Política y Economía

Contra las elecciones (y 2)

contra las elecciones 1
DP.

Viene de «Contra las elecciones (1)»

Tercera parte: contra las elecciones

Tranquilos, no me refería a Astérix y Obelix, aunque, bien mirado, la gala melenuda en cuestión, la ya mencionada profesora Hélène Landemore de la Universidad de Yale, proviene precisamente de Normandía, una de las regiones francesas que, junto a Bretaña, se disputa el honor de haber cobijado en sus tierras a los ficticios personajes de Uderzo y Goscinny. El galo belga (hoy conocido también como belga flamenco) no es otro que el historiador David van Reybrouck, todo un best seller entre la comunidad de expatriados de la República Democrática del Congo, a la zaga si acaso de Joseph Conrad

Landemore y van Reybrouck llevan ya unos cuantos años abogando por la lotocracia —es decir, la elección de nuestros representantes políticos mediante sorteo—,  este último en su famoso ensayo Contra las elecciones, y la primera en el ya mencionado Open Democracy, un texto bastante más académico, ergo menos asequible, pero que sin duda vale la pena leer, o que cuanto menos vale la pena leer si es usted politólogo/a y se dispone a masacrarme en la sección de comentarios, la cual, dicho sea de paso, tal vez me resulte imposible ojear, porque mi pobre psicóloga ya tiene bastantes frentes abiertos (desafortunadamente para mí, esto no es ninguna broma, de modo que no me importa si, además de «sobrado» y «ridículo», me acusan ustedes también de ser, motu propio, un «ignorante»).

Ambos galos nos recuerdan, con un nivel de detalle y elocuencia que me veo forzado a obviar en los pocos parrafitos que me restan, que ni la Revolución francesa ni la Revolución americana fueron movimientos democráticos, sino republicanos, y que, en el caso estadounidense, los propios Padres Fundadores defendieron a ultranza (una vez más, con contadas excepciones) un sistema representativo electoral por la sencilla razón de que no se fiaban de que la plebe inculta acabase ocupando posiciones de poder, y eso que me refiero únicamente a la plebe inculta de varones caucásicos y presuntamente cisgénero, porque ya saben ustedes que ni los no caucásicos ni las mujeres ni las minorías sexuales pintaban gran cosa en aquella historia. De modo que los sistemas electorales que heredamos no son, en puridad, sistemas democráticos: el poder no reside en el pueblo, sino en los representantes elegidos cada X años por los votantes, representantes que, cómo no, tienen la potestad de mentirnos diciendo que no harán una cosa y luego hacerla, o callarse las cosas malas que piensan hacer hasta que las hacen, sin que el pueblo pueda oponérseles, salvo contribuyendo a la cacofonía mediática de una prensa fragmentada o al algoritmo abrumador y pantagruélico de las redes sociales. (Por favor, hagan como yo: lean a Lainer y denle una oportunidad a una vida sin Twitter y Facebook). El corolario de todo lo anterior es, para la profesora Landemore, que a día de hoy tampoco vivimos en sociedades democráticas, porque las decisiones de las élites políticas a menudo no coinciden con las preferencias de la mayoría de ciudadanos y, lo que es aún más importante, porque esas élites políticas son, siempre según Landemore, oligárquicas y plutocráticas, y forman parte de un mecanismo pernicioso al que van Reybrouck se atreve a denominar «fundamentalismo electoral», un sistema minado de riesgos, escollos y fatalidades, donde el verdadero poder, ay, no reside en el pueblo. 

¿Qué solución proponen, pues, nuestros insignes académicos galos para solventar la situación? ¡Exacto! ¡La lotocracia! Para que vean que hay otros intelectuales «ignorantes» en Europa remando a bordo del mismo barco.

Lo que nos dicen van Reybrouck y Landemore es que un sistema de elección por sorteo sería no solo mucho más justo y democrático (o verdaderamente democrático, si lo comparamos con nuestras actuales «democracias» representativas y eminentemente elitistas/plutocráticas), sino, además, mucho más funcional. Ambos dan una serie de ejemplos incipientes, como las asambleas deliberativas con las que Irlanda logró sobreponerse a décadas de bloqueo partidista en temas como el aborto o el matrimonio igualitario, o la Convención Ciudadana por el Clima convocada recientemente por el presidente Emmanuel Macron, o el Consejo Constitucional con el que Islandia principió los esfuerzos por reformar la ley fundamental del país. Lo fascinante de todos estos casos de estudio no es su alcance (en general, se trataba de temas puntuales), ni su grado de validez jurídica (a día de hoy, casi todos los ejemplos de democracia deliberativa han sido no vinculantes), sino la capacidad con la que un puñado de ciudadanos heterogéneos lograban ponerse de acuerdo y llegar a compromisos sobre asuntos complejos, una capacidad que, como todos sabemos, nuestros políticos «profesionales» [sic] perdieron ya hace un tiempo, suponiendo que alguna vez la tuviesen. Sí, ustedes son plenamente conscientes de que al menos en esto tengo razón. Vean si no cualquier debate preelectoral de la última década, aquí o en Tumbuctú, o echen un vistazo a cualquier discusión consistorial o parlamentaria, regional o nacional, y díganme con la mano en el corazón si ustedes, caso de ser elegidos por sorteo para tomar decisiones en nombre de su ciudad/región/país no serían capaces de ser infinitamente más educados y constructivos hacia sus contertulios. La evidencia empírica de todos los ejemplos recopilados por Landemore y van Reybrouck es incontrovertible: contrariamente a nuestros representantes, los ciudadanos sí somos capaces de alcanzar compromisos vinculados a la res publica. Eso es, también, la democracia: una búsqueda incesante de compromisos en pos del bien común.

Por supuesto, nada de esto es sorprendente. Además del precedente de los jurados populares, sabemos que un grupo de ciudadanos seleccionados por sorteo no tiene razón alguna para pasar la mayor parte de su tiempo batallando por ser elegido, o reelegido, ni satisfaciendo las cortapisas de tal o cual lobby político o económico, y gracias a eso puede concentrarse en debatir, rigiéndose por la más absoluta buena fe, cualquier cuestión que se tercie. La lotocracia sería, además, mucho más representativa. Algunos de los mejores pasajes de Open Democracy son aquellos en los que la profesora Landemore nos recuerda con sorna el hecho de que la mayor parte del Congreso norteamericano está compuesto por políticos provenientes de familias acaudaladas y que han cursado estudios superiores en universidades de élite. Obvia decir que la visión de estos representantes es infinitamente menos diversa (e infinitamente más elitista) que lo que emanaría de una asamblea lotocrática, en la cual, por definición, el porcentaje de economistas, peluqueros, abogados, agricultores, sociólogos, taxistas, banqueros, ventrílocuos, maestros de Reiki, jueces, libreros, bailaores de flamenco y repartidores de Uber Eats, sería fielmente proporcional, al igual que la diversidad racial, religiosa o de género, a la composición de nuestras sociedades. Esto último las convierte no solo en instituciones más democráticas, sino también mucho más eficientes, porque, como explica Landemore, la ciencia ha demostrado de forma irrefutable que la riqueza cognitiva mejora el resultado de cualquier proceso decisional.

Desde luego, la clase política tratará de vendernos que, sin ellos y sin su ecuánime tutela, caeremos en el caos del analfabetismo, y que, por añadidura, se requieren estudios superiores para dilucidar la complejidad de nuestro mundo. Por favor, ignórenlos. Si no me creen, lean el libro de Landemore, y comprenderán por qué un pastor afgano puede opinar sobre políticas medioambientales con tanto criterio como un congresista norteamericano o un miembro de la ilustre Asamblea Nacional de Francia, y decidir, de forma colegiada, sobre la adopción de medidas públicas pertinentes. Ni siquiera hace falta leer a Landemore, basta con que recuerden el discurso de aceptación del Nobel de José Saramago, con una de las aperturas más respetuosas y emotivas de la historia de la literatura: «El hombre más sabio que he conocido en mi vida no sabía leer ni escribir». Por razones prácticas y afectivas, me veo forzado a respaldar las palabras de Saramago. Aunque yo tengo la suerte de haber cursado estudios universitarios y de posgrado, de modo que además de «sobrado», «ignorante» y «ridículo», pueden ustedes llamarme también «privilegiado», lo cierto es que soy la primera persona de mi familia que gozó de esa buena fortuna. Mis dos padres comenzaron su vida laboral en torno a la prepubescencia, a las tristes edades de doce (mi padre) y catorce años (mi madre), y ni ellos, ni mis tíos, ni ninguno de mis ancestros, tuvo el lujo de una educación superior. Pero yo, como Saramago, puedo decir, por mucho que suene a cliché barato, que la persona más sabia que he conocido hasta el momento fue mi abuela Nina, una campesina andaluza que se escondía perdices bajo las faldas para evitar el pago de impuestos en los «consumos» de Jerez, salvándose así del hambre de la posguerra, y quien, pese a carecer de títulos académicos y autopromoclamarse analfabeta, era capaz de reconocer un cuadro de Rubens a cincuenta metros de distancia, en la inmensidad de una pinacoteca de Dresde. Si alguien me hubiese dado a elegir entre el voto de cualquier diputado español y el de mi abuela Nina, yo, al igual que Saramago, habría confiado ciegamente en el criterio y la sapiencia vital de mi abuela. Intuyo que a muchos de ustedes les sucederá algo semejante.

Si la «democracia» está en crisis y, bien mirado, ni siquiera es una democracia; si la desafección con nuestros sistemas de representación sigue in crescendo y está erosionando a marchas forzadas nuestra convivencia; si la inmensa mayoría de nuestros políticos, aquí y en Tombuctú, a izquierda y a derecha, en el centro, en los extremos, arriba y abajo, son individuos obcecados por la elección (o la reelección) y andan sujetos a la tiranía de los intereses partidistas y al yugo de grupos de presión dispares; y si la evidencia empírica demuestra que una asamblea de ciudadanos elegida por sorteo es capaz de enriquecer cualquier debate y llegar a consensos colegiados y realmente democráticos, entonces, ¿a qué estamos esperando?

Epílogo: #OpenDemocracy #BlankVote

Ni que decir tiene que el camino no va a ser fácil. Ningún progreso democrático lo ha sido. No fue fácil romper con el Antiguo Régimen, ni instaurar Estados laicos, ni empezar a recoger a los muertos y los heridos en el campo de batalla, ni lograr el sufragio universal. De modo que parir un sistema funcional de lotocracia tampoco va a resultar un camino de rosas. De mi lado, albergo una única certeza: ante el auge creciente de los populismos, y ante la radicalización continúa propiciada por las redes sociales (por favor, de nuevo: lean a Lainer), no veo más que dos opciones: abogar por la lotocracia o quedarnos de brazos cruzados mientras vemos cómo se desmantelan las libertades que tanto tiempo y tanta sangre nos costó alcanzar, hasta que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, suponiendo que para entonces no les hayan echado de Harvard, publiquen el último tomo de su inminente trilogía, que si me apuran puede acabar siendo hasta una tetralogía, y que cerrará allá por el 2044 con un título a la guisa de Cómo Murieron Todas Nuestras Democracias (Menos la Suiza y las Escandinavas): Auge de los Populismos y Fundamentalismo Electoral.

Eso sí, en el caso improbable de que deseen unirse a la lucha, no esperen ayuda de ningún partido político. Recuerden que el buenazo de Alexis de Toqueville ya nos advirtió, en el feliz año preposmoderno de 1830, que lo único que de verdad desvela a nuestros representantes, «el más grande y, por decirlo así, el único asunto que preocupa a todos los espíritus [de los políticos]», es la elección. Desde luego, si esto era así en 1830, la cosa no ha hecho sino empeorarse en los últimos ciento noventa y seis años, porque nuestro Zeitgeist y la omnipotencia de Silicon Valley no admite que sea de otro modo. Permítanme «demostrárselo» con una incorroborable analogía histórica. Como todos ustedes saben, los generales romanos que regresaban victoriosos a la capital del imperio solían encabezar una comitiva militar, desfilando ante una plebe enardecida y, a ser posible, estrenando alguna maravilla arquitectónica no adintelada que luego se bautizaba con su nombre, o con el nombre de la exitosa campaña bélica, pongamos por caso un arco del triunfo. El ambiente era tan festivo y jaranero, y posiblemente también tan lujurioso, que los romanos instauraron la tradición del memento mori, consistente en que un siervo se acuclillase junto al auriga, al ladito del general de turno, y le susurrase a todas horas «Memento mori, memento mori», «Recuerda que morirás, recuerda que morirás», no fuese a ser que los estruendos laudatorios del pueblo se le subiesen al pobrecito a la cabeza. Bien, ya les advertí que no soy sociólogo, ni psicólogo, y estadísticamente la mayoría de ustedes tampoco es ni una cosa ni la otra, pero no hace falta ser sociólogo, ni psicólogo, para imaginarse la soberbia de la mayor parte de nuestros políticos «profesionales» [sic], que viven cada día en el anti-mementomori de las redes sociales, con millones de personas vitoreando en directo cada una de sus ocurrencias, incluso cuando realizan labores pudendas en la intimidad, lisonjas que, a todas luces, y lejos de recordarles su mortalidad, constituyen una arenga tóxica, inequívoca e incesante, convirtiéndolos así en víctimas y vectores del inefable radicalismo algorítmico de nuestros tiempos. En fin, que no esperen ustedes que un político vaya a ceder el poder al pueblo, primero porque ellos son más listos, y segundo porque en el pueblo, ajá, ya lo han adivinado, hay también partidarios de los otros. El peligro acecha.

¿Entonces, qué solución nos queda? A mí, a decir verdad, se me ocurre un único camino. Un camino que le debe mucho, como todo, a Saramago, no solo por ser mi escritor de cabecera, sino porque, como bien dijo el crítico Harold Bloom, fue uno de los últimos titanes de un género literario agonizante, y la labor regenerativa a la que nos enfrentamos parece requerir de esfuerzos titánicos. En Ensayo sobre la lucidez, una suerte de epílogo novelesco al más conocido Ensayo sobre la ceguera, Saramago nos habló de una sociedad desencantada con su clase política y en la que, de repente, de la noche a la mañana, como suele acaecer con las peores pandemias, los ciudadanos acuden masivamente a las urnas, esta vez sí, rebosantes de ilusión, y emiten un ochenta y tres por ciento de votos en blanco. En una de las escenas más memorables de la novela, el consejo de ministros se reúne para discutir las posibles salidas a la crisis, y el propio primer ministro, horadado sin duda por el gusano de la culpa, reconoce ante sus colegas que vivimos en «un sistema político que, sin que nos hubiéramos dado cuenta de la amenaza, transportaba desde el origen, en su núcleo vital, es decir, en el ejercicio del voto, la simiente de su propia destrucción», lo cual no quita, añado yo, que la destrucción de nuestros sistemas representativos no nos lleve, si nos empeñamos en hacer bien las cosas, al levantamiento de sociedades más justas, igualitarias y democráticas, que es tanto como decir sociedades menos populistas, idólatras y polarizadas, o por citar de nuevo al primer ministro de Ensayo sobre la lucidez, sociedades donde por fin nos arranquemos «los harapos de falsa normalidad con que venimos queriendo tapar la llaga».

Puede parecer catastrofista. En realidad, no es más que esperanzador.

Puede parecer rebelde. En realidad, es la rebelión pacífica de quienes, como el autor de estas líneas, hace tiempo que se hallan hastiados y carentes de ilusión frente a los tejemanejes de nuestros presuntos «representantes» [sic]. Además, yo jamás sería capaz de levantar barricadas ni de lanzar adoquines, me lo tiene prohibido la psicóloga, y, dado que ya vivo en el exilio desde hace casi dos décadas, tampoco me queda el magro consuelo de la emigración. De modo que, al menos hasta el día en que, cansado de esto y de aquello, algún partido político de naturaleza transicional tenga la cortesía de colocar la lotocracia a la cabeza de su programa electoral, quien suscribe se compromete solemnemente, bajo juramento, con la diestra colocada puntualmente sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a soslayar a partir de ahora la quimera del voto útil. Sí, desde hoy, como Cercas, o como un seguidor radical de los guerreros galos Landemore y van Reybrouck, o como un personaje preclaro de Saramago, yo también me proclamo defensor del voto en blanco. Ojalá que el día en que seamos mayoría nos devuelvan por fin lo que nos han robado.

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8 Comments

  1. La política actual (y seguramente la pasada también) es lamentable pero tiene usted mucha fe en «el pueblo».
    Pienso en que me tocase a mi en la lotería y creame, peor/mejor no se si lo haría, pero de lo que estoy seguro es de que descubriría un lado de mi personalidad que no quiero descubrir. El lado corruptible, déspota, egoista sin escrupulos… porque por mucho que crea lo contrario, se que caería en el auto-engaño, en las presiones externas, en el soborno… Me convertiría en fin en un político.
    Y sí, no se engañe, usted y el 90% de la gente también.

  2. Algo de eso hay, se me ocurre, en los 15 jurados al azar que se eligen en los juicios en Estados Unidos. Habría que perfeccionar y afinar mucho. Para empezar, para evitar lo que teme el comentarista anterior, los períodos de gobierno tendrían que ser extremadamente breves.

  3. Perdón por la pifia, creo que son 12 los jurados. Pero bueno, la idea está ahí

  4. pepino

    No se puede dudar que los elegidos al azar para formar un parlamento no lo harían peor que los que legislan en la actualidad. No obstante se me pone la piel de gallina cuando me acuerdo de la última junta de vecinos que sufrí. Si no se implementa algún tipo de filtro entre los elegidos por el azar, cada parlamentario debería ir acompañado, como mínimo, de su abogado y provisto de variada farmacopea para no suicidarse en el primer pleno.

  5. JUAN IGNACIO GARCIA JAIME ABOGADO.

    Sigue
    LO QUE NO CONOCEMOS, LO QUE NO SABEMOS

    “Representantes de los ciudadanos”
    Parte 2.
    Es sabido que se representa lo que no está. Se representa lo que no está presente; y en el caso de la llamada “representación política de los ciudadanos”, “Representantes de los ciudadanos” precisamente para que no estén los ciudadanos para eliminar a los ciudadanos en los asuntos públicos, que no estén ellos en los escaños de las instituciones de escaños, impedir y evitar el sorteo igualitario, legítimo y democrático entre ciudadanos todos iguales, como paradójicamente puede comprobarse en el sorteo del artículo 26 de la ley perversa electoral, paradójicamente para las mesas de ciudadanos por sorteo, o vecinos por sorteo, de las mesas (aunque desgraciadamente electorales para las urnas del sacrificio del derecho fundamental de los ciudadanos, y sacrificio de los ciudadanos en las urnas para que no estén los ciudadanos en las instituciones de escaños que solo serán democráticas cuando los escaños correspondan por sorteo a los ciudadanos todos iguales art. 14 C E y arts. 1.2, 53.1 C E; soberanía del pueblo español y contenido esencial del derecho fundamental de los ciudadanos, todos iguales.
    Cadena de engaños y artificios o argumentos de los engaños muy numerosos, inagotables:
    Representantes de los ciudadanos: -para que no estén los ciudadanos-. Democracia representativa: -representación de la democracia, para que no esté la democracia-. Derecho de voto -para que no Participen los que votan-. Elegir a los mejores, -todos ellos los peores, ninguno mejor que los propios ciudadanos en su propio derecho para ejercer su propio derecho fundamental sin entregarlo a sujetos o individuos ajenos que lo ejerzan-. “Derecho a elegir” -a los sujetos o individuos que nos eliminan y estafan con nuestro propio derecho, precisamente con nuestro propio derecho-. Deber cívico democrático: -aceptar cívicamente nuestra eliminación-. “Ciudadanos” -súbditos o esclavos de los políticos-. “Presentación de Candidatos” – que elimina a todos los ciudadanos que no han sido presentados sustituidos por unos pocos políticos. Voluntad popular: -sin voluntad popular, sin cuórum mínimo alguno,. Voluntad de los ciudadanos -que no participan en los asuntos públicos eliminados de su derecho fundamental-. La Ideología: -Instrumento para dividir y eliminar a los ciudadanos, engañando y estafando a cada uno de los ciudadanos con la ideología que cada uno de ellos prefiera. La ideología: el instrumento para evitar el conocimiento y la razón.
    Y muchos otros en una cadena interminable de argumentos de engaño con absoluta apariencia jurídica y absoluta apariencia de verdad. Engaño sublime, estafa sublime y delito sublime. El ingenio más sublime anterior incluso a la máquina de vapor.
    Todo ello mediante la alternativa excluyente en el art. 23.1 C E, mediante la vocal letra – o – del art. 23.1 C E:
    Ciudadanos o políticos
    Ciudadanos (sin políticos) o políticos sin ciudadanos.
    En el mismo artículo 23.1 C E, está lo mejor y seguidamente lo peor, la verdad y seguidamente el engaño juntos, el cielo y el infierno juntos; Jesucristo y el demonio juntos, la verdad y la falsedad, los ciudadanos y los políticos, la democracia y la dictadura, el Estado de Derecho y el Estado de Autoridad, la afirmación de los ciudadanos y la negación y eliminación de los ciudadanos, todo ello en el mismo artículo:
    todo ello mediante la alternativa excluyente de la vocal, letra – o -; y solo se aplica y solo tiene efectividad lo segundo, todo lo malo y lo peor, justo lo que hay después de la vocal, el engaño y la estafa, la negación y eliminación de los ciudadanos y de su derecho fundamental y de todo lo legítimo y verdadero que está justo antes de la vocal o del art. 23.1 C E.
    El mismo artículo 23.1 C E, paradójicamente es al mismo tiempo el problema y la solución, y paradójica y afortunadamente la solución y la verdad esta antes del problema y del engaño y la mentira, sin embargo solo se aplica el problema y el engaño de la eliminación de los ciudadanos.
    La letra – o – del art. 23.1 C E es por ello el agujero negro más cercano de todo el universo en el que desaparecen los ciudadanos, su derecho fundamental, su condición de ciudadanos, la democracia, el estado de derecho, el pueblo español, la soberanía del pueblo español y absolutamente todo lo legítimo eliminado por todo lo ilegítimo e ilícito, el engaño, la estafa y el delito más sublime y más enorme que pueda imaginarse y concebirse, el mayor número de delitos tantos como ciudadanos engañados y eliminados y el más impune de los delitos de estafa y engaño, un delito por cada voto colectado en las urnas y por cada una de las abstenciones de los ciudadanos igualmente estafados

    INCOMPATIBILIDAD Y ANTAGONISMO ABSOLUTO DE LAS CATEGORIAS DE CIUDADANOS Y POLÍTICOS.
    EXCLUSIÓN RECIPROCA. IMPOSIBILIDAD DE EXISTENCIA SIMULTÁNEA DE CIUDADANOS Y POLITICOS.
    El antagonismo y la contrariedad de ciudadanos y políticos es absoluta, ciudadanos y políticos son absolutamente opuestos y contrarios, antagónicos e incompatibles, excluyéndose mutua y recíprocamente:
    Hay políticos precisamente para que no haya ciudadanos; están los políticos para que no haya ciudadanos; están los políticos en los escaños de las instituciones de escaños -(y desde ellas en todas las demás instituciones que no son de escaños-), precisamente para que no estemos en ellas los ciudadanos.
    – Si hay políticos no hay, no podemos ser y no somos ciudadanos. No hay ciudadanos. “Democracia” sin ciudadanos, por ello súbditos y esclavos de la dictadura económica.
    – Si hubiera ciudadanos no podría haber políticos por encima de los ciudadanos todos iguales art. 14 C E, sin posibilidad alguna de otra clase superior de sujetos o individuos políticos, art. 14 C E.

    El error está en creer que el voto y el sistema del voto fue ideado y creado para beneficio de los que votan.
    El voto y el sistema del voto fue ingeniado para el engaño de los que votan y para el beneficio de los que se apoderan del enorme Poder del enorme número de los que votan, un número muy superior al de unos pocos sujetos o individuos que con ese ingenio se convierten ellos en políticos con el enorme poder del enorme número de los que votan engañados y engañándose ellos creyendo que el voto es para su servicio y beneficio, cosa que jamás ha estado ni estará en el pensamiento de los que con ese ingenio se convierten en políticos.
    Este comentario además de ser coincidente con el articulo principal que sinceramente agradezco a su autor, es la síntesis muy resumida del contenido de la amplia denuncia ya presentada ante la Excma. Sala Segunda del T. Supremo, el 2 de mayo de 2022; y 31 de marzo de 2023, causa especial 3/20335/2023, al amparo del art. 53.2 de la C E, sobre el D. Fundamental art. 23. 1 C E, y la que posiblemente deba ser nuevamente presentada en 2024, y todas las que sean necesarias hasta poner fin al engaño y la estafa más universal y sublime del sistema del voto.
    La denuncia es igualmente válida para los países con ordenamiento jurídico paralelo al nuestro, países como Italia, Francia, Alemania, etc. Y denuncias como la ya presentada evitaría la necesidad de actos violentos en la calle: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. D.U.D.H. de 1948.

    Cualquier español y sobre todo cualquier abogado español puede personarse, como denunciante-perjudicado o como perjudicado, en la causa especial de la segunda denuncia o de la que deba de nuevo presentarse, y puede hacerlo con la sola personación en la denuncia del primer denunciante sin necesidad de repetir el texto de la primera denuncia que ya está y ya obra en la causa especial.
    Juan Ignacio García Jaime, es abogado y colegiado ejerciente en Ciudad Real. Valdepeñas, y muy gustosamente facilitará la denuncia integra y todas las actuaciones, incluido el informe y extracto aunque muy sesgado de la tte. Fiscal del T.S. a cualquiera que lo solicite y especialmente a todos los compañeros abogados que lo deseen, y a cualquiera sea o no abogado, agradeciendo la difusión del conocimiento que ha sido necesario reunir muy complejo para la denuncia.
    Todo sería más fácil sin necesidad de extensas explicaciones con conocer y entender y aceptar que el sistema del voto o derecho de voto fue ingeniado hace más de dos siglos, anterior a la máquina de vapor, en modo alguno y jamás para el beneficio y servicio de los que votan; y conocer el error de seguir votando con la esperanza que algún día ocurra lo contrario de lo que invariablemente ocurre y ocurrirá siempre es solo un acto de fe o de fantasía de cada uno de nosotros en los políticos: fantasía en los políticos: creer en los políticos, confiar en los políticos y rogar o suplicar a los políticos con la oración del voto. Votar es Rezar a los políticos con el voto, rezar a los políticos con la oración del voto y con la fe del voto; el resultado ya lo conocemos.
    >Juan G. Jaime.

  6. Desde que descubrí hace tiempo la idea de la lotocracia siempre me ha parecido muy sugerente y la he ido defendiendo en petit comité. Si no todos los diputados, al menos un porcentaje relevante. Puede que al final no funcione, pero creo que merece una oportunidad.

  7. gonzalo samaniego bordiu

    El desencanto por el sistema electoral representativo está causado porque proyectamos a nuestros poderes la ilusión de que conseguirán gobernarnos de tal manera que seamos felices, no tengamos guerras entre nosotros y, además, nos proporcionen trabajo, vivienda, ocio y pensiones, pues al fin y al cabo es de eso de lo que se trata, ya que, como ya dijo el fundador de podemos, la democracia no consiste en elegir una vez cada cuatro años a los gobiernos, sino que todos tiene derecho a la vivienda, a los derechos sociales, a la sanidad, a la educación, al trabajo, a desarrollar su vida y el gobierno tiene que proporcionar ese bienestar. Eso es la democracia para los populistas.

    Sin embargo, si no proyectamos tanta ilusión en los gobiernos, si les limitamos su poder sólo a algunos asuntos necesarios e imprescindibles, como cuando deciden que se circula por la derecha, y si admitimos que los poderes públicos deben estar limitados en el tiempo, que los gobernantes deben estar limitados en sus poderes y en el tiempo, y que todos pueden ser expulsados, especialmente si hacen algo extremadamente mal, entonces el sistema representativo occidental no sólo no nos puede decepcionar, sino que los veremos como un mecanismo muy bueno para limitar al poder político, que es el verdadero problema que tenemos y no el capitalismo, ni la libertad, ni cualquier otra idea parecida.

    Porque el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.

    El peligro no está en las elecciones, sino en que unos pocos, organizados en un partido político, lleguen a dominar los poderes públicos y se perpetúen en ellos, instaurando una autocracia. Para evitarlo no hay que cargarse las elecciones, sino poner limites a los partidos políticos. Y uno de ellos consiste en poder sacarlos del poder en unas elecciones.

    La democracia griega del sorteo nunca llegó a funcionar ni siquiera en su tiempo, y menos en unas poblaciones con millones de ciudadanos. No entiendo que esta utopía pueda todavía ser defendida. Los que la defienden siempre vienen detrás de unas elecciones en las que han perdido sus amigos y sus enemigos han ganado.

    Cada vez que oigo que no hay que ir a votar, me entra pavor….

  8. Jose Antonio Fernandez

    A mi me parece bien la lotocracia. Le veo varias ventajas.
    1 – Como comenta, no dependerías de lobbies, y si el mandato fuera de un máximo de 4 años, no habría tiempo para formar camarillas
    2 – Se acabaría con el hooliganismo de los votantes, que votan lo que sea en favor de su equipo de futbol.
    3 – De vez en cuándo aparecerían gobernantes inteligentes.
    4 – Acabaríamos con las tertulias y discusiones políticas y podríamos dedicar nuestro tiempo a cosas mejores.

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