Peter O’Donnell no está de moda, por más aval que su antaño popularísima obra hubiera encontrado en Tarantino, quien homenajeó a la criatura O’Donnelliana más famosa, la agente secreta Modesty Blaise, en su celebérrima cinta Pulp Fiction (1994) y llegó a producir la terrible adaptación directa a DVD My Name is Modesty (2004). Las once novelas y dos compilaciones de cuentos protagonizadas por la heroína que inspiró el nacimiento de Emma Peel y Natasha Romanova no están comercializadas en versión digital y sus últimas reediciones físicas datan de hace veinte años. En España ninguna editorial las reedita desde hace décadas, aunque sí hubo el intento por lanzar toda la colección correspondiente en su medio original, la historieta, dentro de la incompleta Biblioteca Grandes del Cómic de Editorial Planeta en 2006.
Modesty Blaise, un personaje mítico en Reino Unido que no pudo conquistar el mainstream global debido al fallido tono paródico de su primera adaptación al cine (el frustrante largometraje homónimo dirigido en 1966 por Joseph Losey y protagonizado por Monica Vitti y Terence Stamp), es mucho más que una versión femenina de James Bond: ella se considera antes una mercenaria con cierta ética que un peón ciego y asesino al servicio del gobierno británico y su mirada al mundo resulta mucho más progresista y compasiva que la del agente 007 (y, por ende, que la de Ian Fleming). En resumidas cuentas, Modesty es más inteligente que Bond. Y eso dice mucho en favor de Peter O’Donnell: se trata de un autor adelantado a su tiempo y a sus contemporáneos, al menos al tiempo del pulp preeminente en la década de los 60. El guionista de cómics y escritor londinense propuso una justiciera promiscua, que usa y descarta a los hombres entre misión y misión, pero con una sensibilidad impensable en la historieta/literatura de evasión de la época, no solo porque su humanidad traspasa la barrera de los nacionalismos, sino porque su actitud de mujer liberada no supone una mera excusa para poner cachondos a los lectores masculinos, como tantas otras heroínas coetáneas en manos de fabuladores varones: Peter O’Donnell nunca la rebaja a ser un instrumento de excitación para machos reprimidos. La naturalidad con que pasea sus desnudos no gana en asiduidad ni morbo a los de su compañero de andanzas, el lanzador de cuchillos Willie Garvin, concebido con los rasgos de Michael Caine en su etapa más apolínea.
Y por eso la trayectoria de Peter O’Donnell atesora un doble mérito artístico y social: no solamente creó al más importante icono femenino del subgénero de espionaje en cómic y literatura del siglo XX, subgénero eminentemente dirigido a hombres heterosexuales cuyo segmento inflexible de fans él supo aumentar con su amplitud de miras y extraordinaria habilidad para apelar a otros gustos y psicologías; encima conquistó un difícil mercado, denostado por su mismo gremio, al disfrazarse de «escritora de novelas románticas» para un público masivo de lectoras. Y, bajo esa máscara de gran dama del gótico sentimental, mantuvo engañados sobre su verdadera personalidad al mundo y a su editor principal por más de veinte años…
Un cross dresser del ocio escapista
Hijo de periodista, el longevo Peter O’Donnell (1920-2010) empezó a escribir profesionalmente a los 16 años. La II Guerra Mundial lo pilló a la edad (in)justa y durante el conflicto bélico sirvió en el frente como suboficial operativo de radio, viajando primero a Irán (donde se toparía con una harapienta y famélica niña de seis años que décadas más tarde le serviría de inspiración para trazar el cruel origen de Modesty Blaise) y seguidamente Siria, Egipto, Italia y, al fin, Grecia. Tras contribuir a la derrota del nazismo, volvió a la vida civil para centrarse en guionizar tiras de cómic: suya fue la adaptación a historieta de la primera novela de James Bond, Dr. No, para el diario Daily Express, entre otras ficciones viñetadas. Desde 1956 se ocuparía en el mismo diario, y durante siete años seguidos, de la tira Romeo Brown, comedia picarona centrada en los casos de un detective que siempre termina embrollado entre las ligas y enaguas de señoritas ligeras de ropa, con ese erotismo carrinclón y tan inglés basado en la lencería antes que en la piel, a lo Benny Hill: fue mi primera experiencia infantil con la sensualidad gráfica y la primera vez que me topé con el término «jarretera», concretamente en el episodio «Las jarreteras de la emperatriz», aventura publicada en castellano por la revista española Super Blue Jeans (Editorial Nueva Frontera) hacia finales de los 70.
O’Donnell tenía forzosamente que cumplir una cuota de epidermis femenina en todos los guiones de Romeo Brown, pero al menos la experiencia le sirvió para conocer al magnífico dibujante con quien crearía su personaje más célebre: el también londinense Jim Holdaway sería el primero en dar forma visual a Modesty Blaise con el debut de la tira en 1963 dentro de las páginas del diario The Evening Standard. El planteamiento de las hazañas de Modesty y su fiel escudero Willie Garvin rompió todos los moldes debido a la relación de amistad leal establecida por esta pareja mixta de bellos aventureros. Entre ellos no había tensión sexual alguna y su vínculo se basaba exclusivamente en la total adoración y sumisión a la protagonista por parte de su ayudante masculino, lo nunca visto (o leído) hasta entonces en el pulp adulto. Su autor llegó a asegurar que dicha relación «era mucho mejor entendida por las mujeres que por los hombres, como he podido deducir de las cartas que recibo con comentarios sobre mis libros».
El temprano éxito de Modesty Blaise garantizó la continuidad del cómic, pero Holdaway murió sobre su mesa de dibujo de un prematuro infarto a la edad de cuarenta y dos años. Le sustituiría el barcelonés Enric Badia i Romero, finalmente casi más querido en Europa como artista emblemático de la tira, por diseñar a una Modesty más abiertamente seductora y carnal, así como captar mejor las corrientes vigentes de la moda femenina. De 1965 a 1996 O’Donnell tradujo a la literatura las peripecias de su heroína, descritas por el reputado escritor y bondófilo Kingsley Amis como «incesantemente fascinantes» en una carta personal al autor, en la que también lo felicitaba calurosamente y aseguraba que su esposa era asimismo otra ferviente admiradora de Modesty. La tira oficial se prolongaría hasta 2001, siempre con guiones de O’Donnell, concluyendo en un memorable desenlace inmortalizado por el propio Badia Romero.
Pero Modesty Blaise no fue la única mujer en la carrera de O’Donnell.
Madeleine Brent, con M y B de Modesty Blaise
En 1969, el editor británico Ernest Hecht planteó a O’Donnell todo un reto: ¿por qué no escribir para su sello Souvenir Press una novela romántica bajo un pseudónimo femenino? Ese era el otro gran mercado de la literatura popular y la historieta escapista, la «ficción para chicas». Aunque inicialmente se mostrara reticente, O’Donnell probó a redactar cuatro extensos capítulos de una posible trama situada a caballo entre unas romantizadas Inglaterra e Italia de 1910. La reacción no se hizo esperar y un editor estadounidense compró entusiasmado los derechos: Tregaron’s Daughter terminó siendo un éxito tanto en los EE. U.U. como en Europa. Y así nació la escritora Madeleine Brent, bajo las mismas iniciales de su querida Modesty.
De hecho, y ello indica el auge de un subgénero íntimamente ligado asimismo a las fotonovelas de la época, esa primera novela de Madeleine Brent se publicaría el mismo año que debutó Patty’s World, nuestra legendaria Esther y su mundo, serie de cómic también ideada para el mercado anglosajón, dibujada por la añorada artista catalana Purita Campos y guionizada por otro señor británico, Philip Douglas, quien sí firmaría con su auténtico nombre dichas incursiones en el terreno romántico. El de Madeleine Brent fue otro éxito inmediato: en el período de 1971 a 1986, O’Donnell alumbraría bajo ese nom de plume un total de nueve novelas, prácticamente un volumen cada dos años, logrando mantener su identidad real oculta en los once países en que apareció su obra. Ni siquiera se molestó en forjar una falsa biografía o difundir un falso retrato: para qué, ¡no existía internet! Y el género romántico era absolutamente despreciado por la prensa «seria» y los círculos literarios «dignos»…
No obstante, el reconocimiento gremial que no obtuvo Modesty Blaise sí lo cosechó la igualmente ficticia Madeleine Brent: su cuarta novela, Merlin’s Keep (1977), ganaría en 1978 el RONA, Premio a la Novela Romántica del Año otorgado por la Asociación de Novelistas Románticas (Romantic Novelists’ Association). Dicho galardón anual existe desde 1966 y hasta entonces siempre había sido concedido sin excepción a escritoras, aun cuando sus bases jamás lo han circunscrito al género femenino. Lo cual quiere decir que esta distinción a «la mejor ficción romántica» nunca ha prohibido la nominación a autores masculinos. Sin embargo, el único hombre ganador (y dos veces nominado) en medio siglo ha sido O’Donnell. Y ello con el subterfugio de una falsa identidad femenina… Finalmente, en 2018, según informa el ensayo Women’s Periodicals and Print Culture in Britain, 1940s—2000s (Edinburgh University Press Ltd., 2020), dos varones ganarían el RONA a cara descubierta y bajo sus propios nombres, por primera vez en los cincuenta y siete años de historia del premio.
Ese editor estadounidense que apostó desde el primer borrador por la calidad de Madeleine Brent estuvo más de veinte años confiado en que REALMENTE publicaba a una autora. Sus cartas profesionales, tal como se precisa en la web alemana especializada en el universo creativo de O’Donnell) comenzaban invariablemente con el encabezamiento «Querida Madeleine», mientras su destinatario se veía obligado a pedirle a su esposa que firmara cada misiva mecanografiada de respuesta…
Mujeres independientes, fuertes y valientes
No aplicaremos el calificativo tan de moda —y que ha terminado siendo sobreexplotado en muchos casos con el mero fin de vender libros y justificar artículos— para describir a las heroínas de Madeleine Brent: digamos simplemente que podrían ser descritas, con la contextualización que se requiera, como mujeres independientes, fuertes y valientes, que viven y cuentan sus aventuras en sus propios términos y en primera persona. Su influencia real en miles de lectoras a lo largo de los años ha sido tal que la columnista y especialista en cómics Kristy Valenti aseguró en 2008, dentro de su columna Uncharted Territory, que el público más fiel de toda la ficción de O’Donnell lo conformaba una mayoría de mujeres y especialmente de mujeres jóvenes, gracias tanto a la saga Modesty Blaise como a sus novelas románticas.
Obviamente, estas últimas cuentan con todos los clichés valorados por millones de aficionadas dentro de las corrientes más comunes del melodrama y el romance rosa: en Tregaron’s Daughter, por ejemplo, su protagonista Cadi Tregaron es una huérfana pobre pero voluntariosa y con sumo ingenio, enfrentada a una posible herencia y origen nobiliarios y a todos los tópicos que enriquecen una trama atractiva en el código gótico y amoroso, a medio camino entre la Rebeca de Daphne du Maurier y los hombres misteriosos de Corín Tellado. Así, asistiremos a sueños premonitorios, visitaremos grandes mansiones victorianas y palacios venecianos, conoceremos a padrastros cariñosos y a vulnerables hermanastras, nos expondremos a enigmáticos galanes que podrían ser villanos para despertar en los ojos lectores esa curiosidad sensual que siempre estimula la noción del mal y el peligro, cabalgaremos a lomos de caballos desbocados y sostendremos en nuestras manos plebeyas las joyas más valiosas… En fin, todo el catálogo Harlequin en una sola peripecia.
Y sin embargo, las heroínas de Brent/O’Donnell son mucho más modernas y feministas que las de Tellado. Hasta el mentor de Cadi no por paternalista es menos consciente del machismo social de 1910 y, al contrario de la norma establecida por el mal ejemplo tradicional, anima a su protegida de diecinueve años a volar por su cuenta. «Sí, ahora mismo en Londres y en muchas grandes ciudades, ya hay mujeres jóvenes trabajando como recepcionistas, mecanógrafas, secretarias privadas y en el comercio al por menor, por no mencionar la práctica de la medicina, el periodismo y similares. Creo que hay una por cada tres recepcionistas varones y la proporción sigue creciendo. (…) Puedes ver por ti misma que el viejo orden está cambiando. Esas damiselas viajan sin escolta y trabajan codo con codo con los hombres. En lo que a mí respecta, creo que es algo positivo, un desarrollo natural y saludable. Me temo que tu sexo ha sufrido demasiado la dominación por parte del mío durante los últimos mil años». No olvidemos que la novela está concebida sesenta años más tarde de la década descrita, lo cual nos ratifica en la impresión de que Peter O’Donnell, al fin y al cabo una persona de mundo, se sentía muy a gusto con los avances logrados por el movimiento de la liberación de las mujeres desde finales de los 60.
Por su parte, la adolescente Cadi reflexiona así sobre tales cuestiones: «Yo era consciente de que la mayoría de los hombres de su generación detestaban eso que consideraban un comportamiento impropio y una peligrosa libertad por parte de las jovencitas modernas, pero el señor Morton era por encima de todo un hombre justo y considerado, sin prejuicios. Una vez oí que le decía al coronel Rodsley “ciertamente concuerdo con usted en que las mujeres no son iguales a los hombres, coronel. Pero los hombres tampoco son iguales a las mujeres. Simplemente, se trata de dos clases de criaturas completamente distintas, gracias a Dios, y no resultan comparables. Pero que una deba estar subordinada a la otra ante los ojos de la ley supone una injusticia que espero ver rectificada antes de mi muerte”».
¿Hay condescendencia masculina detrás de tal posicionamiento? Claro que sí, pero tampoco olvidemos que este texto tiene más de medio siglo de antigüedad y, sobre todo, que nada obligaba a O’Donnell a adoptar el progresismo como enfoque para un público ávido de ensoñaciones aristocráticas, bodas perfectas y amores eternos, y cuando tantos otros colegas seguían cómodamente apoltronados en sus estrechas miras sexistas y tradicionalistas a la hora de confeccionar sus ficciones pulp. En esa misma época, la mentada Corín Tellado (mito fascinante en sí mismo y con sus propios méritos profesionales) vendía millones de novelas en todo el mundo hispano, estableciendo como deseable modelo de imitación a unas heroínas beatas y sumisas al matrimonio. Ambos autores llegaron a infinidad de lectoras, pero Brent/O’Donnell las animaba a emanciparse.
El secreto de la identidad bajo la marca Madeleine Brent perduró veinte años. Finalmente, en 1991, Peter O’Donnell salió del armario como toda una Tootsie de las letras, en una exclusiva para la revista USA Romantic Times, cuando ya había renunciado a seguir cultivando el género.
¿No os parece de lo más romántico?
No tengo el recuerdo desde la última vez que la vi hace pocos años, de que la película de Losey estuviera frustrada ni tampoco de que el sensacional tono paródico fuera fallido, antes al contrario, me pareció en su momento (1966) algo con mucha clase y que junto a «Qué noche la de aquel día» (1964) y «Casino Royale» (1967) representaban el aire de los sesenta en la cultura popular como pocos lograron. Monica Vitti y Terence Stamp, soberbios y Dirk Bogarde, Harry Andrews, etcétera, etcétera… ¡Ah, y la música de John Dankworth!
Pingback: Jot Down News #9 2024 - Jot Down Cultural Magazine