«Es que no puedo decirte negra, suena muy peyorativo».
Pasaron casi veinte años, pero la periodista alemana Alice Hasters todavía lleva marcada en el cuerpo la sensación que le produjo escuchar esa frase en boca de un compañero de su nueva escuela, a la que había tenido que cambiarse después de un año de viaje en Estados Unidos. El contexto: una clase de historia en la que se estaba hablando del vínculo colonial entre Alemania y África y donde oiría hablar por primera vez sobre los resabios imperialistas de su país en el marco de un aula. Para presentar el tema, el profesor mostró una ilustración que caricaturizaba «la carrera por África»: un conquistador inglés, un francés, un holandés y un alemán —todos blancos— miraban con codicia el continente vecino. La caricatura iba acompañada por un texto, y en el texto se dejaba leer, por lo menos una vez —quizá, más de una—, la N-word. Una palabra inevitable si estamos trabajando con textos de épocas pasadas, pensó Alice. No la incomodó eso, sino la falta de algún análisis crítico posterior. ¿No era responsabilidad del profesor poner en perspectiva los párrafos racistas que se estaban leyendo?
Fue entonces cuando su compañero levantó la mano. Quería compartir alguna reflexión en relación con las representaciones de las personas negras que suelen verse y leerse en distintos medios. El chico titubeaba, buscaba las palabras, miraba de reojo a Alice, la única compañera no blanca de la clase. Pasó un tiempo hasta que pudo decir lo que en realidad quería: que, ahora que la N-word había sido cancelada, no sabía cómo nombrar a las personas a las que estaba queriendo hacer referencia y mucho menos a «esa, a la que está sentada ahí». «¿Qué es lo que debo decir? ¿Africanos, gente de color, hiperpigmentados?», preguntó en voz alta, con gesto sobrador. La clase entera estalló de risa, Alice sintió cómo los ojos de todos sus compañeros se clavaban en ella, esperando una reacción de su parte. Un poco insegura, Alice respondió: dijo que ella misma usaba la palabra negra para referirse a sí misma y que no le molestaba que la definieran de esa forma. «Pero yo cuando digo negro pienso que estoy agrediendo», le retrucó su compañero. Mientras buscaba la respuesta más atinada en su cabeza, Alice veía a Alexander hacer una breve pausa, levantar las manos, abrir comillas imaginarias y decir «negro» o «negra» al compás del movimiento de sus dedos. «En ese momento, ser la única chica negra de la clase y estar rodeada de compañeros blancos se sintió como estar aguantando la respiración cuando estás bajo el agua: una suerte de gran opresión», escribió años después en su primer libro, Was Weisse Menschen nicht über Rassismus Hören Wollen aber Wissen Sollten (Lo que las personas blancas no quieren escuchar sobre racismo, pero de todas formas deberían saber).
Publicado en 2019 y devenido best seller casi de inmediato en Alemania, el debut literario de Hasters —padre alemán blanco, madre afroamericana— escanea anécdotas personales para tratar de entender el origen de ese complejo de inferioridad que la atravesó durante muchos años, para encontrar la raíz de esa sensación de no ser suficientemente inteligente, ni suficientemente contratable ni suficientemente bella (una de las tesis más interesantes de su trabajo ensayístico es que las huellas que deja el racismo se cuelan en todos los ámbitos de la vida). Hasters intenta descifrar de una manera lúcida y sorprendentemente luminosa hasta qué punto sus inseguridades tienen que ver con una neurosis propia o si, por el contrario, podrían tener un origen más bien estructural. La respuesta, por supuesto, no sorprenderá a ningún lector.
En su caminito de investigación, la periodista y podcaster oriunda de Colonia —cuyo retrato aparece en la portada del libro, como una forma de enunciar que, si bien hay muchos temas sociológicos dando vueltas en el ensayo, la escritura partirá desde su propia perspectiva— enumera recuerdos que siempre están bordeando la cornisa. Casi ninguna de las situaciones que describe podría pensarse como deliberadamente racista, en el sentido de que casi nunca sus interlocutores buscaron hacerle daño de forma preconcebida. Y en ese borde, en esa volatilidad y en esa falta de dolo reside parte de la perversa trampa racista, porque ni siquiera permiten a su receptora enojarse del todo: Hasters cuenta que, durante muchos años, intentó entender a sus colegas, a sus compañeros o al interlocutor de turno que le habían hecho sentir mal, hasta que finalmente pudo desandar algunos mecanismos de justificación hacia terceros que había internalizado, ante todo para no sentirse una víctima, porque ese papel no la identificaba en absoluto.
En Was Weisse Menschen nicht über Rassismus…, Hasters se encuentra con las experiencias de otras personas negras y choca con estadísticas que la alivian y la llenan de rabia en partes iguales. La intuición de que las cosas se le pueden complicar un poco más que a sus compañeros de escuela blancos finalmente parecen ser objetivables. Son, digamos, una realidad concreta que la trasciende por completo. Por eso, por momentos, el lector tiene la sensación de que la escritura del libro fue para ella un acto de catarsis. Pero una catarsis de vocación colectiva, que ofrece herramientas a muchas otras personas negras para pensarse, encontrar cierta identificación y recordar que ser afrodescendiente en Europa sigue siendo bastante más difícil que ser blanco.
Desde que su libro se convirtió en un boom editorial, Hasters empezó a intervenir públicamente la escena mediática de su país; fue invitada a la televisión, a la radio, a los podcasts de moda y a diferentes charlas públicas motorizadas por preguntas que ocupan y angustian de igual forma a los alemanes: la construcción identitaria y el racismo. «Jamás me describiría a mí misma como afropea, pero si alguien usara el término para hablar de mí, pensaría que está en lo correcto», decía, hace cosa de dos años, en una interesantísima conversación que compartió junto con la politóloga y activista francesa Emilia Roig en el marco de re:publica, el festival de pensamiento en torno a las sociedades digitales que cada año se organiza en Berlín (la grabación de ese intercambio, por cierto muy recomendable, aún puede rastrearse en YouTube). Bajo el título «Afropean Identity», los organizadores de re:publica convocaron a Hasters y a Roig para conversar sobre ese acrónimo que, de un tiempo a esta parte, empezó a sonar fuerte entre distintos comunicadores, youtubers y activistas negros de Alemania, pero también de España, Francia, el Reino Unido y otros países de Europa Central.
«El término nos está ayudando a visibilizarnos. Su uso no es intuitivo para mí, pero, si me preguntas, creo que nos ayuda mucho», refrenda en esa misma charla Roig, autora de Why We Matter: das Ende der Unterdrückung (Por qué importamos: el fin de la opresión), un libro que describe distintas formas de opresión y discriminación interseccional y, en un procedimiento parecido al de Hasters, parte de su propia biografía para pensar cómo el racismo, el sexismo, el clasismo y la homofobia suelen estar más entrelazados entre sí de lo que podría pensarse en un primer pantallazo.
Acuñado por el periodista y presentador de TV británico Johny Pitts —primero, en su diario digital, y luego en su libro Afropean: Notes from Black Europe—, el concepto de afropeidad se extendió de forma veloz entre las plumas y las voces jóvenes de la negritud europea, posiblemente porque llegó para nombrar una identidad y una perspectiva específicas que otros conceptos, como bipoc o black, a secas, no terminaban de contener. En su debut editorial, Pitts se embarcó en un viaje por las metrópolis de Europa para pensar las diferencias y las similitudes de las personas negras que viven en cada una de ellas. Su principal objetivo era, además, dar cuenta de cómo es la vida cotidiana de un montón de personas negras, en su mayoría hijas o nietas de migrantes, más allá de las representaciones que los medios suelen ofrecer de ellas. En las entrevistas que dio desde el lanzamiento de su libro, Pitts suele hacer énfasis en el hecho de que la negritud suele tener ante todo dos encarnaciones: la de las personas marginalizadas y peligrosas que viven en los suburbios de la ciudad o la de las estrellas de la música y el deporte. Casi nunca las personas negras son mostradas como gente de a pie que se toma el metro todos los días para ir a trabajar o para buscar a sus hijos a la escuela. Menos aún —y esta diferencia parece trivial, pero no lo es tanto— como gerentes de banco o como jefes de redacción o profesores universitarios, es decir, como ciudadanos comunes a los que, además, les fue más o menos bien. Porque, aunque para las cabezas de los blancos biempensantes pueda resultar inverosímil, todavía son muchos los europeos negros que deben ensayar su mejor cara cuando escuchan alguna pregunta sobre su procedencia (pero «¿de dónde vienes realmente?») o reciben halagos por hablar perfectamente alemán, francés, inglés, italiano, sueco, o cualquiera sea su lengua materna. Como si todavía, cada tanto, la mayoría de las veces sin querer infligir daño, se diera por hecho que no pertenecen a sus países en un cien por ciento.
De todo esto nos enteramos mucho más que antes, sobre todo porque una joven guardia de comunicadores negros comienza, paso a paso, a conquistar espacios y audiencias que hasta hace no mucho estaban reservados exclusivamente para las élites blancas. Cada país tiene sus casos de éxito: a los ya mencionados Emilia Roig (francesa residente en Berlín), Alice Hasters (Alemania) y Johny Pitt (Inglaterra) se suman la periodista francesa Rokhaya Diallo, los hosts del podcast español No hay negros en el Tíbet, Frank T., Asaari Bibang y Lamine Thor, y muchos —de verdad, muchos— más, que se conectan con sus audiencias desde las tradicionales columnas en diarios y revistas, desde sus libros, desde exitosísimas emisiones de podcast o directamente desde sus redes sociales.
Y aunque cada uno de ellos se relaciona de forma diferente con el término afropeo, que empezó a dar vueltas desde que Pitts lo puso a circular en la arena pública, la mayoría coincide en que es una buena idea que exista, por varios motivos. Primero porque, a diferencia de los afroamericanos, las personas que son a su vez europeas y negras no tienen una historia común —la de los ancestros traídos a una tierra desconocida forzosamente en barco como esclavos—, pero eso no tiene por qué derivar en una falta de narrativa que los pueda nuclear, aun en sus diferencias. Como los afroamericanos en su momento, los afropeos comienzan a sentir cierta necesidad de pensar una identidad transversal y de visibilizarla: idealmente, piensa Roig, la existencia de un término ayudará a seguir poniendo la negritud en el mapa.
Hay un último aspecto que vuelve especialmente interesante y particular la creación de un término específico para los afrodescendientes de Europa, un aspecto que Roig también señala en su conversación con Hasters. Si en América Latina y en Estados Unidos los habitantes originarios eran personas marrones, hoy racializadas, los europeos de siglos pasados eran en su mayoría blancos, lo que refuerza aún más la idea de que la gente de cualquier otro color y apariencia representa la otredad. Por eso, dice ella, la experiencia de ser negro en Europa tiene particularidades y exige un nombre que la recorte. Si la creación de la Unión Europea, hace exactos veinte años, reforzó las discusiones en torno a una identidad continental, sus habitantes negros también empiezan a encarar sus propias discusiones en este sentido, a pensar qué los congrega y dónde encuentran sus diferencias. La búsqueda del movimiento, si es que es posible pensarlo en estos términos, por suerte no está puesta en ser o parecer iguales.
Y esto último es algo que, de cierta forma, el libro de Pitts también busca dejar claro: las prescripciones identitarias, aunque progresistas y bienintencionadas, no siempre ayudan en la lucha contra el racismo blanco. «La realidad afro es un bricolaje de la negritud», escribe el autor al final de su viaje. Y las personas más felices que se encuentra en el camino y describe en su bitácora son, justamente, las que parecen haber hecho un pacto con lo híbrido, las que se amigaron con la idea de una identidad más mutable, menos estanca.
Hola. Me gusta leer los artículos pero me resulta muy incómodo que uséis un gris tan claro para el texto. Es posible que resulte estiloso pero no muy práctico. Si pudierais subirle un poco el contraste sería mucho más agradable. Gracias.
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