Seguramente, la frase «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla» es una de las certezas que el propio paso del tiempo ha depositado en nuestras manos. La historia es un gran cuadro en el que cada uno puede atrapar cientos de detalles, pero que jamás acaba de ver en su totalidad, pues aquello sucedido en el pasado siempre es reinterpretado y nunca nos da una visión completa y objetiva.
De hecho, si se logra modificar la historia en beneficio propio acabamos obteniendo una poderosa arma de manipulación. Se han dado cuenta numerosos reyes, gobernadores, presidentes y dictadores, eliminando fuentes bibliográficas para erradicar cualquier rastro de aquello de lo que no se quiere hablar. Si la gente no tiene una visión completa, andará como un ciego al que se le ha privado de su bastón y solo logrará ver las sombras como en la caverna de Platón. Esto fue lo que pasó con los griegos y sus traducciones, que de una forma u otra encontraron la espada de la religión y su moralidad, dejando huérfanos a muchos de esos textos que hablaban de «compañeros», «amigos» o incluso de «prácticas sexuales poco comunes». Desabastecidos por la información de lo que en un pasado fue una práctica común, solo quedaba darle al pueblo —en este caso podemos poner el ejemplo de Inglaterra— una serie de latigazos morales que hablaran de «sodomía», esa palabra que bebe de los textos bíblicos antiguos y que posteriormente se identificará con la práctica del sexo anal. Es así como el «bueno» de Thomas Cromwell decidió escribir el famoso «Buggery Act 1533» que iba en contra de cualquier práctica sexual con personas o animales que no fuera destinada a la procreación, y que fue aprobada por —atentos a la hipocresía del hecho— Enrique VIII, que entre esposa y esposa decidió ponerse un poco moralista. Este famoso Act es el que posteriormente ha dado caza a tantísimos homosexuales —entre ellos los más famosos, Oscar Wilde o Alan Turing—, pues la ley fue modificada «Labouchere Amendment» dando lugar a los «Offences Against the Person Acts» y el crimen «Gross Indecency», que era una manera de referirse a los actos sexuales entre dos hombres (específicamente y dejando a un lado a las mujeres)
La falta de visibilidad y una sociedad con una manipulada moral religiosa condujo al desamparo de aquellos que eran gais, lesbianas o en general queers. Era tal el desamparo que ni ellos mismos podían articular lo que eran, y de igual forma que pasa en el célebre cuento «El patito feo» de Hans Christian Andersen —que también tuvo relaciones con hombres— se hallaron rodeados de personas que solo lograban señalar sus diferencias sin saber que verdaderamente podían brillar por lo que les hacía únicos. De esa manera aparecen los hombres a los que quiero darles un lugar especial en la historia y que espero que podáis recordar. Por un lado, Karl Heinrich Ulrichs, que fue uno de los primeros activistas LGTBIQ, al hablar del amor homosexual en 1864 a través de lo que él denominaba «uranista», haciendo referencia a uno de los mitos del nacimiento de Venus. Él creía, valiéndose de las explicaciones de Platón, que el amor inspirado por ese tipo de Venus —que no había necesitado mujer alguna para ser concebida— correspondía al amor que sentían los hombres homosexuales. Posteriormente, este término fue adoptado por los siguientes a los que no quiero que la historia olvide: John Addington Symonds y Edward Carpenter. Ellos llevaron el adjetivo «uranista» a una explicación más amplia y metieron dentro a cualquier personal del colectivo sin especificar hombre o mujer. De hecho, recomiendo la lectura del libro El sexo intermedio de Carpenter, publicado en 1908, donde vemos que los conceptos de orientación e identidad sexuales se entremezclaban, siendo un error cualquier intento de transliteración al pensamiento actual.
John Addington Symonds realizó la excepcional tarea de publicar A Problem in Greek Ethics (1883), siendo el primero en abordar el «amor griego», recuperar la originalidad de lo que se había modificado para que encajara en los esquemas heterosexuales de la época y en acuñar el término «homosexualidad». Tarea que posteriormente se encargaría de resumir Edward Carpenter en su libro Lolaus – Anthology of Friendship, un maravilloso ensayo que analiza todos aquellos personajes gais de la historia y que fueron erróneamente «straightwashed» o heterosexualizados. El primero de los mencionados tuvo una relación heterosexual, aunque se conocen varios amantes hombres, y el posterior se identificó de manera total con su homosexualidad. Deberíamos darles un artículo aparte junto a otros de sus amigos: Walt Whitman o E. M. Forster. Y es que nada quedaba en simple palabrería, pues Edward Carpenter fue uno de los primeros activistas homosexuales. A él le debemos la creación del Partido Laborista independiente y todas las ramas que se desprendieron de él como la sociedad fabiana, la sociedad británica para el estudio de la psicología sexual o el apoyo encarecido al movimiento feminista, ecologista y pacifista. De hecho, cuando veáis Lady Chatterley’s Lover o cuando leáis Maurice, pensad que se inspiraron en este personaje de la historia que decidió vivir junto a su hombre en una pequeña granja en Millthorpe. Y cuando disfrutéis del conocimiento de Aquiles y Patroclo, o de Alejandro Magno junto a Hefestión o del mismo Banquete de Platón, recordad que tras la ventana sucia de la historia estaba J. A. Symonds limpiándola para vosotros.
Llegados aquí hemos de matizar varias cosas: la dificultad de publicar teorías queer en un momento donde se castigaba bajo pena de trabajos forzosos su actuación y la búsqueda de la identidad de todos los miembros del colectivo LGTBIQ+. ¿Qué significaba ser uranista? ¿Qué diferenciaba el travestismo de la transexualidad? ¿A caso querer a personas de un mismo sexo estaba asociado a la masculinidad o feminidad? Todas estas preguntas se las fueron planteando ellos mismos, y lo que en un principio nos parece muy fácil, para ellos significó una tarea titánica creando una de las cosas más importantes en una sociedad: la identidad.
Toda la teórica iba transcurriendo al mismo tiempo que la práctica iba salpicando las portadas y los titulares de la prensa. Casos como el de lord Montagu (1954), Oscar Wilde (1895) o la del duque de Argyll (1963) —este último únicamente para exponer el puritanismo de la época y la opresión de la sexualidad de la mujer— ponían de manifiesto otro factor clave en la sociedad: la interseccionalidad de la homosexualidad. No solo era importante si eras gay o no, sino la clase social a la que pertenecías, por lo que uno podía mantener relaciones homoeróticas entre la aristocracia siempre y cuando no saliera a la luz o no lo hiciera con una clase inferior. Del mismo modo, si el Estado podía obtener una rentabilidad de tu homosexualidad —los casos de homosexuales contratados como espías por la carencia de lazos matrimoniales— todo era correcto, pero en el momento en que no funcionases serías el primero en caer. El «terror lila» (década 1950) fue justamente eso, la creciente paranoia de conspiraciones comunistas en Estados Unidos y el arresto de agentes dobles homosexuales que desató un linchamiento contra el colectivo al crearse una asociación entre los términos.
La política tras cualquier derecho es tangible en cada hilo de la historia, y no únicamente aparecen factores religiosos sino también sociológicos, antropológicos y políticos. La conquista de los derechos nunca ha transcurrido de manera ordenada y homogénea, sino que se expande a pistoletazos a través del mundo. La sociedad no se levantó un buen día diciendo: «Oye, que estamos en 1980, debería ser hora de que aceptáramos eso de la homosexualidad, nos estamos quedando anticuados», como muchos parece que se piensen que pasó. Quien dice «pero yo nunca he tenido problemas con mi homosexualidad, no entiendo por qué tanto revuelo de la comunidad LGTBIQ+», debería echar un ojo a los libros de la British Library para que entiendan que para que ellos se levantaran un día entendiendo que el hecho de que les gusten los hombres siendo hombres se conoce como homosexualidad, o que puedan experimentar tanto como quieran sin tener el temor de que les vayan a encarcelar por ello, ha tenido que morir, sufrir y sudar muchísima gente. No es únicamente lo que significa en la actualidad «ser gay o lesbiana o bisexual o…», sino lo que ha representado en el pasado. Olvidar el pasado no solo conlleva a repetir los mismos errores, sino que da una estrechez de miras tan grande que devalúa la propia opinión al lado de una persona formada y banaliza el sufrimiento de las personas en el pasado.
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