Pocos finales de cine han calado tanto en la imaginación popular como el de Alguien voló sobre el nido del cuco. El protagonista, encarnado por Jack Nicholson, refleja aquel tiempo en que una personalidad libre, con capacidad de pensar por sí mismo y no atenerse a las reglas sociales, es interpretada como locura. No es solo que la película y la interpretación fuera magnífica, sino que recordaba de forma dolorosa una práctica médica que estuvo en vigor hasta 1967. Y que dejó en un estado muy parecido al de los zombies, aunque sin ansia de comer cerebros, a alrededor de cien mil personas en todo el mundo. La lobotomía. Hoy puede horrorizarnos, pero durante décadas se consideró un excelente tratamiento para la esquizofrenia, la depresión, la psicosis… tanto que acabó siendo la panacea, la cura total, para cualquier enfermedad de salud mental. Solo que la razón de su popularidad no fueron tanto sus beneficios terapéuticos como un médico estrella. Un profesional sin demasiados escrúpulos que se hizo rico lobotomizando mientras el mundo le aplaudía. Hoy la lobotomía es reconocida como uno de los mayores errores de la medicina moderna, pero en su momento cualquiera de nosotros podríamos haber sufrido esta, o cualquier otra de las prácticas médicas ya desechadas . Debido sobre todo a la falta del consentimiento informado, la capacidad del paciente para elegir, que solo apareció como garantía internacional después de conocer la experimentación con humanos llevada a cabo en los campos nazis.
El consentimiento informado garantiza que una persona ha decidido voluntariamente participar en un ensayo o experimentación médica. También es ese papel donde, antes de una operación, se detallan los riesgos, las posibles consecuencias y efectos secundarios adversos. Por tanto hoy los pacientes tenemos la posibilidad de negarnos a un tratamiento y de consultar a otro doctor del cuadro médico, buscando opiniones profesionales sobre nuestro caso. Durante la mayor parte de la historia de la medicina no ha sido así, un paciente no podía poner en duda las decisiones del médico. Ni siquiera si experimentaba, como adujeron en su defensa los médicos nazis en los Juicios de Núremberg. Concretamente en una pieza separada de ellos, denominada Juicio de los médicos. Un total de doce procedimientos contra los doctores que experimentaron con humanos en los campos de exterminio nazis. Todos ellos responsables de desarrollar la idea de Hitler de exterminar a discapacitados, homosexuales, enfermos, ancianos, judíos, comunistas y delincuentes convictos. Mediante una investigación que encontrase la forma más barata y eficiente de administrar condenas de muerte en masa, que acabó eligiendo las cámaras de gas. Además de barbaridades para avanzar en tratamientos de heridas de guerra en soldados, practicadas en prisioneros en vivo y sin anestesia. Cierto que no todos los culpables estuvieron allí, el famoso Josef Mengele murió pacíficamente, nadando en Brasil en 1979, y solo le identificaron después de muerto. Y cierto también que algunos fueron liberados de prisión en los cincuentas y acabaron trabajando en compañías farmacéuticas, como Fritz Fischer en Boehringer Ingelheim, hoy bien conocida por sus medicamentos para tratar la diabetes tipo 2. O como Wilhelm Beiglböck, que llegaría a ser médico jefe del hospital de Buxtehude, en Hamburgo. Aunque el caso más sangrante es el de Hermann Becker-Freyseng, liberado de prisión y llevado a Estados Unidos para ayudar a desarrollar la medicina espacial, con vistas a las misiones de la NASA. Pero lo importante para el presente es que de aquellos juicios, además de algo de justicia para las víctimas, y de algunos perdones difíciles de comprender, se obtuvieron las garantías de que hoy disponen los pacientes.
Unas garantías que han acabado cambiando radicalmente la visión de los pacientes de la medicina, y proporcionando éxito a los sistemas privados en países donde existe una sanidad pública, como el nuestro. El consentimiento facilitó la decisión de buscar otras opciones, y las aseguradoras proporcionaron cuadros médicos donde elegir especialistas, además de facilitar pólizas dirigidas especialmente a colectivos, como el seguro médico para jóvenes, un segmento de población que antes no se preocupaba mucho por su salud. Asociando enfermedad y vejez, otro planteamiento modificado en nuestra mentalidad moderna.
Pero no debemos quedarnos en los campos nazis, un caso extremo, para encontrar que el consentimiento informado tardó mucho en generalizarse. Las decisiones médicas incuestionables, los tratamientos extremos y las malas praxis nos han acompañado como uno más de los miedos modernos, como en la película citada, porque siguieron dándose en muchos casos reales hasta prácticamente nuestros días. Médicos que fueron simples aprovechados, que se escondieron en su profesión para ejercer como asesinos en serie, o que inventaron prácticas como el fasting que ahora vuelve a estar de actualidad.
Para empezar, debemos citar al doctor António Egas Moniz, a quien dieron el premio Nobel por la invención de la leucotomía, y su probado éxito en tratar la psicosis con esa operación. En la concesión del premio influyó mucho la recomendación de quien sería su más aventajado alumno, y el médico que no solo popularizó la leucotomía con el nombre de lobotomía, sino que se forró viajando por todo Estados Unidos para practicarlas. Walter Jackson Freeman II, léase segundo, uno para no incluir en el cuadro médico de ninguna aseguradora. Se llegó a decir que llamaba a la furgoneta en que viajaba de un lugar a otro «la lobotomizadora» pero eso no es más que una leyenda urbana. Lo que sí es cierto es que llevaba consigo un picahielos o punzón y un mazo, diseñados por él, que introducía por la parte superior del ojo y con los que seccionaba, a través del cráneo, una sección del cerebro. Cierto también que su fama traspasó fronteras y sedujo a la academia sueca, y contribuyó a extender una práctica que dejaba a la mayoría de pacientes en estado vegetativo. De hecho la medicina moderna ha encontrado que Moniz falseó los resultados de sus lobotomías, afirmando que sus pacientes mejoraron mucho en su mayoría. El problema es que quienes les revisaron fueron los miembros de su propio equipo médico, y no hubo seguimiento en el tiempo. La lobotomía nunca funcionó, pero eso sí, sus afectados no volvieron a manifestar síntomas de enfermedad mental. Ni de estar conscientes, tampoco. Cien mil pacientes algunos de los cuales viven todavía en estado vegetativo.
Linda Burfield tampoco es una mala candidata para esta lista, porque aunque técnicamente no fue médico, ni estudió medicina, obtuvo una licencia médica y abrió una clínica. Eran otros tiempos, a principios del siglo XX. Con su licencia se presentaba como doctora y creadora de un tratamiento que ha vuelto a ponerse muy de moda, el ayuno intermitente. No vamos aquí a cuestionar sus beneficios, que pueden ser fisiológicos, pero no es un tratamiento médico, y ese fue el problema de Burfield. Sus exageraciones pseudocientíficas y un tanto cuñadas aseguraban que con los ayunos a que te sometía en su centro te podías curar desde la histeria hasta el cáncer. El ayuno como cura de todas las dolencias, el título del libro que publicó en 1904 lo resume bien. Los internados en su «colina del hambre», como la llamaron los vecinos, solo comían pequeñas cantidades sopa de tomate y espárragos, algunos llegando a pesar apenas 35 kilos, mientras que otros acabaron falleciendo por inanición. La doctora de la dieta extrema fue encarcelada por ello en 1913, y se le retiró la licencia. Pero no cambió sus convicciones. Al salir de la cárcel, enferma de neumonía, siguió su propio tratamiento de ayuno estricto… a consecuencia del cual murió. Su legado actual, el fasting, un término que ha vuelto y cuyas bases inventó ella, como puede comprobarse en el libro que escribió. Importante no llevarlo al extremo.
Pero no siempre hay que remontarse mucho en la historia para encontrar a médicos que tienen bien merecido el apodo de doctor muerte. Las enfermeras que trabajaron con él acabaron llamando así al cirujano Jayant Patel, que extendió su mala praxis por Estados Unidos primero, y Australia después, hasta ser juzgado en 2004. En su caso unía al poco interés por la higiene a la hora de operar -jamás se lavaba las manos- unas prácticas totalmente chapuceras y a menudo obsoletas. Un ejemplo, el enfermo crítico al que atendió porque se le había acumulado líquido en el pericardio, la bolsa que rodea el corazón. En estos casos se emplea una larga aguja para drenarlo, pero el equipo de enfermería en quirófano observó horrorizado cómo Patel la clavaba alrededor de cincuenta veces en el pecho del paciente, tratando de dar con el punto adecuado de drenaje. También comprobaron que a menudo practicaba mastectomías sin hacer biopsias, con lo cual amputaba senos de mujeres que en realidad ni siquiera tenían cáncer. Una investigación australiana demostró que había provocado la muerte de noventa pacientes, cifra a la que se añadieron otros ciento setenta cuando se revisaron sus casos en Estados Unidos. A los que hay que sumar todos los que quedaron con secuelas de por vida debido a sus intervenciones, desde los años ochenta hasta el dos mil. A menudo ni siquiera eran sus pacientes, solo habían acudido a urgencias o estaban ingresados en el hospital cuando él estaba de guardia.
Hay muchos más doctores terroríficos con los que nos podríamos haber encontrado. Pero sus tratamientos equivocados o la mala praxis no fueron el mayor de los peligros. Algunos asesinos en serie estudiaron medicina para valerse de sus consultas o su trabajo en hospitales para asesinar sistemáticamente a pacientes y hasta a colegas de trabajo. El más destacado de ellos, Harold Shipman, lo es por considerarse, hasta la fecha, el asesino en serie más prolífico de la historia. Eliminó a conciencia a 218 personas, y el número fue tan elevado por su perfecta tapadera. La usó desde los años setenta hasta 1998, en que fue detenido, y cuando después de una carrera de éxitos profesionales tenía ya propia clínica privada. Aparentemente su método fue siempre el mismo, administrar una sobredosis de heroína, y extender él mismo el certificado de muerte aduciendo razones perfectamente lógicas, y médicas, para el deceso. Hubiera seguido así hasta su jubilación, matando más, si no fuese porque convenció a una paciente anciana de que le legara toda su fortuna. Y a raíz de investigarlo, la policía encontró su rastro de horrores, dejado a lo largo de toda una vida en la medicina.
Lo dicho. Está muy bien contar con un cuadro médico donde elegir, pero mejor buscar antes información sobre la fama del doctor o doctora que nos recomienda un tratamiento.
Soy firme partidario de ir al médico lo menos posible. Tengo por ellos la misma fe que siento hacia la Virgen María y San Lucas, el santo patrón de los matasanos, es decir casi ninguna. Un médico, salvo honrosísimas excepciones, es alguien que va a procurar en primer lugar, tener el mayor número de pacientes y que a ser posible acudan a su consulta privada, alejados de las mutuas y no hablemos ya de la Seguridad Social. Mantener su status cuanto más elevado mejor, es el principal objetivo de estos buitres con estetoscopio. Además, cuando oigo o leo en las noticias que los doctores de tal o cual sitio han sido agredidos por pacientes desesperados, me parece de perlas. Tal vez si cuando Walter Jackson Freeman II clavó el primer punzón o picahielos en el ojo de su paciente hubiera sido linchado de inmediato en lugar de mantener ese temor reverencial que se ha intentado promover hacia la profesión médica, no se hubieran producido esas barbaridades. Cuando he ido al médico (muy pocas veces) creo a propósito una tensión en la consulta que se puede mascar en el aire. El tipo se da cuenta de que toda su pose de «Soy el gran doctor y tú eres un pobrecito que tiene que decir amén a todo lo que yo te diga» no funciona conmigo. En general, basta con mi presencia física y mi actitud para que no se pase ni un pelo, aunque siempre flota en el ambiente esa aterradora posibilidad de acabar estampado contra la pared con las gafas en el suelo.
Claro que sí.
Vivamos sin médicos.
Maravilloso.
Un médico puede ser tan gilipollas como un forero, pero quitemos una sanidad competente de cualquier sociedad y veremos pronto cómo se degrada.
Tú no necesitas un médico….no te digo lo que necesitas porque igual me censuran el comentario…
¿Tal vez integrarme como tú en el rebaño en el que tan a gusto estás? ¿Lo ves? Con buenas palabras se puede decir casi todo en Jot Down…
En todas partes cuecen habas. Evidentemente en toda profesión hay su porción de psicópatas, estúpidos o sencillamente incompetentes.
Yo sólo voy al médico cuando hay motivo. Me han operado de un apendicitis de urgencia y tratado de una pulmonía con un pulmón encharcado. Sin ese colectivo de profesionales «malvados» estaría criando malvas. Quizá el incremento de la esperanza de vida tenga que ver algo con ellos….
Pues claro, Manel. Mi terrorífico comentario iba referido a LOS OTROS, los que no pertenecen a las honrosas excepciones. Ellos ya sabrán reconocerse.
A mi prima, un médico la dejó lisiada de por vida. Le escayoló mal el brazo. Ella se quejaba, le recetaron analgésicos y cuando por fin se decidieron a abrir la escayola, tenía una sepsis del diablo. Le ha quedado el brazo inútil.
A mi padre lo mandaron para casa con unos analgésicos y dijeron que tenía migrañas la noche antes de que le atizara el ictus que no superó. Una tomografía hubiera detectado el problema. Prefirieron recetar.
A un tío materno le iban a intervenir quirúrgicamente un pie cuando un médico venezolano, que visitaba a un paciente en la cama de al lado, le echó un vistazo y le dijo que a su entender era consecuencia de un elevado nivel de ácido úrico. Mi tío, hostil a los médicos, no quiso entrar en el quirófano hasta considerar el diagnóstico de un médico espontáneo sin homologación en España. Y, en efecto, cuando normalizaron el ácido úrico, no hubo que intervenir el «absceso» del pie.
Esto sólo en una familia, Manel.