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La lista de O’Flaherty

Hugh O'Flaherty
Hugh O’Flaherty. Ilustración: Tau.

Paradójicamente, había algo en lo que coincidían el monseñor irlandés, Hugh O’Flaherty, y Herbert Kappler, un oficial alemán de las SS que en 1943 asumió el mando de la Gestapo en Italia. Aunque enemigos, ambos amaban Roma, y además estaban dispuestos a arriesgar su vida para salvaguardar su instinto, su familia.

Se cumplen ochenta años de esta controvertida historia; justo la mitad de Escarlata y negro, la película que la universalizó. Dirigida en 1983 por Jerry London y protagonizada por Gregory Peck, en las vestes del sacerdote, y Christopher Plummer, haciendo las veces del subordinado de Hitler, la cinta se basa en la novela de Joseph Peter Gallagher: Scarlet Pimpernel of the Vatican. Ambientada en Roma durante la Segunda Guerra Mundial, el largometraje comienza con la música de Ennio Morricone ilustrando una urbe desierta y apocalíptica con la bandera nazi custodiando el Campidoglio, la colina que otrora usaban los emperadores para vanagloriarse de sus gestas. 

Es en ese contexto bélico, concretamente los nueve meses de ocupación nazi en Italia (septiembre de 1943-junio de 1944) que hicieron de Roma una ciudad abierta, disputada y contendida, donde emergió con fuerza el misterioso O’Flaherty para escribir uno de los capítulos más interesantes, arriesgados y polémicos en un lugar lacerado y atormentado por la pólvora. Y es que, junto con sus colaboradores más cercanos, salvó a más de seis mil prisioneros de guerra. Entre ellos, soldados italianos, ingleses y franceses, algunos incluso de religión musulmana (arribados de África), también judíos y antifascistas, proporcionándoles siempre documentos falsos, salvoconductos, comida y cobijo en conventos, monasterios y apartamentos tanto en la capital como en la campiña. Les protegió de la deportación y, por ende, de la muerte. «Hago mi deber, porque Dios no tiene nacionalidad», solía decir a quienes le cuestionaban por hacer caso omiso al pasaporte o al credo, desoyendo en muchas ocasiones los consejos de las altas esferas clericales: de obispos a cardenales… Hasta del propio heredero de Pedro.  

Siempre fue un verso libre el bueno de O’Flaherty. Nacido en Cahersiveen (1898), en 1925 fue nombrado sacerdote en Roma. De ahí pasó a vicerrector del Colegio Propaganda Fide, convirtiéndose en una figura importante de la diplomacia vaticana. Fue destinado a Palestina, Haití, Santo Domingo y Checoslovaquia. En 1938 pasó a formar parte del Sant’Uffizio (Colegio Teutónico) de la Ciudad del Vaticano, clave en su proyecto homérico. Porque sí. Según el portal Vatican News, el monseñor O’Flaherty creó y coordinó una red secreta (Rome Escape Line) formada por hombres y mujeres de incógnito que ayudaron en la fuga y el escondite a seis mil quinientos fugitivos desnortados en mitad del conflicto. 

Atractivo, mundano, generoso y deportista

Acérrimo enemigo de Kappler, quien se refería a él como «la primula rossa del Vaticano», era un cura con encanto, amante de las fiestas mundanas organizadas por condes, apasionado de la ópera (su favorita era La bohème, de Puccini), del té negro, del golf y del boxeo. De hecho, boxeaba en el histórico gimnasio Audace, a los pies del Coliseo, junto a muchos púgiles judíos que encontraban en ese lugar subterráneo y medio clandestino una isla feliz. «Los acuerdos secretos, la facilitación de documentos… Lo hacía todo dentro de la Basílica Vaticana, junto a la Piedad, de Miguel Ángel, o la Cátedra, de Bernini», comentó hace años al diario de inspiración católica Avvenire Kieran Troy, un miembro de la Hugh O’Flaherty Memorial Society. «Estoy convencido de que el papa Pío XII lo sabía todo».

Se refiere a su presente, pero también a su pasado, cuando fue enviado por la propia Santa Sede a visitar lugares en los que los nazis mantenían presos a aliados de lengua inglesa. «Les llevaba libros, tabaco, chocolate, sonrisas, empatía y esperanzas». De hecho, solía apuntar todos los nombres para, después, ya en Roma, mandarlos a Radio Vaticana con el objetivo de que fueran divulgados y tranquilizar así a sus seres queridos. «Les subía la moral, y había quienes le imputaban eso», subrayó Troy.

Semejante heroicidad cobra más magnitud si se tiene en cuenta que el Vaticano, con inmunidad diplomática, se declaró neutral en la Segunda Guerra Mundial. Motivo por el cual, en más de una reunión con O’Flaherty, el sumo pontífice —cuyos silencios ante la deportación de judíos le propinaron un menhir fascista del que jamás se desprendió— le advirtió de la amenaza alemana si se valía de las murallas al otro lado del Tíber en sus arrebatos humanos y solidarios. El monseñor, aunque discrepaba con esta ambigüedad, le instaba a mirar a otro lado para seguir valiéndose de una importante cuota de autonomía. 

Era obvio que con Giovanni Pacelli (Pío XII) le unía un nexo invisible: O’Flaherty, hijo de campesinos, jesuita como el papa Francisco, con fama de antibritánico y antiortodoxo por ayudar a los refugiados, quería también evitar que estos se alistaran con los partisanos para resolver el conflicto sin armas. Precisamente eso le ocasionó críticas por parte de la retórica partisana que se enfrentó a Hitler y Mussolini, con quien protagonizó una guerra civil dentro de la mundial. No estar con ellos suponía estar en contra, y lo mismo valía para el propio Pío XII. «La comunidad judía le estimaba. Es cierto que él era anticomunista. Pagó por ello un precio altísimo, pero, durante la ocupación de Roma, nadie puede olvidar que la Iglesia puso a disposición basílicas, iglesias, conventos y seminarios para proteger a los judíos. No quiero decir que Pío XII salvara a diez mil de la deportación, pero sí contribuyó a ello. Lo cuentan dos libros bien documentados: La resistenza in convento (Enzo Forcella, Einaudi) y L’inverno più lungo (Andrea Riccardi, Laterza)», explica a Vatican News Paolo Mieli, historiador y articulista del Corriere della Sera.

Karl Wolf y el papa

En la película Escarlata y negro hay una escena que descorcha el vino que se verterá después. Cuando termina la canción inicial de Morricone, Karl Wolf (enviado por Himmler a Italia como capo de las SS para liberar a Mussolini, sitiar Roma y castigar a los disidentes) y el propio Kappler se presentan en las residencias vaticanas para hablar con Pío XII. Le aseguran inmunidad y le subrayan que son los nuevos jefes máximos y están dispuestos a terminar con la resistencia surgida tras la capitulación de Italia, que pasó al bando opuesto, descubriéndose una identidad débil, acerba, volátil, ingenua y superviviente.  

El segundo y último encuentro que tuvieron —en este caso, secreto— fue ya en el 44, cuando las tropas americanas habían desembarcado en Anzio. Al parecer, a sabiendas de que Alemania había perdido nuevamente una guerra, Wolf le pidió ayuda divina para evitar más sangre en el retiro de sus tropas. «Me han tildado de nazista por no condenar el nazismo y firmar con Hitler un tratado para garantizar la seguridad de la Iglesia allí», le comenta el actor John Gielgud (el papa romano) a Gregory Peck. A continuación, de forma lacónica, le advierte: «Querido monseñor: la esencia del estadismo es la diplomacia». «Yo no soy estadista, padre», le responde sin muchos miramientos el tótem irlandés.

Lo cierto es que, pese a no poder evitar la encarcelación y tortura por parte de la Gestapo de su colaborador agostiniano Anselmus Musters, sí logró proteger a la famosa princesa Evelina Pallavicini. Así, lo que comenzó como algo ocasional se convirtió en una operación perfectamente estructurada con entresijos muy finos. En muchas ocasiones, cosidos por sir D’Arcy Osborne (ministro británico de la Santa Sede), John May y el conde Salazar, de la delegación suiza. Todos colaboraron en esta histórica y alambicada línea de fuga ideada por O’Flaherty.

Para más inri, Kappler jamás se lo puso fácil, quien pasó tristemente a la historia por la matanza de las Fosas Ardeatinas —como venganza a la acción partisana de Via Rasella— y la crueldad sobre los judíos de Roma, una de las comunidades más grandes de Europa y probablemente la menos errante (existe desde antes de Cristo). Fuentes del Museo Nazionale della Resistenza hablan de más de dos mil deportados romanos, de los que solo volvieron setenta y ocho hombres y veintiocho mujeres. De todos ellos, mil fueron bajo el yugo y las hordas del mandamás germano, quien además ordenó —sin éxito— capturar y asesinar al padre O’Flaherty. Después, terminada la guerra, en un arrebato humano, moral y ético le suplicó que ayudara a escapar a su familia. «No pido que me ayudes a mí, irlandés, sino a mi mujer e hijos». 

Kappler, ya entre rejas en Gaeta, se convirtió al catolicismo. Condenado a cadena perpetua por crímenes de guerra, demás atrocidades y torturas a presos en Regina Coeli (cárcel del barrio Trastévere), fue acusado por el delito de requisición forzosa al sobornar y engañar a la comunidad judía obligándola a entregar —en treinta y seis horas— cincuenta kilos de oro a cambio de inmunidad. Solo tuvo, durante meses, un visitante en la cárcel: el monseñor Hugh O’Flaherty, a quien jamás delató cuando en el juicio del 48 le interrogaron sobre si conocía la identidad de la persona que ayudó a su familia a huir a Suiza. Aun prometiéndole una reducción importante de la pena, el orco alemán calló. 

En la cárcel hablaron de Roma, de su amor por esta ciudad. El presbítero irlandés, con fama de playboy, terminó su vida en su país. Tras la liberación de Roma, fue honrado por Italia, Canadá y Australia. Además, recibió la medalla norteamericana de la libertad y fue nombrado comandante del Imperio británico. En 1959 bautizó a Kappler justo antes de que se convirtiera al catolicismo. 

El carbonero y la línea blanca

Ha pasado mucho tiempo desde el último intento —fallido— del mordisco nazi, que ya languidecía y reculaba diezmado ante el general invierno en Rusia. Mucho desde que el diario L’Osservatore Romano publicara un polémico comunicado (26 de marzo de 1944) condenando conjuntamente y juzgando como abominables los actos de Via Rasella y la vendetta de las Fosas Ardeatinas. La diferencia, sin embargo, era sideral: si en el primero —de matriz partisana y comunista— murieron treinta y tres soldados alemanes; en el segundo se contabilizaron trescientas treinta y cinco víctimas con un tiro en la nuca, en lo que supuso un arrebato hegemónico del Terzo Reich

Demasiado tiempo, sí, desde que los americanos primero bombardearan Roma para después salvarla de la quema. Hay una imagen icónica que representa una ciudad ya sana: el comandante de las tropas aliadas —general Mark Clark, del quinto Ejército de Estados Unidos— sentado en un jeep aparcado en la plaza de San Pedro. Está charlando con un hombre alto y moreno vestido de sacerdote. Era Hugh O’Flaherty di Killarney, uno de los grandes héroes humanitarios de la Segunda Guerra Mundial. Un demiurgo.

Con una gesta incluso mayor a la de Oskar Schindler (oficial alemán que salvó a mil doscientos judíos del Holocausto), su nombre hoy en día sigue siendo un misterio, pese a que el contexto ya es manido: tras la caída de Benito Mussolini en julio del 43, el primer ministro italiano (Pietro Badoglio) firmó un armisticio con los aliados el 8 de septiembre. Un día después, los alemanes ocuparon Roma tiránicamente, azotándola sin piedad. Ahí emergieron Kappler y su némesis clerical, del que aún se desconoce a ciencia cierta si operó con el beneplácito de una curia que conocía como la palma de su mano. Lo único seguro es que lo ayudaron curas, civiles, diplomáticos, monjas y familias nobles romanas, como la residente en Palazzo Doria Pamphilj (Via del Corso). Sin olvidar su audacia  y su ingenio, de los que se valió para sobrepasar la línea blanca que pintó en la plaza el SS-Obersturmbannführer, quien le dejó claro que, si cruzaba ese confín, pasaría a territorio alemán y moriría. La tensión cortaba el aire, y lo que parecían prebendas y privilegios del Vaticano respetando sus fronteras no eran más que amenazas subliminales que pretendían dilapidar sus concesiones eternas. 

Último alegato partisano

La cruzó en varias ocasiones el monseñor, aunque siempre disfrazado: de barrendero, de monja, de rufián vende estampas e incluso de carbonero. Su laboratorio fue siempre el Colegio Teutónico, adyacente a la Basílica de San Pedro y afiliado a la Iglesia alemana. Aunque en ella había soldados alemanes que se hacían pasar por curas espías, también era la residencia de algunos soldados ingleses, como el mayor Sam Derry, íntimo amigo del gran irlandés, que salvó a gente de hasta veinte nacionalidades. Además, protegió a Roma, ayudó a partisanos, perdonó a Kappler y protegió a su familia. Dos anécdotas lo definen, la última, en un campo de golf situado en un barrio burgués de la prodigiosa urbe capitalina. 

«Eran las 14:30 cuando salí del apartamento. Mi padre me abrazó y mi madre me besó con lágrimas en los ojos. La distancia a la Basílica era corta, la plaza estaba llena de gente. Había policías con uniforme y algunos civiles que conocía. Eran de la Gestapo e iban de paisanos. Tenía miedo, pero finalmente lo vi. Era alto y delgado. Se movía con dulzura y desparpajo. Me arrodillé delante de la Piedad, comprobé que nadie me vigilaba y deposité la carta de mi padre debajo del cojín. Mientras me iba, miré hacia allí y vi al monseñor arrodillado exactamente donde había estado yo». Este es el testimonio de Fernando Giustini, que con trece años estaba entregando una carta top secret escrita por su padre Antonio, un líder de los partisanos antifascistas.

No lo era Roberto Bernardini, pese a que también dejó poesía por escrito. En este caso, custodiada en el exclusivo club de Roma dell’Acquasanta. «En 1961 se convirtió en jugador profesional de golf. Representó a su país en la Copa del Mundo hasta nueve veces. Fui su caddie cuando yo era cadete. Era a finales de los cincuenta, creo que yo no tenía ni diez años. Era educado, amable y muy bueno. Dominaba el hierro 1. Era divertido observar cómo dominaba el hierro 1. Parecía que en sus manos tenía un bate de béisbol». 

Con él, uno de los hombres más carismáticos de Irlanda, solo pudo un infarto. Tenía sesenta y cinco años. Por su parte, desde la cárcel, Kappler le pidió al presidente de la República italiana, en señal de clemencia, poder salir para hacer un peregrinaje penitente a la Via Ardeatina. Le fue denegado. Ya en 1973 tuvo que intervenir unilateralmente Alemania: Gustav Heinemann (presidente de la Alemania Federal) y el canciller Helmut Schmidt intentaron convencer a Aldo Moro y a Giulio Andreotti. Tras una larga enfermedad y un segundo matrimonio en la cárcel, terminó fugándose y murió en Alemania en 1978. Tenía setenta años. Fue enterrado en el cementerio del pueblo. Al entierro acudieron amigos y algunos nostálgicos que le regalaron un último saludo nazi, ese que, en el inicio de Escarlata y negro, le negó el papa Pío XII cuando se despidieron él y su colega Karl Wolf.

Después, al volver a casa, salió a la azotea con su familia y le explicó a su hijo por qué amaba Roma. Entonces no sabía nada del monseñor irlandés: «Cuando era pequeño vine a esta ciudad, ¿sabes?… Recorrí todas las calles, sus plazas. Me prometí que alguna vez sería mía. Nos quedaremos en Roma para siempre, porque es nuestra. Acuérdate de esto, hijo mío, porque quizá alguna vez también será tuya». «¿Dónde está el Coliseo, papá?», inquirió la criatura. Él, nervioso y algo inquieto, comenzó a buscarlo violentamente con la mirada hasta comprobar la frustración que suponía, pese a ser el jefe de la Gestapo, no verlo desde ahí. En sus primeras Navidades italianas, Kappler le regaló a su primogénito una pistola de juguete.

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