Arte y Letras Lengua

Lenguas para el silencio del futuro

Lenguas para el silencio del futuro
Oskar Werner y Julie Christie en Fahrenheit 451, 1966. Fotografía: Anglo Enterprises.

Sugerimos acompañar la lectura de esta crónica con la obra «4´33´´», de John Cage.

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En el año 1974, el entonces intendente de Buenos Aires, José Embrioni, hizo colocar un cartel giratorio (toda una proeza tecnológica) en el obelisco de la ciudad con la siguiente leyenda: «El silencio es salud».

Argentina se dirigía de un modo vertiginoso hacia su propia distopía. Faltaban dos años para el golpe de Estado y pocos leían «el silencio es salud» como un llamado a combatir la contaminación sonora, tal parecía ser su objetivo, sino como otra cosa. Otro tipo de silencio.

Silencio de la voz.

Silencio del decir.

La maravilla de las lenguas humanas es que pueden nombrar lo que no es tangible: las ideas, los sentimientos, las opiniones. Y todo ello, las ideas, los sentimientos, las opiniones, solo comienza a existir fuera de la mente cuando es nombrado. 

Por eso, la voz es lo primero que buscan suprimir los regímenes totalitarios. 

¿Qué sucederá con las lenguas, si no se permite la voz, en los futuros distópicos que imaginamos los escritores? ¿Cómo se podrá decir mi nombre es tal, necesito ayuda, te amo? 

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A veces avanzamos hacia el silencio sin darnos cuenta. En ciertos estados de Estados Unidos se prohíben las groserías. En Corea del Norte se prohíbe toda crítica al Gobierno; en países de Asia y África, la homosexualidad y las palabras que la nombran. En otras naciones está prohibido blasfemar.

Para no pagar multas, ir a la cárcel o ser asesinado, esas palabras se esconden, se susurran o simplemente se extirpan del vocabulario. Difícil que se nos escape alguna si las desterramos al vacío de lo que no se dice. 

(«El silencio es salud»).

A veces el silencio va matando palabra tras palabra hasta que no queda nada por decir.

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¿Y si un día, por los peligros del afuera, es el silencio la única lengua en la que podemos estar? ¿De qué modo aquello cambiará lo que somos, nuestra cultura, nuestra cosmovisión?

En la lingüística existe la llamada hipótesis de Sapir-Whorf, que establece que la estructura de la lengua materna modifica o afecta el modo en que percibimos el mundo. Una de las afirmaciones de esta hipótesis considera que, si un sistema lingüístico no posee una palabra para nombrar un concepto, sus hablantes estarán imposibilitados para comprenderlo. 

Si bien esta teoría fue ampliamente criticada y abandonada, ya que daba a suponer que ciertas lenguas eran superiores o más completas que otras, posee tal belleza para el escritor de distopías que no podemos menos que incluirla en esta crónica.

En el relato «La historia de mi vida», de Ted Chiang (en el que se basa la película La llegada), los extraterrestres o heptápodos enseñan a la protagonista, una lingüista, su lengua semasiográfica (que se escribe con signos) y simultánea. Mientras en la escritura occidental una palabra sigue a la otra y debemos leerlas en un orden establecido para comprender el significado, en esa escritura de otro mundo, todo se dice al mismo tiempo, por lo que, al hacer la lengua propia, cambia también la concepción del tiempo, que deja de tener un principio y un final. De pronto, nuestra lingüista humana es consciente de su futuro porque esta lengua que ahora domina modificó el modo en que procesa el pasado, el presente y el futuro.

¿En nuestro mundo distópico también vendrán seres del espacio a cambiarnos la lengua? ¿O, por lo contrario, serán los poderosos de siempre los que buscarán dominar nuestras mentes dominando la lengua que hablamos?

En 1984, de George Orwell, uno de los personajes explica una idea del Gran Hermano:

La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. […] Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos bueno. Si tienes una palabra como bueno, ¿qué necesidad hay de la contraria, malo? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a bueno y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra bueno, ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles palabras excelente, espléndido y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. […] Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad una sola. 

Terminar con la riqueza de la lengua para terminar con la riqueza del pensamiento es, en este contexto, una idea terrorífica pero posible. Hasta sensata, si se busca destruir la individualidad y el libre albedrío de toda una generación sin necesidad de campos de exterminio o de reeducación.

Al final, tal vez sea mejor permanecer en el silencio, en el que puede crecer algo, que en una media lengua con la que no podamos decir nada.

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Si en el futuro que estamos imaginando, entonces, el silencio se convierte en lo único capaz de protegernos del espanto, ¿cómo diremos lo que necesitamos decir? ¿Quién impondrá la lengua con la que sea posible luchar?

Pueblos del pasado utilizaron lenguajes silbados con el propósito, sobre todo, de realizar comunicaciones que cubrieran largas distancias en zonas montañosas o poco pobladas.

Los silbidos son lenguas rudimentarias, o más bien códigos, capaces de suplantar fonemas por silbos en diferentes tonos e intensidades.

En la isla de La Gomera, parte de las islas Canarias, se transmite de generación a generación el silbo gomero, tal vez la lengua silbada más desarrollada y capaz de reemplazar vocales y consonantes por sonidos. 

Por supuesto, no hay modo de ocultar un silbido y es lógico pensar que en la sociedad distópica no tardarán en prohibirlos. 

Es una idea que debemos tener en cuenta, pero hay que seguir pensando alternativas.

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El silencio es salud. Y es control y poder.

Muchas sociedades han intentado vigilar lo que dice el pueblo a través de diversos medios: espiando, enseñando a los vecinos, a los amigos y hasta a los hijos a denunciar al otro, cortando lenguas. 

En aquellos regímenes totalitarios, las poblaciones son conscientes de esa persecución y cuidan lo que dicen junto a ciertas personas o en ciertos lugares o circunstancias. Pero ¿qué sucedería si de pronto ese control del decir se camufla de tal manera que ingresa a cada uno de los hogares y acompaña a cada uno de los seres humanos por decisión propia, por deseo, por necesidad?

En su cuento «El asesino», Ray Bradbury imaginó una sociedad que depende de una serie de aparatos capaces de comunicar a todos con todos, todo el tiempo, así como de recibir propagandas, encuestas, etcétera: además de teléfonos, televisores e intercomunicadores, Bradbury añadió una tecnología de su invención: la «radio-reloj».

Bienvenidos al inicio de todo lo que sucedió después. En nuestros actuales y amados celulares (las radio-reloj de Bradbury) instalamos sin pensarlo dos veces aplicaciones que nos parecen útiles o divertidas, y a las que damos acceso al micrófono, a menos que lo configuremos de otro modo. 

Nuestros teléfonos nos escuchan.

Se murió fulanito, dice alguien, y allá va su teléfono celular a mostrarle los diez modelos de ataúdes más vendidos del mundo. ¡Elija usted su propio ataúd!

Tengo la piel reseca, dice otra, y, al activar la pantalla, se despliegan tratamientos cosméticos capaces de borrar todas las arrugas, aun las que no tenemos.

¿Nos oye solo un algoritmo perdido en la inmensidad de una computadora central? ¿O hay alguien más allí? ¿Una inteligencia artificial escrutando la manera de controlarnos a través del temor a envejecer o el duelo?

¿Hay que callar, entonces, en el propio hogar? ¿Practicar el silencio para que no nos invada una sed de consumo imposible de saciar?

Y después, ¿qué?

¿Y si decimos algo que el teléfono interpreta de tal modo que activa todas las alarmas, como gritar «bomba» en un aeropuerto? 

¿Quién nos salvará de nosotros mismos si nos hace gracia que el teléfono nos esté oyendo?

Por suerte, todavía podemos darle un giro a esta historia.

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Si en el mundo de los ciegos el tuerto es rey, en el mundo en el que el silencio es salud, ¿los sordos son los amos?

En una sociedad en la que se intentan silenciar las voces, siempre se puede apelar a la lengua del cuerpo. Las lenguas de señas son lenguas complejas, completas, ricas en matices. Son lenguas visogestuales, tridimensionales, conceptuales, aglutinantes, que poseen su propia gramática. No son, en absoluto, transcripciones de la oralidad sino lenguas en sí mismas, capaces de prescindir de la biología del oído y del aparato fonador.

Y además surgen y crecen allí donde se necesitan, no arrastran siglos de evolución, no se basan en lenguas perdidas o muertas, solo nacen y permiten que los excluidos del mundo del sonido se comuniquen entre ellos y con los demás.

En 1980 el Gobierno de Nicaragua reunió, en un colegio especial, a cientos de niños y adolescentes sordos que no habían recibido educación. Si bien la enseñanza se enfocó en la dactilología (un abecedario manual) y la lectura labial, los niños, en su tiempo libre, comenzaron a crear su propia lengua de señas. Se ponían de acuerdo en qué seña utilizarían para cierto concepto y la transmitían por el solo hecho de incluir ese nuevo signo en sus conversaciones. Así nació una lengua criolla, impulsada por los niños más pequeños, que poseían una mayor plasticidad neuronal para adquirir una lengua.

¿Serán, entonces, las lenguas de señas las que permitan, en el futuro, desde la comunicación más básica hasta la organización de las sociedades?

¿Será alguna de las personas sordas nicaragüenses que hace apenas unos cuarenta años ayudó a crear una lengua totalmente nueva quien lidere la rebelión contra la tiranía?

Por supuesto, hasta las lenguas de señas tienen sus inconvenientes: no funcionan correctamente en la oscuridad y cualquiera que conozca la lengua puede seguir, sin disimulo, las conversaciones que no le están destinadas.

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La Organización Mundial de la Salud advierte que hacia el año 2050 una de cada cuatro personas presentará dificultades auditivas debido a múltiples motivos: medicamentos ototóxicos, infecciones, exposición a ruidos y uso excesivo de auriculares para escuchar música. Esto nos lleva a sospechar que las lenguas de señas no desaparecerán como otras lenguas de las minorías, pero, justamente por este motivo, los regímenes distópicos que nos ocupan no dudarán en erradicar la lengua que vence al silencio eliminando el problema de raíz: la sordera.

La actual obligación a realizar estudios auditivos (potenciales evocados) a todos los recién nacidos antes del mes más la competencia feroz que existe entre los fabricantes de implantes cocleares y audífonos por su porción de mercado están llevando a que los déficits auditivos sean cada día más posibles de tratar.

El futuro es la miniaturización de los aparatos y las prótesis totalmente implantables, que serán cada vez más potentes, más programables, con sonido más claro, con funciones que permitan la conexión total entre persona y tecnología. 

Existe hoy en día un duro enfrentamiento entre las comunidades sordas de todo el mundo, que no se consideran personas con discapacidad sino minorías lingüísticas, y las familias oyentes con hijos sordos que acuden a las tecnologías de ayuda auditiva. Los primeros defienden su cultura, los segundos quieren que sus hijos se oralicen y formen parte de la sociedad oyente.

Tal vez esa colisión entre sociedades sordas y oyentes termine por acabar con todos, y adiós plan de ganarle al silencio impuesto con la lengua del cuerpo.

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O tal vez no estamos viendo el tema desde el ángulo correcto.

¿Y si no resulta ser el silencio la imposición sino el castigo en esta sociedad que, aún antes de existir, ya nos está dando tantos problemas?

El silencio total existe solo en el vacío del espacio, por lo menos para nuestros oídos humanos. No hay silencio absoluto en la Tierra aunque algunos hagan todo lo posible por encontrarlo.

El edificio B87 ubicado en las oficinas de Microsoft de Redmon, Estados Unidos, alberga tres cámaras anecoicas. En una de ellas, el sonido tiene una intensidad de menos veinte decibelios cuando el oído humano posee un umbral mínimo de cero decibelios.

Las cámaras anecoicas se construyen de modo tal que absorben toda onda sonora. Se utilizan desde los años veinte del siglo pasado para estudiar la acústica, poner a prueba equipos de sonido, medir el ruido que generan aparatos como los marcapasos, por ejemplo.

A los pocos minutos de estar en una cámara anecoica, lo único que logra escucharse son los sonidos que provienen de nuestro interior: los latidos del corazón, los acúfenos, el ruido que hacen los pulmones al recibir el aire. Cuanto más tiempo se pase en una cámara (el récord es de cuarenta y cinco minutos), el agobio se intensifica, el silencio se hace insoportable, se pierde el equilibrio, la persona se desorienta, se pierde en sí misma.

Los seres humanos no estamos preparados para resistir el silencio absoluto que nos hace sentir tan solos. Si hasta necesitamos llenar los silencios cotidianos porque hay algo allí que nos abruma. 

El silencio sin lengua también nos anula. 

¿Qué somos si no poseemos un modo de comunicarnos con los otros?

9

Existen aún hoy sociedades que no poseen sistema de escritura.

No existen sociedades sin una lengua.

En ese futuro del terror que estamos imaginando, la lengua será lo primero que nos quiten. Luego irán por el lenguaje, nuestra capacidad para adquirir y desarrollar una lengua. Y entonces no seremos más que olvido. 

Verónica Sukaczer es una periodista hipoacúsica no hablante de lengua de señas. Se comunica perfectamente a través de la lengua oral, con el apoyo de un potente audífono de tipo RIC (auricular en canal) con bluetooth y la lectura labial, que puede realizarse en ausencia de sonido. Tal vez el futuro sea de ella

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3 Comentarios

  1. Se me ha hecho muy corto.

  2. plata_quemada

    Magnífico artículo!

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