Ciencias

Cómo Kepler inventó la ciencia ficción y defendió a su madre en un juicio por brujería mientras revolucionaba nuestra comprensión del universo

Johannes Kepler

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Así es como me lo imagino:

Un matemático de mediana edad, delgado, con una mente privilegiada, el corazón destrozado y la piel ajada, es zarandeado en la parte trasera de un carruaje mientras el frío, de un enero alemán, le cala hasta los huesos. Desde su juventud, ha estado inscribiendo en libros familiares y álbumes de amistad su lema personal, tomado de un verso del antiguo poeta Persio: «¡Oh preocupaciones de los hombres, oh cuán fútiles son!». Ha sobrevivido a tragedias personales que derribarían a la mayoría. Ahora está atravesando a toda prisa la extensión alabastrina y helada del campo con la esperanza precaria de evitar otra: cuatro días después de Navidad y dos días después de su cuadragésimo cuarto cumpleaños, una carta de su hermana le ha informado que su madre viuda está siendo juzgada por brujería, un hecho por el cual se considera responsable.

Ha escrito la primera obra de ciencia ficción del mundo —una alegoría ingeniosa que avanza el controvertido modelo copernicano del universo, describiendo los efectos de la gravedad décadas antes de que Newton la formalizara en una ley, imaginando la síntesis de voz siglos antes de los ordenadores y anticipando los viajes espaciales trescientos años antes del primer alunizaje—. La historia, destinada a contrarrestar la superstición con la ciencia a través de símbolos y metáforas que invitan al pensamiento crítico, ha provocado en cambio la acusación mortal de su anciana madre analfabeta.

El año es 1617. Su nombre es Johannes Kepler (27 de diciembre de 1571–15 de noviembre de 1630), quizás el hombre más desafortunado del mundo, quizás el mayor científico que jamás haya vivido.

Habita en un mundo en el que Dios es más poderoso que la naturaleza, el Diablo más real y omnipresente que la gravedad. A su alrededor, la gente cree que el sol gira alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas, impulsado en un movimiento circular perfecto por un creador omnipotente; los pocos que se atreven a apoyar la idea tendenciosa de que la Tierra rota sobre su eje mientras gira alrededor del sol creen que se mueve a lo largo de una órbita perfectamente circular. Kepler desmentiría ambas creencias, acuñaría la palabra órbita y extraería el mármol en el que se esculpiría la física clásica. Sería el primer astrónomo en desarrollar un método científico para predecir eclipses y el primero en vincular la astronomía matemática con la realidad material —el primer astrofísico— demostrando que las fuerzas físicas mueven los cuerpos celestes en elipses calculables. Todo esto lo lograría mientras elaboraba horóscopos, defendía la creación espontánea de nuevas especies animales surgidas de pantanos y exudando de la corteza de los árboles, y creyendo que la Tierra misma es un cuerpo con alma que tiene digestión, que sufre enfermedades, que inhala y exhala como un organismo vivo. Tres siglos más tarde, la bióloga marina y escritora Rachel Carson reimaginaría una versión de esta visión tejida de ciencia y despojada de misticismo mientras convertía la ecología en una palabra familiar.

La vida de Kepler es un testimonio de cómo la ciencia hace por la realidad lo que el experimento mental de Plutarco conocido como «el barco de Teseo» hace por el yo. En la alegoría griega antigua, Teseo —el rey fundador de Atenas— regresó triunfante a la gran ciudad tras matar al mítico Minotauro en Creta. Durante mil años, su barco se mantuvo en el puerto de Atenas como un trofeo viviente y navegaba anualmente a Creta para recrear el victorioso viaje. A medida que el tiempo comenzó a corroer el barco, sus componentes fueron reemplazados uno a uno —nuevas tablas, nuevos remos, nuevas velas— hasta que no quedó ninguna parte original. Entonces, Plutarco se pregunta, ¿es el mismo barco? No hay un yo estático y sólido. A lo largo de la vida, nuestros hábitos, creencias e ideas evolucionan hasta ser irreconocibles. Nuestros entornos físicos y sociales cambian. Casi todas nuestras células son reemplazadas. Sin embargo, seguimos siendo, para nosotros mismos, «quien nosotros somos».

Así ocurre con la ciencia: poco a poco, los descubrimientos reconfiguran nuestro entendimiento de la realidad. Esta realidad solo se nos revela en fragmentos. Cuantos más fragmentos percibimos y analizamos, más vívido es el mosaico que creamos a partir de ellos. Pero sigue siendo un mosaico, una representación —imperfecta e incompleta, por muy bella que pueda ser, y sujeta a una transfiguración sin fin—. Tres siglos después de Kepler, Lord Kelvin tomaría la palabra en la Asociación Británica de Ciencia en el año 1900 y declararía: «No hay nada nuevo por descubrir en física ahora. Todo lo que queda es medir con más y más precisión». En ese mismo momento en Zúrich, el joven Albert Einstein está incubando las ideas que convergerían en su revolucionaria concepción del espacio-tiempo, transfigurando irreversiblemente nuestro entendimiento elemental de la realidad.

Incluso los visionarios más lejanos no pueden llevar su mirada más allá del horizonte de posibilidad de su época, pero el horizonte se desplaza con cada revolución progresiva a medida que la mente humana mira hacia afuera para contemplar la naturaleza, y luego se vuelve hacia adentro para cuestionar sus propios supuestos. Tamizamos el mundo a través de la malla de estas certezas, tensadas por la naturaleza y la cultura, pero de vez en cuando —ya sea por accidente o esfuerzo consciente— el alambre se afloja y el núcleo de una revolución se desliza a través.

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Pintura de la Luna realizada por la astrónoma y artista autodidacta alemana del siglo XVII Maria Clara Eimmart. (Disponible en lámina impresa)

Kepler quedó cautivado por el modelo heliocéntrico cuando era estudiante en la Universidad Luterana de Tubinga, medio siglo después de que Copérnico publicara su teoría. El joven Kepler, de veintidós años, que estudiaba para ingresar al clero, escribió una disertación sobre la Luna, con el objetivo de demostrar la afirmación copernicana de que la Tierra se mueve simultáneamente alrededor de su eje y alrededor del sol. Un compañero de clase llamado Christoph Besold —un estudiante de derecho en la universidad— quedó tan impresionado con el trabajo lunar de Kepler que propuso un debate público. La universidad lo vetó inmediatamente. Un par de años después, Galileo escribiría a Kepler que él mismo había sido creyente del sistema copernicano «durante muchos años» —y sin embargo, aún no se había atrevido a defenderlo públicamente y no lo haría por más de treinta años—.

Las ideas radicales de Kepler no lo hacían muy adecuado para el púlpito. Después de graduarse, fue desterrado a través del país para enseñar matemáticas en un seminario luterano en Graz. Pero estaba contento —se veía a sí mismo, en mente y cuerpo, como hecho para la erudición—. «Tomo de mi madre mi constitución corporal», escribiría más tarde, «que es más adecuada para el estudio que para otros tipos de vida». Tres siglos después, Walt Whitman observaría cuán sujeta está la mente al cuerpo, «cómo detrás del recuento del genio y de su moral se encuentra el estómago que le proporciona una especie de voto de calidad».

Mientras Kepler veía su cuerpo como un instrumento de erudición, otros cuerpos a su alrededor eran explotados como instrumentos de superstición. En Graz fue testigo de exorcismos dramáticos realizados en jóvenes mujeres que se creía estaban poseídas por demonios —espectáculos públicos sombríos organizados por el rey y su clero—. Vio emanar humos de colores brillantes del vientre de una mujer y salir escarabajos negros brillantes de la boca de otra. Vio la destreza con la que los titiriteros del pueblo dramatizaban el dogma para tomar el control —la iglesia era entonces el medio de comunicación masivo, y los medios de comunicación no tenían miedo de recurrir a la propaganda como lo hacen hoy—.

A medida que la persecución religiosa se intensificaba —pronto estallaría la Guerra de los Treinta Años, la guerra religiosa más mortífera de la historia del continente— la vida en Graz se volvía insoportable. Los protestantes eran obligados a casarse según el ritual católico y a bautizar a sus hijos como católicos. Las casas eran allanadas, los libros heréticos confiscados y destruidos. Cuando murió la hija pequeña de Kepler, fue multado por evadir al clero católico y no se le permitió enterrar a su hija hasta que pagó la multa. Era hora de emigrar —una empresa costosa y difícil para la familia, pero Kepler sabía que el precio a pagar por quedarse sería más alto:

No debo tomar la pérdida de propiedades más en serio que la pérdida de la oportunidad de cumplir con aquello para lo que la naturaleza y la carrera me han destinado.

Volver a Tubinga para una carrera en el clero estaba fuera de discusión:

Nunca podría torturarme con mayor inquietud y ansiedad que si ahora, en mi estado actual de conciencia, debiera estar encerrado en esa esfera de actividad.

En cambio, Kepler reconsideró algo que inicialmente había visto solo como un halago a su creciente reputación científica: una invitación para visitar al prominente astrónomo danés Tycho Brahe en Bohemia, donde acababa de ser nombrado matemático real del Sacro Imperio Romano Germánico.

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Tycho Brahe

Kepler emprendió el arduo viaje de quinientos kilómetros hasta Praga. El 4 de febrero de 1600, el famoso danés lo recibió calurosamente, en el castillo donde calculaba los cielos, con su enorme bigote anaranjado casi resplandeciente de genialidad. Durante los dos meses que Kepler pasó allí como huésped y aprendiz, Tycho quedó tan impresionado con la ingeniosidad teórica del joven astrónomo que le permitió analizar las observaciones celestes que había estado protegiendo celosamente de todos los demás eruditos, y luego le ofreció un puesto permanente. Kepler aceptó agradecido y regresó a Graz para recoger a su familia, volviendo a un mundo retrógrado aún más dividido por la persecución religiosa. Cuando los Kepler se negaron a convertirse al catolicismo, fueron expulsados de la ciudad: la migración a Praga, con todas las privaciones que requeriría, ya no era opcional. Poco después de que Kepler y su familia se instalaran en su nueva vida en Bohemia, la válvula entre el azar y la elección se abrió nuevamente, y otro cambio repentino de circunstancias aconteció: Tycho murió inesperadamente a la edad de cincuenta y cuatro años. Dos días después, Kepler fue nombrado su sucesor como matemático imperial, heredando los datos de Tycho. En los años venideros, los utilizaría extensamente para formular sus tres leyes del movimiento planetario, que revolucionarían la comprensión humana del universo.

¿Cuántas revoluciones debe dar el engranaje de la cultura antes de que una nueva verdad sobre la realidad encaje?

Tres siglos antes de Kepler, Dante se maravillaba en su Divina Comedia de los nuevos relojes que tictaqueaban en Inglaterra e Italia: «Una rueda mueve y conduce a la otra». Esta unión de tecnología y poesía eventualmente dio lugar a la metáfora del universo como un reloj. Antes de que la física de Newton colocara esta metáfora en el epicentro ideológico de la Ilustración, Kepler unió lo poético y lo científico. En su primer libro, El misterio cosmográfico, Kepler retomó la metáfora y le quitó sus dimensiones divinas, eliminando a Dios como el maestro relojero y apuntando en su lugar a una única fuerza que operaba los cielos: «La máquina celestial», escribió, «no es algo como un organismo divino, sino más bien como un reloj en el que un solo peso impulsa todos los engranajes». Dentro de él, «la totalidad de los movimientos complejos está guiada por una única fuerza magnética». No era, como escribió Dante, «el amor lo que mueve el sol y las otras estrellas»: era la gravedad, como Newton formalizaría más tarde esta «única fuerza magnética». Pero fue Kepler quien formuló por primera vez la noción misma de una fuerza, algo que no existía para Copérnico, quien, a pesar de su visión revolucionaria de que el sol mueve los planetas, aún concebía ese movimiento en términos poéticos más que científicos. Para él, los planetas eran caballos cuyas riendas sostenía el sol; para Kepler, eran engranajes que el sol enrollaba por una fuerza física.

En el inquietante invierno de 1617, ruedas no figurativas giran bajo Johannes Kepler mientras se apresura al juicio por brujería de su madre. Para este largo viaje en caballo y carruaje, Kepler ha empacado una copia desgastada del Diálogo sobre la Música Antigua y Moderna de Vincenzo Galilei, el padre de su amigo ocasional Galileo, uno de los tratados más influyentes de la época sobre música, un tema que siempre encantó a Kepler tanto como las matemáticas, quizás porque nunca vio a las dos como disciplinas separadas. Tres años más tarde, lo utilizaría al componer su propio libro revolucionario, La armonía del mundo, en el que formularía su tercera y última ley del movimiento planetario, conocida como la ley armónica, su exquisita revelación, que tardó veintidós años en elaborar, del vínculo proporcional entre el período orbital de un planeta y la longitud del eje de su órbita. Esto permitiría calcular, por primera vez, la distancia de los planetas al sol, la medida de los cielos en una era en la que se pensaba que el Sistema Solar era todo lo que había.

Mientras Kepler galopa por el campo alemán para evitar la ejecución de su madre, la Inquisición en Roma está a punto de declarar herético el postulado sobre el movimiento de la Tierra, una herejía castigada con la muerte.

Detrás de él yace una vida desmoronada: el emperador Rodolfo II ha muerto, Kepler ya no es el matemático real ni el principal asesor científico del Sacro Imperio Romano Germánico, un trabajo dotado del más alto prestigio científico de Europa, aunque principalmente consista en hacer horóscopos para la realeza; su querido hijo de seis años ha muerto, «un jacinto de la mañana en el primer día de primavera» marchitado por la viruela, una enfermedad que apenas había perdonado al propio Kepler de niño, dejando su piel marcada por cicatrices y su visión permanentemente dañada; su primera esposa ha muerto, habiéndose desquiciado por el dolor antes de sucumbir a la viruela.

Ante él yace la colisión de dos mundos en los dos máximos sistemas del mundo, la chispa de los cuales encendería la imaginación interestelar.

En 1609, Johannes Kepler terminó la primera obra de ciencia ficción genuina, es decir, narración imaginativa en la que la ciencia sensata es un importante dispositivo de trama. Somnium, o El sueño, es el relato ficticio de un joven astrónomo que viaja a la Luna. Rico tanto en ingenio científico como en juego simbólico, es a la vez una obra maestra de la imaginación literaria y un valioso documento científico, tanto más impresionante por el hecho de que fue escrito antes de que Galileo apuntara el primer catalejo al cielo y antes de que el propio Kepler hubiera mirado alguna vez a través de un telescopio.

Kepler sabía lo que habitualmente olvidamos: que el locus de posibilidad se expande cuando lo inimaginable se imagina y luego se hace real a través del esfuerzo sistemático. Siglos más tarde, en una conversación de 1971 con Carl Sagan y Arthur C. Clarke sobre el futuro de la exploración espacial, el santo patrón de la ciencia ficción Ray Bradbury capturaría perfectamente este proceso de transmutación: «Es parte de la naturaleza del hombre comenzar con el romance y construir una realidad». Como cualquier moneda de valor, la imaginación humana es una moneda con dos lados inseparables. Es nuestra facultad de fantasía la que llena los inquietantes vacíos de lo desconocido con las certezas tranquilizadoras del mito y la superstición, que apunta a la magia y la brujería cuando el sentido común y la razón no logran desvelar la causalidad. Pero esa misma facultad también es lo que nos lleva a elevarnos por encima de los hechos aceptados, por encima de los límites de lo posible establecidos por la costumbre y la convención, y a alcanzar nuevas cimas de verdad previamente inimaginada. El lado hacia el que se voltee la moneda depende del grado de valentía, determinado por alguna combinación incalculable de naturaleza, cultura y carácter.

En una carta a Galileo que contiene la primera mención escrita de la existencia de El sueño y redactada en la primavera de 1610, poco más de un siglo después de que Colón viajara a las Américas, Kepler impulsa la imaginación de su corresponsal hacia la comprensión de la inminente realidad del viaje interestelar al recordarle cuán inimaginable había parecido el viaje transatlántico no hace mucho tiempo:

¿Quién hubiera creído que un enorme océano podría cruzarse más pacífica y seguramente que la estrecha extensión del Adriático, el mar Báltico o el Canal de la Mancha?

Kepler imaginaba que una vez que se inventaran «velas o barcos aptos para sobrevivir a las brisas celestiales», los viajeros ya no temerían el vacío oscuro del espacio interestelar. Con la mirada puesta en estos futuros exploradores, plantea un desafío solidario:

Entonces, para aquellos que pronto intentarán este viaje, establezcamos la astronomía: Galileo, tú de Júpiter, yo de la Luna.

Este pensamiento refleja la visión anticipada de Kepler sobre la exploración espacial y su deseo de colaboración en el avance del conocimiento astronómico.

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Pintura de la Luna realizada por la astrónoma y artista autodidacta alemana del siglo XVII Maria Clara Eimmart. (Disponible en impresión)

Newton refinaría más tarde las tres leyes del movimiento de Kepler con su formidable cálculo y un entendimiento más profundo de la fuerza subyacente como la base de la gravedad newtoniana. En un cuarto de milenio, la matemática Katherine Johnson utilizaría estas leyes para calcular la trayectoria que llevaría al Apolo 11 a la Luna. Estas leyes guiarían a la nave espacial Voyager, el primer objeto hecho por el ser humano en navegar hacia el espacio interestelar.

En El sueño, que Kepler describió en su carta a Galileo como una «geografía lunar», el joven viajero llega a la Luna y descubre que los seres lunares creen que la Tierra gira alrededor de ellos —desde su punto de vista cósmico, nuestro pálido punto azul asciende y se pone contra su firmamento, algo reflejado incluso en el nombre que le han dado a la Tierra: Volva—. Kepler eligió deliberadamente el nombre para enfatizar el hecho de la revolución de la Tierra —el mismo movimiento que hacía al copernicanismo tan peligroso para el dogma de la estabilidad cósmica—. Suponiendo que el lector es consciente de que la Luna gira alrededor de la Tierra —un hecho observado desde la antigüedad y totalmente incuestionable en su época—, Kepler insinúa, en un golpe de genio alegórico que precede a Flatland de Edwin Abbott en casi tres siglos, la inquietante pregunta: ¿podría ser que nuestra propia certeza sobre la posición fija de la Tierra en el espacio sea tan errónea como la creencia de los habitantes lunares en la revolución de Volva alrededor de ellos? ¿Podríamos nosotros también estar girando alrededor del sol, aunque el suelo se sienta firme e inmóvil bajo nuestros pies?

El Sueño pretendía despertar suavemente a las personas a la verdad del inquietante modelo heliocéntrico del universo de Copérnico, desafiando la creencia largamente sostenida de que la Tierra es el centro estático de un cosmos inmutable. Pero el sueño milenario de los terrícolas era demasiado profundo para El sueño —una somnolencia mortal, pues resultó en que la anciana madre de Kepler fuera acusada de brujería—. Decenas de miles de personas serían juzgadas por brujería al final de la persecución en Europa, eclipsando a las dos docenas que lo serían en Salem con los juicios por las mismas razones siete décadas más tarde. La mayoría de los acusados eran mujeres, cuya inculpación o defensa recaía sobre sus hijos, hermanos y maridos. La mayoría de los juicios terminaban en ejecución. En Alemania, unas veinticinco mil personas fueron asesinadas. En la ciudad natal de Kepler, escasamente poblada, seis mujeres habían sido quemadas como brujas solo unas semanas antes de que su madre fuera acusada.

Una simetría inquietante persigue el predicamento de Kepler —fue Katharina Kepler quien primero hechizó a su hijo con la astronomía cuando lo llevó a la cima de una colina cercana y dejó que el niño de seis años se maravillara mientras el Gran Cometa de 1577 cruzaba ardiente el cielo —.

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Ilustración del Libro de los cometas, 1587. (Disponible en lámina impresa)

Para cuando escribió El Sueño, Kepler era uno de los científicos más prominentes del mundo. Su rigurosa fidelidad a los datos observacionales armonizaba con una imaginación sinfónica. Basándose en los datos de Tycho, Kepler dedicó una década y más de setenta intentos fallidos a calcular la órbita de Marte, que se convirtió en la vara de medir los cielos. Habiendo formulado recientemente la primera de sus leyes, desmantelando la antigua creencia de que los cuerpos celestes obedecen un movimiento circular uniforme, Kepler demostró que los planetas orbitan el sol a velocidades variables a lo largo de elipses. A diferencia de los modelos anteriores, que eran simplemente hipótesis matemáticas, Kepler descubrió la órbita real por la cual Marte se movía a través del espacio, luego usó los datos de Marte para determinar la órbita de la Tierra. Tomando múltiples observaciones de la posición de Marte con respecto a la Tierra, examinó cómo cambiaba el ángulo entre los dos planetas durante el período orbital que ya había calculado para Marte: 687 días. Para hacer esto, Kepler tuvo que proyectarse a sí mismo en Marte con un salto empático de la imaginación. La palabra empatía comenzaría a usarse de forma popular tres siglos más tarde, a través de la puerta del arte, cuando entró en el léxico moderno a principios del siglo XX para describir el acto imaginativo de proyectarse a uno mismo en una pintura en un esfuerzo por entender por qué el arte nos conmueve. A través de la ciencia, Kepler se proyectó en la obra de arte más grande que existe en un esfuerzo por comprender cómo la naturaleza dibuja sus leyes para mover los planetas, incluido el cuerpo que nos mueve a través del espacio. Usando trigonometría, calculó la distancia entre la Tierra y Marte, localizó el centro de la órbita de la Tierra y demostró que todos los demás planetas también se movían a lo largo de órbitas elípticas, desmantelando así la base de la astronomía griega —el movimiento circular uniforme— y efectuando un gran golpe contra el modelo ptolomeico.

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El movimiento orbital de Marte, de la Astronomia Nova de Kepler. (Disponible como lámina impresa)

Kepler publicó estos resultados reveladores, que resumían sus primeras dos leyes, en su libro Astronomia Nova —La nueva Astronomía—. Era exactamente eso: la naturaleza del cosmos había cambiado para siempre, al igual que nuestro lugar en él. «A través de mi esfuerzo, Dios está siendo celebrado en la astronomía», escribió Kepler a su antiguo profesor, reflexionando sobre haber cambiado una carrera en teología por la conquista de una verdad mayor.

En la época en que se publicó Astronomia Nova, Kepler tenía amplia evidencia matemática que afirmaba la teoría de Copérnico. Pero se dio cuenta de algo crucial y perdurable sobre la psicología humana: la prueba científica era demasiado compleja, demasiado engorrosa, demasiado abstracta para convencer incluso a sus colegas, y mucho menos al público científicamente analfabeto; no eran los datos los que desmantelarían su parroquialismo celestial, sino la narrativa. Tres siglos antes de que la poeta Muriel Rukeyser escribiera que «el universo está hecho de historias, no de átomos», Kepler sabía que, sea cual sea la composición del universo, su comprensión era de hecho obra de historias, no de ciencia —que lo que necesitaba era una nueva retórica con la cual ilustrar, de manera simple pero convincente, que la Tierra está en efecto en movimiento. Y así nació El sueño—.

Incluso en la época medieval, la Feria del Libro de Fráncfort era uno de los mercados literarios más fecundos del mundo. Kepler la visitaba frecuentemente para promover sus propios libros y mantenerse informado sobre otras publicaciones científicas importantes. Llevó el manuscrito de El sueño con él a este lanzamiento lo más seguro posible, donde los demás asistentes, además de ser bien conscientes de la reputación del autor como matemático real y astrónomo, eran científicos ellos mismos o lo suficientemente eruditos como para apreciar el ingenioso juego alegórico de la historia con la ciencia. Pero algo salió mal: en algún momento de 1611, el único manuscrito cayó en manos de un joven noble adinerado y se difundió por toda Europa. Según cuenta Kepler, incluso llegó a John Donne e inspiró su feroz sátira de la Iglesia Católica, Ignatius His Conclave. Circulada a través de chismes de barbería, versiones de la historia llegaron a mentes mucho menos literarias, o incluso analfabetas. En 1615, estos relatos distorsionados acabaron llegando al ducado natal de Kepler.

«Una vez que un poema se hace disponible al público, el derecho de interpretación pertenece al lector», escribiría Sylvia Plath a su madre tres siglos más tarde. Pero la interpretación inevitablemente revela más sobre el intérprete que sobre lo interpretado. La brecha entre la intención y la interpretación siempre está llena de errores, especialmente cuando el escritor y el lector ocupan estratos vastamente diferentes de madurez emocional y sofisticación intelectual. La ciencia, el simbolismo y la virtuosidad alegórica de El sueño se perdieron por completo en los aldeanos analfabetos, supersticiosos y vengativos de la ciudad natal de Kepler. En cambio, interpretaron la historia con la única herramienta a su disposición: el arma contundente de lo literal desprovisto de contexto. Un elemento de la historia les fascinó especialmente: el narrador es un joven astrónomo que se describe a sí mismo como «por naturaleza ansioso por conocimiento» y que había sido aprendiz de Tycho Brahe. Para entonces, la gente de lejos y de cerca conocía al alumno más famoso de Tycho y su sucesor imperial. Quizás era un punto de orgullo para los lugareños haber producido al famoso Johannes Kepler, quizás un punto de envidia. Sea cual fuere el caso, inmediatamente tomaron la historia no como ficción, sino como autobiografía. Este fue el lecho de siembra de los problemas: otro personaje principal era la madre del narrador, una curandera experta en hierbas que invoca espíritus para ayudar a su hijo en su viaje lunar. La propia madre de Kepler era una curandera que se ganaba la vida recogiendo hierbas medicinales y haciendo mezclas con ellas.

Si lo que sucedió a continuación fue producto de una manipulación malintencionada o simplemente de la ignorancia es difícil de decir. Mi impresión es que una cosa alimentó a la otra, ya que aquellos que se benefician de la manipulación de la verdad a menudo se aprovechan de quienes carecen de pensamiento crítico. Según el relato posterior de Kepler, un barbero local escuchó la historia y aprovechó la oportunidad para acusar a Katharina Kepler de brujería, una acusación oportuna, ya que la hermana del barbero, Ursula Reinhold , tenía cuentas pendientes con la anciana, una amiga desairada. Ursula había recibido dinero prestado de Katharina Kepler y nunca lo devolvió. También le había confiado a la viuda haberse quedado embarazada de un hombre que no era su esposo. En un acto de indiscreción, Katharina compartió esta información comprometedora con el hermano menor de Johannes, quien, sin pensar, la difundió por el pequeño pueblo. Para evitar el escándalo, Ursula se sometió a un aborto. Para encubrir las secuelas corporales brutales de este procedimiento médicamente primitivo, culpó a Katharina de haber lanzado un hechizo contra ella. Pronto, Ursula convenció a veinticuatro lugareños sugestionables para que testificaran sobre la brujería de la anciana: un vecino afirmó que el brazo de su hija se había entumecido después de que Katharina lo rozara en la calle; la esposa del carnicero juró que el dolor atravesó el muslo de su esposo cuando Katharina pasó; el maestro cojo fechó el inicio de su discapacidad en una noche, diez años antes, cuando había bebido de una copa de hojalata en casa de Katharina mientras le leía una de las cartas de Kepler. Fue acusada de aparecer mágicamente a través de puertas cerradas, de haber causado la muerte de infantes y animales. El sueño, creía Kepler, había proporcionado a los aldeanos hambrientos de superstición evidencia de la supuesta brujería de su madre, después de todo, su propio hijo la había representado como una hechicera en su historia, cuya naturaleza alegórica les resultaba completamente esquiva.

Por su parte, Katharina Kepler no ayudó a su propia causa. De carácter espinoso y conocida por pelear, primero intentó demandar a Ursula por difamación, un enfoque sorprendentemente moderno y americano, pero en la Alemania medieval, esto solo avivó el fuego, ya que la familia bien conectada de Ursula tenía lazos con las autoridades locales. Luego intentó sobornar al magistrado para que desestimara su caso ofreciéndole un cáliz de plata, lo cual fue interpretado de inmediato como una admisión de culpabilidad, y el caso civil se convirtió en un juicio criminal por brujería.

En medio de este tumulto, la hija recién nacida de Kepler, nombrada en honor a su madre, murió de epilepsia, seguida por otro hijo, de cuatro años, de viruela.

Habiendo asumido la defensa de su madre tan pronto como se enteró de la acusación, el afligido Kepler dedicó seis años al juicio, mientras intentaba continuar su trabajo científico y llevar a cabo la publicación del importante catálogo astronómico que había estado componiendo desde que heredó los datos de Tycho. Trabajando a distancia desde Linz, Kepler primero escribió varias peticiones en nombre de Katharina, luego montó una meticulosa defensa legal por escrito. Solicitó la documentación del juicio de los testimonios de los testigos y las transcripciones de los interrogatorios de su madre. Luego viajó nuevamente por el país, sentándose con Katharina en prisión y hablando con ella durante horas para recopilar información sobre las personas y los sucesos del pequeño pueblo que había dejado hace mucho tiempo. A pesar de la alegación de que estaba demente, la memoria de Katharina, que tenía más de setenta años, era asombrosa: recordaba con gran detalle incidentes que habían ocurrido años antes.

Kepler se propuso refutar cada uno de los cuarenta y nueve «puntos de desgracia» lanzados contra su madre, utilizando el método científico para descubrir las causas naturales detrás de los males sobrenaturales que supuestamente había infligido a los aldeanos. Confirmó que Ursula había tenido un aborto, que la adolescente había entumecido su brazo cargando demasiados ladrillos, que el maestro había cojeado su pierna al caer en una zanja, que el carnicero sufría de lumbago.

Ninguno de los esfuerzos epistolares de Kepler por razonar funcionó. Cinco años después del órdago, se emitió una orden de arresto contra Katharina. En las primeras horas de una noche de agosto, guardias armados irrumpieron en la casa de su hija y encontraron a Katharina, quien había escuchado el disturbio, escondida en un baúl de madera para ropa blanca, desnuda, como a menudo dormía durante las olas de calor del verano. Según una cuenta, se le permitió vestirse antes de ser llevada; según otra, fue sacada desnuda dentro del baúl para evitar un disturbio público y llevada a prisión para otro interrogatorio. La fabricación gratuita de pruebas fue tal que incluso la compostura de Katharina a través de las indignidades se usó en su contra: el hecho de que no llorara durante los procedimientos se citó como prueba de una alianza impía con el Diablo. Kepler tuvo que explicarle al tribunal que nunca había visto llorar a su estoica madre, ni cuando su padre los abandonó en la infancia de Johannes, ni durante los largos años en que Katharina crio a sus hijos sola, ni en las muchas pérdidas de la vejez.

A Katharina se le amenazó con ser estirada en una rueda, un dispositivo diabólico comúnmente utilizado para extraer confesiones, a menos que admitiera la brujería. Esta mujer anciana, que había superado la expectativa de vida de su época por décadas, pasaría los siguientes catorce meses encarcelada en una habitación oscura, sentada y durmiendo en el suelo de piedra al que estaba encadenada con una pesada cadena de hierro. Enfrentó las amenazas con compostura y no confesó nada.

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La rueda

En un último esfuerzo, Kepler trasladó a toda su familia, dejó su puesto de enseñanza y regresó a su ciudad natal mientras la Guerra de los Treinta Años continuaba. Es posible que durante ese viaje, lleno de desánimo, se preguntara por qué había escrito El sueño en primer lugar, y si el precio de cualquier verdad debería tener un costo personal tan elevado.

Mucho tiempo atrás, cuando era estudiante en Tubinga, Kepler había leído El rostro en la Luna de Plutarco, la historia mítica de un viajero que navega hasta un grupo de islas al norte de Gran Bretaña habitadas por personas que conocen pasadizos secretos a la Luna. No hay ciencia en el relato de Plutarco: es pura fantasía. Y, sin embargo, emplea el mismo recurso sencillo e ingenioso que el propio Kepler utilizaría en El sueño quince siglos más tarde para desestabilizar el sesgo antropocéntrico del lector: al considerar la Luna como un hábitat potencial para la vida, Plutarco señaló que la idea de vida en agua salada parece insondable para criaturas que respiran aire como nosotros y, sin embargo, la vida en los océanos existe. Pasarían otros dieciocho siglos antes de que despertáramos plenamente no sólo al hecho de la vida marina, sino a la complejidad y el esplendor de esta realidad apenas insondable, cuando Rachel Carson fue pionera de una nueva estética de la escritura científica poética, invitando al lector humano a considerar la Tierra desde la perspectiva no humana de las criaturas marinas.

Kepler leyó por primera vez la historia de Plutarco en 1595, pero no fue hasta el eclipse solar de 1605, cuyas observaciones le dieron por primera vez la idea de que las órbitas de los planetas eran elipses y no círculos, cuando empezó a considerar seriamente la alegoría como un medio para ilustrar las ideas copernicanas. Donde Plutarco había explorado el viaje espacial como metafísica, Kepler lo convirtió en una caja de arena para la física real, explorando la gravedad y el movimiento planetario. Al escribir sobre el despegue de su nave espacial imaginaria, por ejemplo, deja claro que dispone de un modelo teórico de la gravedad que tiene en cuenta las exigencias que supondría para los viajeros cósmicos separarse del agarre gravitatorio de la Tierra. Y añade que, aunque abandonar la atracción gravitatoria de la Tierra sería penoso, una vez que la nave espacial se encontrara en el «éter» sin gravedad, apenas se necesitaría ninguna fuerza para mantenerla en movimiento: una comprensión temprana de la inercia en el sentido moderno, anterior en décadas a la primera ley del movimiento de Newton, que establece que un cuerpo se moverá a una velocidad constante a menos que actúe sobre él una fuerza exterior.

En un pasaje a la vez perspicaz y divertido, Kepler describe los requisitos físicos de sus viajeros lunares, una descripción clarividente del entrenamiento de los astronautas:

No se aceptan personas inactivas… ni gordas; ni amantes del placer; solo elegimos a quienes han pasado su vida a caballo, o se han embarcado a menudo hacia las Indias y están acostumbrados a subsistir a base de pan duro, ajo, pescado seco y alimentos poco apetecibles.

Tres siglos más tarde, el explorador polar Ernest Shackleton publicaría un anuncio de reclutamiento similar para su expedición pionera a la Antártida:

Se buscan hombres para un viaje peligroso, salarios bajos, frío amargo, largos meses de oscuridad total, peligro constante, regreso seguro dudoso, honor y reconocimiento en caso de éxito.

Cuando una mujer llamada Peggy Peregrine expresó su interés en nombre de un ansioso trío femenino, Shackleton respondió secamente: «No hay vacantes para el sexo opuesto en la expedición». Medio siglo más tarde, la cosmonauta rusa Valentina Tereshkova se convertiría en la primera mujer en salir de la atmósfera terrestre en una nave espacial guiada por las leyes de Kepler.

Tras años de ejercer la razón contra la superstición, Kepler consiguió finalmente que su madre fuera absuelta. Pero la mujer de setenta y cinco años nunca se recuperó del trauma del juicio y del amargo invierno alemán que pasó en la prisión sin calefacción. El 13 de abril de 1622, poco después de ser liberada, Katharina Kepler murió, sumándose a la letanía de pérdidas de su hijo. Un cuarto de milenio después, Emily Dickinson escribiría en un poema cuya metáfora central se inspira en el legado de Kepler:

Todo lo que perdemos se lleva algo de nosotros;
pero siempre nos queda alguna mácula
que, como la luna, una noche túrbida
se ve arrastrada por las mareas.

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Eclipse parcial de Luna – uno de los dibujos astronómicos del artista francés Étienne Léopold Trouvelot. (Disponible como lámina impresa)

Pocos meses después de la muerte de su madre, Kepler recibió una carta de Christoph Besold, el compañero de clase que había defendido su tesis lunar treinta años antes, ahora abogado de éxito y profesor de derecho. Habiendo sido testigo del desgarrador destino de Katharina, Besold había trabajado para sacar a la luz la ignorancia y los abusos de poder que lo sellaron, consiguiendo un decreto del duque del ducado natal de Kepler que prohibía cualquier otro juicio por brujería no sancionado por el Tribunal Supremo de la urbana y presumiblemente mucho menos supersticiosa Stuttgart. «Aunque ni su nombre ni el de su madre se mencionan en el edicto», escribió Besold a su viejo amigo, «todo el mundo sabe que está en el fondo del mismo. Has prestado un servicio inestimable al mundo entero, y algún día tu nombre será bendecido por ello».

Kepler no se dejó consolar por el decreto —quizás sabía que el cambio político y el cambio cultural no son lo mismo, pues existen en escalas de tiempo diferentes—. Pasó los años que le quedaban de vida anotando obsesivamente El sueño con doscientas veintitrés notas a pie de página —un volumen de hipertexto igual a la propia historia— destinadas a disipar las interpretaciones supersticiosas delineando sus razones científicas exactas para utilizar los símbolos y metáforas que utilizaba.

En su nonagésima sexta nota a pie de página, Kepler expuso sin rodeos «la hipótesis de todo El sueño»: «un argumento a favor del movimiento de la Tierra, o más bien una refutación de los argumentos construidos, sobre la base de la percepción, contra el movimiento de la Tierra». Cincuenta notas a pie de página más tarde, reiteró el punto al afirmar que concebía la alegoría como «una réplica agradable» al parroquialismo ptolemaico. En un esfuerzo sistemático pionero por desligar la verdad científica de las ilusiones de la percepción del sentido común, escribió:

Todo el mundo dice que es evidente que las estrellas giran alrededor de la Tierra mientras la Tierra permanece quieta. Yo digo que es evidente a los ojos de los lunáticos que nuestra Tierra, que es su Volva, gira mientras su Luna está quieta. Si se dice que las percepciones lunáticas de mis habitantes lunares están engañadas, replico con igual justicia que los sentidos terrestres de los habitantes de la Tierra están desprovistos de razón.

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El universo heliocéntrico de Copérnico, 1543.

En otra nota a pie de página, Kepler definió la gravedad como «una fuerza similar a la fuerza magnética, una atracción mutua», y describió su ley principal:

El poder de atracción es mayor en el caso de dos cuerpos próximos que en el caso de cuerpos alejados. Por lo tanto, los cuerpos se resisten con más fuerza a separarse uno del otro cuando aún están próximos.

Otra nota a pie de página señalaba que la gravedad es una fuerza universal que afecta a los cuerpos más allá de la Tierra, y que la gravedad lunar es responsable de las mareas terrestres: «La prueba más clara de la relación entre la Tierra y la Luna es el flujo y reflujo de los mares». Este hecho, que se convirtió en un elemento central de las leyes de Newton y que ahora es tan común que los escolares lo señalan como una prueba evidente de la gravedad, estaba lejos de ser aceptado en la comunidad científica de Kepler. Galileo, que tenía razón en muchas cosas, también se equivocaba en muchas otras, algo que merece la pena recordar mientras nos entrenamos en las acrobacias culturales de la apreciación matizada sin idolatría. Galileo creía, por ejemplo, que los cometas eran vapores de la tierra —una noción que Tycho Brahe refutó al demostrar que los cometas son objetos celestes que se mueven por el espacio siguiendo trayectorias computables tras observar el mismo cometa que había hecho que Kepler, de seis años, se enamorara de la astronomía—. Galileo no se limitó a negar que las mareas estuvieran causadas por la Luna, sino que llegó a burlarse de la afirmación de Kepler de que así fuera. «Ese concepto es completamente repugnante para mi mente», escribió —ni siquiera en una carta privada, sino en su histórico Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo— burlándose de que «aunque [Kepler] tiene a su alcance los movimientos atribuidos a la Tierra, ha prestado sin embargo su oído y su asentimiento al dominio de la Luna sobre las aguas, a propiedades ocultas y a tales puerilidades».

Kepler tuvo especial cuidado con la parte de la alegoría que consideraba más directamente responsable del juicio por brujería de su madre: la aparición de nueve espíritus, convocados por la madre de la protagonista. En una nota a pie de página, explicó que simbolizaban las nueve musas griegas. En una de las frases más crípticas del relato, Kepler escribió sobre estos espíritus: «Una, particularmente amiga mía, la más gentil y la más pura de todas, es invocada por veintiún personajes». En su posterior defensa en notas a pie de página, explicó que la frase «veintiún caracteres» se refiere al número de letras utilizadas para deletrear Astronomia Copernicana. El espíritu más amable representa a Urania, la antigua musa griega de la astronomía, que Kepler consideraba la más fiable de las ciencias:

Aunque todas las ciencias son amables e inofensivas en sí mismas (y por ello no son esos espíritus malvados y buenos para nada con los que tratan las brujas y los adivinos…), esto es especialmente cierto en el caso de la astronomía debido a la propia naturaleza de su materia.

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Urania, la antigua musa griega de la astronomía, representada en un libro italiano de astronomía popular de 1885. (Disponible como lámina impresa)

Cuando el astrónomo William Herschel descubrió el séptimo planeta desde el sol un siglo y medio más tarde, lo llamó Urano, en honor a la misma musa. En otro lugar de Alemania, un joven Beethoven se enteró del descubrimiento y se preguntó en los marginales de una de sus composiciones: «¿Qué pensarán de mi música en la estrella de Urania?». Otros dos siglos después, cuando Ann Druyan y Carl Sagan componen el disco de oro de las Voyager como retrato de la humanidad en sonido e imagen, la Quinta Sinfonía de Beethoven navega hacia el cosmos a bordo de la nave espacial Voyager junto a una pieza de la compositora Laurie Spiegel basada en La armonía del mundo de Kepler.

Kepler no fue ambiguo sobre la intención política más amplia de su alegoría. Al año siguiente de la muerte de su madre, escribió a un amigo astrónomo:

¿Sería un gran crimen pintar la moral ciclópea de esta época con colores lívidos, pero por precaución, partir de la Tierra con semejante escrito y separarse en la Luna?

¿No es mejor, se pregunta en otro golpe de genio psicológico, ilustrar la monstruosidad de la ignorancia de la gente mediante la ignorancia de otros imaginarios? Esperaba que al ver lo absurdo de la creencia del pueblo lunar de que la Luna es el centro del universo, los habitantes de la Tierra tendrían la perspicacia y la integridad necesarias para cuestionar su propia convicción de centralidad. Trescientos cincuenta años más tarde, cuando se pide a quince destacados poetas que contribuyan con una «declaración sobre poética» para una influyente antología, Denise Levertov —la única mujer de los quince— afirmaría que la tarea más elevada de la poesía es «despertar a los durmientes por otros medios que no sean el sobresalto». Esto debió de ser lo que Kepler pretendía hacer con El sueño, su serenata a la poética de la ciencia, destinada a despertar.

A raíz del juicio por brujería de su madre, Kepler hizo otra observación adelantada siglos a su tiempo, incluso a la histórica afirmación del filósofo francés del siglo XVII François Poullain de la Barre de que «la mente no tiene sexo». En la época de Kepler, mucho antes del descubrimiento de la genética, se creía que los niños tenían un parecido con sus madres, en fisonomía y carácter, porque habían nacido bajo la misma constelación. Pero Kepler era muy consciente de lo diferentes que eran él y Katharina como personas, de lo divergentes que eran sus visiones del mundo y sus destinos: él, un manso científico líder a punto de dar la vuelta al mundo; ella, una mujer mercurial y analfabeta juzgada por brujería. Si los horóscopos que antaño había dibujado para ganarse la vida no determinaban la trayectoria vital de una persona, Kepler no podía evitar preguntarse qué lo hacía: he aquí un científico en busca de la causalidad. Un cuarto de milenio antes de que la psicología social existiera como campo formal de estudio, razonó que lo que había metido a su madre en todos estos problemas en primer lugar —sus creencias y comportamientos ignorantes tomados por obra de espíritus malignos, su marginación social como viuda— era el hecho de que nunca se había beneficiado de la educación que su hijo, como hombre, había recibido. En la cuarta sección de La armonía del mundo —su incursión más audaz y especulativa en la filosofía natural— Kepler escribe en un capítulo dedicado a cuestiones «metafísicas, psicológicas y astrológicas»:

Conozco a una mujer que nació bajo casi las mismas configuraciones planetarias, con un temperamento ciertamente muy inquieto, pero por el cual no sólo no tiene ninguna ventaja en el aprendizaje de los libros (lo cual no es sorprendente en una mujer) sino que además perturba a todo su pueblo y es autora de su propia y lamentable desgracia.

En la frase siguiente, Kepler identifica a la mujer en cuestión como su propia madre y procede a señalar que ella nunca recibió los privilegios que él recibió. «Nací hombre, no mujer», escribe, «una diferencia de sexo que los astrólogos buscan en vano en los cielos». La diferencia entre el destino de los sexos, sugiere Kepler, no está en los cielos sino en la construcción terrenal del género en función de la cultura. No fue la naturaleza de su madre lo que la hizo ignorante, sino las consecuencias de su posición social en un mundo que hacía que sus oportunidades de iluminación intelectual y autorrealización fueran tan fijas como las estrellas.

 

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6 Comments

  1. Manuel Queimaliños Rivera

    Magnífico. Simplemente magnífico artículo sobre ciencia e ignorancia.

  2. Eugenio

    Gracias por el excelente artículo.
    Quisiera puntualizar que el retrato que se utiliza de Kepler es un falso retrato de Kepler: probablemente se trata de Michael Maestlin, quien fuera mentor de Kepler (https://pubs.aip.org/physicstoday/article/74/9/10/928309/How-a-fake-Kepler-portrait-became-iconic). También podría haber estado bien señalar que la óptica de Kepler significa el nacimiento de la óptica moderna; en particular, fue el primero en proporcionar una teoría básicamente de la visión.

  3. Guillermo Guevara Pardo

    Excelente artículo sobre esa tragedia familiar del gran Kepler. Muy interesante el contraste entre ciencia e ignorancia y el papel del poder religioso en contra del avance científico. Felicitaciones para Jot Down y para la autora

  4. Jperilla

    El tipo de artículo que uno espera encontrarse en Jot Down y la razón por la que uno vuelve por aquí. ¡Gracias!

  5. javibaz

    Muy buen artículo. Felicidades.
    Recuerdo con entrañable afecto un volumen de Arthur Koestler titulado «Los Sonámbulos» del que se extrajo como libro autónomo el dedicado a Kepler.
    En un mundo cada día más sombrío en el que caminamos imparables hacia la extinción de los ecosistemas y la pujanza de los conflictos bélicos una figura como la de Kepler sigue siendo un rayo de esperanza.

  6. Alejandro Villarreal

    Como la mayoría de los artículos que hablan sobre la madre «bruja» de Kepler, se cuidan de mencionar que dicha persecución la hizo la iglesia luterana.

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