Tras lanzar una mirada al rearme nacionalista de la cinematografía británica, completamos este informe con un repaso a la industria de cine propagandístico estadounidense, muy ensombrecida en la actualidad por la rusa y la china, a las que también echamos una ojeada…
American guay of life
¿Y qué hace Hollywood para contrarrestar o sumarse a la profusión de cantos patrióticos en el cine de hoy?
Pues están por lo mismo. Siguen metiendo la bandera donde pueden, como siempre, entre latas de Coca Cola y portátiles de Apple. (Ojo, los franceses también: chocante esa bandera tricolor —¡en los Balcanes españoles estas cosas no pasan!— ondeando orgullosa al final de un filme supuestamente irreverente como El emperador de París (L’Empereur de Paris, 2018, de Jean-François Richet), tropegésima visión de la vida del criminal devenido policía François Vidocq.
Los elementos más novedosos de avance humanista en Hollywood son una decidida apuesta por una mayor representatividad de etnias e identidades sexuales en sus películas: véase por ejemplo el formidable corpus que está configurando el cine de terror USA desde la perspectiva de cineastas negros como Jordan Peele y Nia DaCosta o el dúo mixto Bush Renz.
Pero en cuanto a su corpus ideológico de fondo, los Estados Unidos son los que van más despistados en el plano internacional. En las últimas décadas su cine había adoptado cierta discreción y trasfondo antibélico, producto de la crisis de autopercepción causada por la derrota en la guerra de Vietnam: lejos quedaban los tiempos convencidos de un Robert Mitchum ordenando sin pestañear que se masacraran a decenas de civiles coreanos utilizados por el enemigo como escudos humanos en Corea, hora cero (One minute to Zero, 1952, de Tay Garnett). En los 80, era Reagan mediante, brotó un nuevo sarpullido imperialista con la reconversión del exjipi Rambo a fallero mayor en clave «aquí te pillo, aquí te ametrallo», pero con el nuevo siglo se recuperó la tónica de una política despótica más solapada o de baja intensidad, a menudo autocrítica según el patrón liberal, salvo alguna típica pajarada patriotera de Mel Gibson (su ridícula fantasía cristiana Hasta el último hombre —Hacksaw Ridge—, 2016) o aquella hagiografía hortera de un asesino en uniforme pergeñada por Clint Eastwood (El francotirador —American Sniper—, 2014). Pero el Hollywood con mayor fanfarria y más fanfarrón regresa hoy empecinado en revivir ancianos con tics de cine antiguo: esos ostentosos 80 volvieron con el peliculón de lo trivial Top Gun Maverick y el paisanín Tom Cruise. No tuvo esa suerte Kelly McGillis, que de madura interesante para un retoño ambicioso también en la cama ha pasado a ser una vieja sin lugar posible en la tecnología punta del reino plástico topganero, siendo sacada con cajas destempladas por la puerta de atrás y arrojada sin consideración al desguace, mientras el héroe gringo se defiende de los adversarios (suponemos) iraníes a los mandos de un avión menos obsoleto, parece, que su primer interés amoroso: hasta el F-14 puede ser reciclado para aportar algo útil al universo Top Gun, pero una señora mayor no corre esa misma suerte. Vaya con los patriotas modernos.
Intrigante, por otro lado, el empeño en que nunca veamos quiénes son los antagonistas de los pilotos usacas, supuestamente para no poner el foco en ningún conflicto concreto ni el peso en la política internacional o una propaganda nacionalista directa; de rebote, sin embargo, el recurso detona dos efectos de percepción, tal vez involuntarios: uno, la cosificación del enemigo, al que nunca humanizamos porque nunca lo percibimos encarnado en personas, sino únicamente como maniquíes uniformados y enmascarados; dos, la sensación global de que en realidad ese enemigo NO EXISTE y todo es una «película» que los yanquis se montan en su cabeza para seguir jugando a la guerra: ya sabemos que son como niños. Y como entre ellos no muere ni uno solo, ¿qué importa que sí mueran esos muñecos que tienen enfrente?
Ellos creen en su mundo infantil… y así se construyen los imperios.
Y los años 30-40 de los seriales de aventuras, pasados de nuevo por la reinterpretación ochentera, volvieron también con Indiana Jones, quien nos hace recordar que no todo el cine de antaño era bueno: la simplicidad de sus tics formales (personajes inexistentes, puñetazos rotundos) contagia los diálogos y su máxima expresión ideológica es ese «Nazi. Odio a estos tíos» que permea todo este Indiana Jones y el dial del destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, 2023) de James Mangold, filme que empieza y termina revestido de vacío, constituido en recurso facilón para mirar a otro lado de la realidad contemporánea: obviamente estamos ante una película escapista «de época», pero las buenas películas de época, por más de evasión que se presuman, son las que reflejan los conflictos eternos también presentes en las épocas en que fueron rodadas y en cuyas entrañas encontramos eco a nuestras angustias y preocupaciones de hoy. Pues en el último Indiana Jones no: en plenos años 60 volvamos a machacar a los alemanes, el tentetieso de siempre para la autojustificación ya gastada hace décadas del American Way of Life. Mira que tenían cerca al Ku Klux Klan y los movimientos civiles para montar una buena aventura en casa contra sus propios nazis ensabanados cuyos herederos ahora nos asedian, en los USA y España, a cara descubierta…
Por cierto: curiosamente, si la mejor entrega de la saga spielbergiana (la segunda) ya era acusada de racista, esta reincide aún más si cabe en su estereotipación deleznable de otras etnias y naciones; y si en los tebeos de Indiana, las calles de Barcelona estaban pobladas de siesteros y trileros mexicanos con sarape y sombrero charro, parece que según este ¿definitivo? colofón en celuloide, un adulto marroquí tiene que ser maltratador por fuerza y un niño marroquí te roba seguro a la que te despistes. ¡Chúpate esa, «antinazi»!
La guinda la pone un Banderas a media asta.
Y entretanto, las demás cinematografías poderosas abrazan el rearme ideológico más alarmante…
Consumismo comunista: la imagen con sangre entra
Aunque en el cine ruso reside la génesis del actual estado de cosas y sus promotores han sido los primeros en apostar por un renovado nacionalismo impúdicamente jingoísta, trataré de no detenerme en exceso ni cargar las tintas sobre dicha cinematografía, debido al pánico que me provoca su actual dirigente, Vladímir Putin: contemplando la impresionante batería de cine bélico que ha alentado y sufragado desde hace década y media, decidí hacer las maletas y largarme lejos de Europa, con el convencimiento de que prefería morir de un inminente terremoto en Lima que de un futuro bombardeo en Barna.
La estrategia de este aluvión oficial de cine «de guerra» se basa sobre todo en destacar el papel soviético en la II Guerra Mundial como elemento indispensable para derrotar al nazismo y contrapesar así el «bombardeo» populista tan clásico de Hollywood y su rasero tan parcial. Esa relectura patriótica rusa será puesta en práctica a través de la recreación de varios episodios factuales, fabulados de modo más o menos estricto, en cintas de alto presupuesto y sólida narrativa, poniendo el acento en la heroicidad colectiva, a ser posible tanto de la población militar como la civil: es el caso de la dignísima Stalingrado (Stalingrad¸ 2013) de Fedor Bondarchuk, uno de los frutos más tempranos de esta política cultural y apañada crónica sobre la resistencia de los volgogradenses al interminable cerco alemán.
Así, nos brindan fabricadas a destajo odas al pueblo ruso que no se rinde, como la mencionada Stalingrado o La fortaleza Brest (Brestskaya krepost, 2010) de Aleksandr Kott; o a sus sacrificadas mujeres, ya sea como grupo en A zori zdes tikhie… (2015) de Renat Davyetlarov o como retrato individualizado en La batalla por Sebastopol (Bitva za Sevastopol, 2015) de Sergey Mokritskiy, un bello biopic sobre una extraordinaria asesina de élite, la francotiradora Liudmila «Liuda» Pavlichenko; podemos asistir asimismo a batallas cruentas, como la escenificada en 1942: la gran ofensiva (Rzhev, 2019), de Igor Kopylov; o a misiones suicidas, como en La última frontera (Podolskiye kursanty, 2020) de Vadim Shmelyov.
También contamos con hazañas protagonizadas por las propias armas de guerra, como la hagiografía del inventor del rifle soviético más famoso de todos los tiempos en AK-47 (Kalashnikov, 2020), de Konstantin Buslov. Los célebres tanques T-34 son asimismo las estrellas incontestables en varios títulos: entre ellos, Tigre blanco (Belyy tigr, 2012), de Karen Shakhnazarov, Héroes de acero (T-34, 2018), de Aleksey Sidorov y Tanques para Stalin (Tanki, 2018) de Kim Druzhinin, comedia que relata el recorrido de dos prototipos de T-34 en su accidentada carrera por llegar a tiempo a una inspección del camarada Iósif Stalin. Quien por cierto hace una aparición estelar al final de la película, profusa en chistes excepto en ese tramo. No es para menos: quién va a atreverse a hacer una gracieta frente al responsable de haber matado de seis a nueve millones de personas. ¡Cualquiera osa reírse en sus narices! Por otro lado, esas libertades y licencias artísticas se pueden pagar caras según quien asuma el poder. Arriesgarse a que Stalin protagonice un chiste podría terminar costándole la cabeza al director…
Seamos sinceros: esta reescritura de la historia rezuma propaganda por los cuatro costados, pero no se diferencia en demasía de la que exuda desde hace ocho décadas el cine de Hollywood: solo que nuestra pituitaria ya está entumecida de tanta caca rebozada en Chanel 5. Lo que da miedo es no solamente la coyuntura en que se ha propiciado este renacimiento interesado de una épica inmaculada sobre la «memoria histórica» de la (no tan) antigua USSR, sino que a menudo el colofón del relato consista en un agresivo publirreportaje abiertamente panfletario: ya sea mediante imágenes en vuelo rasante sobre sus símbolos proletarios, ya mediante ajadas fotos en blanco y negro de sus héroes caídos, ese colofón triunfal nos anuncia que el pueblo ruso volverá a reinar (¿y a purgar o ser purgado?) en la Tierra: trae consigo una velada amenaza de advenimiento masivo, camuflado de un falso colectivismo instrumentalizado para rociarnos con soflamas supremacistas de pura nostalgia por un pasado mítico.
Concretamente en Los 28 hombres de Panfilov (Dvadtsat vosem panfilovtsev, 2016) de Kim Druzhinin y Andrey Shalopa, se inserta al final de su metraje este simpático mensaje superpuesto a la épica estampa de varias estatuas de luchadores convenientemente armados:
Dedicado al pueblo soviético, al Ejército Rojo y al poder de obreros y campesinos dirigidos por el partido bolchevique. Y al camarada Stalin. Con su heroísmo salvaron a la humanidad de la barbarie fascista. Y en tiempos de terror y barbarie imperialista, debemos recobrar el sendero de la lucha por la construcción del socialismo. Y qué ejemplo nos dieron los obreros y campesinos soviéticos del poder de los trabajadores cuando nos organizamos. ¡Larga vida al estado de obreros y campesinos de la URSS!
Que Putin financie una apología de Stalin es un mal chiste que se cuenta solo.
Vamos, que lo de Ucrania es solamente un aperitivo…
Lo dicho: mucho miedo.
El caso Yimou: rodar con el enemigo
En China no lo llevan mucho mejor: desde 2018, la responsabilidad sobre el sector del ocio deja de estar en manos del consejo de Estado para recaer enteramente en el departamento de propaganda del Partido Comunista, lo cual ha revertido en un endurecimiento del criterio oficial a la hora de apretarles las tuercas ideológicas a sus cineastas. De entrada, en 2021, para celebrar el centenario del Partido, fue encargada la realización del filme La batalla del lago Changjin (Chang jin hu, dirigida a seis manos nada menos que por Chen Kaige, Lam Dante y el gran Tsui Hark), sobre el brutal enfrentamiento del ejército estadounidense con el Ejército Popular de Voluntarios que China envió a la Guerra de Corea. El resultado es un divertido caos monumental, sentimentaloide en su invitación a la inmolación por la patria y exento de interés más allá de su pericia pirotécnica. Consecuentemente, es el filme chino no solo más caro de la historia, sino también el más taquilllero.
Así están las cosas. ¡Al menos también coproducen Megalodón!
En cuanto al mentado endurecimiento de las condiciones para hacer cine en China, resulta especialmente flagrante en el caso de su cineasta vivo más universal, por no ser la primera vez que lo sufre.
Zhang Yimou (Xi’an, 1950) es un director que ha pasado por todos los estatus imaginables: comenzó como ídolo del público cultivado en el circuito de festivales internacionales, con filmes como Sorgo rojo (Hong gao liang, 1988) y La linterna roja (Da hong denglong gaogao gua, 1991). Tras su ruptura artística y sentimental con la actriz Gong Li, se reinventó como forjador de mitologías feudales: las hermosas Hero de Zhang Yimou (Ying Xion, 2002), La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2005) y La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006). En su intento de pasarse a Occidente se la pegó, nunca mejor dicho, con La gran muralla (The Great Wall, 2016) y no hace mucho volvió con buen porte a la fantasía historicista de producción local con Sombra (Ying, 2018). Aunque nunca ha renunciado a incursionar en el melodrama de prestigio, digamos que Zhang propició otro «Síndrome Julieta Venegas», por el que las élites culturales indies se sienten traicionadas al ver cómo un ídolo de minorías selectas termina por su propio esfuerzo y deseo siendo aclamado y adoptado por las masas. Lo que nadie sospechaba es que, ya septuagenario y mecido por las mieles del reconocimiento mundial, Zhang se iba a reinventar una vez más en el último tramo de su vida profesional, ahora como artista oficial de la China comunista y hacedor de vehículos de propaganda.
A decir verdad, su filmografía de tres décadas y media ha debido de verse más afectada de lo que nunca sabremos por su relación con el partido: en 1994, su película ¡Vivir! (Huo Zhe), Gran Premio del Jurado en Cannes que se desarrolla en la China de los años 40 a 70, provocó que el director fuera castigado por su gobierno a no rodar durante dos años y el filme prohibido hasta ocho años más tarde, momento en que Zhang resultó escogido para dirigir la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. En 1995, comentaba al respecto del veto de su obra: «(En mi país) rigen un par de principios básicos. No puedes criticar al Partido Comunista, ni al socialismo ni al marxismo… Pero si creen que tu película no transmite valores positivos o no anima al pueblo, eso también puede presentarte problemas». (The Washington Post).
Zhang los tuvo a mansalva: en 2015 es obligado de nuevo por el gobierno chino a pagar más de un millón de dólares, esta vez por violar la política de un solo hijo por pareja, ley vigente desde 1979 y que se derogaría un año después de que desembolsara la multa. Y en 2020, su filme Un segundo (Yi miao zhong), ambientado en la China rural durante la Revolución Cultural, es retirado del Festival de Berlín bajo la alegación de arrastrar «dificultades técnicas durante la posproducción», pretexto con el que se suele encubrir la censura estatal pura y dura. Meses después sería aprobada una nueva versión estrenable, con secuencias añadidas y un minuto de metraje extirpado.
Zhang aprendió bien la lección, porque en 2022 dirigió también la gala inaugural de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín. Y de paso, o quizá como condición a su rehabilitación definitiva, ha firmado sin despeinarse dos recientes panfletos comunistas: Cliff Walkers (Xuan ya zhi shang, 2021) y Sharpshooter (Ju ji shou, 2022), esta última una entretenida y progresivamente alocada serie B, rodada en colaboración con su hija Zhang Mo, sobre un mano a mano entre un equipo de francotiradores chinos y otro yanqui en la guerra de Corea. Pagaría por ver esta película proyectada en Cannes ante un público exquisito de fans de Sorgo rojo: ¡quién iba a decir que Zhang Yimou acabaría emulando a Luis Llosa!
Por su parte, la primera película mencionada, Cliffwalkers, es un ejemplo de cómo un lavado de cerebro puede ser también una obra de arte. La premisa (que no la trama) es simple: en los años 30, cuatro agentes chinos formados en la URRS son enviados al Estado títere de Manchuria controlado por Japón, con la misión de sacar del país a un informante. Siguen peripecias propias del género de espionaje, embellecidas por el cuidado sutil en el retrato de personajes, los matices atmosféricos y la narrativa elegante propios del virtuoso realizador, hasta elevar el impacto de la obra a niveles conmovedores. No hay nada barato en esta película, ni siquiera su mensaje, de emotivo calado. Lo impostado es el corsé dogmático que se ve obligada a vestir.
¿Conclusión? Un monumento de propaganda portentoso, una flor nacida de una horma oxidada. Lo fascinante de Cliffwalkers es que si inviertes la nomenclatura de los buenos y los malos, no tienes que cambiar absolutamente nada sustancial: los agentes podrían ser adalides de la democracia y el resultado sería el mismo. Los valores morales funcionarían en su expresión ficcionada exactamente igual, bajo el paraguas de cualquier totalitarismo mejor o peor disimulado. Y por ello resulta tan euforizante comprobar que un filme erigido en la China comunista le gana a Hollywood en su propio terreno. Recuerda a aquellas películas mudas del propio Hollywood que el estado soviético estrenaba hace un siglo con todos los intertítulos manipulados, reconvirtiendo a los héroes yanquis en paladines revolucionarios y a cualquier villano en el más vil y decadente representante del bloque capitalista. ¡Y las tramas seguían funcionando! A fin de cuentas, la gente acudía a las salas de cine a ver lo que no tenían: mansiones, banquetes, medias, vestidos y joyas.
Gracias a una magistral muestra de mansedumbre como esta, el niño malo volvió al redil. Su película fue escogida por China para optar a ser seleccionada en los Premios Óscar dentro de la categoría de Mejor Película Extranjera, pero por desgracia no cayó esa breva.
Como decía hace siglos la Bombi (no la atómica), ¿por qué será?
El peligro coreanillo
Y entre el resto de la cinematografía asiática, todavía colea con brío ese subgénero que plasma ineludiblemente la conflictiva relación de amor-odio entre las dos Coreas. Corea del Sur posee una larga tradición en ese frente y su punto más alto lo ocupa, quizás, el primer éxito internacional de Park Chan-wook, Joint Security Area (JAS) (Gongdong gyengbi guyeok JSA, 2000), una preciosa carta de amor a la fraternidad escindida.
Pero quiero destacar aquí a mi cineasta coreano favorito, que ha incurrido también en varios títulos adscritos a ese conflicto entre hermanos: todavía poco conocido en Europa y los EE. UU., Ryu Seung-wan no es tan lírico como Park Chan-wook ni tan manipulador como Bong Joon-ho, pero su cine, desenfadado y colorido, proporciona artefactos pop tan imperfectos como deliciosos. Creador de un Thelma y Louise mejor que Thelma y Louise (la adrenalítica No Blood No Tears —Pido nunmuldo eobshi, 2002—) y, en general, cineasta con buena mano para el retrato femenino (como demuestra su última joya retro de humor y aventura, Smugglers —Milsu, 2023—, en torno a un colectivo de buceadoras de perlas), Ryu ha pasado por multitud de géneros (intriga, artes marciales, comedia, noir, drama, bélico) y en algunos de ellos ha aprovechado para esbozar acaloradamente la guerra gélida entre ambas Coreas.
The Berlin File (Bereullin, 2013) tal vez sea su trabajo más brillante en ese sentido, un trepidante thriller de acción y suspense que complacerían tanto a Cameron como a Hitchcock. La gracia está en que la pareja protagonista es norcoreana, él agente y ella intérprete, traicionados por su gobierno y a cuya caza se suma el gabinete surcoreano. De nuevo la propaganda funciona en esta «humanización» de los compatriotas perdidos tras la muralla comunista. En todo caso, el filme es una fiesta para la cinefilia.
Más convencionales me resultan, por más oscarizables, los melodramas basados en hechos reales Battleship Island (Gunhamdo, 2017) y Huida de Mogadiscio (Mogadisyu, 2021). En el primero, el propio Ryu acapara también la función de guionista para relatar la infame existencia de la isla Hashima, propiedad de Mitsubishi, donde los japoneses mantuvieron encerrados a cientos de coreanos para emplearlos como mineros y prostitutas durante los años de la II Guerra Mundial. La temática es muy dura y el tratamiento no lo es menos, rayando el melodrama histérico y hasta el porno emocional, y la denuncia del racismo japonés pasa también, como en tantos otros filmes similares, por la desacralización de los símbolos enemigos: en este caso, la bandera nipona es rasgada en dos jirones para ser usada como cabos que erijan una plataforma por la que escapar de la prisión-infierno. Por ahí pulula una versión del director de dos horas y media que tal vez afine más, en todo caso la oficial contiene lo peor y lo mejor tanto de su director como del propio subgénero.
Más interesante y matizada resulta Mogadisyu: narra cómo, en medio de la guerra civil en la Somalia de 1991, los miembros de la embajada de Corea del Norte se ven obligados a pedir asilo en la sede de la embajada de Corea del Sur. Forzados por las circunstancias a materializar en Mogadiscio la unión que no puede consumarse entre sus respectivos Estados, esa colaboración forzosa para escapar vivos de la sangrienta matanza en la capital africana (que podría contagiarse en cualquier momento entre los coreanos) es una bella metáfora de lo absurdo de las divisiones ideológicas. Con muy buen pulso, el trayecto satisfará tanto a los adictos al drama premiable en festivales de postín como a quienes busquen emociones fuertes y una propina de sentido común. Mogadisyu fue la película surcoreana más taquillera en su país en el año 2021.
Un mundo de bestias
¿Qué nos puede enseñar todo esto? Que el fondo de la cultura que consumimos es lo de menos. Si no fuera por la imposibilidad material de manufacturarlas y etiquetarlas con dicha denominación, hoy podríamos estar asistiendo a la comercialización de películas nazis de éxito masivo, donde el héroe, siempre hetero por la gracia de Dios, fuera un militar de las SS que exhala fe romántica en ideales «humanos» (el nazismo fue el sumun inmoral del romanticismo en el siglo XX) y los malos un «contubernio judío» con ganas de someter el mundo a la fría tiranía del mercado. Nada cambiaría drásticamente en el contenido bélico y el discurso sensiblero de tantas otras miles de películas ya existentes, salvo la envoltura.
De hecho, este somero repaso demuestra que sin saberlo ya estamos viendo y celebrando películas nazis, solo que con los nombres cambiados, a poco que exploremos en los argumentos que maquillan e idealizan el fondo genocida y desolador de esos títulos que acaparan la cartelera en cines y plataformas.
Todo el tiempo, a todas horas, consumimos películas nazis.
Y entretanto, ¿qué hacemos en España? Pues nosotros, para no perder tradición, somos los primeros en ponernos a parir. Véase la magnífica As bestas (2022) de Rodrigo Sorogoyen y su poco complaciente retrato del ganadero ibérico.
Sinceramente, puede que jorobe un poco la insistencia con que los españoles practicamos la endofobia… pero tal vez sea la única manera de garantizar la paz en nuestro país.
Que ya sabemos cómo nos ponemos cuando nos ponemos patriotas…
Y a ver si ese autodesprecio nos permite ser neutrales en las guerras que se aproximan.
Yo que nací en los 70 también me imaginaba un futuro menos decimonónico que el actual pero parece que vamos a repetir errores. En youtube han lanzado un crowdfunding para una película española que se titula «España, la primera globalización…» como si hubiera habido muchas, en un orden sucesivos y España en sí fuera global, y no un conjunto de territorios con unos amos del cortijo bien claro y definidos. Supongo que para alimentar el ego de alguno con ínfulas de creerse Felipe II o el Duque de Alba. No sé que pensarían los portugueses, los ingleses, los holandeses y sobre todo los otros globalizados americanos, africanos, indios y demás, que siempre son los pueblos «sin historia», meros comparsas y figurantes desde nuestro punto de vista. En fin, hace falta terapia y la consiguen con la historia.
Negrolegendario.
Me parece un poco exagerado lo de Putin. Cuando sus tanques llegaron a Kiev no pudieron atravesar la primera rotonda, dieron media vuelta y no han vuelto por allí. Creo que llevan dos años intentando tomar una aldea en el Dnieper. Así que Barcelona y Lima parecen fuera de peligro, por ahora. Interesante artículo, en toda caso. Saludos.
Otro artículo más atestado de lugares comunes y escasa profundidad, aparte de la sempiterna manía de juzgar a Oriente con los parámetros de Occidente.
Artículo infumable y farragoso cuyo tonito anti Occidente tiene además cierto poso rusófilo. No es ninguna sorpresa.