Fueron los videojuegos quienes educaron en una forma de uso de la tecnología a los nativos digitales de la generación millennial. Y así ha continuado en las siguientes generaciones. Hasta dejar tal huella en nuestra conducta como para acabar contagiando a todo el sector empresarial, a las teorías económicas, al trabajo, el consumo, y ahora al modo de entender los bancos y servicios financieros. Todo empezó gamificándose, es el término que define el fenómeno, para hacer más atractivas las aplicaciones en los teléfonos. Pero enseguida se unió a eso otra corriente, presente con anterioridad en internet, la de usar un medio de pago que fuera seguro. De PayPal, primer referente limitado a compras online, se pasó a la necesidad de satisfacer las compras de los jugadores digitales. Cajas del tesoro, skins, expansiones de juego, o cualquier cosa que les diera una ventaja rápida. Este fue el primer motor de expansión de los monederos electrónicos y apps de pago, y el segundo los casinos online. Estos precisaban no solo pago, sino retirada de ganancias que resultara igual de ágil que el intercambio de dinero en efectivo. Eso acabó de impulsar las fintech hasta convertirse, para satisfacer esta demanda, en un servicio como el de los bancos, pero basado en desarrollos tecnológicos. Como muestra, el listado de casinos con retirada instantánea de Estafa.info que recoge el alcance del impacto de las fintech en el sector del juego, pero también cómo ellas se han aprovechado de él para impulsarse. Somos una época que se ha gamificado y que lo va a hacer aún más. Pero lo mejor de todo es que la evolución de nuestra especie, la civilización y la cultura nos había preparado para ello. Que aparecieran los videojuegos solo le ha dado a todo esto un impulso universal y definitivo.
El término gamificación ni siquiera es nuevo. Antes de salir del ámbito universitario se designaba con el término ludificación, que la RAE recomienda, en lugar del anglicismo. Ludificar, que existe como verbo, es el proceso por el cual transformamos cualquier cosa en un juego, fomentando sus aspectos lúdicos. Algo que llevamos haciendo desde siempre, como nos descubrió el teórico de la cultura Johan Huizinga. En su libro Homo ludens postuló que el juego genera la cultura y es anterior a ella. Ser homo ludens, jugadores, nos define mejor que homo sapiens, pensadores. Como humanos, y al interactuar en grupo, adquirimos la idea de que representamos un papel, que jugamos un rol. La realidad de lo que imaginamos ser, no lo que somos, nos va formando cuando convivimos en grupo. Y así es como adquirimos un idioma, unas costumbres, una mentalidad y una forma de expresarnos. Necesitamos todo eso, el lenguaje, el derecho, la guerra, la filosofía, para ser jugadores, porque son las reglas del tablero de juego.
Qué nos dan los videojuegos sino eso, y qué nos dan las apps del móvil sino lo mismo. Cualquiera de nosotros habremos observado que los bancos, las compañías de energía, las de seguros, y la mayoría de esas empresas de las que no podemos prescindir, nos animan a usar la app en el móvil en lugar de acceder con un ordenador. No es para facilitarnos la vida, como dicen, sino porque sus apps están gamificadas, hechas para nuestro impulso de jugar. Con lo que la posibilidad de que les compremos o contratemos más cosas, es mucho más alta. Esta ha sido la influencia más definitiva de las fintech, pero también el motivo de su expansión entre nosotros, ya que siempre han aplicado los principios de la gamificación a sus desarrollos.
Llamar a jugar es una garantía para triunfar. En todas las civilizaciones históricas, de la más antigua a la más moderna encontramos juegos, dotados de una simbología social o espiritual y de unos lazos culturales de grupo. Las civilizaciones mesopotámicas emplearon los juegos de mesa como actividad exclusiva de las élites, y la misma función tuvieron el ajedrez o el Go en occidente y oriente. Quien gobierna juega, aunque el pueblo llano tuviera sus propias variantes de juego. Si tuviéramos que encontrar un ejemplo análogo a los videojuegos en el pasado de Europa serían los juegos de cartas, muy similares al juego online porque suponía reunirse, conectar con otros amigos o compañeros de juego, y había intercambio dinerario. Casi podríamos decir que desde el final de la Edad Media hasta que los videojuegos las sustituyeron, las cartas fueron el juego social por excelencia.
Y si el videojuego es la actualización del juego, el psicólogo Stuart Brown es el pensador actual que nos desarrolla las ideas del homo ludens. Psiquiatra, y fundador del Instituto Nacional del Juego de los EE. UU., sus ideas han influido mucho en que la educación dé importancia al juego como método de aprendizaje. Comenzó sus investigaciones debido a un estudiante de arquitectura que, de buenas a primeras, mató a quince personas e hirió a treinta y una más en agosto de 1966. Un psicópata de manual que había desarrollado su cuadro clínico observó este psiquiatra, por la falta sistemática de juego en su infancia. Detectó lo mismo en muchos presos por asesinato en las cárceles, y justo lo contrario en muchos premios Nobel.
La neurociencia ha completado a Brown, demostrando que el impulso del juego sigue presente incluso cuando se han dañado áreas importantes de nuestro cerebro como el neocórtex. Lo que quiere decir que el impulso de jugar nace del tronco cerebral, y por tanto de estructuras evolutivas anteriores a la conciencia y el lenguaje. Un mamífero bien alimentado, seguro y descansado se pone a jugar espontáneamente. Se ha observado en los osos grizzlies, uno de los animales más juguetones de la naturaleza. De ellos, en el medio salvaje, sobreviven los que más juegan. No los que buscan comida o intentan reproducirse. Los que dedican su tiempo a una actividad aparentemente improductiva como el juego. ¿Y por qué tienen éxito los osos y los humanos que más juegan? Según la psiquiatría, porque son los que mejor desarrollan la inteligencia emocional, esa habilidad para percibir los estados emocionales de los otros y adaptar una respuesta apropiada a ellos.
Así que no es nada raro que nuestra época sea la de los videojuegos, el juego online y las apuestas. De hecho en nuestro país cuatro de cada diez españoles de entre 11 y 65 años dedica siete horas y media a la semana al juego. Somos el quinto mercado de Europa, con una facturación de 2.012 millones de euros, que casi alcanza a la de los libros, 2.718 millones, y que supera de largo al de la música, 214,3M o al del cine, 76M en taquilla. Para unos arqueólogos futuros, nuestros juegos digitales, y nuestra afición a ellos, serían la expresión de nuestra civilización, y nuestro momento histórico. Pero también la realidad de que toda sociedad humana precisa que una serie de juegos predominen en ella, por ser la esencia misma de la civilización. Lo que nunca había pasado es que además el juego comenzara a modelar la sociedad misma. Y al menos en el uso de los bancos, los servicios financieros, en el manejo del dinero, todas las generaciones desde la millennial hacia atrás se están reconvirtiendo al fintech. O lo que es lo mismo, a establecer una relación gamificada con la economía.
Tanto como los videojuegos han educado a los nativos digitales en el uso de la tecnología, los han alejado de los diseños convencionales y estáticos. La banca tradicional se esfuerza cada vez más por huir de ellos, de la tradicional página web de banco serio, porque genera el rechazo en esta sociedad gamer. Y eso es lo que las fintech más han aprovechado para gamificar lo financiero, atraer clientes, y competir con la gran banca. Aunque la aceptación general del público hacia la gamificación es muy reciente. Y podemos ponerla fecha, 2022, momento del fin de la pandemia y de sus transformaciones.
Un año antes la gamificación financiera era delito. Lo vimos cuando a principios de 2021 una aplicación llamada Robinhood Markets se volvió extremadamente popular. Existía desde 2015, estaba destinada a gente joven, con una edad media de 31 años, y con poco más de 240 dólares de dinero disponible para invertir. La pandemia de Covid disparó su aceptación, hasta doblar sus usuarios, que alcanzaron 18 millones de personas. Y entonces saltó como noticia a todas las páginas de la prensa económica, debido a su intermediación en la compra de acciones de una cadena de venta de videojuegos, GameStop. Los usuarios de la app elevaron el precio de la acción desde los veinte dólares a los cuarenta, debido a sus compras masivas, arruinando a fondos de inversión de Wall Street que habían apostado a su cotización a la baja. Se acusó a Robinhood de gamificar las finanzas personales, se les impuso una multa de 70 millones de dólares, y se reguló hasta dónde podían llegar gamificando.
Hoy casi nadie demonizaría una gamificación. La usa Amazon con sus empleados en los almacenes, los bancos, y la mayoría de empresas que venden productos y servicios. Incorporando programas de gamificación destinados a ganar clientes, conservarlos o conseguir que contraten más servicios o compren más productos. En general es un proceso aplicado a la incentivación del consumo también para conseguir mejores resultados en un equipo de trabajo. Y las fintech siguen desarrollándose, aunque con un matiz. En el año 2000, cuando PayPal se lanzó, competía con otras 480 empresas emergentes de las que hoy solo siguen operando cinco de forma independiente. El resto fueron compradas por entidades financieras tradicionales para ofrecer su propia fintech. Ahora proveen no solo medios de pago, hacen préstamos, facilitan inversiones, productos de ahorro y banca online. Uno de los proyectos de las BigTech, de Amazon, Apple, Meta, es convertirse ellos mismos en bancos y entidades de préstamo hasta competir con los grandes bancos.
Y siempre mediante el juego que, en el ser humano, es lo que mejor funciona.