Ni periodismo humano ni social. A Pedro Simón (Madrid, 1971) no le convencen estas etiquetas para describir lo que él hace, casi un género ya en sí mismo o un estilo que ha ido puliendo a lo largo de más de tres décadas de profesión. Nos referimos a esos reportajes que, a pesar de tratar temas casi siempre muy duros, como la enfermedad o la pobreza, suelen situarse entre los más leídos de su periódico, El Mundo. ¿El secreto? Su sensibilidad o lo que es lo mismo: su personalísima forma de abordarlos, como se puede comprobar en Las malas notas, el último libro que ha publicado con una selección de estos trabajos. Le han valido también algunos de los premios más prestigiosos del gremio, como el Ortega y Gasset, el de Mejor Periodista del Año de la Asociación de la Prensa de Madrid o el Rey de España de Periodismo. Y luego están sus novelas, como Los ingratos o Los incomprendidos, donde nos muestra esa misma sensibilidad pero volcada en un territorio mucho más íntimo y con la familia siempre en el centro.
Dices que el origen de todo fue un quiosco.
Para mí y para toda una generación, los que nacimos en los setenta, los quioscos fueron el primer internet. Ahí estaba todo: el porno, las apuestas, las noticias internacionales… Eran el tam-tam del otro y resultaban fascinantes. Y los olores. Yo recuerdo ese olor a colonia del domingo por la mañana, a churros, a tabaco y a puro. Porque jugaba el Atleti y ya había alguien fumando su puro. Primero fue el ultramarinos, después el quiosco y más tarde internet. Vinculo esas tres cosas y las pongo en el mismo saco, porque son como una puerta que te llevaba muy lejos. Si soy periodista es por eso: por el quiosco, el papel y el olor a tinta.
Y no era un quiosco cualquiera, sino uno de Carabanchel.
Claro, estaba al lado de la parada del 34. Lo regentaba el señor Julio y luego lo cogió su hijo que, muy sorprendentemente, se llamaba Julio también. Eran como los capos del barrio: el panadero, el quiosquero y había alguno más, como mi abuelo, que dirigía un colegio, el Capitán Cortés.
¿Te ha marcado mucho el barrio?
Sí, pero también el medio rural porque me crie en pueblos hasta los diez años y llegué a Madrid en los ochenta. Yo venía de jugar al fútbol en campos de manzanilla y de azafrán. Literalmente. Recuerdo esos campos de La Mancha, y tener las uñas llenas de tierra siempre y los pantalones rotos a la altura de las rodillas. Vengo de ahí, del olor a jara, de que mi padre fuera a cazar conejos con un vecino, de estar todo el puto día en la calle.
¿Cómo era la ciudad que encontraste?
Era un Madrid en el que había jeringuillas con restos de sangre en los areneros de los parques. El lunes por la mañana, cuando salíamos a jugar al patio del colegio, también había jeringuillas. Y botes de cola que alguien había quemado después de esnifar el pegamento. Era ese Madrid de los ochenta y de la periferia: Leganés, el barrio de San Nicacio, Carabanchel Bajo…
Mucha droga.
Recuerdo estar en el recreo comiéndome un bocadillo, que seguramente me había hecho mi madre, y uno de mis amigos estaba esnifando cola o haciéndose un porro con trece años. La chica que más me gustaba, Lucía, acabó muriendo de sida… Yo venía de otro rollo y eso fue un golpe. Crecí diciéndome que no iba a vivir en Carabanchel, que era un lugar infecto. Pero luego, cuando llegué a los treinta o treinta y pico, me di cuenta de que este era el sitio con el que mejor armonizaba, el que tenía mi misma sintonía de onda. Mi ecosistema es Carabanchel porque habla de mi pasado y de lo que soy, y porque habla también de mis hijos, de la gente que es como yo, que tiene una vida normal y cada mañana se levanta y madruga. Lo que eran mis padres. Me gusta mucho el centro de Madrid: Malasaña, Chueca, el barrio de Las Letras… pero de visita y para luego volver aquí.
Han elegido a Carabanchel como el tercer barrio más cool del mundo.
Lo de Time Out… ¿Quién cojones habrá escrito eso? Si este es el tercer barrio más cool del mundo, ¿cómo será el peor? Ruló bastante esa noticia por Carabanchel: somos el tercer mejor barrio, no de España, señores, no de Madrid, no de Europa… ¡Del mundo! El que ha decidido eso no ha vivido aquí. Por supuesto que no es un mal barrio, pero la palabra cool y la palabra Carabanchel no deberían estar juntas.
¿Cómo recuerdas la Complutense en los noventa?
Recuerdo clases de ochenta, noventa personas. Ese caos divertido. Era la sensación de qué cojones hago yo aquí, de que estas tirando tu vida por el sumidero. El profesor empezaba a hablar y había alumnos que hablaban dándole la espalda, que bebían cerveza, fumaban, leían el periódico en clase… Me parece muy meritorio que esos profesores no se levantaran y se fueran. Y recuerdo un edificio demolible, bombardeable, de cemento y hormigón.
La cafetería de periodismo era famosa.
En la cafetería la gente se emborrachaba a las diez de la mañana. Jugaban a ser malditos, cuando muchos de ellos eran hijos de papá. Con la locura y el alcohol conviene no bromear porque ni la locura ni el alcohol bromean. Y también recuerdo mucha felicidad. Tengo un grupo de amigos que nos seguimos viendo. Uno es Santiago Valenzuela, Premio Nacional de Cómic; otro es Juan Luis Sotés, que acabó de profesor en un instituto en Andalucía; y otro es Rubén Ventureira, periodista en Galicia. Nos juntamos de vez en cuando y parecemos los de la película Los amigos de Peter.
Creo que lo primero que escribiste para un periódico fue en 1991, un reportaje sobre las pintadas en los cuartos del año.
Los baños de la universidad, precisamente. Lo escribí con una Olivetti Lettera 42. Estaba de becario en El Mundo. Antes había trabajado en La Opinión de Zamora como maquetador. Un día sucedió algo horroroso. Hubo un incendio en un pueblo y murieron dos bebés. Entonces, el redactor jefe debió decir: «¿Quién quiere ir a hacer esto?», y a todo el mundo se le cayó el bolígrafo al suelo. Yo estaba por ahí y dije vale. Fui acojonado, con veinte o veintiún años, ni siquiera había acabado la carrera. Desde entonces odio los sucesos. No creo en el periodismo que te habla de la sangre. Creo en el periodismo que te habla de las cicatrices y las heridas. ¿Qué preguntas a alguien a quien se le acaban de morir dos hijos?
¿Qué preguntaste tú?
Cómo se sentían. No sé cómo no me pegaron una hostia. Los padres se disgustaron mucho conmigo. Se presentaron al día siguiente en el periódico y montaron un broncón con toda la razón del mundo. El rector jefe los echó con cajas destempladas, casi a patadas. Yo sentí muchísima vergüenza y tristeza. A mí aquello se me quedó como una herida muy grande y aprendí que muchas veces los periodistas vamos a sitios donde todo está aún a flor de piel. ¿Qué cojones pintamos allí? Hace falta tiempo para que las cosas cobren un sentido y las quiera contar quien ha pasado por ello. Hoy me interesa la cicatriz, pero no la sangre.
¿Y el reportaje de las pintadas?
Fue lo primero que escribí en El Mundo, un reportaje bastante lúdico. Había un suplemento que se llamaba Campus que llevaba Miguel Gómez, una persona a la que yo quiero muchísimo. Él me dio la oportunidad de escribir en el periódico. Me ofreció unas prácticas y las rechacé porque ya me había comprometido con La Opinión de Zamora. Él no lo entendió, porque encima eran como maquetador, pero al año siguiente ya empecé a hacer cosas para El Mundo. Lo de las pintadas les hizo gracia. Todo cabía en ese suplemento. Para la foto, cogí a un amigo y le hice posar como figurante. El titular fue algo así como «El trono del poeta», fíjate tú, hasta dónde hemos llegado (risas).
¿Cómo era El Mundo en 1991?
Había salido dos años antes y era un sitio donde mucha gente quería trabajar. Existía muchísima libertad. Los dos periódicos que en la facultad nos parecían menos sospechosos eran El Mundo y El Independiente. Tenían cosas de derechas pero también de izquierdas, era una mezcla un poco anarca, un poco punky. A veces se metían con el rey y a veces con el Santander. Esos periódicos molaban, te los creías.
¿Cuándo empieza tu interés por el reportaje social? Bueno, antes de nada, ¿cómo llamas tú al tipo de reportaje que te caracteriza?
Yo diría reportaje a secas. Es eso que explica Enric González: gente que le cuenta a la gente cosas que le pasan a la gente. Porque lo del periodismo social… todo es social, ¿no? Como el periodismo humano, todo es humano. Sí me gusta la expresión de reportero humanista que alguien utilizó para referirse a Ignacio Aldecoa, como alguien que pone al ser humano en el centro, y lo humano como un espejo. Pero prefiero hablar de reporterismo a secas.
Como prefieras, ¿de dónde viene ese interés?
Yo empecé maquetando. Luego hice temas de educación, incluso de política educativa durante muchos años. Cuando lanzaron Público, Manolo Rico me hizo una oferta para irme a trabajar con ellos. Fui al despacho de Rafael Moyano, redactor jefe entonces, y le dije que me quedaba en El Mundo pero si me dejaban hacer lo que yo quería, y me dijeron que sí. Fue hace dieciséis años, más o menos, y empecé a hacer solo los reportajes que yo quiero, un privilegio para un chaval de treinta y cinco.
¿Trabajas con total libertad?
Sí, el periódico me da libertad absoluta para preparar las historias. Yo les dedico el tiempo que creo que necesitan y cuando el bollo está hecho, lo saco del horno. Estoy muy agradecido por todo ello. Soy un privilegiado.
Pero Pedro J. te decía que los pobres no compran periódicos y David Jiménez que solo le llevabas historias tristes. ¿Cómo consigues colocarles esos temas?
Yo asumo que tengo algo de reportero florero, algo un poco excéntrico a veces. Pedro J. hacía un periódico con un pulso muy político, muy vibrante, muy de trinchera, y evidentemente era un periódico de centroderecha liberal. Te puedes imaginar lo que a Pedro J. le interesaba la historia de un pobre diablo que está viviendo en la calle o de una persona que está sufriendo mucho, pero él entendía que ese florero tenía que estar en su salón. A mí no me importa ser un florero si me dan libertad y él me la dio. Porque lo importante no es el que cuenta, sino el contado. No sé si tuve suerte o es que se produjeron las circunstancias para que así fuera. Lo de los pobres lo dijo con risa socarrona una vez que alguien intentaba venderle una historia mía para que apareciera en portada.
¿Y David Jiménez?
David Jiménez es amigo mío y una vez me dijo que solo le llevaba historias tristes. Yo le respondí que alguien tenía que llevárselas. Porque la vida no es lo que muchas veces estamos acostumbrados a ver. En mi barrio, en mi vida, en mi entorno y en mi grupo de amigos pasan cosas de las que los medios no hablamos mucho. Son las cosas que nos quitan el sueño y que nos da vergüenza decir. Hay mucha intemperie y mucha soledad. Son muchos dolores que no tenemos cojones de confesar y mucho pasado que no hemos destilado bien y que luego está siempre ahí: cuando nos levantamos, cuando cogemos el metro, cuando volvenos a casa… Siempre hay cosas por limpiar en la cabeza, de las que hablamos muy poco y por eso estamos tan mal.
La paradoja es que tus reportajes son de lo más leído del periódico.
No lo sé. Sería presuntuoso decir eso. Hay un aparatejo diabólico que yo no miro jamás y que te dice cada cinco segundos cuánto está siendo leída cada noticia, cuánta gente hay viéndola, cuánto tiempo le dedican: si están un minuto o solo quince segundos; cuánta gente se ha suscrito a El Mundo gracias a tu artículo… Yo no me imagino a un panadero trabajando con esa presión ni a un cirujano, y Dios me libre de compararme con un cirujano. Pero sí, eso parece: las noticias y los reportajes que hablan de las personas nos interesan. Esos reportajes que te dicen que no estás tan solo y que no eres tan raro.
Mucho instinto para la noticia no tienes. Lo digo por tu reacción el 11-S.
Instinto ninguno. Soy un desastre en general, pero en lo que tiene que ver con lo noticiable más todavía. Me acuerdo perfectamente. Me estaba comiendo un bocadillo de sepia con mayonesa, con mi amigo Daniel Montero al lado. Él estaba con lo suyo y yo con lo mío, un reportaje de los skins en Madrid, estaba apasionado, absolutamente engorilado, y teníamos una pequeña televisión. Estaba siempre puesta la CNN y de repente aparece una torre humeante. Elena Franco, una de las secretarias, me pregunta si llamamos a Baeta, el director adjunto. Yo le respondo que no, que es solo una avioneta que se ha estrellado… ¿Seguro?, me vuelve a preguntar, y yo le vuelvo a decir que sí. Sigo con mis skins, y hostias, breaking news: otra vez, la segunda torre humeando… ¿Otra avioneta, Pedro?, me preguntó Elena, creo que ya aguantándose la risa y todo… En fin. Al final vino Baeta y, al terminar el día, como era normal, se estuvieron descojonando todos un poco de mi fino instinto para las noticias.
El periodismo político tampoco te ha interesado nunca.
Me parece muy complicado lo que hacen los compañeros de política, admirable, les admiro mucho, eso de estar todo el día a pico y pala en los pasillos del Congreso o en sitios tan refractarios a la verdad como la sede de un partido político, sitios que son máquinas de intoxicar. Es muy duro trabajar con esa materia prima y con la estructura de poder de la sociedad cayendo encima de tu periódico y exigiéndote unas cosas, mientras tu jefe te exige otras, y tú en medio, como un muñequito muy pequeño, haciendo lo que puedes. Creo que yo metería la pata. De hecho, la he metido mil veces.
¿Tanto?
Ahora he mejorado, pero cuando era joven no se me daba nada bien la equidistancia. Tomaba partido a veces de un modo un poco descabellado y ridículo, pueril. Una vez nos mandaron a Rafael Simancas y a mí a cubrir una manifestación contra el aborto. Rafael era afín a Izquierda Unida y yo progresista. Digo era progresista en pasado, porque desde que murió Anguita ya no sé dónde están los míos. Cuando salieron las dos crónicas, Pedro J. preguntó que cómo mandaban a un comunista y a un friki a esa manifestación. Rafael y yo discutimos mucho para ver quién era el comunista y quién el friki. Los dos preferíamos ser el comunista (risas).
Has escrito: «He visto algunas de las mejores mentes periodísticas de mi generación lobotomizadas por el partido que les garantiza el sobresueldo de la tertulia y del plano medio. Prostituidas por una columna o la promesa de un cargo». ¿El periodismo actual lo corrompe más la política, los intereses económicos o en realidad ambas cosas son lo mismo?
Esto lo explicó muy bien Felipe González. Él dijo que hacía tiempo que el poder económico había embridado al poder político, y que el poder político, a su vez, había embridado al poder periodístico. Siempre ha sucedido, pero a partir de Lehmann Brothers y de la gran crisis económica resulta mucho más evidente: somos esclavos que nunca de las empresas del Ibex. Luego está el asunto de las tertulias, que yo creo que se ha ido un poco de madre. Hay admirables compañeros de profesión que saben de lo que hablan, que se informan antes de ir, gente ejemplar de verdad, hay muchos, no daré nombres porque me dejaría alguno en el tintero… Y, junto a ellos, también hay mucho bufón y mucho muñeco de ventrílocuo. Los partidos políticos se han convertido en agencias de colocación de tertulianos. Es ridículo y es triste, pero es lo que es hay.
Volviendo a tus reportajes, dices que todo el mundo puede protagonizar uno, que basta con que cuente lo que normalmente no suele contar, lo que oculta, lo que no quiere recordar.
Es así, creo que todos podríamos ser protagonistas de una novela o de un reportaje. Lo importante es que estés dispuesto a contar una parte de tu vida que no quieres contar, que te subas a esta mesa, te desnudes y dejes que los demás te vean con tu ridículo cuerpo y tus ridículas heridas, con tu pedrada, porque sabes que esa pedrada interpela también a los demás, porque sabes que eso habla de todos. Y yo sé qué parte de mi vida daría para un reportaje o para una novela. Casi siempre tiene que ver con cosas que te dan vergüenza, cosas en las que no quedas bien, que hablan de tu debilidad y de tus caídas.
Pero eso exige mucho tacto por parte del reportero y plantea toda una serie de dilemas complicados.
Yo creo que es un buen negocio ser un fotógrafo buena persona o ser un camarero buena persona. El dueño de este bar nos ha dejado esta mesa para hacer la entrevista y por eso yo volveré. Y es un buen negocio ser un reportero buena persona. Al final, somos yonquis que vivimos de nuestros camellos, de los psicólogos, jueces, trabajadores sociales y ONG que nos pasan historias. Tenemos una buena cartera de camellos después de treinta años de trabajo pero si tú maltratas esa mercancía, el camello no te vuelve a pasar nada. Cuando yo hago un reportaje, me preocupa mucho que tenga un sentido para esa persona que se ha desnudado ante mí, para ese tío que ha hecho el ejercicio casi pornográfico de subirse a esta mesa y decir, mira, te voy a contar que mi padre me violó durante diez años o te voy a contar que me estoy muriendo, me quedan tres meses de vida y voy a dejar que estés conmigo ese tiempo. Algo así hay que tratarlo con un respeto de la hostia.
Desde luego…
Los periodistas tenemos una fama terrible, seguramente bien ganada, porque de la mano del político siempre ha habido un periodista con un canapé o porque muchas veces el periodista es ese tipo que roba la foto del muerto en casa de la viuda. Se la mete debajo del abrigo y la publica al día siguiente. Pero el 90 % de las personas con las que curro son buena gente. Y me mola mucho cuando alguien se me acerca y me dice que quiere que yo cuente su historia. Eso no me pasaba antes. Me empieza a pasar desde hace cuatro o cinco años.
¿Cómo viviste el caso Nadia?
Pues con dos hijos muy pequeños en casa y con la sensación de ser el tío más estúpido del mundo. También con el dolor de perder un amigo.
¿Un amigo?
Fernando, el padre de esta chica. Su hija tenía la edad de mi hijo. Él me venía con una carpeta amarilla llena de papeles y yo le decía que no me tenía que enseñar nada. Error, error, error. Lo recuerdo como los peores días de mi vida. No me quería levantar de la cama. Fueron mis hijos quienes me sacaron. Y ya está. Aquello pasó. Me siento orgulloso de cómo lo gestioné. Pienso en mis hijos. Cuando a ellos les toque pasar un mal momento en la vida, no les va a ayudar nada que a mí me hayan dado este premio o el otro, pero sí saber que su padre se levantó después de una cosa así, que salió pegando de su esquina de boxeo.
Es lo que dices en la dedicatoria de Los incomprendidos: «Para los que se levantan».
En la vida, cuando te caes, te levantas. No hay mucho más que decir de esto. Orgulloso de la cicatriz.
Pasamos a otra cosa, las relación con los protagonistas de tus reportajes, ¿cómo la manejas?
La empatía es como los erizos, cuando se juntan para darse calor. Un poquito cerca para evitar el frío, pero no demasiado para no pincharse. La relación con los protagonistas de mis reportajes suele ser así, primero hay mucho acercamiento, incluso te incrustas en sus vidas. Pasas semanas o meses con ellos. Ahora, por ejemplo, estoy intentando contar la historia de una madre que tiene un hijo de veinte años con parálisis cerebral, pero contarla bien, desde la desnudez y lo crudo. Porque a estas personas las tienes que asear, meter en la bañera, levantar con una grúa… Y para contarlo hay que estar ahí y pasar un tiempo con ellos. Pero luego debes tomar distancia. Si no, no puedes pasar a la siguiente historia.
¿Existe alguna excepción?
Hay gente a la que sí dejo entrar en mi vida porque me parecen ejemplares, ejemplares desde lo roto. Hay siempre mucha ejemplaridad en lo roto, en lo impuro, en lo imperfecto… Como Mario Cortés, que estuvo el otro día en mi casa, comiendo con mis hijos. Es un hombre que ha estado en la cárcel, un exheroinómano, y me parece ejemplar que le hable a mis hijos de su vida. O viene Kathisa, una chica de la Cañada Real, de la edad de mi hijo, que para ir a clase tiene que recorrer varios kilómetros por un sitio donde la gente se está drogando, que estudiaba bajo la nieve de Filomena sin electricidad en casa, con velas y a varios grados bajo cero. Quiero que mis hijos conozcan a gente de verdad, pero eso son excepciones.
Reivindicas que hay que escribir contra el lector.
Sí, y ahora más que nunca. Una novela no, una novela hay que escribirla pensando en el lector. Me joden particularmente los libros que parece que te están planteando un juego de inteligencia e intentan ponértelo muy difícil. Tenemos que escribir para que nos lean, ya que alguien hace ese esfuerzo en lugar de ver una serie o irse de cañas. Pero el periodismo tiene que estar escrito contra el lector. Porque recurrimos cada vez más a los medios para refrendar nuestros prejuicios, para que nos digan que los nuestros son muy buenos y los otros muy malos. Creo que hay que llevar a la gente de viaje por sitios a los que no quieren ir. La verdad y la belleza siempre están muy juntas, aunque la verdad nos joda y sea dura. Me gusta el periodismo que me hace dudar, que dice cosas contrarias a las que yo pienso y me las razona.
Eso es cada vez más raro.
Casi siempre tratamos a los lectores como imbéciles, a los lectores de periódicos, a los oyentes de radio o a la gente que ve la tele, y no son tiempos para eso. Son tiempos de trinchera y de buscar lo contrario. Pero el modelo de suscripción de los medios no ayuda. El lector se ha convertido en cliente, un cliente con pistolita de falangista en la sobaquera, que te dice pon lo que yo digo o saco el revólver. Hay gente que pide que te echen del periódico porque en una columna te has metido con Ayuso o con el presidente Castilla León por los incendios en Zamora. Ese tipo de gente que paga y exige.
Reconoces que ya nadie lee periódicos, ni siquiera tú.
Esto lo decía Jabois: antes, cuando veías a un tipo en el metro leyendo un periódico, decías: ahí va un lector. Ahora, cuando ves a un tipo leyendo un periódico en el metro, piensas: ahí va un periodista. Pues ya ni eso. Yo voy mucho en el metro y no veo a nadie con un periódico físico, y cuando digo nadie es nadie. Los periodistas tampoco. Picoteamos cuatro o cinco cosas que nos dice el algoritmo de Google. Pero el negocio se mantiene porque interesa a las empresas que mandan y porque todo lo hegemónico necesita un altavoz, y aún así, las empresas de comunicación pierden mucha pasta. Y cuanto más grandes y más relevancias tienen, cuanto más presumen de audiencia, más pasta pierden.
Eres una de las pocas personas de las que David Jiménez hablaba bien en El director.
Yo a David le aprecio, pero el libro tiene cosas —digamos— mejorables. Que yo no habría hecho.
¿En qué sentido?
A mucha gente le incomodó y muchas de las personas que él nombra con un alias también son amigas mías. Con lo que cual hablar de esto es un marrón. Pero yo por eso no dejo de ser amigo de David. Uno es amigo de sus amigos independientemente de lo que escriban, ¿no? Él me dijo que me iba a dejar leer el libro antes de que se publicara y, afortunadamente, no lo hizo, porque me habría puesto en un compromiso. El día que me lo iba a dar no lo trajo.
Uno de los pocos atisbos de autocrítica del libro está reflejado en la relación contigo y cómo va cambiando, desde que al principio los dos fantaseáis con crear un periódico que se llame Lo Normal hasta tu actitud en la huelga.
Yo le dije que iba a hacer huelga y él no lo entendió, pensó que no iba a hacerla. Pero es que yo soy infantería y mi gente es la infantería del periódico. ¿Cómo no iba a hacer huelga por muy amigo mío que fuera el director y por muy desproporcionada que me pareciera?
Mario Conde te definió como inmoral.
Eso fue acojonante. Hubo una época en la que Mario Conde salía en la tele como un gurú de la economía, y un dechado de virtud, y un visionario. Y ya había sido condenado por estafa. Yo le entrevisté, estuve en su casa, un casoplón maravilloso. Me acuerdo que tenía un cuadro estupendo y yo hice el imbécil desde el principio. Estaba un poco nervioso y no se me ocurrió otra cosa que alabar el marco, un marco repujado, de color oro, enorme… Y el cuadro era muy pequeñito, como la mitad de un DIN A4. Yo dije: «Uy, qué marco más bonito». Y él me respondió: «Lo que hay dentro es un Sorolla» (risas). Entonces el que se hizo pequeñito, pequeñito fui yo.
Pero hiciste la entrevista.
Sí, y la publicó el periódico, pero en la entradilla, donde pones a qué se dedica el entrevistado, yo escribí: «Mario Conde, estafador». Como habría escrito, yo qué sé: Paolo Futre, futbolista. Y un día que estaba comprando gusanos para pescar, suena el teléfono y veo que es Mario Conde. Me dice: «Hola, perdona que te moleste», con un tono de puto Soprano, pronunciando los participios de puta madre, hablando muy bien, muy tranquilo, incluso te diría que con un tono alegre de voz. Y siguió: «Oye, mira, solo te llamo para decirte tres cosas. La primera es que lo que has hecho conmigo no tiene nombre». Yo balbuceé, iba a decir algo, pero él siguió: «La segunda es que eres una persona inmoral». Y yo: «Hombre, inmoral»… Pero no me dejó seguir: «Y la tercera es que ya nos encontraremos porque la vida da muchas vueltas». Silencio. Entonces acaba: «Bueno, nada más. Que tengas un día estupendo. Adiós». Y cuelga.
¿Pasó algo después?
No sé. Pero siempre me he imaginado que Mario Conde va a aparecer en lo alto de un edificio como un francotirador, con una gorra y va a dispararme.
¿Y fue un buen día de pesca?
Pues la verdad es que suelo pescar bastante poco (risas).
Al margen de Mario Conde, ¿has hecho muchos enemigos como periodista?
Que yo sepa no, pero seguro que habrá gente que se ha desencantado conmigo, a la que le he fallado o con la que no he estado a la altura. Pero tanto como enemigos… Hostia, me preocuparía tener muchos enemigos.
Tenías ya otros libros pero en 2016 publicas Peligro de derrumbe, tu primera novela, que habla de la crisis y está muy emparentada con tu trabajo como periodista, incluso con la serie de reportajes La España del despilfarro por la que ganaste el Premio Ortega y Gasset. ¿Era un paso natural a la hora de ponerte a escribir novela tratar esos temas de los venías y que conocías mejor?
Fue un paso natural, pero no estaba en la agenda escribir novelas. Sí estaba la idea de contar historias. Se parece más a una necesidad. Siempre digo que escribir un reportaje es como bailar un chotis, porque te sabes ya las baldosas y lo que tienes que hacer: un comienzo que atrape, cinco o seis escenas muy poderosas y luego un chimpún final, con el que cierres el baile. Pero una novela es como salir a campo abierto, y yo sentí esa necesidad en un momento de mi vida, sobre todo porque tenía una materia prima muy salvaje dentro. Vi cosas muy salvajes durante la crisis. Muy, muy, muy, muy salvajes.
¿De qué tipo?
Vi pueblos en Galicia donde a más de la mitad de la gente les habían pillado las preferentes. Vi cómo esos bancos le habían quitado toda la pasta a dos mariñeiros mayores que nunca habían ido de vacaciones, un matrimonio que habían ahorrado 16 000 euros a lo largo de toda su vida para su hija Rosiña, que tenía una discapacidad. Estuve en la calle Perafita de Barcelona, la calle con más desahucios de toda España y una intemperie que te cagas. Estuve en Espera, un pueblo de Cádiz, donde más de la mitad de la población estaba en el paro y donde había familias con once miembros que comían todos gracias la pensión del abuelo. Cosas muy delirantes, incluso en mi familia. Hubo gente que lo pasó muy mal, y compañeros de trabajo que estuvieron a punto de acabar viviendo en la calle. Se nos ha olvidado, pero fueron años devastadores, y con esa materia prima, tú —que también cuentas historias— lo sabes: tienes que hacer algo más que un reportaje. De ahí nació ese libro.
¿Cuál fue el resultado?
Es una novela que me arañó muchísimo porque todas esas historias las viví de cerca. El libro funcionó más o menos mal, como era previsible, pero mucha gente dice que es mi novela que más le gusta y yo le tengo especial cariño. Es como los hijos, quieres más al que todo el mundo dice que es más feo o al que peor le van las cosas. Se la di a leer a Chirbes, yo con él tenía muy buen rollo. Me mandó una carta de ocho páginas. Me pareció de una generosidad maravillosa porque don Rafael ya era don Rafael. Me dijo que le gustaba el libro pero que estaba demasiado bien escrito. Al principio no lo entendí. ¿Cómo que demasiado bien escrito? ¿Desde cuándo eso es un problema? Los libros no tienen que estar demasiado bien escritos, tienen que estar escritos desde la verdad. Escribir como el que corta cabezas de pollo, igual que hacía Agota Kristof.
¿Qué más te decía?
Que la parte que menos le gustaba era el principio, justo la que más le gustaba a la editorial. Se lo dije a la editora, que es maravillosa, Berenice Galaz. Me iba a cargar el primero capítulo, pero por pereza lo dejé y luego me he arrepentido de no haberle hecho caso a Chirbes.
Decías antes que esa España de la crisis ya le hemos olvidado, como la de la pandemia. Tendemos a olvidar todo muy rápido.
Claro, es un ejercicio de supervivencia. Nos pasa a todos con nuestros propios traumas y ya no te digo nada con los traumas de los demás. De la pandemia hubo mucha gente que salió fatal. Yo creo que lo llevé bien. Recuerdo que trabajaba compulsivamente, mientras los padres de los vecinos míos del descansillo se estaban muriendo. Yo me salvé por el trabajo. Los periodistas no hemos trabajado nunca tanto, sin parar todos esos días, y con algo tan extremo. Yendo a morideros, sin saber casi nada, saliendo a esas calles vacías que parecían una cosa apocalíptica. Me salvó también el boxeo. Me ponía los guantes en la habitación, saltaba a la comba, seguía las pautas que me mandaba mi amigo Jero García. Acababa sudando, reventado después de media hora, escuchando a AC/DC. Pero luego volvías otra vez a trabajar y a trabajar. Y a la cerveza, claro. Yo creo que en la pandemia bebimos demasiada cerveza.
Los ingratos y Los incomprendidos están mucho más alejadas de tu faceta de reportero. Son historias menos sociales y más intimas. No sé si estás de acuerdo con esto.
No tienen nada que ver con los reportajes. Tienen que ver con lo biográfico y con los trasteros. Yo siempre, cuando me pongo a escribir, bajo a mi trastero y ahí lo que hay es un medio rural como el del niño de Los ingratos, hay una periferia como la de ese mismo niño cuando llega a Madrid con diez años, hay una sensación de ingratitud hacia mucha gente del medio rural a la que no le di las gracias antes de marcharme, hay una España de mujeres analfabetas que no pudieron estudiar pero eran muy sabias, hacían muchas cosas y casi todas bien. Y en Los incomprendidos también me meto mucho en mi trastero, pero es un trastero más actual, el de un padre con hijos adolescentes. Son novelas que hablan de mí porque a mí me interesan las novelas que hablan de la gente más o menos de mi edad, de las cosas que nos afectan y nos preocupan.
También hablan de la familia.
Creo que en la familia está todo. Los ingratos y Los incomprendidos hablan de la familia, también la novela que estoy escribiendo ahora. La familia como ese ecosistema donde hay la misma temperatura, la misma luz, una especie de terrario donde encuentras las mismas condiciones de vida pero cada bicho se comporta de un modo distinto. ¿Y qué pasa en ese terrario si introducimos un trauma, una tragedia? Los grandes temas de la literatura universal están en la familia.
Hay una cosa en Los ingratos y Los incomprendidos que me llama la atención: en ambas historias los padres parece que no son suficiente para educar al niño y necesitan una especie de prótesis, alguien externo a ese núcleo familiar para que le proteja y le comprenda, Emérita en el primer caso y la tía Clara en el otro.
Son además dos personajes femeninos. Hay una edad en la que tus padres son lo mejor, pero luego hay otra edad en la que está bien que no lo sean. Esa edad es la adolescencia y ahí es mucho más importante lo que te viene de fuera que lo que tienes en casa. En mis libros muestro esos peraltes porque los padres suelen ser un desastre. Yo, por ejemplo, soy bastante desastroso, y creo que es mucho más difícil ser padre ahora que hace treinta años. También es más complicado ser adolescente ahora que en los ochenta y la incomprensión entre unos y otros tiene mucho más que ver con lo tecnológico que con lo humano. Mi padre tampoco es que hablara mucho con nosotros, bastante tenía con ir a la Chrysler y sacar adelante a tres hijos. Venían de una España muy dura, habían vivido la dictadura y tampoco había una gimnasia de los afectos. Luego nacimos nosotros y se empezó a hablar de la inteligencia emocional, la empatía, de cómo ser buen padre o buena madre.
¿Y ahora?
Es como si después de todo ese esfuerzo a nosotros tampoco nos sirviera de nada con nuestros hijos y las incomprensiones siguieran estando ahí, aunque marcadas en gran medida por lo tecnológico, como te decía. Eso a los chavales les complica mucho la vida: las redes sociales y la mirada constante del otro, exigiéndoles alegría, felicidad, inmediatez, pureza, luz… Hostia. Crecer así y educar así a un hijo. ¡Qué complicado!
En esas dos últimas novelas hay un elemento muy generacional, esa ingratitud hacia los mayores y esa incomprensión hacia los que vienen después. ¿Al final se traduce todo en un sentimiento de culpa?
A nosotros nos educaron con culpa y eso es una gran putada. Yo me acuerdo, con seis años, dándome golpes en el pecho y diciendo por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Con seis años abultabas poco más de un metro y la culpa media como seis. Y yo pensaba, ¿qué cojones he hecho para ser tan culpable de algo? Eso se ha quedado ahí, en el hipotálamo o donde quiera que se queden esas cosas en el cerebro, y lo contamina todo: lo mismo la crianza de los hijos que la relación con el pasado y con la gente que ya no está.
Dices que ser padre es sentirse culpable.
Sí, claro, siempre, siempre. Culpa si les regalas cosas y si no se las regalas, culpa si le pegas un guantazo y si no se lo das a tiempo, culpa si le dices que venga a tal hora por la noche y si le dejas que llegue cuando le dé la gana, culpa si le orientas demasiado para dedicarse a una profesión o estudiar una carrera y culpa si no le has dicho absolutamente nada porque crees que debes darle total libertad… La culpa siempre está ahí también y yo lo detecto muy claramente en la gente de mi generación. Me parece que tiene que ver con la religión y con un trauma generacional, con una lobotomía coral que existió en muchas aulas y en muchas casas, y en mucho catecismo y en mucho docente, y que nos ha jodido la vida de diferentes formas.
¿No crees que ese sentimiento de culpa respecto a tu papel como padre tienen más que ver más otros factores sociales, pedagógicos o de los medios que con la religión de tu infancia?
Sí, pero yo creo que la mecha de la culpa está más bien en aquello. La culpa tiene múltiples cabezas pero el sentimiento inicial, esa culpa casi virginal y primaria, el origen de todo, lo sitúo en esa época.
Hay una frase de Los incomprendidos que me parece durísima. Es verdad que el padre está en una situación extrema, ha perdido un hijo y tiene problemas con su otra hija adolescente, pero en un momento dado dice: «A veces me doy asco y pena y vergüenza». No creo que tú como padre sientas eso.
Todo a la vez no, pero alguna de esas cosas por separado seguro que sí. Seguro que alguna vez me he dado asco con respecto a mis hijos, alguna vez me he dado vergüenza, y alguna vez he sentido pena. Yo creo que vivir tiene que ver con cómo gestionamos los traumas y las cosas malas que nos pasan. La felicidad no es el resultado tanto de las cosas buenas, como de la gestión que hacemos de las malas. Cuanto mejor las manejemos, porque siempre nos van a pasar cosas malas, y cuanta más gimnasia hayamos hecho en este sentido, más posibilidades tendremos de ser felices y salir airosos. Porque hay gente a la que le pasan cosas relativamente inanes pero no sale, y hay gente a la que le pasan cosas terribles y sale. El padre de la novela no ha gestionado bien su mierda y cuando no la gestionas bien, estás siempre sumido en la oscuridad. Esto está muy relacionado con la salud mental, con ir al psicólogo, con hablar, pero también con soportar el silencio. Vivimos en la sociedad del ruido y del estímulo permanente. Todo conspira para que estemos jodidos y no gestionemos bien los traumas.
Ahora hay muchos escritores nacidos en los setenta que hablan de la paternidad: Zambra, Neuman, Reguera, Olmos… Cada uno habla a su manera pero todos lo hacen de bebes o hijos pequeños. Tú hablas de adolescentes.
Hay una jueza de menores, Reyes Martel, que dice que la adolescencia es un monstruo que devora a tu hijo y luego te lo devuelve o no. La frase es tremenda, pero todos conocemos adolescentes que no han vuelto.
Dices que todos los hijos adolescentes son adoptados.
Porque es verdad, porque ya no son tuyos, son del otro, son de la calle, de sus amigos. Todos tenemos amigos cuyos hijos no es que hayan sido devorados por el monstruo, pero sí que han acabado arañados, han entrado en un túnel y han salido muy diferentes. Eso da mucho miedo y nos pone muy nerviosos a los padres. La adolescencia es la edad de la incomprensión pero también la de el silencio y los monosílabo, la de la coz. Es una edad que nos eleva mucho la temperatura y nos da fiebre a los padres. En las cenas con amigos, allá por la tercera o cuarta copa de vino, siempre detecto esa mezcla de miedo, de culpa, de incomprensión. Cómo no iba a hacer una novela con eso.
Otra cosa que llama mucho la atención de tus novelas es el sentimiento de nostalgia. ¿De dónde viene? ¿Es una elección personal o un rasgo tuyo de carácter?
Yo soy un nostálgico de mierda y no es agradable, es una putada, como el que es daltónico o diabético. Me pesa mucho la mochila y ese trastero del que hablábamos antes, lo tengo lleno de cosas y no bajo a él porque me da miedo. No puedo ver fotos de mis hijos, no me gusta nada, porque es como un cementerio de instantes, son lugares que ya están muertos, no van a volver, es el tiempo pasado y eso habla de mis múltiples muertes. Ahora estoy aprendiendo no tanto a no añorar a los hijos que fueron como a disfrutar de lo que son hoy y mañana ya no van a ser. En mis novelas siempre aparece eso, aunque no estoy seguro de si lo manejo bien literariamente, porque desde el punto de vista personal ya sé que no.
Yo huyo de la nostalgia pero la tuya me gusta porque no idealizas el pasado, es una nostalgia sin mentira. Es más, en Los ingratos echas de menos un pasado bastante chungo, y esta paradoja me parece muy interesante.
Mi nostalgia tiene que ver con un mundo que no era perfecto, un mundo bastante cabrón, donde hacía mucho frío y había cachorros de gato o de perro estampados contra un muro. O ese mongólico del pueblo que metió un palo a través de las rejas de la jaula y le mató a mi madre los dos canarios. Un día amanecimos y los pájaros tenían las piernas rotas y estaban sangrando. O Sarita, a la que pagábamos un duro para verle el culo. También es recordar a mis amigos desnudos y cómo empezamos a descubrir el sexo así. ¿Eso es nostalgia? No lo sé, pero son cosas que te impactan, siguen ahí y a las que vuelves. Y luego hay cosas muy hermosas, pero idealizar eso o hablar bien de ello sería como llevar a la gente a un parque de Disney.
Otra constante de tus novelas muy dura y que muchos otros escritores evitarían son los niños muertos. En Los ingratos aparece uno en las primeras páginas y Los incomprendidos es la historia de un duelo por la pérdida de un hijo. También es un tema muy presente en tus reportajes.
Yo soy padre y no hay nada más salvaje que un hijo muerto, no hay nada que te recuerde más que la felicidad es la ausencia de dolor que ver que los tuyos están bien. A todos nos pasan cosas malas y siempre que ocurre algo así, aprendes y durante un tiempo estás inmunizado. Cuando un amigo te cuenta que tiene cáncer o una amiga tiene un accidente de coche, te vas a casa pensando que todo lo tuyo está en orden y no puedes quejarte de nada. Estamos a una llamada de teléfono de que nos jodan la vida y nos la cambien para siempre. Recuerdo a Marta, una madre que había perdido a tres hijos, de seis, siete y nueve años en un periodo de cinco años y le quedaba una hija de trece. Luego llamé a mi mujer y me dijo que uno de nuestros hijos había suspendido matemáticas. Imagínate si eso te parece un drama o no. U otra madre que había estado esperando un corazón para su hijo durante mucho tiempo y al final lo había conseguido. Ella me explicaba que la felicidad era llegar a casa por las noches, cerrar la puerta con llave y saber que sus hijos estaban a salvo y en la cama. Así de bajo hay que situar el listón de la felicidad porque otra gente lo pone tan alto…
Has dicho que vives obsesionado con la muerte.
Muy obsesionado. Tenía un tío que era testigo de Jehová y esquizofrénico, las dos cosas. Vivía con nosotros algunas temporadas y llegó un día, cuando yo tenía seis o siete años, y me dijo que el mundo se iba a acabar el lunes. Yo me tiré al suelo y me puse a llorar. ¿Cómo se iba a acabar el lunes si yo tenía un partido de fútbol, y un cumpleaños la semana siguiente, y quería ir al pueblo en verano? Pasé ese fin de semana absolutamente aterrorizado. Llegó el lunes y no ocurrió nada por la mañana, ni a las once ni a las doce. Volví al colegio por la tarde y tampoco, ni por la noche, ni al día siguiente. El mundo no se acabó, pero aquello se me quedó, la idea de desaparecer y de la muerte, y desde entonces ha estado siempre ahí. Ahora no tanto, pero ha habido épocas que me despertaba a las cuatro o a las cinco de la mañana pensando en la muerte y ya no me dormía. A veces esa obsesión viene y a veces se va, pero siempre está ahí, y creo que por eso mis reportajes tienen que ver con la enfermedad, el dolor, lo crepuscular, la muerte o las heridas que nos acercan a ella.
Tanto en Los ingratos como en Los incomprendidos aparece un personaje esquizofrénico, supongo que inspirado en tu tío.
Es un tema que me preocupa y es una reivindicación, no reivindicación de la esquizofrenia, claro, sino de lo que de verdad supone. Creo en el periodismo y en la literatura que desetiqueta, que te saca de tu zona de confort para llevarte a sitios jodidos, porque etiquetamos siempre para tranquilizarnos y decimos esa es una puta o ese es un loco, un yonqui, un facha, un rojo… Como esos entomólogos que clavan a los bichos con alfileres y les ponen un nombre en latín debajo. Creo que el periodismo o la literatura si tienen un sentido cívico es el de quitar etiquetas y explicar, no andarse con simplezas, no decir este señor estaba loco, sino que este señor se llamaba Agustín, le encantaba Bob Dylan y Lorca, estuvo enamorado de una señora que era heladera, se crio en la calle General Ricardos, era calvo y muy simpático, tenía unas gafas de pasta y sí, también fue esquizofrénico. No se trata de hacer pedagogía pero sí de mostrar toda esa complejidad y lo que comentamos antes: la ejemplaridad de la gente que está jodida. Creo mucho en eso.
¿Quieres hablar de tu próxima novela?
Hoy me he levantado a las cinco de la mañana, llevo varios días haciéndolo. Tengo dos opciones: o eso o cogerme un permiso sin sueldo, como en las novelas anteriores. Lo que hago es sacar tres o cuatro horas de escritura al día, luego me ducho y me pongo con el periódico. Esto lo hago cuatro o cinco días a la semana y descanso dos. Llevo desde septiembre. Habla también de la familia , pero desde otra óptica… He escrito ya cinco capítulos y serán catorce. Es la novela que tengo más clara, mucho más que Los ingratos o Los incomprendidos, otra cosa es que luego sea un desastre (risas).
Tus novelas funcionan bastante bien, ¿no te has planteado dejar el periodismo y dedicarte exclusivamente a la literatura o para ti el periodismo es mucho más que la seguridad de un sueldo a fin de mes?
El hecho de ponerte una bata blanca no te convierte en cirujano, lo mismo que escribir una novela no te convierte en escritor. La palabra escritor hay que manejarla con mucho cuidado. Escritores son Steinbeck, Carmen Laforet, Agota Kristof, Ignacio Aldecoa, Ferlosio, McCarthy… Yo soy un reportero que ha escrito algunas novelas que no han funcionado mal. De verdad, no es falsa modestia. Uno es escritor cuando el público decide que lo eres y eso te permite pagar tus facturas. El reporterismo, además, me encanta, me da muchas satisfacciones y mucha plastilina para escribir luego novelas.
No tienes redes sociales y antes, al hablar de lo complicado que es crecer en la actualidad, transmitías cierta desconfianza hacia lo tecnológico.
Yo soy un ciberzote. No he tenido tarjeta de crédito hasta hace dos o tres años. Este móvil que llevo no es mío, es de la empresa. En agosto lo dejo en Madrid, me voy sin él…
Pero, ¿lleva tu mujer su móvil?
Claro (risas), pero no me he perdido nunca nada: ni un tanatorio ni un bautizo ni una sola noticia importante, y te quitas mucho ruido. No me interesa la tecnología porque tiende a deshumanizarnos. Hay una psicóloga del MIT, Sherry Turkle, que tiene un libro cojonudo, En defensa de la conversación, en el que asegura que las nuevas tecnologías están acabando con los viejos valores, y habla de dos: de la capacidad de empatía y de la capacidad de introspección. Para dar el pésame mandamos un whatsapp y no podemos estar diez minutos a solas con nosotros mismos. Todo va muy rápido. Hace diez años, yo les decía a mis hijos que apagaran la tele para poder hablar, ahora tenemos que poner la tele para ver algo juntos y que no esté cada uno con su pantallita. El gran demonio es ahora el gran pegamento, así que sospecho que en otros diez años diremos que ojalá nos mande nuestro hijo un whatsapp al hospital cuando estemos ingresados.
¿Te asusta el futuro?
Todo va muy rápido y todo va a un sitio que me genera mucha incertidumbre. Estamos en una época de incertidumbres respecto a lo climático, respecto a la forma de relacionarnos, lo geopolítico, lo sexual, lo reproductivo, lo científico, lo energético… Y lo tecnológico. A veces tengo la sospecha de que estuviesen haciendo un gran ensayo clínico, que han repartido siete mil millones de móviles, y muchos de ellos entre niños, y a ver qué pasa, cómo se configura su cerebro y cómo les cambia la estructura mental. Igual dentro de diez años piensan que menuda burrada darle una tablet a un niño mientras come. Somos la generación que va a pagar el pato en lo tecnológico y eso va a tener consecuencias que aún desconocemos. No quiero ser apocalíptico pero, desde luego, optimista no soy
Vamos a acabar con dos de tus pasiones, la primera es el boxeo, que ya has apuntado en alguna de tus respuestas.
Llevo seis o siete años y boxeo francamente mal, pero soy un hombre con pundonor. Empecé en parte por mi padre, que nos llevaba a mi madre y a mí a los combates del Campo del Gas. La recuerdo a ella con una faldita corta de cuadros y el bolsito encima. No le gustaba nada lo que veía, mientras mi padre gritaba enfervorecido. De aquello me vino el interés por el boxeo, y un día quedé a cenar con David Gistau, con el que tenía mucha relación, y con Jero García. Me propusieron probar y practicarlo un día. Fui y me enganché, me encanta, me da muchísimo. Te enseña que no eres la caída, sino lo que haces después de la hostia, y te exige mucha concentración y esfuerzo. Lo de pegarse hace ya tiempo que lo dejé pero resultaba muy gratificante porque era como volver al cachorreo infantil, a pelearte con tu hermano y con la gente que sabes que te quiere y no va a hacerte daño. El gimnasio, por cierto, es un sitio maravilloso, como un templo o un puerto de refugio, como el diván de un psicólogo.
Tampoco hemos hablado del Atleti.
No me gusta demasiado el fútbol. Como deporte, prefiero el rugby. Lo que me interesa es el Atleti. Creo en eso que decía Juan Luis Cano: todo el mundo es de Atleti, lo que pasa es que hay gente que no lo sabe. Procuro ir dos o tres veces al año al estadio. También mis hijos son de Atleti, porque nosotros somos una familia decente y en mi casa puedes ser de Vox o de Podemos, puedes ser vegano incluso, pero lo que nunca jamás podrías ser es del Real Madrid (risas).
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Qué buen tipo, le conocí en el Rugby, y Los ingratos me puso la carne de gallina. Esas referencias al pueblo y a Sanni ya fueron el culmen