En el siglo XV, los primeros humanistas que leyeron la República de Platón en el Occidente latino vieron allí «muchas doctrinas incompatibles con la moral». El historiador Leonardo Bruni llegó a escribir a un amigo, en 1441, que sería mejor que el diálogo no se tradujera ni se diera a conocer. A mediados del siglo XX, con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial, la intelectualidad europea creyó encontrar en la obra del filósofo ateniense el germen del totalitarismo. En los últimos años, en cambio, se ha querido ver en la República la idealización del primitivismo. Una comunidad en la que a nadie le falta el pan, pero en la que no pueden existir ni el conflicto ni el disenso, ni el progreso ni la crítica. En el diálogo se la identifica como polis de cerdos. Cada época tiene su propia distopía platónica: del hereje al nazi, y de ahí a otro con rasgos populistas. Pero ¿es viable esa imagen de un Platón nostálgico que añora aquel paraíso perdido? Aquí, un vuelo panorámico sobre algunas disputas historiográficas y sobre diferentes modos de imaginarse a la sociedad en el chiquero, antes y después de Platón.
El origen del Platón nazi
Hay que ponerse en el lugar de los que trataban de seguir haciendo filosofía, especialmente filosofía política, en medio de las dos guerras mundiales, mientras intentaban escapar del horror del Holocausto. Fue en ese momento cuando se consolidó la lectura de la República de Platón como cuna ideológica del totalitarismo. La primera elaboración de un régimen presentado como ideal, pero dirigido por guardianes (o vigilantes: phýlakes) con autoridad estatal plena para asegurar una férrea organización eugenésica de la comunidad. El gran diálogo platónico como semilla del ideario del cual tarde o temprano iba a germinar ese fruto catastrófico, totalitario y militarista que el mundo observaba estupefacto. Sobre todo el Occidente civilizado, ilustrado, educado en la filosofía de Grecia y en su herencia perdurable. La expresión acabada de esa tendencia interpretativa, y la más conocida, es la que Karl Popper expone en el primer volumen de La sociedad abierta y sus enemigos.
Popper ya se había exiliado en Nueva Zelanda cuando comenzó a escribir esta obra, en marzo de 1938, mientras Austria, su país natal, quedaba anexado al Reich. El proceso de escritura abarcó casi toda la Segunda Guerra hasta 1944, y, al año siguiente, el libro se publicó en Inglaterra. Buscando las raíces teóricas del totalitarismo, de la tragedia europea, que incluye al nazismo y al comunismo, se contraponen sociedades que promueven el progreso, la libre autodeterminación individual y el pensamiento crítico (abiertas), y otras apegadas a la tradición, de roles sociales fijos, cultoras del autoritarismo (cerradas). Inspiradores de esta última tipología son, a juicio de Popper, tanto Platón como Hegel y Marx.
En la primera parte, «El hechizo de Platón», Popper atribuye agudeza sociológica al filósofo de Atenas: de observar la infelicidad de los seres humanos y la crisis de los antiguos valores, erosionados por conflictos económicos y de clase, surge su propuesta de auténtica revolución, es decir, de regreso al pasado, a la tradición, a la antigua solidaridad. Hay que dejar de lado, por sus efectos corrosivos, el ideario materialista e individualista que instaló la polis democrática, y recuperar la comunidad primitiva, fraterna. Así, Popper exhibe una pintura en la que, combinando elementos de diálogos y épocas diversas, el rey filósofo se confunde con un anciano chamán que asegura el bienestar de la tribu por medio de una colectivización forzosa en la que los roles sociales quedan fijados de una vez para siempre.
Todo en la «sopa del totalitarismo»
Es cierto que, para cualquier lector de la República, la supuesta idealización del primitivismo resulta difícil de congeniar con la mirada burlona de Platón, en ese libro y en otros, a la comunidad primitiva como una polis «de cerdos». Por no hablar de la incongruencia entre el chamán y el esmerado énfasis platónico en la base estrictamente racional de la formación científica, teórica y práctica, que se exige al gobernante. En su exégesis de las fuentes filosófico-políticas de la debacle autoritaria, Popper formula dos acusaciones: historicismo e ingeniería social utópica. Pero en el afán de que ambas resulten aplicables tanto al pensamiento de Platón (siglo IV a. C.) como al de Hegel y Marx (siglo XIX) son inevitables los deslizamientos conceptuales y las torsiones retóricas, que —en el caso de la República— terminan mezclando élite dirigente y gobierno pastoral, autoctonía y racismo biológico, crítica de la mitología y misticismo acrítico. Todo en un «fárrago de argumentos, inmanejables desde el punto de vista histórico y teórico», como escribió tiempo atrás Mario Vegetti, uno de los más lúcidos estudiosos del pensamiento político de Platón y de la historia de su interpretación.
Defender a Platón de sí mismo
Como el de Platón, el hechizo de Popper resultó efectivo y duradero. La contundencia programática y la destreza argumental de La sociedad abierta… causaron primero perplejidad, luego irritación y cierto repliegue entre los especialistas en la filosofía platónica. Los llevó de hecho casi una década enhebrar una respuesta comprehensiva, y no porque faltara convicción. Ocurre que el método histórico-filológico, de apego a los textos, que se había consolidado desde comienzos del siglo XX entre los eruditos resultaba insuficiente para contrarrestar el «fárrago» de acusaciones que iban todas a caer «adentro de la sopa del totalitarismo» (la expresión es de Vegetti). Por otro lado, porque cualquier reparo de naturaleza especulativa parecía condenado a la irrelevancia —en el mejor de los casos— frente a la unanimidad apabullante de quien aparecía razonando en sintonía con los propósitos correctos y urgentes.
La primera respuesta, In defense of Plato, que R. B. Levinson publicó en 1953 —y que fue replicada con entusiasmo en un apéndice a la edición de 1959 de La sociedad abierta…—, marcó en parte el modo de aproximación a la cuestión. Ya no se trataba de auscultar el libro de Popper, algo que podría haber llamado la atención sobre algunos de sus rasgos problemáticos. Por ejemplo, la reiteración de algunos de los motivos más típicos de la lectura nacionalsocialista de Platón, elaborada en los años veinte y treinta por intelectuales orgánicos como Kurt Hildebrandt o Hans Günther. En cambio, la actitud que prevaleció en la crítica erudita fue intentar defender a Platón. De Popper y de sí mismo. Invitado en 2010 al simposio que la Sociedad Platónica dedicó íntegramente a la República, Vegetti mostró hasta qué punto las principales interpretaciones corrientes tratan de esquivar esa condena pero extendiendo sobre el conjunto del diálogo el manto de la ironía. O buscando entre los pliegues del texto a un Platón inesperadamente liberal. O invocando —sobre la huella de otros críticos de la lectura popperiana, como Eric Voegelin y Leo Strauss, ellos también exiliados del nazismo— el carácter impolítico o contrapolítico de todo el planteo. Despolitizar la República habría resultado insólito a Aristóteles y a los demás discípulos de Platón, a sus críticos y apologistas. Pero además impide evaluar el contenido del diálogo a la luz de su propio horizonte polémico: el de la Realpolitik de la Hélade antigua, con sus tiranías dinásticas, sus esclavos de guerra, sus aventuras democrático-imperialistas y sus coros de panegiristas.
Las tres ciudades de la República
Más allá de los matices y de las miradas en perspectiva que las ansiedades historiográficas de la posguerra no debían favorecer, lo cierto es que, en la República, Platón no proyecta uno sino tres modelos diferentes de polis, de las cuales solo la última, kallípolis, la ciudad noble, se erige como ideal regulativo. Ella es resultado de una extensa argumentación que comienza en el Libro II con un experimento mental. Imaginemos cómo se pudo haber formado la primera comunidad. ¿Qué es lo que lleva a los seres humanos a asociarse? Sócrates y sus interlocutores principales, Glaucón y Adimanto, coinciden en que es por necesidad y utilidad: para proveerse de alimento, abrigo y refugio. Labradores, constructores, tejedores y zapateros conforman una primitiva unidad en la que cada uno pone su módica competencia técnica al servicio del conjunto para beneficio de todos.
Básica, saludable y armónica: en la polis primitiva no hay disputas, ni estructura de poder, ni legislación, aunque muy pronto surge la necesidad de sumar algunos oficios. Carpinteros, herreros y artesanos que fabriquen las herramientas para la labranza, la construcción y la elaboración de indumentaria. Luego boyeros y pastores. Más tarde obreros asalariados, y moneda, para facilitar los intercambios. Finalmente comerciantes y transportistas. Así la primera polis está completa. Claro que la misma diversificación productiva que amplió esa primitiva unión impulsa ahora otros anhelos, necesidades nuevas, cada vez menos fundamentales. Aparecen ebanistas y peluqueros, bailarinas, rapsodas y pedagogos, decoradores y pasteleros. En esta segunda polis florecen el lujo y una avidez creciente, patológica, que malogra a la ciudad y la lleva a la guerra, porque la expansión territorial y económica se vuelve imperiosa. Este segundo modelo es el de la polis afiebrada, enferma, corrupta, que debe ser sanada. De las tres, la más parecida al presente. A ella sigue el tercer modelo: kallípolis, pensada como una organización en la que el mayor esfuerzo está puesto en la educación, sobre todo la de las élites, que tendrán como meta sanar al conjunto social de la injusticia reinante, tarea que en la República se proyecta al futuro, cuando el gobernante sea también filósofo. Algo difícil —se aclara— pero no imposible.
El discreto encanto del primitivismo
Me detengo en la primera comunidad porque en los últimos años, en el ámbito académico, las miradas se han vuelto hacia la primera comunidad. Sócrates describe a sus habitantes llenos de pureza ingenua: a ninguno le falta su plato de comida, su abrigo, un lugar donde dormir. Trabajan descalzos en verano y arropados en invierno, y celebran junto con sus hijos, cantando himnos a los dioses, comiendo panes y tortas de harina de trigo o cebada, echados sobre colchones de hojas. En este punto Glaucón interrumpe la descripción: «Parece que les das festines con pan seco». Sócrates acepta la provocación y agrega condimentos: que coman también «oliva, queso, cebolla, legumbres hervidas, garbanzos y habas, bayas de mirto, bellotas tostadas». Tal vez la mención de las bellotas, alimento típico del ganado porcino, hace estallar a Glaucón: «¡Si organizaras una polis de cerdos no les darías de comer otra cosa!». «¿Qué hay que hacer entonces?», pregunta Sócrates. «¡Lo habitual! —protesta Glaucón—: Que la gente se recueste en camas, para no sufrir dolores, y que coman sobre mesas manjares y postres como los que se dispone hoy en día!».
La polis primitiva es tan radical en su austeridad que reniega del confort tecnológico y hasta de las reglas más básicas de la urbanidad: comer sobre la mesa, como los griegos cultos en los simposios, y no en el piso, como las bestias. Con su reacción, Glaucón desafía la mansedumbre de quienes, teniendo sus necesidades cubiertas, viven una vida de cerdos: satisfechos, no tienen conflictos, pero tampoco civilización (los pedagogos, de hecho, son un lujo que llega con la polis afiebrada). Ni motivación ni estímulo para reflexionar. Sin discusión con otros acerca de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Sin filosofía.
Una utopía de socorros mutuos
En estudios recientes, destacados especialistas afirmaron que esta comunidad primitiva —y no la regida por guardianes filósofos— es la auténtica polis ideal de la República. Donald R. Morrison argumentó que, si bien kallípolis es mejor que cualquiera de las organizaciones políticas existentes, ella no deja de ser un plan b, mientras que la polis de cerdos satisface el parámetro de justicia establecido en el diálogo: en ella, cada uno hace estrictamente lo que le corresponde, ni más ni menos. En una línea análoga, Christopher Rowe propuso distinguir aquí al autor del personaje narrador: si Sócrates entiende que la polis de cerdos es «verdadera» y «sana», esa debe ser la que él (narrador) prefiere, pero no necesariamente la que Platón (el autor) prefiere. En cualquier caso —según Rowe—, kallípolis sigue siendo «menos verdadera» que la polis de cerdos, ya que esta última no está dividida en partes como aquella, que distingue trabajadores, guerreros, gobernantes.
Si bien no faltan aquí (me refiero al espacio acotado de los estudios especializados) las voces divergentes, el caso es interesante a la luz de las inclinaciones políticas del presente. Y de lo que esta zona del mundo ilustrado, guardián (¡!) de la tradición clásica, lee hoy en la República. Qué es lo que reivindica y qué es lo que permanece eclipsado. ¿El ideal de ciudad-Estado como «sociedad de socorros mutuos»? (La expresión es de Catherine McKeen). ¿La ilusión paternalista de un mundo feliz que va del trabajo al festival religioso, y del festival religioso al trabajo? ¿Una polis por fin sin grietas? En nota al pie en un trabajo de notable agudeza, Rachel Barney dice que fue Martha Nussbaum quien le llamó la atención sobre cierto paralelo entre la satisfacción garantizada de la polis de cerdos y las visiones cómicas de la glotonería del siglo de oro. Como las figuras pantagruélicas, los habitantes de la comunidad primitiva pueden saciar sus apetitos sin consecuencias negativas de ningún tipo. ¿Quién sería tan inoportuno de ponerse allí a disentir, o a filosofar?
La política como crítica literaria
Es bastante habitual en los diálogos que al llegar a una cuestión de tremenda importancia Platón se refugie en alguna ficción: una manera de sugerir sin decir y de pensar con otros, con la tradición y con el gusto literario de su audiencia. Un recurso sofisticado que los modos escolares de lidiar con la filosofía no siempre pueden valorar. En lo que hace a la polis de cerdos, pareciera haber allí también alguna referencia poética más cercana en el tiempo a Platón. Algunos han visto en la comunidad primitiva un eco de los cíclopes con los que se topa Ulises en la Odisea, metáfora política que recogen otros contemporáneos: Antístenes, que entonces era el más célebre del grupo socrático, y Aristóteles, el mejor discípulo de Platón. A mí me parece que aquí gravita otro relato fantástico de Homero: el de la accidentada comunidad de cerdos que forman los compañeros de Ulises, hechizados por Circe y convertidos en animales. Hay varios elementos comunes entre el cuento de Sócrates y el del canto décimo de la Odisea, aunque la imagen homérica es más extrema, ya que allí los hombres-cerdo conservan su mente, y, aun con todos sus apetitos cubiertos, lloran, añorando su naturaleza humana perdida mientras Circe les arroja bellotas al chiquero. Ellos no tuvieron clase de filosofía ni leyeron la República pero entienden que, aunque tal vez no ideal, era preferible ser humanos que ser cerdos.
¿Y cuál sería la enseñanza que se quiere obtener de los cerdos y de la leyenda homérica? Bueno, sobre la idealización del primitivismo y de los gobernantes que pastorean su rebaño sin discordia no se extiende la República, pero en un diálogo de la vejez, el Político, esa posibilidad es descartada: ni los males de la polis se resuelven atrasando el reloj de la historia ni los seres humanos viven más felices en el igualitarismo de la ignorancia.
En cuanto al episodio de la Odisea, se sabe, tiene un final feliz: los hombres convertidos en cerdos se salvan con la ayuda providencial de Hermes y gracias a las dotes amatorias de Ulises, que en la cama persuade a Circe de conjurar el hechizo. Los cerdos imaginarios de la República, en cambio, están destinados a seguir el razonamiento de Sócrates, o a buscar otro mejor para encontrar una salida política a sus problemas. Un héroe capaz de persuadir con buenos argumentos antes que haciendo gala de su virilidad. La metáfora encuentra allí un límite. A Platón, al parecer, no le convencían del todo las soluciones mesiánicas ni el líder fanfarrón.
Pingback: Inshallah: el islam bajo la mirada de Occidente - Jot Down Cultural Magazine