Un hombre y una niña recorren en silencio un paisaje campestre dentro de un auto. Él va al volante. Ella, recostada en el asiento de atrás, deshace sus trenzas, mira por la ventanilla, se pregunta qué la espera allá, adonde su padre la lleva. Así empieza el relato por el que conoceremos la historia de una niña que pasará una temporada con unos familiares lejanos y desconocidos. Una niña silenciosa. Una niña que, sin embargo, es la voz que cuenta su propia historia en Tres luces, la novela de Claire Keegan que en 2022 fue llevada al cine por su coterráneo Colm Bairéad. Fue el director de cine quien calificó al personaje central no solo mostrándola acostada entre la hierba, escondida mientras en su populosa casa la buscaban una mañana, al margen de la comunidad de niños en la escuela u hostigada por sus hermanas mayores, sino también con el título que elige para la película: The Quiet Girl (en lugar de Foster, la palabra con la que se titula la novela en su versión original: Adoptada).
En Argentina, el título de la película no se tradujo. Se anunciaba en las carteleras en inglés —a pesar de que la película tiene la singularidad de haber sido rodada en gaélico, la lengua irlandesa que, aunque se enseña obligatoriamente en las escuelas, forma parte de la lista de lenguas en peligro que confeccionó Naciones Unidas—, algo que es poco frecuente. Como si no se supiera bien cómo traducir un sintagma tan sencillo, producido en una lengua en la que estamos tan acostumbrados a traducir al español, sobre todo en el cine. Como si no se pudiera terminar de captar el sentido de ese adjetivo —quiet— que pareciera estar diciendo algo que al mismo tiempo esconde, que al mismo tiempo calla. ¿Qué significa una niña quiet? ¿Es una niña tranquila? ¿Una niña silenciosa? ¿Tal vez reservada? ¿Callada? La lista de posibilidades sigue. No es infinita pero es larga, algo a lo que estamos poco acostumbrados quienes hablamos español. Sencilla, escondida, calma, descansada son solo algunas de esas otras posibilidades que, unas más que otras, parecen de algún modo sentarle a esta niña desde cuyos ojos vemos la historia, aunque no podemos saber si elegiría alguno de estos sentidos para nombrarse.
Ni en la película ni en la novela Cáit se nombra a sí misma —de hecho, el nombre es algo que aparece en la versión fílmica, no sabemos el nombre de la narradora de la novela—, tampoco se califica. Muestra, cuenta, ve y con ella vemos, pero no parece estar interesada en ella misma. Como pasa con los buenos cronistas, con las buenas crónicas, importa más el punto de vista que el yo que enuncia. Y es a través de ese punto de vista que podemos conocer a ese yo enunciador mucho mejor, mucho más íntimamente. Es a partir del modo en que Cáit mira el mundo que llegamos a conocerla y, en ese recorrido, a vivir con ella eso que ella vive mientras mira, mientras muestra. Por eso también sorprende el título de la película, porque seguramente no es el que hubiera puesto la protagonista y narradora de la historia, ya que esa voz no habla de sí misma de modo explícito. Habla de lo que ve, de lo que vive y en ese relato es que se muestra. Tal vez por eso el título de la novela en español —Tres luces, en referencia a algo que, precisamente, Cáit ve una noche, ya en la casa que la albergará durante ese verano y en compañía de uno de los adultos con los que convive— parece más ajustado no en el sentido temático de la historia, sino en términos enunciativos. Es fácil imaginar a la pequeña Cáit nombrando a la historia que cuenta, a su historia, en referencia a esa vivencia singular de una noche, de esa noche y en esa compañía.
Este modo particular de contar, a través de los ojos y de la sensibilidad de uno de los personajes que, sin saberlo, se cuenta más de lo que cuenta, se cuenta al contar, también se encuentra en las palabras de la autora de la novela cuando habla de su escritura. Claire Keegan ha dicho hace poco: «Yo escribo ficción, algo que para mí siempre tiene que ver con la verdad: la verdad de estar vivos, de ser seres humanos. Y lo que los seres humanos se hacen los unos a los otros. No me interesa escribir sobre mi propia experiencia. Prefiero dejar correr mi imaginación y que ella se despliegue sobre lo que sí estoy interesada».
Dos relatos para una misma historia
La escena con la que inicia la novela —padre e hija en el auto, camino a la casa de los primos que recibirán a la niña por un tiempo aún incierto para ella— está un poco demorada en la película, que elige empezar el relato en un escenario fijo: el campo donde la niña vive con su familia, en una casa precaria, ruidosa, con adultos distraídos o subsumidos en mundos que dejan a los niños a su libre albedrío. Nadie parece mirar ni atender a Cáit más que para reprenderla, quejarse o, en el caso de las hermanas, mofarse de ella. La niña, lo entendemos rápidamente, no huye a esconderse sin responder al llamado de sus hermanas por traviesa, sino como un modo de autopreservación.
Y es que de eso justamente habla la historia, de un tiempo central en la vida de esta niña, de un tiempo iniciático en el que irá descubriendo de a poco y silenciosamente que los vínculos, las familias, los adultos e incluso el dolor y los sinsabores de la vida no tienen una única cara, no tienen un único modo de tomar forma y que el amor puede tener también, y quizá sobre todo, el modo del cuidado. Tempranamente la pequeña Cáit lo intuye. «Estoy en un punto en el que no puedo ser la que siempre soy ni convertirme en la que podría ser», escribe.
Esto que Cáit irá descubriendo de a poco, con el pasar de los días, los espectadores —más aún que los lectores— lo advertimos en la película sin demoras. La niña no baja del auto. Observa escondida, tal como está acostumbrada, cómo su padre conversa con el hombre de la casa a la que llegan en un diálogo no exento de tensión. Observa agazapada ese lugar en el que va a vivir, una casa de campo grande y sólida, cuando aparece la mujer. Alta. Flaca. Prolija. Limpia. El cabello recogido en un rodete algo desordenado. La cara despejada y calma. Lleva pantalones anchos y una camisa que destaca su figura espigada. Se acerca al auto y se agacha para invitarla a salir. El cuerpo pequeño y frágil de Cáit baja y se queda como refugiado contra la puerta abierta del auto. Si se mira el fotograma y no la película, no se sabría si acaba de bajar o está por subir para irse. A diferencia del rostro sonriente y claro de la mujer, el pelo largo y suelto de Cáit, a quien vimos desarmar su trenza durante el viaje, le tapa la mitad de la cara. La niña lleva un vestido descolorido. Intuimos que alguna vez fue lindo. Tiene las piernas al descubierto y junta las manos en un gesto de indefensión. La mujer demora en erguirse, le habla frente a frente, con dulzura, a la altura de los ojos de la niña en el primero de muchos gestos amorosos: el pequeño gran gesto de poner los propios ojos a la altura de los ojos de a quien le habla.
El tacto, el amor, los cuidados
Hay muchos otros gestos visuales que involucran al cuerpo y que se ven a lo largo del filme: la calma y el disfrute con los que la mujer cepilla el pelo de la niña, el gesto casi imperceptible con el que esconde la sorpresa por la cama mojada la primera mañana —de pronto, en el discurso de la mujer, ese hallazgo húmedo se vuelve una falla de la adulta que la abrigó demasiado en un día no tan frío—, la ternura con la que la sostiene del brazo mientras la niña bebe agua fresca agachada en el borde del pozo del que le advierte, es profundo y, por tanto, peligroso, el modo en el que la lleva de la mano. El hombre de la casa en la película demora más que en la novela, pero lentamente también la va adoptando, y con el paso de los días sus cuerpos también se acercan: la lleva de la mano, la alza en brazos.
Otros indicios marcan la integración de Cáit a la rutina de la pareja: la mujer la hace parte de ciertas tareas en la cocina, van juntas a buscar agua al pozo; el hombre la lleva con él a algunas de sus tareas de campo, juega con ella cuando descubre que es veloz y la desafía a correr cada día más rápido para buscar el correo.
Tal vez la escena más conmovedora del relato sea la de la noche después de que una vecina le revelara a Cáit el dolor que carga el matrimonio en un gesto de indolencia absoluta por la sensibilidad de la niña, más parecido al de su familia de origen que a los cuidados amorosos a los que se está acostumbrando allí. En esa escena del después, el hombre la lleva a la playa durante la noche. La lleva de la mano como nunca lo hizo su padre, corren, se ríen, juegan a escaparse de las olas y más tarde él la carga sobre los hombros ya con el mar mojándoles los pies. Pero no todo es cuerpo ni gesto ni silencio. Kinsella —tal es el apellido del matrimonio— le pone palabra cuando es necesario. Esa noche, casi como quien no quiere la cosa, casi como sin darse cuenta de lo que hace, le pone palabra a la indiscreción de la vecina, intenta hacer inteligible para ella lo que pasó y es entonces que, de pronto, dos luces que titilaban en el horizonte cuando llegaron a la playa, al empezar a hacer el camino inverso y volverse un momento a mirar el mismo horizonte que los había recibido, se convirtieron en tres. «Mira, ahora hay tres luces allí donde antes había dos —le dice el hombre, e insiste—: ¿la ves?». Y ella la ve. Solo sabemos eso, que la ve y que se lo dice y que él, entonces, la abraza como si fuera su hija. Esa constelación formada por dos luces, en algún momento del tiempo, en algún momento de esa noche, se convirtió en un triángulo, en una verdadera comunidad.
El silencio como motivo
Otro gran tema de la historia es el silencio y toda la polisemia que supone: los personajes hablan poco, ella y los Kinsella. Los otros hablan mucho, demasiado, de más. Las hermanas que le gritan buscándola, la madre que suspira entre preocupada y cansada del trabajo que le da esta hija, el padre que le habla para avergonzarla, la vecina que cuenta una infidencia. El ruido es de alrededor. En ellos tres, en cambio, hay mucho silencio y por eso, tal vez, cada palabra cuenta: las cariñosas de la mujer, las explicaciones del hombre, el comentario de Kinsella sobre hablar demasiado, el comentario sobre los secretos de la mujer, el título de la película.
«No tienes que decir nada —dice—. Recuerda siempre que no hay que hablar de más. Muchos hombres han perdido mucho solo por haber dejado pasar una oportunidad perfecta de callarse». «En esta casa no hay secretos […]. Donde hay secretos —dice— hay vergüenza, y la vergüenza es algo de lo que podemos prescindir». Así, con estas dos frases, Mr. y Mrs. Kinsella, respectivamente, cumplen en parte ese rito que celebra cada padre, cada madre, tantas veces sin siquiera imaginarlo, el rito del legado. A tal punto le legan estos tesoros a la niña que lo último que veremos en la pantalla y en la página final del libro son dos cuerpos filial y amorosamente tramados.
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