Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 45 «Irlanda»
«Cuando yo nací, ya no éramos ricos». Edna O’Brien escribe contra la superficie de la página y de las paredes impolutas, también de los pensamientos simplistas que pudieran seguir ofendiéndose al comprobar que, una y otra vez, la autora despliega su artesanía sin preocuparse de aplicar ningún filtro suavizante, aún menos cancelador de las lindezas, crudezas y rudezas de la gente del campo de Tuamgraney, Irlanda, hacia 1930 y en adelante.
Aquí, una aventurada síntesis de las numerosas entrevistas que ha concedido a lo largo de su trayectoria: lean mi primera novela, escrita a los treinta años, con conocimiento de causa y la debida distancia, Las chicas de campo, y sigan leyendo mi trilogía, protagonizada por dos buenas promesas de futuro, Kate y Baba; mírense en letras. Así de bruta fue esa sociedad empapada de represiones y alcoholes destilados color ambarino, y sigan también leyendo los cuentos que les brindo. Al cabo de cincuenta años les ofrezco por añadidura unas memorias, dedicadas a mis hijos, Carlo y Sasha, escritas desde lo que pudiera parecer el éxito; algo en lo que ni entro ni salgo, lo mío es disciplina por dinero, una severa doctrina católica convenientemente mutada en fe literaria del primer mundo, este Occidente algo desquiciado, todo hay que decirlo. Pero mejor díganlo o llámenlo ustedes como quieran mientras yo sigo trabajando: la chica de campo se desclasó y triunfó en fiestas y editoriales internacionales, llegó hasta Hollywood nada menos, guiones, actores legendarios, logró mucho más que un cuarto propio y una renta mensual. Fue pionera en cortar de un hachazo ataduras patriarcales, ejemplo de voz pública que no se arredra y sabe enmendar errores, además de icono de belleza siempre actualizada en lo material e intelectual. El próximo 15 de diciembre cumpliré noventa y tres años en mi casa de Londres, lo celebraré en la intimidad, con un hijo presencial, y el otro online, y sigo en la brecha. Aunque ya casi he perdido la cuenta, el algoritmo indica que he publicado más de veintiocho títulos.
De sus memorias: «Este batiburrillo de anécdotas, chismes, alegorías y consternación llenó el lienzo de mis primeros años de vida, a un tiempo hermosos y aterradores, tiernos y despiadados». Para esta declarada representante de la irlandesidad, la infancia sería la primera experiencia fundamental. Imposible desprenderse de ese campo semántico o territorio mítico en el que fue bautizada de palabras, improperios, cantos y creencias religiosas y morales, más o menos contumaces. El contacto directo y enfrentado sin dobleces, el trato y el maltrato con la madre naturaleza, la madre casa y la madre persona de la que nació y de la que se enamoró hasta el dolor y la obediencia, la sumisión y la emancipación, se dirían los motivos insoslayables, los fantasmas invocados en cada página, con sus comprensibles excepciones.
«Para escribir me echaba al campo. Las palabras huían conmigo. Escribía historias imaginarias, historias ambientadas en nuestra ciénaga y en nuestro huerto, pero no bastaba, porque yo quería penetrar en ellas, del mismo modo que intentaba volver a la tripa de mi madre». Una sola descripción de su campo grabado en la memoria podría valer por mil imágenes banales de verdes praderas y cielos borrascosos navegadas en la red; O’Brien enseña ecología. Cuando no resulta una estampa única, vívida, de incontestable sabiduría de ingeniería forestal, además de léxica y gramatical, sorprende su intensidad, su aliento, su empuje, su manera de seguir empleando los elementos de la misma naturaleza, la tierra húmeda, los ratones en el armario donde está todo, el perro muerto en el camino, para escanear las vidas de sus cientos de personajes. En el imponente relato «Una rosa en el corazón de Nueva York», una madre y su hija pequeña duermen juntas, «enredadas como las ramas de los árboles».
Esa niña, la menor de cuatro hermanos, devendría escritora llevada por el deseo primero a Dublín y luego más allá, a Londres, Nueva York; estudiaría Farmacia, trabajaría duro en la biblioteca, en la botica, lograría publicar con seudónimo una columna semanal sobre «temas de mujeres», empeñaría una falda, trataría de administrar mejor su economía precaria, observaría cada novedad urbana con mirada frontal, sería contratada por una editorial, la misma que, al corroborar su instinto literario, la incitaría a escribir su primera novela. La visión de la fuente de los ingresos pecuniarios. Para entonces, Edna O’Brien ya estaba rebosante de historias, muchas de ellas con la pobreza como base. La buena acogida de la novela afianzó el desclasamiento hacia arriba, no sin cierto dolor desde el que prometería fidelidad a la memoria. «Se planteó por qué tuvo que distanciarse, por qué la gente tenía que distanciarse, por qué».
Tal vez antes de las oleadas feministas neoyorquinas, cuando comenzaron a proliferar las ideas de la mujer independiente, desprendida por fin de los delantales, electrodomésticos y maridos acartonados de los cincuenta; aunque también, en según qué ámbitos, objeto del deseo que ella misma creyera decidir, esta estudiante de neurona clarividente aceptó el juego responsable y rentabilizador. «El mundo, con todos sus pecados, artimañas y lisonjas, me llamaba». Se casó, tuvo dos hijos, se divorció. No ha cesado de escribir, de dar lo mejor de sí a la imprenta, atravesando las consabidas tensiones, hasta nuestras lecturas en ocasiones fetichistas del año 2023. Aunque no todo fue fluidez en su viaje estelar, hubo también sequedad, resistencias; el manido capítulo de la página en blanco por desbloquear, el episodio del conflicto del Norte, Belfast, el IRA, muertes, artículos controvertidos a los que podrían dedicarse discursos menos hagiográficos y más reflexivos.
Con frecuencia, Edna O’Brien parece preguntarse por el amor verdadero, acaso en contrapartida a tanta violencia terráquea: ¿existe, qué es, es posible, cómo se reconoce? Se podría conjeturar que tal vez fuera la pregunta de la época para una chica de campo recién llegada a la urbe con una buena y estricta educación por todo equipaje. En el acto de amar o de intentar reconocer el amor a través del contacto carnal, remordimientos catolicoirlandeses mediante, atraviesa experiencias que cuenta sin remilgos. Fue utilizada por más de uno como objeto, o presa, para el magreo con alivio, que dura cinco o seis minutos y luego adiós. Va descubriendo que no es lo mismo ser amante que amar, y con acusada conciencia del amor y del odio vuelve a hacer recuento de sus corazones inconmensurables, apegos feroces, en palabras de la avezada analítica Vivian Gornick.
Amó a su madre, el primer amor, qué difícil separarse; apártate ya de sus faldas, exigía el padre desde su curda monumental, para luego quedar «cinco días temblando en el tresillo». Amó a una monja, maestra del convento en el que tuvo que aprender a separarse del cuerpo del que había nacido y con el que había dormido durante años; la mujer que no pudo o no quiso apartarse de los agravios del marido y que al mismo tiempo introdujo a su pequeña el objetivo de viajar hacia su Brooklyn originario pagando antes, a poder ser con méritos, el peaje de una educación decente. Sin embargo, todas las figuras amadas podrían concentrarse en la pasión que profesa a través de su obra al campo irlandés, enclave natural de Drewsboro, «una casa grande de dos plantas, con ventanas en saledizo, a la que se accedía desde dos caminos, uno viejo y uno nuevo», en el condado de Clare. Irlanda, casa, madre, raíz, Edna; tal podría ser la cadena genética de su vida, obra y milagros que comparte.
«Una casa solemne, levantada en medio de unas tierras, lejos del indolente trajín del pueblo. Una casa solitaria, como demostraría ser, y con una extraña vitalidad, como si no se tratara de una casa sino de una persona que observara y respirara, una presencia entre un conjunto de árboles y unos setos robustos podados por el viento». El cuento antes citado comienza con un parto en la habitación azul y termina al cabo de las ruinas en la misma ubicación. Hiedra enloquecida entraba por las ventanas. La escritora ya consagrada deambula por toda la casa tras el funeral de la madre, «poniendo orden y rebuscando, como quien va en pos de un secreto». Leer a Edna O’Brien nos convierte en comparsas, cómplices de todos sus movimientos al acecho, incesantes, captadores incluso del olor a sapo que emana la ciénaga.