Para Silvina Ocampo, las sombras fueron condena y anhelo a la vez. Una de las grandes cuentistas en español vivió eclipsada por el apellido y la figura de su hermana mayor, Victoria Ocampo, por su sociedad conyugal con Adolfo Bioy Casares y por el peso indiscutido de su amigo Borges, santo y seña de la literatura argentina del siglo que pasó. Y sin embargo fue esa falta de luz y foco sobre ella lo que le permitió ser una mujer que no parecía de su siglo ni de su clase ni de su oficio.
La hermana: Victoria Ocampo
Las Ocampo podrían haber sido protagonistas de una novela de Louisa May Alcott, unas mujercitas de vestidos largos, bucles, risas y amores sonrojados. Podrían, porque las hermanas eran seis, porque nacieron a caballo entre un siglo y otro, porque fueron educadas por institutrices en inglés y francés, porque vivían en una mansión de Buenos Aires con muebles de estilo, piano, jardines, piso de alto para sirvientes y costureras. Podrían haber sido seis mujercitas y sin embargo no lo fueron. La explicación hay que buscarla en la hermana mayor y la hermana menor; trece años de diferencia y toda una vida para diferenciarse.
Victoria Ocampo nació en 1890 con todos los mandatos de una primogénita: heredará la mansión familiar, mantendrá en alto un apellido ilustre y, para lograrlo, deberá casarse pronto con el portador de un linaje a su altura. El casamiento vendrá, pero solo como un boleto de salida de la casa familiar; librada del marido ya en la luna de miel, Victoria hizo lo que quiso hasta que murió, con casi noventa años.
Silvina Ocampo nació en 1903 y de ella no se esperaba demasiado. Lo resume bien Mariana Enriquez en su biografía La hermana menor (Anagrama, 2018): «Ser el etcétera de la familia tiene sus ventajas». Las ventajas de Silvina eran pasar inadvertida, esconderse sin ser buscada, mantener una niñez secreta al margen de padres e institutrices, refugiarse en el piso de las planchadoras, jardineros y cocineras, trepar a los árboles, ensuciar sus vestidos traídos de París, hablar con los mendigos «del color de las hojas secas», ver seres y cosas que sus hermanas no podrían siquiera intuir: «la pobreza me parecía divina».
Silvina Ocampo conservó a lo largo de toda su vida algo de esa niña secreta e inadvertida. Su literatura se fue construyendo con el tiempo, por capas y pinceladas que atravesaron todo un siglo. A sus veintes, lo que quería hacer no estaba en las palabras sino en la pintura: se fue a estudiar a París, buscó maestros, insistió con Picasso mil veces y mil veces le dijo que no, se mezcló con artistas y escritores y poco después de cuatro años volvió a Buenos Aires con más dudas que certezas sobre un futuro como pintora. No confiaba en su talento. Y entonces sacó un libro de cuentos: Viaje olvidado.
Tiene treinta y cuatro años, no está segura de que lo suyo sea la escritura —casi nunca está segura de nada— y aun así se sorprende gratamente cuando encuentra una crítica de su libro en la revista Sur, faro de la literatura sudamericana con proyección mundial, la revista donde publican Borges, Ortega y Gaset o Alfonso Reyes. Pero no es solo eso, es ante todo la revista que fundó y dirige su hermana Victoria, la misma que firma la reseña.
«Hace mucho tiempo que conozco a Silvina Ocampo», así empieza a hablar de la autora su hermana y después del libro: «está escrito en un lenguaje hablado, lleno de hallazgos que encantan y desaciertos que molestan (…) está lleno de imágenes felices —que parecen entonces naturales— y lleno de imágenes no logradas —que parecen atacadas de tortícolis—».
Silvina está impasible, parece que las palabras de su hermana no pueden herirla, aunque la acuse de impostación: «Me encontré por primera vez en presencia de un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma». Tal vez Victoria tuviera razón y esa que escribe no sea del todo ella.
Y sin embargo seguiría escribiendo en ese lenguaje raro, como aprendido a destiempo (al castellano, como se le decía en aquellos tiempos al español en Argentina, lo aprendió en tercer lugar, solo después de dominar a la perfección el inglés y el francés), directo, artificial y natural a la vez, desencajado de la época.
Por cercanía con varios de sus protagonistas, a Silvina Ocampo se la suele incluir dentro del Grupo Sur pero eso no es más que un malentendido, o una simplificación. No le interesaban las discusiones formales de sus miembros, las disputas literarias y los bandos contrapuestos en los que se habían alineado los integrantes del grupo: humanistas y formalistas. Ella se movió por fuera. Inclasificable y anómala, no le preocupaba escribir bien ni armar tramas perfectas; estaba experimentando y así lo haría en cada uno de los libros que siguieron. Si su lengua padecía tortícolis, pues andaría así, un poco torcida.
El amigo: Jorge Luis Borges
A través de Victoria y el Grupo Sur se conocieron todos. A Silvina le gustaban las largas caminatas por los suburbios del brazo de Borges y sus charlas interminables, después apareció Adolfito —joven, seductor, talentoso— y la relación se volvió de a tres.
Cuando no estaban de viaje, Borges, Bioy y Silvina se veían todos los días.
«Come en casa Borges», comienza casi invariablemente cada una de las entradas de Bioy Casares en el diario que llevó por décadas (Borges, Destino, 2006), una especie de mirilla a través de la cual podemos espiar la dinámica del trío a lo largo de los años. Otro malentendido ha querido ver en Silvina un personaje menor de esa relación, tanto en lo personal como en lo literario. Es conocido el vínculo que ha unido a los dos hombres a lo largo de sus vidas: los códigos en común, los gustos, el humor, la inclinación a la maledicencia («De qué se reirán estos idiotas», se decía Silvina a sí misma cuando los escuchaba desde lejos), pero hay también uno que los entrelazaba con ella: amistad, compañía, colaboraciones, debates, consuelos, intimidades.
Dice el prólogo de Antología de la literatura fantástica que firmaron los tres: «Una noche de 1937 hablábamos de literatura fantástica, discutíamos los cuentos que nos parecían mejores; uno de nosotros dijo que si los reuniéramos y agregáramos los fragmentos del mismo caracter anotados en nuestros cuadernos, obtendríamos un buen libro. Compusimos este libro». El fragmento copia o recuerda la atmósfera de Otra vuelta de tuerca de Henry James donde una dama y unos caballeros intercambian opiniones sobre algunas historias siniestras que se llevarán después al relato.
El libro apareció en 1940. Para ese entonces Borges había escrito algunos de sus relatos más memorables (entre ellos Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, incluido en la Antología), Bioy había publicado La invención de Morel y Ocampo solo había publicado su primer libro de cuentos. No parecían equiparables y sin embargo fue una obra de tres, «una tarea gratísima» entre amigos y colegas que aprovecharon el envión y al año siguiente escribieron otro libro en colaboración: Antología poética
En 1942, Silvina publicó Enumeración de la patria, un compendio de poesía al que Borges dedicó una gran crítica. En el 48 salió su siguiente libro de cuentos Autobiografía de Irene y él escribió:
«La mente de Silvina recorre con delicado rigor los cinco jardines del Adone, consagrado cada uno a un sentido. Le importan los colores, los matices, las formas, lo convexo, lo cóncavo, los metales, lo áspero, lo pulido, lo opaco, lo traslúcido, las piedras, las plantas, los animales, el sabor peculiar de cada hora y de cada estación, la música, la no menos misteriosa poesía y el peso de las almas, de que habla Hugo. De las palabras que podrían definirla, la más precisa, creo, es genial».
Silvina y Borges nunca habían coincidido en sus gustos literarios —él atacaba a Proust y a Baudelaire, ella los defendía y, de paso, se metía con sus favoritos Stevenson y Chesterton—, no concebían la literatura de igual manera pero se respetaban con cuidada admiración como escritores. En 1959 salió su libro de cuentos La furia y Borges no emitió ni una sola palabra. «No le gustó», le dijo ella a Bioy pero nadie más habló de eso. Aunque se veían casi todos los días, Borges y Ocampo no volvieron a trabajar juntos hasta 1982 cuando él decidió ayudarla en la traducción de sus cuentos.
El marido: Adolfo Bioy Casares
La historia entre ellos está tan llena de condimentos, de melodrama y extravagancias que apenas se puede hablar de su relación literaria. Los dos enormemente ricos; él hermoso y ella no; él joven y ella no tanto; él encantador y ella no; él infiel y ella celosa; él con una marcada inclinación por las mujeres y ella con cierta inclinación por algunas mujeres; él a la vista de todos y ella como a escondidas. Pero no importan esas cosas entre dos escritores, lo que importa es la literatura.
Después de los experimentos de escritura a seis manos (más los de cuatro manos entre Borges y Bioy) llegó la prueba para la pareja. Era 1946, pasaban juntos uno de sus largos veranos en su casa de Mar del Plata y, antes de llegar al final, tal vez por aburrimiento, decidieron escribir algo juntos.
«En poco más de un mes, algo insólito para mi lentitud, escribimos Los que aman, odian. Nunca más me volvió a pasar una cosa parecida (…) Nunca hubo una discusión ni una pelea con Silvina: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase (…) y la aceptábamos sin discusiones. En cuanto a la originalidad de la novela, solo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella», escribió Bioy Carares en el prólogo de Los que aman, odian (Emecé, 2016), una novela policial llena de intrigas, celos, amores.
Por casi sesenta años, su vida juntos fue una maravilla o una catástrofe, según lo que prefiera cada uno. Pero si quien observa es un lector, no puede más que estar agradecido por la vorágine que, de alguna u otra forma, se hizo literatura.
¿Acaso importan la hermana, el amigo, el marido? Silvina Ocampo nació casi con el siglo XX y vivió con él casi hasta su fin. No pasó precisamente inadvertida como a ella le hubiera gustado, como había sido de niña: la hermana menor en la que nadie reparaba. Cuando las luces se posaron sobre ella no fue tanto por lo que hacía sino por quienes la rodeaban y así se mantuvo, como una especie de perla olvidada de la literatura argentina hasta que el siglo cambió, su obra fue redescubierta, se reeditaron sus cuentos (Cuentos Completos, Emecé, 2006) y también parte de su obra póstuma, como la «novela fantasmagórica» La promesa (Lumen, 2023). Renacieron entonces, y bajo una nueva luz, sus niños inquietantes, sus pobres, sus monstruosidades, su raro erotismo, sus visiones y todos aquellos recuerdos distorsionados que, lejos de todos y hace tiempo, empezó a moldear con palabras.