Los mejores libros no ofrecen lecturas, sino lugares donde quedarse. Yo querría vivir unos años en el Londres de El Buda de los suburbios, recorrer la América de Kerouac —que solamente existe en los libros de Kerouac—, asistir a las exposiciones de Barbazul y contemplar los cuadros de Rabo Karavekian. Tampoco me importaría pasar un tiempo en Macondo, reconociendo los tipos infames y los sucesos inexplicables —pero muy bien explicados— de la mejor prosa de García Márquez.
Ahora que la geografía es una ciencia más viva que nunca, tenemos que reivindicar el libro como lugar, algo que en el pasado era más una realidad que una aspiración. El escritor mexicano Antonio Gómez Galán añoró en un artículo titulado «El libro como lugar» el tiempo en el que los libros no tenían prólogo sino pórtico, peristilo en lugar de prefacio. La simple denominación de las distintas partes del texto empleando elementos arquitectónicos evidencia ese deseo de la humanidad de dotar a los libros de una dimensión espacial. La palabra portada responde a la misma intención: establecer otro vínculo físico entre el objeto de papel y los espacios de la vida, igual que el de cubierta —de nuevo la arquitectura y la literatura hermanadas—. Con una y otra estamos abriendo una puerta de acceso al territorio del libro que sueña con una materialidad orgánica y una geografía propias.
Vivo en una ciudad que está bendecida con la presencia de un palacio que es en realidad un gran libro: la Alhambra. La próxima vez que visiten el conjunto nazarí, olvídense de que están ante un monumento arquitectónico e intenten verlo como un libro sobre el que caminar. La Alhambra contiene más de diez mil inscripciones, la mayor parte de ellas poemas. Y todavía alguien se pregunta por qué hay tantos escritores y de tanta calidad en Granada.
Los amanuenses de los libros medievales tenían claro que el papel era lugar en cuanto que lienzo y superficie de representación. Para ellos, la miniatura y el adorno miniado eran tan importantes como las letras. El códice era un espacio de trabajo para el abad, que atendía cada página como cuidaba su huerto. El libro era lugar de oración, algo que se puede seguir haciendo desde una perspectiva perfectamente laica, pues todos los buenos libros abarcan ese espacio en el que sentirse en el trance gozoso del pensamiento, en cualquier caso lejos del lugar en el que uno se encuentra. ¿Por qué no vivir en devoción al Lazarillo? Sus capítulos pueden revivirse siempre que uno los necesite, como quien acude a un libro trascendente. Porque es, en esencia, un libro trascendente. La geografía del Lazarillo de Tormes, por cierto, es otra de las que me gustaría recorrer.
Así contemplado, el libro es también un edificio en espera de ser actualizado, si tenemos en cuenta que la geografía de las narraciones depende de la interpretación de cada lector. Somos nosotros quienes les otorgamos límites y apariencia en nuestra lectura. Cada libro es una biblioteca de un solo volumen con las puertas siempre abiertas, que aguarda su oportunidad de entrar en nuestra vida. Porque todo lector sabe que un libro te lleva a otro libro, yo imagino estos libros-edificio como arquitecturas dotadas de un sinfín de vestíbulos ocultos que dan acceso directo a tu próxima lectura.
Si todo lo que he escrito hasta ahora les parece hiperbólico y desmesurado, es el momento de recordar el origen de la literatura, que no es otro que la tradición oral. No podemos olvidar que el hecho literario surge en boca de un relator de historias, y por tanto cuenta en su origen con un lugar. La primera literatura, la oral, ocurría en un momento y un espacio determinados: la reunión de amigos o familiares en torno al fuego, la plaza del pueblo, el patio de un castillo, el rincón propicio de un jardín. Con la invención del libro, la literatura pasa de suceder en un lugar —dondequiera que el contador de historias ofreciera su narración— a poseer su propio territorio, tan real como cuando se basaba en la voz sostenida del narrador pero que exige el esfuerzo por parte del lector de crear el lugar en el que se desarrolle.
Los libros primitivos, anclados como estaban en ese arrastrar una tradición de historias en lugares y jornadas, aludían con frecuencia a los cambios de ciclo y las horas del día, como si todavía estuviesen atados a un lugar y un calendario. Tomemos Las mil y una noches, por ejemplo. Porque el tiempo apremia y se consume con la rotunda celeridad de las vivencias reales, Scherezade avisa continuamente de que amanece y su historia quedará inconclusa, «llegó el amanecer sin que Scherezade hubiera contado su historia.». En su libro aún sale el sol y se pone, igual que en los lugares en los que las historias que contiene eran narradas.
Lo más fascinante del proceso del libro como lugar es que el espacio creado por el lector es rotundamente personal: nadie ha imaginado ni imaginará el Pequod, ballenero de Moby Dick, de la misma forma. Todos otorgamos a la mansión de Satis House, en Grandes Esperanzas, una arquitectura diferente. Por eso las adaptaciones al cine de las grandes novelas siempre nos defraudan, pues de entrada ya traicionan la escenografía que nuestro pensamiento le había otorgado.
El Quijote es, en esencia, la historia de un protagonista que, hastiado de la realidad a la que se encuentra sometido, decide habitar los libros de caballería. Sus ansias de aventura obligan a su mente a vivir la lógica de la ficción, mucho más rica y apetecible que la prosaica necedad que le rodea. Si asumimos que Cervantes inaugura la novela moderna, podemos admitir también que esta noción de literatura como mundo de libre elección es constitutiva de todo libro.
El año pasado llegaron a mis manos dos novelas, cuya lectura por supuesto les recomiendo, que jugaban de una manera bastante literal con esta asunción cervantina de la literatura como territorio de preferencia frente a una realidad falta de prestigio e interés. La primera de ellas es El peso de vivir en la tierra —cuyo título ya remite directamente al contenido de este artículo—, historia en la que el narrador mexicano David Toscana nos acerca a la historia de Nicolás, un pobre tipo apasionado por la cultura y la literatura rusas, que cansado de la grisura y falta de emoción de su entorno decide cambiar su nombre por el de Nikolái Nikoláievich Pseldónimov. Desde entonces, compartirá con su esposa y un grupo de extraños —todos ellos con nombres adaptados a las normas de la literatura rusa— una serie de aventuras insólitas que evocarán a Bulgákov, Chéjov, Tolstói o Dostoievski. En la novela, el protagonista se ha «mudado» mentalmente a las obras rusas y, a la manera quijotesca, nada de lo que ocurra en esa realidad puede sacarle del territorio en el que ha elegido vivir. David Toscana explota la comicidad del planteamiento:
En el comedor de la oficina llegó a preguntar a la cocinera si no tenía kascha o kvas, aunque él mismo tenía poca idea de qué eran esas cosas, pues en las novelas apenas se indicaba que la kascha era un manjar típicamente ruso (…) Cuando le pidieron que cooperara para una fiesta de la oficina dijo que no le quedaba un kópek y dejó de usar las fechas ordinarias para emplear las ortodoxas…
Al hilo de la pasión por la literatura rusa, me viene a la memoria que Francisco Umbral, maestro en esto de habitar libros, gustaba de hablar de su casa como de una dacha, personificando a los grandes narradores rusos y sus lugares. Su obra Capital del dolor aparece como escrita en «La Dacha, estío de 1995».
La segunda de estas novelas-territorio es Cerbantes Park (sí, Cervantes con «b», no se trata de una errata) de Carlos Robles Lucena. En esta novela publicada por la resucitada editorial Navona, un emprendedor visionario ha creado un parque temático dedicado a la literatura en algún lugar de Cataluña. Los empleados son filólogos, todos los visitantes lectores, naturalmente, y las atracciones son expediciones al interior de los grandes libros. La propuesta empresarial es un fracaso, como no podía ser de otra forma si queremos que la historia tenga ese regusto entre utópico y derrotista que atrapa a tantos lectores, y al final al promotor de esta locura libresca no le queda otra que… efectivamente, vivir en el propio parque, de manera que la metáfora está completa: el creador vive en su libro-creación.
Pero será quizá Jorge Luis Borges el más fiel devoto de la cultura del libro-territorio. Recuerden su cuento Del rigor de la ciencia, en el que imagina un mapa tan grande como la realidad que describe, pero sobre todo su insistencia en el concepto del Aleph, que no es más que el vórtice mental en el que toda la historia y geografía universal se concentra. El punto en el que todos los libros, el libro entendido como antonomasia, convergen. En el Aleph cada suceso, por alejado que se encuentre temporal o espacialmente, puede ser contemplados. ¿No es eso la literatura?
Derrida y sus epígonos, siempre atentos a poner etiquetas entre brillantes y marcianas a las terrae ignotae del arte, habló de entre-lugares o anfiespacios —atentos a la imaginación del término—como umbrales entre la realidad y la ficción, aquello que está a un mismo tiempo en más de un lugar, independientemente de que sean o no reales.
Si hablamos del lugar literario como territorio de plena libertad tanto para creadores como lectores, la cultura de la cancelación que ahora vivimos se revela como una gran amenaza. La cancelación pretende traer todos los textos al momento presente y a los lugares de nuestra sociedad, evitando que habiten esa temporalidad mágica, por imprecisable, del arte. Cuando alguien juzga un texto del Siglo de Oro con ojos contemporáneos, y se escandaliza por un hecho moral o políticamente anacrónico, está negando al libro su territorio, está dejando de ver la atemporalidad del ninguna-parte que es propio del hecho artístico. Si quitamos al arte sus territorios propios, estamos negando cualquier construcción alternativa al momento social presente. Y eso cuenta para las buenas y las malas, las justas y las injustas. Atentar contra el territorio de la literatura como lugar libre significa no entender que en el reino del arte siempre es carnaval, cualquier día es bueno para invertir, revertir o contradecir los dictados de la sociedad del momento.
Los clásicos siempre son modernos porque habitan territorios atemporales, viven en el precario equilibrio del interés de las generaciones sucesivas. Existen si alguien se interesa por ellos, y esa ideas me parece fascinante: Platón es contemporáneo porque obtiene lecturas, y sin embargo tantos autores posteriores están desaparecidos en el limbo del desinterés lector. Estas reflexiones aportan a la premisa inicial de los libros como lugares una dimensión extraordinaria: la literatura solamente consigue hacerse territorio cuando un lector se pierde entre sus páginas, es decir, es un no-lugar hasta que un individuo lo actualiza.
Santiago Gamboa escribió que la literatura es «un lugar de paso». Habló de libros que nos recuerdan a países en los que hemos vivido de manera transitoria. Me parece una idea muy buena para acabar este artículo sobre letras que acaban siendo territorios. Si no aceptamos la literalidad del libro como lugar, al menos podemos aceptar su naturaleza de transición.
Así que ya saben: la próxima vez que tengan entre sus manos un gran libro, no se limiten a leerlo. Recórranlo. Ámenlo. Habítenlo.
Me gustó mucho el artículo. Burbujas de tiempo donde nos adentramos a habitar. Gracias.
Excelente texto…un buen libro, un libro que nos ha gustado y marcado, es un sitio al que volvemos siempre y no nos cansamos de visitar…
De momento tengo este hermoso artículo.
Gracias.
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Con su texto transportador, se me hace que usted es como aquellos exploradores en busca de maravillas para después relatarlas en rueda de amigos, y en ellas, a un cierto momento, entre relato y recuerdo vívido siente esa nostalgia irrefrenable de volver a esas ciudades perdidas de ladrillos-libros; cúpulas y pirámides de enciclopedias, calles de mapas donde más allá hay solo leones, cielos oscuros de constelaciones dibujadas a mano, las necesarias y dolorosas páginas en blanco que, como un día soleado prometen encandilar a vuelta de página, atlas de duras tapas para los palacios de justicia y del buen gobierno, libelos atrayentes en las esquinas oscuras y de mala fama, junto a proclamas de locos y recetas inesperadas de cocina exótica, y al final, en la periferia añorada, aquella casa de libros-ladrillos, con su ventana de libros-ladrillos, dintel, jambas y alféizar de libros-ladrillos, de pie o durmiendo, los de la infancia, el de aquella niña con calzas largas, Guliver y Alicia, Mil leguas debajo del agua, el Martin Fierro, todos enmarcando al rostro de una niña que usted ve pero ella no porque continúa a esperar. Muchas gracias.