sus abuelos, correteando por los campos como un animal en libertad. Ya en los años setenta, algunos cineastas irlandeses, agrupados bajo las siglas de la AIP (Asociación de Productores Independientes), se esforzaron en combatir con realismo social las fantasías nostálgicas de los migrantes. Pero no fue hasta un par de décadas después cuando un cine más o menos autóctono empezó a tener eco internacional, eso sí, siempre homologado por la Academia de Hollywood. Las carreras de Jim Sheridan y Neil Jordan son los mejores ejemplos. Sheridan besó el santo de los Óscar con su primera película, Mi pie izquierdo (1993), gracias al galardonado Daniel Day-Lewis, actor londinense que adquirió el preciado acento irlandés durante el rodaje y también acabó nacionalizándose. Sheridan volvió a pasearse por la gala de la Academia con En el nombre del padre (1993), de nuevo con Day-Lewis, denunciando los sucios métodos del ocupante a partir del caso real de uno de los acusados en falso por el atentado de Guilford, y acabó haciendo películas tan americanas como el biopic del rapero 50 Cent. Jordan, por su parte, alternó películas sobre la historia turbulenta de su país, como la popular Juego de lágrimas (1992) —producción británica donde Stephen Rea era un militante lleno de dudas que entabla amistad con el británico al que han secuestrado—, o el biopic del líder independentista Michael Collins (1996) —coproducida por empresas americanas e irlandesas—, con productos totalmente made in Hollywood, como Entrevista con el vampiro (1994). 

Mirando hacia atrás sin IRA
Miranda Richardson en The Crying Game, 1992. Fotografía: Palace Pictures.

En la siguiente generación destaca Lenny Abrahamson, que se dio a conocer entre nosotros con Adam y Paul (2004), algo así como si Laurel y Hardy hubiesen sido un par de yonquis en las calles de Dublín, una producción independiente, total y auténticamente irlandesa. Una década después, el mismo director adaptó La habitación (2015), el bestseller de Emma Donoghue, que se tradujo con una producción totalmente transnacional, entre empresas de Irlanda, Reino Unido, Estados Unidos y Canadá, donde se rodó la película, con Óscar para la californiana Brie Larson. El momento más significativo para el «cine irlandés» llegó unas cuantas galas después, con dos modelos tan antagónicos como complementarios: Almas en pena de Inisherin, de Martin McDonagh, y The Quiet Girl, de Colm Bairéad (basada en la novela de Claire Keegan Tres luces, publicada por Eterna Cadencia), aunque quizá deberíamos referirnos a ella como An Cailín Ciúin, ya que fue la primera película rodada en irlandés, o gaélico irlandés, que lograba la nominación al Óscar de habla no inglesa. Se convirtió en la película más taquillera de todos los tiempos en esta lengua. Un auténtico fenómeno: después de décadas escuchando a actores expresarse con un esforzado acento irlandés, a veces hasta lindando con lo ridículo, el público prácticamente descubría la poética musicalidad de una lengua casi inédita en la gran pantalla tras ochocientos años de colonialismo británico. En El hombre tranquilo, Maureen O’Hara solo cambia al gaélico cuando tiene que hablar sobre sus intimidades de alcoba con el cura del pueblo…

The Quiet Girl, una pequeña producción puramente irlandesa, sobre una niña que pasa el verano en casa de unos parientes, a priori de lo más adustos, tiene la virtud de provocar oleadas de emoción en el respetable con gestos de lo más modestos, sin caer en la cursilería: hay que ser un maestro para que el público tiemble con algo tan banal como la carrera de una niña hasta el buzón. El conflicto, además, brilla por su ausencia, pese a que se trata del verano del 81, cuando las huelgas de hambre de presos del IRA lideradas por Bobby Sands, que siempre serán recordadas a través de la durísima Hunger (2008), la película que puso en el mapa tanto a Michael Fassbender como al realizador afro-británico Steve McQueen. La beckettiana Almas en pena en Inisherin, ambientada en la isla ficticia del título, de un verdor tan intenso que hiere nuestras retinas, transcurre más atrás en el tiempo, cuando corre el año 1923, y se contempla como la metáfora de la guerra fratricida: protagonizada por dos superastros tan irlandeses como Colin Farrell y Brendan Gleeson, relata la súbita enemistad que surge entre ellos cuando el segundo decide dejar de hablar al primero, su amigo de toda la vida, simplemente porque le carga. Mientras tanto, el fragor de la batalla propiamente dicha solo llega como un eco lejano que relampaguea en las nubes amenazantes, en lo alto de lejanos acantilados, al otro lado del mar. En este sentido, Inisherin sería el contraplano de El viento que agita la cebada (2006) —una de las dos Palmas de Oro de Ken Loach, el último de los Angry Young Men, ya no tan joven, pero igual de enfadado—, en la que dos hermanos, que lucharon codo a codo por la independencia, acaban enfrentados en la guerra civil: el díptico pivota precisamente en una sala de cine en la que se proyecta el noticiero que anuncia las condiciones del tratado de paz del 6 de diciembre de 1921. Quienes acusaron a Loach de blanquear al IRA ya venían de lejos, por lo menos desde Agenda oculta (1990), un interesante thriller político, también premiado y estrenado en Cannes, que denunciaba las supuestas torturas del ejército de ocupación en Irlanda del Norte cuando la Dama de Hierro todavía estaba en el poder, aunque ya se tambaleaba. 

Desde que el IRA depuso las armas tras los Acuerdos de Viernes Santo de 1998, salvo sangrientas excepciones como la de Omagh, que también tiene su telefilme, el conflicto cayó en desuso por agotamiento. El wéstern irlandés había perdido su épica, el morbo de estar vivo. Si tuviéramos que recordar los años de plomo con una sola película, esta sería sin duda Elephant (Alan Clarke, 1989), influyente mediometraje en el que simplemente aparecen una serie de asesinos que caminan decididos hacia sus víctimas a las que matan en distintas localizaciones de Belfast, sin que sepamos el color de unos u otros. Al final, la violencia no es más que eso: un tiro en la cabeza. Ahora toca mirar hacia delante. 

Mirando hacia atrás sin IRA
Daniel Day-Lewis y Emma Thompson en In the Name of the Father, 1993. Fotografía: Universal Pictures.

Además del alto el fuego, Irlanda también dejó de ser pobre, y su industria cinematográfica, más allá de ofrecer paisajes y ventajas fiscales a las grandes superproducciones, también floreció artísticamente, aunque no siempre para dar luz a un cine cien por cien autóctono. Element Pictures, una de las productoras más importantes, se ha distinguido por dar apoyo, y localizaciones, a las cuatro últimas películas de Yorgos Lanthimos, celebérrimo cineasta griego que presenta sus excéntricas películas en Cannes. De igual modo, también ha producido al chileno Sebastián Lelio, aunque la última vez fue por una historia de lo más irlandesa, ambientada a principios del siglo XX, de nuevo firmada por Emma Donoghue, y filmada entre Dublín y el condado de Wicklow: El prodigio, o el misterio de una niña que lleva milagrosamente cuatro meses sin ingerir alimento.

Irlanda ha dejado de ser un país de emigrantes para convertirse en uno de inmigrantes, como atestigua la muy dardenniana Aisha (Frank Berry, 2022), que protagoniza una nigeriana en lucha por conseguir la residencia en esta tierra de acogida a la que ha llegado a través de una mafia. En la era digital, quizá la más apasionante de las que componen la historia del cine, por el mero hecho de que sigue viva, también emerge un pasado desligado de los orígenes del IRA y de todo lo demás, como es el caso de El legado (Lisa Mulcahy, 2023), una interesante relectura, adecuada a los tiempos del #MeToo, del clásico gótico El tío Silas, de Sheridan Le Fanu. No es casual que, también a lo largo de las últimas dos décadas, se haya podido evocar un pasado mítico y legendario, anterior a los ochocientos años de opresión británica, cuando los enemigos eran los vikingos, que solo podía explorarse de la mano de un artista como Tomm Moore y su estudio de animación artesanal Cartoon Saloon. Antes que los católicos y los protestantes estuvieron los Tuatha Dé Danann, a los que Moore alude en películas como El secreto del libro de Kells (2009) o La canción del mar (2014), que también encontraron su hueco en las nominaciones de la Academia de Hollywood, ampliando así, desde los tiempos más remotos, el legado de Irlanda a la historia del cine.

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